Con Los chicos de
la Nickel Colton Whitehead
(1969) obtuvo su segundo Premio Pulitzer. La historia se basa en una de las
escuelas para chicos descarriados que, aunque
fundadas con una intención filantrópica, degeneraron en pesadillas de
violencia, abusos y corrupción. Una de ellas, la Escuela Estatal para Chicos Arthur G. Dozie en Florida (fundada en 1900 y abierta hasta el 2011), fue la que
inspiró a Whitehead. Allí se hallaron en 2013 los cuerpos de 55 chicos, que
habían sido enterrados con alevosía. Y así comienza Los chicos de la Nickel, con el descubrimiento en el presente de un osario en las
instalaciones de la escuela. Después la novela retrocede al pasado, a los
turbulentos años sesenta en el contexto de la lucha por los derechos civiles en
Estados Unidos. El protagonista es Elwood Curtis, un joven afroamericano que
vive con su abuela y escucha en bucle un disco con los mejores discursos de
Martin Luther King. El muchacho se empapa de las palabras del reverendo King,
que marcan sus convicciones. Comienza a despuntar en la escuela y le llega la
oportunidad de hacer los cursos preparatorios para entrar en la universidad.
Sin embargo, una mala jugada de la diosa Fortuna (en parte, porque el contexto
racista tiene su papel) le hace dar con sus huesos en la Nickel.
Curtis es inocente, pero la verdad en la América profunda
es lo menos importante. La escuela es una institución que se vanagloria de
enderezar los tallos torcidos. Segregada en todo, menos en lo que respeta al
maltrato, entre los pabellones para los alumnos se levanta la Casa Blanca, un
espacio de tortura y muerte que recuerda a los alumnos de la Nickel el castigo
infligido ante cualquier conato de rebelión. O el simple capricho de un superior.
Porque el sadismo, por desgracia, es irracional. Whitehead nos sumerge en una
historia pavorosa, de maltrato y diabólica paradoja, porque la institución que
pretende regenerar a jóvenes perdidos, es la que los tritura y devuelve a la
vida normal (cuando no los entierra en una fosa común) marcados para siempre. Después
de la Nickel, el ejército, la cárcel o la ruina moral. No hay más. Sin embargo,
nuestro protagonista trata de alzarse sobre la podredumbre y se vale de las
enseñanzas del doctor King. Pero, ¿tiene aplicación ese pensamiento ético, el idealismo, en un lugar tan corrompido? Curtis se ve enfrentado a sus principios y acaba reconociendo que el mal
es algo mucho mayor que un problema racial. Quizá esta confrontación ha sido lo
que más me ha sorprendido de la novela, ya que por desgracia sobre los abusos
relatados: palizas, torturas, violaciones, humillaciones, etc., la ficción ha
dado buena cuenta en películas y libros, desde Dickens o antes. La Nickel no es
una anomalía histórica, es casi una norma en sociedades que idolatran a la
justicia social de palabra, pero la apuñalan por la espalda.
En cierto momento, la historia avanza en el tiempo.
Tenemos a un superviviente de la Nickel, el propio Elwood. Ha rehecho su vida,
ha querido olvidar sin poder hacerlo. La última parte alterna la deriva de este
hombre adulto en una Nueva York no menos corrompida, con el intento del joven
Curtis por desvelar la podredumbre del reformatorio aprovechando una inspección
administrativa rutinaria. Así removerá los cimientos del mal. No pretende con
ello una burda venganza, sino que seguirá el ejemplo de los activistas por los
derechos civiles que admira y su empecinamiento. Aquí me tengo que detener,
porque el giro final es un auténtico golpe al mentón y no quiero dejar pista
alguna.
Había intentado otras novelas de Whitehead, pero Los hijos de la Nickel es la que me ha enganchado de verdad. No solo la historia, sino su capacidad para envolvernos con ella y plantear al mismo tiempo un dilema. Todo sin caer en el morbo, sin sentimentalismos a pesar de que la lealtad entre amigos es casi el único rayo de luz de esta historia. Sin oportunismo, como a priori pueda uno temerse por el contexto del black lives matter. Eso sí, la novela, muy directa y casi relatada con el tono de una crónica periodística, tiene todo el potencial para ser exprimida en la gran pantalla. O en plataformas, porque el cine ya sabemos que anda en caída libre.
El mundo le había susurrado
cuáles eran las normas para toda su vida y él se había negado a escuchar,
atendiendo en su lugar a una orden superior. El mundo seguía dándole
instrucciones: No ames a nadie porque desaparecerá, no confíes en nadie porque
te traicionará, no te levantes y plantes cara porque te molerán a palos. Pero
continuaba oyendo aquellos otros imperativos: Ama y ese amor te será devuelto,
confía en el camino recto y este te llevará a la liberación, pelea y las cosas
cambiarán.