domingo, 31 de diciembre de 2017

LA NOVELA DEL CRIMEN EN ESPAÑA, 2018 EN NEGRO


La literatura es como un gran restaurante temático. En su carta, hay espacio para todos los sabores del mundo. Y cada lector elabora su menú según sus gustos o necesidades, que no siempre coinciden. Me ha salido esta metáfora gastronómica, como es lógico, después de diez días largos de cenas, comidas, meriendas, cañas y lo que queda hoy. Bueno, pues en mi menú habitual no suele entrar la novela negra, salvo alguna excepción. Los géneros se me repiten un poco, por previsibles. Me tienen que ofrecer algo más y si es así, no dejo ni las migas del plato.

La novela negra es un fenómeno editorial global. La etiqueta vende y sus ingredientes básicos, a saber: un crimen, una investigación detectivesca donde abundan las pistas falsas y los callejones sin salida, su buena dosis de intriga, otro tanto de erotismo, un personaje principal carismático y voltereta al final, dejan al lector mojando sopas.

Según he leído las primeras novelas policíacas fueron las de Edgard Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Ágata Christie y George Simenon. Son historias que proponen un acertijo intelectual, los buenos son muy buenos, además de incorruptibles. Son novelas impregnadas de cierta frialdad analítica. Pero después del chasco de la Gran Depresión, aparece en EEUU una novela policíaca diferente, llena de tipos duros y canallas, donde se bucea en los bajos fondos y se destapan las inmundicias de una sociedad podrida. Este género, denominado hard-boiled, que desarrollaron escritores como Dashiell Hammet o Raymond Chandler, es el negro propiamente dicho y parece ser que fue el que echó raíces en España en los setenta. No era para menos, puesto que nuestro país pasó por una época de cambios en todos los niveles, no solo en lo político. El escenario de la novela negra permitía sacar de las cloacas a la verdadera España.

A la hora de buscar un tema para el programa de fomento de la lectura del Ministerio de Educación y Cultura, un compañero y yo nos decidimos por rastrear esos orígenes del género en nuestro país. Y después de leer, preguntar y pensar, hemos escogido tres títulos fundacionales. Uno de ellos, por sacar pecho, se creó y transcurre en el mismo solar donde nací, crecí, me multipliqué y la mayoría del tiempo, vegeto. Fue una vía, la de una novela policíaca cerebral, a lo Conan Doyle, pero con tradición castellana, cervantina en su ejecución, local y universal a la vez, rural en todo su sentido (no en el actual, donde el campo es un lugar siniestro, enloquecedor, que propele al crimen), que quedó en parte abortada y fue comida por otra más urbana, nihilista y menos amable, donde hay una visión crítica, una radiografía a la sociedad del momento para mostrar sus entresijos.

Os invito a leer y comentar estas tres novelas fundacionales del género en España, la distancia impide compartir después un café, pero como si lo fuera.

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Precisamente mi última lectura ha estado relacionada con el tema y sigo con ello, porque ya he empezado el libro de García Pavón y tengo el nuevo de Zanón en la mesita. Pero  quería concluir este post con La Carcoma, de Daniel Fopiani, Premio Valencia Nova 2017. Una novela de género, pero con ese aliño que lo potencia y convierte en algo más. 

La historia comienza cuando un escritor inmerso en una severa crisis creativa recala en un pueblo de la sierra gaditana, La Carcoma, en busca de la soledad y tranquilidad necesaria para acabar su libro. Lo que encuentra, en cambio, es la hostilidad de una gente que abomina de los forasteros (en sintonía con la reciente “turismofobia”) y unas misteriosas marcas que aparecen en la cabaña, desde el número 12 y hacia atrás. Con este planteamiento, se sucede un thriller donde Fopiani mezcla diversos géneros:

Hay una incursión al terreno de lo sobrenatural, porque la naturaleza de los números es cuanto menos ambigua. 

Hay novela negra, como no, cuando un guardia civil con un particular defecto en el habla se hace con las riendas del caso. El hecho de que el guardia civil infunda algo de compasión en el lector ya retuerce un poco al típico antihéroe de estas novelas, que aunque suele tener, digamos, un pasado difícil, diversos traumas, no suele ser ridiculizado. 

Para acabar, Fopiani añade localismos (el habla gaditana del mecánico, la tostada de sobrasada, el chiringuito de la playa donde comienza todo) y remata así el adobo de una historia que tiene la virtud de enganchar, dejar en tensión y sorprender al lector. 

Fopiani dosifica bien la intriga, crea callejones sin salida, sorprende, maneja a la perfección las convenciones del género y añade algo más. Quizá la visión de un lugar rural y remoto, con sus habitantes reservados y huraños, donde las ofensas se guardan y no se olvidan, sea un tópico urbanita. También entronca con esa España negra que siempre es rural, la resolución del crimen de Diana Quer hace pocas horas añade más leña a este fuego. En cualquier caso, les recomiendo un paseo por La Carcoma, con precaución porque por allí pulula una fauna variopinta. Y seguir a Fopiani (nacido en 1990) en su nueva faceta de novelista.

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Aparte, entre estas y otras cosas en 2018 voy a tener que levantar el pie, dejando bastante de lado lectura y escritura. Haré una actualización mensual de la llanura, por no perder el ritmo ni los amigos que he hecho en dos años, al menos y con suerte hasta julio. Luego, ya veremos.

Feliz entrada de año.

sábado, 2 de diciembre de 2017

PESADILLA

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Descansamos; una pesadilla puede envenenar nuestro sueño. Despertamos: un pensamiento errante nos empaña el día... (P.B. Shelley)

Cuando abre los ojos, le sorprende la vista del cielo raso. Trata de mover las manos, pero no puede. Su párpado derecho cimbrea. Pequeñas briznas de color rojo y verde se consumen como fósforos. Se pregunta si no habrá sido engullido por el televisor. Tragado por el mando a distancia. Lo intuye sobre la mesita, con una capa de mugre alrededor de cada tecla y el cerco de cinta aislante para evitar que se caiga la tapa de la pila, que está rota. Los pensamientos le llegan en ráfagas. Hay momentos en los cuales un zumbido se instala en su cabeza y el techo relampaguea. Otros en los que tan solo percibe el ritmo de su respiración y el pecho expandiéndose y contrayéndose.

Aguza el oído. Oye a los vecinos de arriba arrastrar los muebles. Debe ser domingo, suelen tener comida familiar los domingos. Si es así, lleva en ese estado casi veinticuatro horas. Chasquea la lengua y nota la saliva reseca en la comisura de los labios. Tiene sed y le quema la garganta. Se pregunta si no se habrá transformado en algún insecto horripilante, como le pasó a Gregorio Samsa. Al principio su familia trató de encajar los hechos. Pero él está solo. Nadie se espantará de sus patas de artrópodo, ni de su voz metálica, apenas comprensible. Nadie retorcerá el pie sobre su caparazón para extraer a conciencia sus entrañas.

Un rayo de luz repta a lo largo de su cuerpo y durante unos minutos, se instala en su barbilla, le lame la cara como si fuera un gato. ¿Dónde estarán sus gatos? Les escucha arañar la puerta y luego nota una lengua áspera, su astringencia sobre la cara.

Pasa un tiempo y le sorprende un movimiento reflejo de la mano, que se abre y vuelve a cerrar. El párpado sigue aleteando, siente una sed que le abrasa.

La mujer de la limpieza llega los jueves. Es la única persona que cruza el umbral de su casa. Cuando acaba y recoge el dinero que hay sobre la mesa de la cocina, cierta fragancia, de tierra mojada, se instala en el apartamento. Pero luego pronto regresa el hedor, el olor malsano al que ya se ha acostumbrado. Los orines de los gatos, las perlas de arena y excrementos en el parqué, el aire viciado por la falta de ventilación, el olor a sudor y comida recalentada. La costra cuarteada de grasa en la sartén. Pensando en los días que faltan, repara en su propia muerte. Tose, vacía sus tripas y tiembla por el frío. De repente se oye el chasquido del termostato y el mugido de la caldera al encenderse.

Lleva mucho tiempo deseando morir. Se lo dijo al psiquiatra, antes de que le tendiera la receta con el seropran, cipramil o cipralex, no recuerda. Parecen obra del peor escritor del mundo, salvo prozac, ese le gusta, ese suena bien. Pero, ¿cómo quitarse la vida? No fue la esperanza la que frenó la guadaña. Fue el miedo, ¿duele morir motu proprio? ¿Qué pasa con el alma después, con esos veintiún gramos que ocupa su masa? En cualquier caso, ya da igual. Ve llegar a la muerte gota a gota. Como el suicida que después de tender la cuerda por encima de la rama de un árbol, de comprobar el nudo corredizo y subir por el tronco para dejarse caer, es alcanzado por un rayo.

Piensa en la pobre mujer de la limpieza, cuando abra la puerta y al hedor habitual, se sume el de su cadáver en descomposición. Piensa en sus gatos, hambrientos. Recuerda las noticias de animales domésticos que, en su encierro, devoran a sus dueños. Casi siente los agudos colmillos del animal desgarrando su carne azulada. Las emanaciones de su cuerpo fermentando. Se duerme.

Se despierta al notar en su espalda una tenue vibración en la madera, apenas un cosquilleo. La pantalla del teléfono brilla sobre el parqué, pero se ve incapaz de alcanzarlo. Alguien ha avistado su naufragio, por instinto o intervención divina. De nuevo abre y cierra la mano, se arrastra. Un lado de su cuerpo está paralizado. Araña la madera con las uñas. El teléfono enmudece y la mano se desploma. Quiere llorar y una lágrima le enturbia el ojo sano. Pasado un segundo, nota de nuevo el cosquilleo y el teléfono reptando, moviéndose en círculo como un pollo descabezado. Vuelve a estirar el brazo, avanza, casi roza la pantalla. La toca. Una voz emerge de la caverna. ¿Va todo bien? ¿Estás ahí? Manuel abre su boca, una parte cuelga inerte, pero consigue articular algo. Pero, ¿por qué? ¿Quién contaba con él en los últimos tiempos, si no era para señalar su degradación, para apartarse arrugando la nariz o cabecear a todo lo que decía? Con esa sonrisa de suficiencia que tragaba sin rechistar. Era amarga, pero le alimentaba. Mejor eso que estar solo. Ahora lo comprende.

Grita, y le sale un quejido. Es como el gorjeo de un animal al sentir que lo degüellan. La voz al otro lado del teléfono le responde alarmada. El brillo de la pantalla se apaga entre sus dedos crispados.

Por la ventana entreabierta le llega una luz naranja intermitente. Llaman a la puerta. Aporrean la puerta. De nuevo el grito, el bramido que saca esta vez de su estómago, incomprensible, pero, y es lo que importa, audible. Después de unos minutos, la puerta se abre.
***
Los dos amigos se calzan las botas. Antes han tenido que sacudirlas, golpearlas contra el suelo para desprender el barro seco, los excrementos y las briznas de paja. Son botas de caña alta, les llegan hasta la rodilla. Verdes, impermeables. Abren la puerta y los cerdos desfilan por el pasillo. Son lechones, casi ciegos, rosados y frágiles sobre sus patas puntiagudas. Buscan con ansiedad el pecho que les amamanta y cruzan por la estrechez de la galería atropellándose. Los amigos cierran las puertas y los animales se sienten aprisionados. Su instinto les alerta, chillan levantando el hocico. Los dos amigos sonríen. Les brilla la mirada. Comienzan a agitar los brazos, los animales retroceden con espanto, tropiezan. Forman un nudo de carne en el centro del pasillo, tratan de zafarse, pero apenas si pueden moverse. Los dos amigos se dividen y con sus botas, sus botas de trabajo, calzadas para la ocasión, saltan sobre el primero de los lechones. Los huesos del animal se quiebran y el chillido reverbera y esa invocación de auxilio, de piedad, que conmovería un corazón de piedra, alimenta el furor de los dos amigos, que prosiguen su tarea destructiva casi con lujuria. Patalean, saltan y quiebran. En la piel rosada afloran manchas oscuras, emanaciones de ceniza, violáceas y turbias.

Una ambulancia le traslada al hospital. Su párpado marca los fragmentos de segundo, tiembla como los cerdos moribundos en la oscuridad del hangar, en el pasillo que los dos amigos han sembrado de muerte. La luz de la cámara, el ojo de la cámara testifica y retiene el lúgubre paisaje, el empedrado de cuerpos amoratados, los rostros sudorosos de los matarifes, las botas embadurnadas de sangre y secreciones.

Manuel no sabe nada de esto, porque no puede ver la televisión o leer el periódico por Internet. Ni siquiera puede estar seguro de si vivirá o podrá volver a hablar y moverse con normalidad. Es un cerdo aplastado, reventado por una vena caprichosa que ha anegado su cerebro y que, en su propia soledad, ha visto levantarse a la muerte.

Mientras, un arqueólogo cepilla los huesos de un cuerpo semienterrado. Han pasado diez mil años, y este cuerpo yace como Manuel, pero con una flecha de obsidiana alojada en el esternón. Sucumbió allí mismo y para beneplácito de la ciencia, no fue despedazado por las alimañas. Dicen los expertos que pudo sobrevenir una riada o una lluvia de barro que cegó aquella infamia durante diez mil años o sus propios verdugos los sepultaron. Las costillas sobresalen entre el polvo rojo. Ese armazón óseo que nos sustenta, que aguanta nuestros sueños y al que hacen temblar nuestras pesadillas y que no es más sólido que el polvo. Cráneos donde se abren, escabrosos, agudos orificios. Consumidas las vísceras, roídas por el tiempo, solo queda el espacio vacío y negro. Hay una mujer en posición de haber sido maniatada, con el cadáver de un niño en el regazo. Todos muertos, aplastados, como los cerdos de la granja. Violencia de hombres contra animales o contra otros hombres o contra sí mismos. Hombres que matan, refocilándose en la sangre. Hombres que se agostan, hasta que los hilos que les manejan se rompen. Hombres que son devorados o devoran a otros hombres.

La ambulancia llega al hospital y Manuel ingresa en la unidad de cuidados intensivos. El hombre mata y el hombre trata de atenuar el dolor; trata de reparar lo que él mismo estropea. Cuesta a veces hablar de una generalidad que en ocasiones se disloca, pero qué nudo de contradicción es el hombre. 

En la sala de urgencias, mientras la camilla cruza con el cuerpo de Manuel, un padre manosea una hoja cuadriculada. Ha sido arrancada de un cuaderno escolar y contiene las últimas palabras de su hijo. De ese niño, queda apenas un cuerpo reventado que agota su tiempo conectado a una máquina. No han sido las botas de plástico, las botas de caña alta las que han quebrantado sus huesos. Ha sido el callejón sin salida al que se había visto abocada su breve existencia. Intuyó en la muerte un descanso. En esa carta con la que se despide de sus padres, no hay titubeos en su caligrafía. No hay rastro de una sola lágrima que haya arrugado el papel. La mano del niño estaba guiada por la determinación, por una promesa de descanso. En ella, el niño incluso sueña con el próximo viaje, con que el suelo se transforme en su inconsciencia en un blando lecho, en un lago encantando, en un pasadizo hacia otra parte. 

Estas cuatro historias las viví en un mismo día (una en mi entorno y el resto a través de la prensa) y al llegar la noche estaba tan deprimido que no me quedó más remedio que soltarlo todo para no envenenarme. Me había olvidado del texto y aprovecho el parón lector para rescatarlo. Os pido perdón por el chute de pesimismo pre-navideño. La pintura que ilustra estas páginas es "Esqueletos disputándose un arenque ahumado", de James Ensor. 

jueves, 23 de noviembre de 2017

LA SEQUÍA DEL LECTOR Y SU LISTA DE ESPERA


En todo este mes de noviembre no ha caído ni una gota. Donde vivo, la gente se queja del agua: dicen que sabe mucho a cloro y en la ducha deja la piel como papel de lija. Las autoridades argumentan que es debido al bajo nivel del embalse. Es curioso cómo este cielo terrible de la llanura, sin nubes, de un azul amenazador ha acabado aplastando mi ritmo lector (desde luego, no quiero comparar en magnitud una cosa con otras, estaría bien. Pero como el blog va de libros...). Bueno, tampoco es correcto achacarlo todo al cielo. Si los anticiclones que, como gorilas de discoteca, disuaden al aire húmedo del Atlántico de darse un garbeo por la piel de toro, son los responsables de la pertinaz sequía, son otras ocupaciones las que me impiden leer y escribir. Aunque escribir sí escribo algunas noches, por limpiar mi cabeza de podredumbre que a la larga puede atascarla. Pero poco. Leer, pues un ratillo los fines de semana, aparte de las visitas furtivas a blogs amigos. El bagaje es escaso, mucho. Pero, en fin, al menos la lectura de La señora Dalloway ha sido profunda y provechosa.
Queriendo hablar de esa nebulosa que son las lecturas pendientes, que acaban tomando cuerpo en una lista interminable o en pilas de libros esperando su turno, me vienen a la cabeza los hongos y setas que afloran después de las lluvias de otoño y la gente que recorre el monte con un cesto para luego darse un festín o por puro afán andariego. Este año me parece que se les va a ver poco el pelo.
Vivo, haya sequía o no, en una alfombra de polvo. Setas hay pocas. Es curioso, porque apenas te mueves treinta kilómetros y te das de bruces con suelos fértiles que parecen merengue y humedales con flamencos, somormujos y ánades con el cuello azul. Qué hermoso es ver esos afloramientos en medio del llano, charcos donde las aves que cruzan los Pirineos hacen parada y fonda. Mención aparte merecen las Lagunas de Ruidera, mil años encantadas por Merlín, bendito sea, porque las aguas azul turquesa, el carrizo, las formas de la roca caliza, los álamos, las rugosas encinas, todo ese arsenal de naturaleza es digno de ver. Aunque también están siendo azotadas por la sequía y algunas se han secado.
Mi madre dice que cuando mi abuelo regresaba del campo, montado en su bicicleta de hierro macizo, con el pañuelo de hierbas anudado como un pirata y la azada y el escavillo atados en la espalda, en forma de equis, le traía paloduz y huevos de codorniz. Yo recuerdo que debajo de la boina también llevaba grillos, que metía en una caja de zapatos, hechos los respiraderos y luego le daba su dosis de lechuga, para que vieran que como entre humanos, no se vive en ningún sitio. Pero nada de setas.
Os habréis dado cuenta de que me tomo mi tiempo hasta ir al meollo, es curioso, porque me pasa solo escribiendo, cuando hablo soy más bien parco. Mi escritorio, por suerte y siguiendo con la metáfora del principio, es menos seco que la llanura donde fui a nacer y yazgo.  Una visita a la blogosfera, una lectura que lleva a otra, un puro relámpago y zas, libro que apetece. ¿Dónde lo apunto? El recurso de los post-it fue desterrado desde que mis hijos desarrollaron su psicomotricidad fina y aprendieron a abrir y vaciar cajones, usar pegamento, tijeras y rotuladores. Así que una cuartilla en sucio me vale, es mi cazamariposas.
No es nada atractiva, lo sé. Es aburrida y fea. Se va llenando y emborronando, hasta quedar lamentable. Cuando me viene una fiebre de orden, se rompe, va a la bolsa de papel para reciclar y o bien paso los títulos a limpio, a un cuaderno en condiciones o me olvido de la lista, uno que es voluble. Puede que algunas nunca sean leídas y las olvide. ¿Algún criterio? El caos.
Aunque pensándolo bien, podría ordenarlas por temas: está por ahí el famoso psicólogo conductista Skinner, que ideó una especie de sociedad perfecta parafraseando a Thoreau en el título, Walden Dos (lo tengo en epub) y Oliver Sacks, su autobiografía que compré en septiembre y todavía no he leído. ¿Suena sugerente, no? Hay libros a los que he llegado por otros libros, y añadas más contemporáneas, lo que decimos por aquí “vino joven”. Tengo en lista ni se sabe a Isaac Rosa. Un guiño a lo minoritario: Hasier Larretxea, poeta que recita acompañado de su padre aizkolari (los que talan troncos) en plena performance y rarezas, ésta por sugerencia bloguera: Tainaron de Leena Krohn. Relatos, como no, Mariana Enríquez, Las cosas que perdimos en el fuego, La bandera inglesa, del Nobel Imre Kertesz y Los demonios exteriores de nuestro compañero David Rubio. Y más, me llegó ayer de Círculo de Lectores Tierra de Campos, del también cineasta David Trueba y tengo La Carcoma de Daniel Fopiani, Premio Valencia Nova de Narrativa. Para morderme las uñas con un Thriller, la literatura de género también está en su derecho.

Así voy llevando mi lista de pendientes, ¿cómo organizáis la vuestra? ¿Impera también lo heterogéneo como en mi caso? Seguro que sois más limpios…

viernes, 10 de noviembre de 2017

DILEMA NOCTURNO


El cambio de hora tiene a Miguel un poco desquiciado. Son sesenta minutos que dilatan la tarde y la traen de los pelos, quiera o no. Lo copiaron los ingleses de los alemanes, en tiempos de guerra. Pero la costumbre sigue, aunque en las trincheras ya ha crecido la hierba y nadie llora a aquellos muertos, que fueron muchos. Durante días a Miguel le cuesta conciliar el sueño, hasta que se impone la fuerza de la costumbre. Tener los ojos abiertos en la oscuridad es un derroche, ¿qué registra la retina?, ¿la nada? Tanta sinapsis por el sumidero. Pero aparte del juego de tenis que se traen con el reloj nuestras autoridades, algo más perturba a Miguel. Al menos hoy. 
Se tumba boca abajo, hunde la cabeza en el almohadón para forzar el cierre de los párpados, pero sus circuitos neuronales siguen alerta. Esta tarde le han llamado para invitarle a dar una conferencia sobre su especialidad, que es el patrimonio industrial y ferroviario, esos cadáveres llenos de óxido que sin embargo hicieron de partera del capitalismo. Es dentro de dos semanas. Doscientos kilómetros en línea recta, al noroeste de Madrid. Ha dicho que sí, que iría, ningún problema. Pero resulta que Miguel siente aprensión cada vez que se pone al volante, es un síndrome que tiene nombre de griego antiguo, de antes de Sócrates mínimo. Adentrarse en la capital con su coche le hace sentir como esos marineros del Medievo, cuando encaraban el vasto océano y temían el ataque de calamares gigantes o a las ballenas, pensando que se los tragarían como el que sorbe un fideo (ahora sabemos que no es posible, que las ballenas tienen la garganta del tamaño de un dedal).
En cualquier caso, Miguel se ha comprometido. Tendrá que ir, es una persona de palabra. Así que da vueltas en la cama, hace cálculos elementales (sumas y restas) y concluye en lo siguiente: deberá salir con tiempo, a las tres de la tarde o antes. Pero esa hora es terrible para mí, piensa, me suele entrar mucho sueño. Podría no comer o picar algo, un sándwich y té verde. Beber una Coca-Cola. O quizá sería peor, porque los gases le provocan retortijones. El sonido de sus tripas sería demasiado discordante. Miguel sigue con su particular centrifugado sobre el colchón. Por fin decide comer temprano y dar una cabezada antes de salir. Esta decisión también encuentra dificultades para abrirse paso en la espesura: seguro que por efecto de la tensión no podrá pegar ojo y será peor. Miguel sabe que debe salir con cierto margen. Una hora o más. Porque puede perderse, le ocurre a menudo: o equivoca la salida o duda al cambiar de carril y pasa de largo. Y luego está la cuestión del aparcamiento. ¿Habrá cerca un aparcamiento vigilado? Miguel visualiza la luna reventada al salir y la guantera revuelta. Algo bastante improbable, porque su coche es viejo, la tapicería está gastada y en la guantera solo lleva los papeles del seguro. No es ningún cebo tentador, pero en estos tiempos nunca se sabe. 
Miguel hincha la barriga y la deshincha lentamente, le han dicho que ayuda a calmar la ansiedad. En realidad, llegar no es nada difícil. Ha calculado el itinerario antes de irse a la cama en Google Maps. Hay que coger la A-4 casi todo el camino, luego tomar la salida 17 y un par de rotondas. Callejear un poco, pero no mucho. Lo peor es volver, se lamenta Miguel, porque será de noche, y por culpa de la miopía pierde mucha visión por la noche. Aunque su intervención dura una hora escasa, es el último ponente. Miguel duda si ir vestido para la ocasión o cambiarse en el aparcamiento, llevar la camisa y la americana en una percha colgando del asiento de atrás. Y el desodorante, que no se le olvide, porque con los nervios le da por sudar. Tiene un olor corporal fuerte, además, como alcanfor o suavizante para la ropa. No le han comentado si hay cóctel después, parece un acto más bien austero.
Miguel da otra vuelta en la cama, suspira y agarra a su mujer por detrás, tantea entre sus piernas, pero ella le aparta de un codazo. ¿Y si le digo que me acompañe? Miguel cree que le daría seguridad durante el viaje: es agradable tener a alguien con quién hablar. Recuerda que hay gente que comparte coche con desconocidos a través de Internet, para ahorrar gasolina. Con su timidez, solo imaginarlo le da pavor. Tampoco cree que el hipotético acompañante fuera demasiado cómodo a su lado, porque resulta un conductor pésimo, se le notaría que no sabe bien donde va. ¿Y al contrario? ¿Por qué no buscar a alguien que le lleve? Demasiadas combinaciones, demasiados desconocidos. Comparar opiniones, fotos de perfil. Conversaciones telefónicas, intercambio de mensajes, escribir en Whatsapp. Miguel teme hacer el ridículo y recibir luego la fusta de un comentario despreciativo, acabar claveteado o expuesto para escarnio en la picota digital. Le da un escalofrío, tira de la manta y mete dentro los brazos, encogiéndose.
Decide pedir a su mujer que le acompañe, si le dan el día libre en el trabajo y así pasan la tarde juntos. Pero una nube negra descarga el granizo de un presentimiento: ¿y si sufrieran un percance? Los accidentes ocurren. Casi dos mil muertos el año pasado en las carreteras, más de veinte cada fin de semana. Es viernes, habrá tráfico. Crecen las posibilidades. A Miguel se le hace un nudo en la garganta al pensar en sus hijos, desamparados. Durante un tiempo cada vez que cogía el coche pensaba en la muerte, incluso una vez, desquiciado por la inminencia de un viaje a Barcelona para una lectura en la UAB, escribió una carta de despedida y la dejó dentro del cajón del escritorio, sellada y firmada. A Kubrick le daba miedo volar y hacía todos sus viajes en coche. Menudo inconsciente, se dice Miguel, que descarta ir con su mujer. La ida está hecha, si me pierdo a la vuelta y acabo en Segovia o en Badajoz, pues aprovecho para hacer turismo. Turismo de madrugada, Dios. Me tocará pagar un hotel. Espero llevar el teléfono con suficiente batería, se lamenta Miguel. El número de su mujer es el único aparte del suyo que ha conseguido memorizar. ¿Siguen teniendo teléfono público los bares de carretera? Si no, cualquiera puede dejarle hacer una llamada con su móvil. La gente es amable, en general. Y todos dicen que tiene cara de buena persona…
Son más de las cuatro, pero Miguel no lo sabe porque se resiste a mirar el despertador. Recuerda que a treinta kilómetros vive su amigo Michel desde hace un año. La verdad es que lleva tiempo sin hablar con él. Podría avisarle para que le acompañara y luego cenar por ahí. Podría incluso quedarse en su casa y regresar a la mañana siguiente.  Lo más seguro es que le ponga alguna pega. Está enfrascado en su tesis, se sienta cada día a escribir, como si fuera a la oficina de nueve a ocho (horarios españoles). Solo sale a respirar aire puro cuando va a la biblioteca o al despacho de su tutor y dependiendo de los niveles de monóxido de carbono. A lo mejor le molesta perder una tarde y una mañana por su culpa, puede que ni le coja el teléfono. Desprecia la tecnología y tiene un viejo terminal del grosor de un bocadillo, con la pantalla de cristal líquido. 
Miguel ya ha descartado la opción del transporte público, el horario del autobús no le viene bien, lo miró en Google. En tren, tendría que bajarse en Atocha. Coger allí el cercanías o el metro. Después un autobús o un taxi. Demasiados trasbordos, se perdería. Miguel barrunta la posibilidad de llegar tarde. No está acostumbrado al ajetreo de la ciudad, a la gente corriendo, toda esa cantidad de gente. Esta mañana yendo al trabajo, durante cinco minutos, no se ha cruzado con nadie. Ni siquiera un coche. Vive rodeado de vacío, en apenas sesenta metros cuadrados (que tardará en pagar treinta años) y el choque de la multitud es demasiado para él. Le perturba. Es casi una conmoción. Es una aventura que entraña demasiados riesgos. Pero no quiere seguir dándole vueltas, necesita descansar.
¿A quién le puede importar el tema de mi conferencia?, se dice. Y quizá tenga razón. A lo mejor después de todo no van ni diez personas. Le ocurrió en aquel curso de verano sobre patrimonio industrial, donde descontando al concejal de cultura y al encargado de abrir y cerrar la biblioteca eran cinco. Al menos pudo ir en tren y la organización le recogió en taxi. Todo a cuenta de la teta del Estado.
Miguel acaricia de nuevo a su mujer. Su placidez le reconforta. Por fin se decide. Saldrá temprano, tomará un sándwich en el camino. Con su coche y para volver lo mismo. Que sea lo que Dios quiera. La cita es el viernes 15 de abril. Alto, se dice. Las gramíneas, el polen zumbando, entreverado con las partículas de diésel y carbonilla, letal. Los antihistamínicos le dan sueño, aunque dice en el prospecto que no, que está clínicamente testado. Pero Miguel se conoce, se promete llevar el coche al taller para que le revisen los filtros anti polen, o si no pasará la mitad de la conferencia sorbiendo mocos y estornudando.
Ha dado tantas vueltas que se ha quedado aprisionado entre las sábanas, parece envuelto en una mortaja. Recuerda ese cuento de Poe en el que un individuo cree haber sido enterrado vivo y en realidad sufre una pesadilla en el cubículo de su camarote. Un rayo de sol ilumina levemente la habitación, porque son las siete. Pero Miguel está satisfecho, ha resuelto el dilema. Ahora solo le queda pensar en cómo plantear la conferencia, pero eso lo deja para la noche siguiente…

Fotografía: Vincent Van Gogh, Old man in sorrow

viernes, 3 de noviembre de 2017

"Crónica de los Wapshot" de John Cheever

Crónica de los Wapshot es una de las dos novelas que componen La familia Wapshot y que se pueden leer por separado (mi caso) o en alguna edición conjunta. Esta reseña la escribí hace un par de años, pero la deseché porque no quedó muy allá. Ahora, aprovechando que estoy con los cuentos completos de Cheever en inglés y que, dicho sea de paso, ni escribo ni leo mucho, la recupero con algunos cambios.

Cheever es uno de los grandes del relato y en cierto sentido, Crónica de los Wapshot se podría leer como una serie de historias cortas. Con esto no digo que estemos ante una mera acumulación de anécdotas yuxtapuestas. Pero más que una novela canónica y estructurada, es un todo orgánico, con un nudo inicial a partir del cual crecen multitud de ramificaciones. Ese bulbo primigenio es la familia Wapshot, que vive en Saint Botolphs, un pequeño y paradisíaco pueblo de Nueva Inglaterra. Está formada por Sarah, una mujer implicada en la vida de su comunidad y Leander, su marido, que maneja un barco turístico. Tienen dos hijos, Coverly y Moses. La vida de los Wapshot es supervisada por la excéntrica tía Honora. Esta posee una gran fortuna que ha prometido legar a los muchachos, a condición de que formen una familia y tengan hijos. Es precisamente la partida de los dos hermanos para tratar de prosperar lejos de sus padres lo que pone en movimiento la maquinaria de Crónica de los Wapshot. Hasta aquí todo muy de manual, lo que ocurre es que la sucesión de hechos es de lo más imprevisible y lo que podría haber sido una novela de aprendizaje se convierte en algo mucho más poliédrico.  

La prosa de Cheever es precisa y cortante, estilo marca de la casa, aunque a veces muta hacia lo poético y descriptivo. Lo cierto es que se mueve con maestría por diferentes registros, completando un gran fresco que deja su impronta. Hay un sentido del humor algo absurdo, casi surrealista. Alterna momentos de total transparencia  y otros más opacos, con cambios fulgurantes, extrañas ambigüedades, confesiones y giros repentinos del destino.

Dentro de los personajes impactantes podría destacar —y perdón por entrar tanto en detalle— a la excéntrica tía Honora, que encuentra en su huerto una zanahoria que le recuerda al miembro de su difunto marido y se la regala a una vecina a la que ve con necesidad. Tronchante. La vieja Justina, ama y señora de la decrépita mansión de Clear Haven, me ha recordado a la Miss Havisham de Dickens. El episodio entero de la estancia allí de Moses, sus viajes a través del tejado para acostarse con su prometida, la crisis depresiva de ella, la súbita aparición de un exmarido que lo resuelve todo es memorable y como digo, podría funcionar como un relato aparte.

Me ha encantado también, y supongo que será una crítica a la clase media americana (el libro es de los 50 del siglo pasado), la narración de la nueva vida de Coverly junto a su esposa Betley en una ciudad residencial cercana a la base de cohetes donde trabaja. Las casas todas iguales, el mismo jardín, la misma sucesión de calles, la misma altivez y falta de confraternización, la hipocresía, el automatismo de la época contagiado a las relaciones humanas, todo es descrito en absoluto contraste con la paradisíaca Nueva Inglaterra de Saint Botolphs de donde procede Coverly. Cheever es un maestro para, a través de situaciones cotidianas y absurdas, mostrar las entretelas del alma, despojar a los personajes de su careta y dejar expuesta su vulnerabilidad. El ser humano es poco más que un pajarillo indefenso en una sociedad cínica, hipócrita y cruel.   

Mención aparte merece la irrupción de Leander como narrador. Extractos de su diario personal se superponen a las vicisitudes de Moses y Coverly. Con frases cortas, punzantes, casi telegráficas, aporta complejidad y estilo a la novela. Para mí marca la diferencia, aunque al principio resulte desconcertante. Yo es que soy así, como lector me gusta que me tiren de las orejas: odio el puré. Cheever no agota este recurso, sino que prescinde poco a poco de Leander, pero lo recupera al final, en una nota con sabios consejos para sus hijos de los que transcribo los siguientes: el miedo tiene el sabor de un cuchillo herrumbroso, no dejarle entrar en casa. Erguir la espalda. Admirar el mundo. Gozar del amor de una mujer dulce. Confiar en el Señor. Suscribo casi todo.

sábado, 21 de octubre de 2017

"Sostiene Pereira" de Antonio Tabucchi

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Sostiene Pereira es uno de esos libros que perduran una vez leídos. Gran parte de culpa la tiene su personaje protagonista, al que la maestría de Antonio Tabucchi da vida casi corpórea. Porque ¿quién dice que Pereira no haya existido, fuera olvidado y su alma, vagando en otra dimensión, se materializara en la imaginación del escritor italiano? Casi se sugiere en el epílogo, donde el propio Tabucchi cuenta cómo construyó o mejor dicho, como poco a poco se le manifestó Pereira, un ánima que erraba en el espacio del éter, que le visitaba durante ese privilegiado espacio que precede al momento del sueño. Cuando por fin tuvo la historia, después de meses de apariciones, temblando en la punta de sus dedos, fue cosa de escasas semanas de febril maquinación para darle vida. Y ahí sigue Pereira, encerrado en sus páginas y formando parte de la memoria de millones de lectores, lo que es también otra forma de vida alternativa a la de “la carne”. Si os dieran a elegir, ¿qué os parecería convertiros en un personaje literario, creado por un escritor a partir de su imaginación y experiencias propias y ajenas, formar parte del recuerdo de tantas personas, ser recreado en una película, vivir para siempre (mientras se siga leyendo)? El entrañable Pereira duda durante toda la novela de su ortodoxia católica, porque rechaza la resurrección de la carne: el alma sí, claro (…) pero toda esa carne, aquella que circundaba su alma (…) ¿para qué? Todo aquel sebo que le acompañaba cotidianamente, el sudor, el jadeo al subir a las escaleras ¿para qué iban a renacer?, pero seguro que no había pensado en esa posibilidad de resurrección a través de la literatura.

Pereira es un hombre que vive su madurez, viudo, obeso y con cardiopatías. Después de treinta años de carrera como cronista de sucesos, se ha retirado a la página cultural de un diario católico, donde traduce cuentos de autores franceses y ha ideado una sección de efemérides para escritores muertos. Pensando en que debería contar con un archivo, para responder rápido a una muerte inesperada, contrata a un joven de origen italiano, Monteiro Rossi, pero este resulta ser un inconformista, opositor al régimen, que le entrega efemérides impublicables. Aún así, a Pereira le atrae el muchacho, le parece que bien podría ser el hijo que nunca tuvo y lo protege. Pero el ímpetu idealista de su joven amigo irrumpe en su conciencia y le arrastra por caminos donde nunca había transitado. Y contar más no sería conveniente.

Sostiene Pereira es una lección de cómo construir una novela: unos pocos personajes pero bien definidos y memorables, un entorno físico (Lisboa y sus alrededores, de lo mejor del libro, cobra vida junto a Pereira) y espiritual, un contexto (Portugal durante la dictadura salazarista y en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, la guerra civil española de fondo también, quizá el aspecto menos conseguido), una trama que engulle al protagonista y lo transforma, que engancha al lector y un final que te deja helado, con una mezcla de sensaciones, con ganas de seguir el rastro a ese Pereira renacido, una vez tomado el mando de su multiplicidad de almas, definitivamente, un yo nuevo, inconformista, valiente, honesto e íntegro.

Porque sí, el título, el personaje, su acertadísimo andamiaje, pero Sostiene Pereira también es de esas novelas que pueden cambiarte la vida. Por su mensaje, claro y que remueve al lector. En la vida uno puede tratar de ser neutral, convertirse en piedra, mimetizarse con el entorno, o tomar partido, alimentar la conciencia y no desterrarla, enfrentarse a los hechos y manejarlos con la razón. Ese es el tema de Sostiene Pereira. Llega un momento en la vida en el que hay que hacerlo, y esto puede suponer un cataclismo en el orden cósmico que en la madurez construimos para guarecernos y sentirnos seguros. ¿A cuántos lectores no habrá conmovido Pereira? ¿Cuántos no habrán sentido que tienen que retomar las riendas de su vida? Ese poder transformador de la literatura, su capacidad para agitar nuestra alma, está en Sostiene Pereira. Su idealismo es lo que la dota de perdurabilidad. 

viernes, 6 de octubre de 2017

UN DISPARO DE NIEVE

Patio del Alter Hof, Munich (foto: historia-arte.com)

La vida es una sucesión de seísmos de magnitud variable. Pequeñas perturbaciones, apenas el zumbido de una mosca, un rayo que nos rompe en dos. Siempre es cuestión de un instante. Cierras los ojos y cuando los abres, todo ha cambiado. A mí me gusta imaginar al joven Hitler durmiendo en un banco, protegiéndose del frío con papel de periódico, en un parque público de Viena. Mirando con avidez el escaparate de una pastelería, donde brilla una bandeja de Apfelstrudel sobre la vitrina. Imaginar el momento en el que rasga en pedazos la segunda carta de rechazo de la Academia de Bellas Artes de Viena que trunca para siempre su carrera de pintor (cierto que anduvo varios años más dando tumbos por las tabernas vienesas, vendiendo postales y dibujos hechos por él mismo, pero me vais a permitir esta y otras licencias) y le pone en la senda de Munich, donde después de la Primera Guerra Mundial se unirá al NSDAP, el Partido Nazi que cambiará la Historia. Pensar en un futuro alternativo si Hitler hubiera sido admitido en la Academia es lo que se llama “historia contrafactual”. Probablemente, el nazismo hubiera arraigado sin él, existían los ingredientes y el sustrato que lo hacía posible. La ola de violencia política que asoló Europa no fue creación personal de Hitler. Pero, ¿quién puede saberlo?

Ese gesto tan prosaico, el director de la Academia garabateando su firma y confirmando el segundo suspenso del joven Hitler, ¿cuánto duró? ¿Un segundo? ¿una décima de segundo? A nivel atómico, cuarenta millones de muertos que dejó tras de sí la última gran guerra. Ahora, piensa en tu propia historia personal. Dicen que es un sufrimiento inútil rumiar el “¿qué hubiera pasado si…?”, pero, ¿quién no lo ha hecho alguna vez? Porque intuimos que la vida no se escora en un arco largo y lento, predecible y con sentido. Al contrario, hay momentos fatales, definitivos, una descarga que nos hace cambiar de rumbo. El resultado, no siempre está en el horizonte. La cosecha se recoge años después. ¿Recordó Hitler aquella tarde de Viena, aterido de frío, manoseando su decepción frente a una bandeja de Apfelstrudel? ¿Pensó en su carrera truncada de artista cuando las bombas cercaban la guarida del lobo, cuando notaba el frío, el sabor ferroso de su arma dentro de la boca, disparando la última bala de su vida? ¿Cerró los ojos y se imaginó dando las últimas pinceladas a un paisaje gótico, donde el viento agita las hojas amarillas de los árboles una tarde de otoño?

Si el rumbo de la vida oscila en tan breves segundos, si todo cambia sin posibilidad de enmienda, ¿cómo no sentir un vértigo terrible ante el mero hecho de existir? ¿Cómo no sentirse insignificante, una mota de polvo en la inmensidad del cosmos? A mí, de pensarlo, me invade una sensación de angustia incontrolable, casi pánico. Y creo que la creación humana que mejor refleja esta realidad es la poesía. Si habéis escuchado la célebre canción de Silvio Rodríguez, Ojalá, el estribillo dice:

Ojalá se te acabe la mirada constante 
la palabra precisa, la sonrisa perfecta 
ojalá pase algo que te borre de pronto 
una luz cegadora, un disparo de nieve 
ojalá por lo menos que me lleve la muerte 
para no verte tanto, para no verte siempre 
en todos los segundos, en todas las visiones 
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones

Para algunos, cada cual hace suyo lo que lee, es una canción de desamor absoluto, de un odio filtrado en imágenes de una belleza apabullante. Belleza y odio, qué contraste más perturbador. Su roce parece que pueda provocar una reacción en cadena. Bueno, yo creo que no es así. En esta canción, Silvio Rodríguez asume la huella de un amor que le ha marcado y querría olvidar, porque su impronta le duele. No podrá volver a tenerla nunca, y para su desgracia, tampoco podrá olvidarla. Así que estará siempre en su memoria, una herida de amor tan profunda que nunca podrá cerrarse. Silvio quiere sellar esa herida, deshacerse de una melancolía que le está ahogando. Ojalá pudiera olvidarte, borrarte del todo. Pero no puedo. Estás ahí, formas parte de mi vida, la marcaste a fuego y solo me vale la muerte, mi muerte, para “no verte nunca”.

Entre estos versos, hay una imagen tremenda, cuando dice: “ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve”. Aquí entro con el tema de los detalles, y ahora me diréis. Hay una leyenda urbana que mantiene lo siguiente, donde dice “nieve”, en realidad es “nievi”. Este señor era un francotirador soviético de la Segunda Guerra Mundial, mejor dicho, un héroe producto de la propaganda soviética. Así que hay quien mantiene que lo que Silvio escribió en un primer momento es un “disparo de Nievi”, es decir, una siniestra bala que sale de la bruma dirigida a su antiguo amor. Una sola letra y un verso potente, una imagen tan evocadora, se convierte en algo siniestro, vengativo, manchado de sangre. Incluso vulgar. Un contraste absoluto con la blancura, pureza y perfección de la nieve. ¿Será cierto? Imaginemos que sí (aunque el cantautor lo ha desmentido), que Silvio escribió “Nievi”. Pero, como buen poeta, pronto vio el potencial de sustituir esa única letra. Una letra, un instante, lo cambia todo. En la poesía, como en la vida, como en la Historia.

          

viernes, 15 de septiembre de 2017

"Rendición" de Ray Loriga

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Me sorprendió ver a Ray Loriga en Página 2. Mucho más que hubiera ganado el Premio Alfaguara. Rendición, cuyo título original era Victoria puede hacer alusión a, primero, los 160.000 euros de la bolsa y luego, a la renuncia de cierta corriente estética que hacía de Ray Loriga el escritor beat patrio por antonomasia. Hay poca cosa en Rendición del autor de Héroes y Trífero, del “escritor más moderno de España”, entiendo que es lógico porque los años pasan y el ardor juvenil se apaga, a veces para bien. En la entrevista lo vi inseguro, trabado, encogido en el asiento (luego en Youtube, entrevistado por Buenafuente parecía más en su salsa). Nada que ver con aquel escritor de la generación Kronen de Rayban, tupé, anillos con calaveras y tatuajes ante el que se rendían las jovencitas, aunque el atrezo sigue siendo el mismo, no lo es la percha. Pero este rollo no es para decir que no me ha gustado Rendición, al contrario. Lo único que, quitando frases lapidarias marca de la casa como “se obedece porque conviene y se duda porque se piensa”, no parece una novela de Ray Loriga. Al final voy a ser de esos aficionados que, como en la música, siempre quieren de su artista más de lo mismo, hasta la extenuación y tampoco es eso.

Vamos con Rendición. Ha sido descrita como alegoría, distopía orweliana con tintes kafkianos y cosas similares.  Está escrita en primera persona, en un estilo conversacional y este es su gran acierto para mí. La prosa es cristalina, muy sencilla, puede parecer un poco simple pero tiene su efecto. Engancha. Seduce. Fluye. Cada frase está engarzada y engrasada de tal manera que las páginas vuelan. A esto se le llama ritmo, y a mí, como escritor aficionado me impresiona. Y es que ojo, uno no engulle Rendición porque haya una trama frenética o al final de cada capítulo se deje aleteando una intriga y todos esos trucos del oficio que despiertan la gula del que lee. Es mérito exclusivo del narrador y por tanto, de Ray Loriga. Otro acierto de la primera persona en este tipo de novelas, es que el lector se siente tan desorientado y perdido como el narrador. Nada se le explica, más que a través de los ojos del que cuenta. Y puede ser como dice, o no. Nunca cede la duda.

El protagonista es un hombre que vive en el campo con su mujer, un advenedizo, en realidad. Porque resulta que primero fue jornalero, luego capataz y más tarde, al enviudar la jefa, se hizo dueño del cortijo. Su simplicidad y conformismo es lo que nos ofrece Ray. Hay una guerra lejana de la que no se dan detalles y ante la inminencia de la llegada del enemigo, el narrador, junto con su esposa y un niño sordo al que han encontrado vagando desorientado y del que no saben nada más, emprenden la huida hacia un refugio preparado por el gobierno (¿qué gobierno? No se precisa tampoco), la ciudad transparente. 

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Ray Loriga: "las redes sociales mejoran la pesadilla de Orwell. Somos delatores de nosotros mismos" (foto: RTVE.ES)

Aquí se puede hacer un corte absoluto en la novela, que cambia y nos sumerge en la descripción de una ciudad insólita, donde todo está ordenado, es higiénico e inoloro, la felicidad fluye sin cortapisas, quizá por efecto de alguna droga y desaparece la noción de lo privado. Las paredes son de cristal y por tanto, todo el mundo sabe todo del otro y se exhibe sin pudor. Se dice que Ray Loriga ha querido hacer una alegoría sobre nuestra sociedad actual, donde el ciudadano ha renunciado a su privacidad voluntariamente. No ha hecho falta una policía del pensamiento ni un gobierno totalitario; al contrario, ha sucedido en democracia y en el seno de la sociedad más igualitaria de la historia. Una fábula, por cierto, en la que los ciudadanos aprovechan su propia mierda como fuente de energía. No digo nada. 

Pero, ¿qué pasa con las personas que no encajan en este modelo de felicidad impuesta? Pues a ello se enfrenta el narrador, hasta su desenlace, vertiginoso, pero quizá el punto más flaco de la novela. Otra pregunta que creo plantea Rendición es hasta qué punto para lograr esa felicidad artificiosa estamos dispuestos a renunciar, ya no a nuestra intimidad, sino a nuestra idiosincrasia, a todo el equipaje que nos define como humanos y se llama vida, que incluye ira, frustración, tristeza, melancolía, todas cosas detestables pero que en el fondo nos equilibran y si están en nuestra maleta emocional es porque la evolución las ha requerido alguna vez para sobrevivir. Todo para lograr un bienestar perpetuo, un aparte hedonista, sin quebrantos, un “mundo feliz” como el que se vive en la ciudad transparente, donde hasta se ha logrado eliminar el olor corporal.

Así que aceptamos Rendición como un artefacto muy digno de Ray Loriga. Da gusto tenerlo de vuelta, aunque cambiado. Es una buena excusa, además, para releer Trífero o Tokyo ya no nos quiere. Yo lo he hecho este verano. Y tirando de otro hilo —el de la novela distópica— llegué a J. G. Ballard, autor conocido entre los amantes de la serie B como inspirador de la película Crash de David Cronenberg. No es mala idea acercarse a títulos como La sequía, Rascacielos y La isla de cemento para conocer las fuentes de las que ha bebido Ray Loriga (no tanto el citado Orwell) aunque casi toda su obra está descatalogada y haya que tirar de biblioteca. Por si acaso, lanzo el guante.

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domingo, 10 de septiembre de 2017

"Los tres dioses chinos" de Toni Montesinos

                               Los tres dioses chinos | Culturamas, la revista de ...

Hablando de placeres, esta vida ofrece sucedáneos que en muchos casos, si no sustituyen al vicio auténtico, al menos ayudan a cubrir su necesidad. Y me atrevo a decir que con el desarrollo tecnológico, que es como una gran serpiente cuya cabeza y parte del cuerpo está entre nosotros, pero sigue creciendo como la gran muralla, pronto el simulacro desplazará a lo real. Un ejemplo temprano son las aplicaciones para smartphone con las cuales desaparece el placer de conversar cara a cara. Otro es Twitter, que parece dificulta el sano ejercicio intelectual de discutir educadamente y tratar de comprender los argumentos contrarios.

Si digo que viajar es un placer dejo caer un perogrullo del tamaño de un misil norcoreano. Como fui tan ingenuo de hipotecarme en pleno pico de la burbuja (2007, calculen) y además con niños pequeños tengo poco margen. Como, sigo añadiendo ingredientes a la salsa, la edad en la que podría haber sido mochilero pasó y me cogió con el síndrome del avestruz, mis escasas posibilidades de viajar quedan limitadas a un radio exiguo, a no ser que quiera acompañar a cincuenta adolescentes a Roma o Praga, como he hecho en alguna ocasión, con todo el anecdotario que pueden imaginar. Resumiendo, mis sucedáneos para viajar son: los documentales, donde quizá Un mundo aparte, serie dirigida por Daniel Landa y que pasan regularmente por la 2, es lo mejor que he visto. Los blogs de aguerridos viajeros, aunque estos me hacen pasar un poco de envidia y alimentan mi complejo de inferioridad, ya de por si hipertrofiado. Y como no, mis queridos libros. Aunque según leí en un artículo de El País, la literatura de viajes es un género seriamente amenazado por el turismo low cost. Aquí está el link del artículo, por si queréis ilustraros.

Siguiendo con el tema de los libros de viajes, este verano he leído Los tres dioses chinos, de Toni Montesinos. El autor tuvo el detalle de regalarme un ejemplar después de leer mi reseña de una novela suya ambientada en Islandia, Hildur. A modo de diario personal, Montesinos nos describe un viaje que le lleva primero a Nueva York y luego a China, visitando Pekín, Xian y Shanghái, hasta coger el vuelo de vuelta en Hong Kong. 

Es un viaje turístico, pero poco importa. En realidad, viajar es una experiencia que nos remite a nosotros mismos, a nuestra esencia. Que despierta, intensifica o revive experiencias y sentimientos ocultos o parcialmente soterrados. No los crea de cero, no hallaremos nada fuera que no esté ovillado dentro de nosotros previamente, seamos conscientes o no. A la propia derivación personal, que salpica el diario de viaje de Montesinos, de repente, tras un viaje en barco por la bahía del Yang-Tsé con el telón futurista de Shangái, una suerte de “Blade Runner fluvial”, se añaden ramalazos de ternura: 
Volvería una y mil veces a recorrer aquel paseo por el río, a mirar la ancha boca de Rita y sus ojos ilusionados acogiendo el aire de la noche. Cuando me fueran mal dadas, en lo que dura un chasquido, el tiempo que separa la vida de la muerte dentro de un tren que está a punto de salirse del carril, todo lo solucionaría escapándome al Yangtze (…), para oír el rumor del barco atravesando el agua y mirar las luces de los rascacielos y la azulada oscilación del cielo. Sería mi gran evasión, mi arte de fuga.
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Skyline de Shangai por la noche (foto: http://www.trotamundosfamily.com)
              
Los tres dioses chinos son, a saber, el yuan, el euro y el dólar. Montesinos nos describe una sociedad hiperconsumista, hasta donde él puede llegar. Un país que ha desarrollado un eficaz ritual para estrujar al turista y hacer negocio. En un sistema autoritario que ahoga cualquier disidencia (lo comprueba Montesinos cuando se conecta a Internet para actualizar su blog y no puede), la mayoría de la población se vuelca en ganar dinero, en una cruel ironía materialista precisamente en un país que hizo una “revolución cultural” segando millones de vidas para implantar el comunismo.

Hay una serie de lecturas que atraviesan este singular libro de viajes, que es también ensayo. Entre ellas, retoma la jugosa tesis de Steven Pinker en El ángel que llevamos dentro, donde arroja datos demoledores para los agoreros: el mundo cada vez es más pacífico, hay menos conflictos y muertes violentas. Cualquier tiempo pasado no fue mejor: las masacres superlativas con los que diversos tiranos a lo largo de la historia de China han regado su territorio arrojan tantos ceros a la derecha que son difíciles de imaginar. Un holocausto siglo tras siglo y, ¿qué queda de todos esos hombres? Lo increíble es que es rutilante en su esplendor: una muralla de seis mil kilómetros que Montesinos califica como el “cementerio natural” más grande de la historia; una ciudad prohibida, monótona en su colosal magnitud y donde todavía borbotea la sangre; un ejército de soldados de terracota. Es curioso lo efímero que es el recuerdo del sufrimiento humano y cómo su cultura material perdura y se impone, causando admiración en las generaciones siguientes. El hombre con minúscula no vale nada y desde luego, si vale algo hoy, deberíamos estar agradecidos.


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                                                    Vista aérea de La ciudad prohibida (foto: laotraruta.net)
Si un viaje organizado, del que los auténticos viajeros echan pestes, sirve sin embargo a Montesinos para escribir un libro de viajes auténtico, vívido pero reflexivo, informativo pero también poético, significa que es el viajero, el sujeto, el que modela su experiencia. Más allá de los recorridos guiados bajo el paraguas de un guía, que curiosamente se bautiza con un nombre español (Quique, Marta y Juan, ¿imagináis a los guías españoles llamándose Sigfried, Matsuo o Pierre, según toque, para recibir al turista extranjero?).

Bueno, pues regalos aparte Tres dioses chinos me ha gustado. Es un ensayo donde predomina una mirada descriptiva, centrada en lo estético y arquitectónico. Se centra menos en lo sensorial, quiero decir olores, sabores especialmente, sobre los que pasa más de largo, aunque esa parte es la que define lo oriental en mi imaginario. El paisaje humano también está ausente, no hay personas, aparte de los tres guías que acompañan al viajero en cada ciudad, es un libro dado a la introspección donde el narrador reflexiona sobre lo que ve, sobre la vida y sobre sí mismo, pero no interactúa. Más que ver esto como una limitación, me parece una cuestión de enfoque. En cualquier caso, leed y juzgad vosotros mismos. 

sábado, 15 de julio de 2017

¿Cuánta poesía hay en la música pop (y rock)?


Voy a salirme un poco de lo habitual para cerrar la temporada antes de abrir un pequeño paréntesis de vacaciones blogueras. Hay un sarpullido típico del verano que es la canción de moda, para la que no existe vacuna y solo sirven medidas profilácticas, como un estricto aislamiento. Difícil, con tantas horas de luz y ese peculiar estilo de vida hispánico, que en general acepto y me gusta, a pesar de que atrae a cierto tipo de moscardón septentrional. Canciones que necesitan de una letra sencilla y pegadiza, sin más arreglos.

Esto me hace reflexionar sobre el vínculo que hay entre poesía y música popular, ya que la propia poesía nació para cantarse. Tenemos a Bob Dylan como ejemplo extremo y reconocido por la academia sueca. Aunque no es fácil de equiparar, porque la música es una salsa con poder saborizante, incluso para la letra más insípida y hay letras hermosas que no funcionan cantadas. Es complejo, lo digo por experiencia porque he hecho mi incursión en ese mundo.

He buscado ejemplos de letras excelsas, más bien fragmentos, de artistas que cantan en español y han logrado momentos de, para el que escribe, gran eficacia musical y hondura poética. Repito que no es fácil ligar estos dos ingredientes, que en muchos casos se comportan como el agua y el aceite. Estos ejemplos son los que me gustan y conozco, unos pocos, pero podéis añadir otros. He obviado, por supuesto, aquellos poemas adaptados por cantautores y otros trovadores modernos con aspiraciones rimadas. Aquí se trata de música pop y rock hecha desde abajo, sin ayuda, sin “intertextualidad”.

No quiero empezar con la típica paliza de si la música de antes, porque aberraciones las ha habido en todas las décadas, incluyendo los mitificados ochenta. Me voy a centrar en lo bueno, pero para que se note el contraste, aquí va un ripio de la canción de moda. Recomiendo enjuagarse la boca después de leer, para que el bouquet no amargue el buen vino que seguirá a continuación.

Vamos a hacerlo en una playa en Puerto Rico 
hasta que las olas griten Ay Bendito 

Me he quedado tan ancho. Pero no condenemos a la hoguera a toda la música de verbena. Ha habido buenos letristas, gente bohemia, culta y creativa, no tan interesada en sacar un producto comercial y ver dividendos rápido como en expresar emociones entendibles y encajadas en un contexto musical. Por ejemplo, Carlos Berlanga en Ni tú ni nadie y ese superlativo: mil campañas suenan en mi corazón. La canción habla de una ruptura amorosa, pero se ha convertido en un himno: ni tú ni nadie puede cambiarme.

Carlos-Berlanga-
Alaska y Carlos Berlanga casi frente a frente. Faltaría Nacho Canut para completar el trío de ases de "Ni tú ni nadie" (foto y más info en bigmaud)
Enrique Bunbury es un gran aficionado a la poesía y lo cierto es que tiene un buen arsenal de versos “prestados” de otros autores en sus letras. Esto generó polémica en su día. A mí, por ejemplo, me gusta mucho el estribillo de La chispa adecuada:

No se distinguir entre besos y
raíces
no se distinguir lo complicado
de lo simple
y ahora estás en mi lista de
promesas a olvidar
todo arde si le aplicas la chispa
adecuada

Viendo una película emblemática del llamado “cine quinqui”, Deprisa, deprisa (Carlos Saura, 1981), me llamó la atención la letra de un tema de Los Chunguitos. Era Me quedo contigo, firmado por Enrique Salazar (muerto de enfermedad hepática en 1982), una rumba que asume el amor como renuncia: Si me das a elegir, entre tú y la riqueza, con esa grandeza que lleva consigo, ay amor, me quedo contigo.

Y en el terreno de la rumba, pero aderezada con otros géneros también fronterizos, Kiko Veneno tiene grandes letras. En un Mercedes blanco se puede leer como un poema, de cabo a rabo:

En un Mercedes blanco llegó
A la feria del ganado
Diez duros de papel Albal
Y el cielo se ha iluminado

Y esta, del tema Echo de menos, ¿qué?:

Si tú no te das cuenta de
lo que vale
el mundo es una tontería
si vas dejando que se
escape
lo que más querías
Es difícil hablar de letras favoritas, porque siempre está la canción de por medio. Destaco Lucha de gigantes, por el propio tema, la sentida interpretación de Antonio Vega y versos como:

Vaya pesadilla corriendo
con una bestia detrás
dime que es mentira todo
un sueño tonto y no más
me da miedo la enormidad
donde nadie oye mi voz …

Y en un terreno más duro, no puede faltar Roberto Iniesta. De nuevo, elegir alguna de sus letras es cuestión de gusto o de nostalgia más bien. Por ejemplo en Stand by, que además comienza con un recitado del poeta Francisco Ortega Palomares.

Vive mirando una estrella
siempre en estado de espera.
Bebe a la noche ginebra
para encontrarse con ella.

Sueña con su calavera
y viene un perro y se la lleva,
y aleja las pesadillas
dejando en un agujero
unas flores amarillas
pa' acordarse de su pelo.

Sueña que sueña con ella
y si en el infierno le espera...
Quiero fundirme en tu fuego
como si fuese de cera.

Antes de hacer la maleta
y pasar la vida entre andenes,
deja entrar a los ratones
para tener quien le espere...

            

Jorge Martínez de Ilegales tiene en su haber algunas de las letras más ácidas del rock en español, por ejemplo en Yo soy quien espía los juegos de los niños. Pero yo tiro por el desamor y me quedo con El corazón es un animal extraño.

El corazón es un animal extraño;
siente extraños deseos, busca extrañas compañías.
El corazón es un animal extraño;
sufre extrañas costumbres y oye extrañas voces.

El gran Rosendo Mercado además de excelente músico es un letrista eficaz, contundente, pero poco "poeta". Aún así, me parece muy evocadora Flojos de pantalón, quizá por sus múltiples lecturas y su tono épico, solo de guitarra cantable incluido:

Surge la escena en un salón
niñas en promoción
momias poniendo precio
ambigüedad.

Para ir acabando, no podía faltar Joaquín Sabina, reconocido letrista y poeta popular, no solo músico. Otro corazón marchito en Cerrado por derribo:

No abuses de mi inspiración,
No acuses a mi corazón
Tan maltrecho y ajado
Que está cerrado por derribo.
Por las arrugas de mi voz
se filtra la desolación
de saber que estos son
los últimos versos que te escribo

Y menos conocidos, pero con algunas de las mejores letras del rock español en su haber, los granadinos 091. Sin duda, José Ignacio García Lapido sabe cómo escribir buenos temas de rock y aderezarlos con letras sensibles e inteligentes y el bueno de Pitos logra insuflar vida con su voz a toda esa poesía y dramatismo. Un claro ejemplo en Buen día para olvidar, del álbum Más de cien lobos.

Hay días que agobia respirar el mismo aire que la gente.
Pues que la suerte se tapó los ojos hoy para no verme.
Pasa de largo si me ves,
hoy sólo te podría decir hola y adiós.

Es de esos días que te da por quemar libros de poesía.
Y si no arden suavemente se te viene el mundo encima.
No hay broma que pueda animarme,
ni nada que puedas hacer.
Buen día para olvidar,
buen día para olvidar,
cansado de andar, cansado de andar,
de andar siempre y de no ir a ningún lado.

Es de esos días que mejor no hubiera amanecido nunca.
Es cuando al vaso una gota solamente lo desborda...


            

Y bueno, aquí acabo, pero el tema sigue abierto. Podéis incluir vuestras sugerencias en los comentarios. A partir del lunes estaré menos activo en la blogosfera y la llanura queda clausurada hasta septiembre, si Dios quiere. Disfrutad del verano y leed mucho.