Eres
un caníbal. Lo estás pensando, antes de darle al botón de imprimir. Pero a ti
la carne humana te repite. Mientras escribes todo va muy bien, escupes los
huesecillos al masticar y ni siquiera te molestas en sacarte las hebras de
entre los dientes. Todo va para el puchero, que borbotea bajo el fuego creador
y huele a guiso montañés. Te vas sirviendo cucharadas y llenas los folios, la
hoja infinita del procesador de texto. El problema viene cuando acabas, es un
reflujo de conciencia, una acidez que provoca el sentimiento de
culpabilidad.
¿Te
digo una alternativa? Puedes roer tu propia carne, como el que se muerde las
uñas o se retira la piel muerta de los labios con los dientes. Incluso la
cecina que viene en la prensa del día tiene sustancia, sabe un poco a sangre,
pero alimenta. Y se digiere bien, a base de olvido. Pero nada, siempre te
quedas con hambre, en el vertedero de tu vida solo hay cáscaras y con echar
mano de otros encuentras filetes.
Apagas
la impresora. Vuelves otra vez al principio, tratando de engañarte. Veamos,
capítulo primero... Pero es inútil, enseguida se levanta un muerto del hoyo. Te
preguntas si el paso del tiempo borra las marcas de los huesos, porque no es
posible crear de la nada. Incluso la vida surgió de un aminoácido, de un
fragmento de roca ardiente que se estrelló en lo que era el infierno y después
de cien millones de años se llenó de bacterias, protozoos, anfibios, reptiles,
mamíferos y primates que inventaron la navaja. Pero robar así, cebarte con los
huesos de las personas que viven contigo…
Con
la excusa de aquel quiste vibrando en tus cuerdas vocales ya casi no hablas,
pareces una estatua de sal entre tus semejantes. Solo registras y luego, al
ponerte a escribir, la carne pasa por la el molinillo y sale hecha salchichas.
Capítulo
segundo: robado. ¿Qué cara pondrán cuando lo lean, si algún día ve la luz? Es
pensarlo y aparecen los retortijones, porque si alguien hace el esfuerzo de
leerlo serán ellos: lo abrirán por la página quince, capítulo dos y se verán
allí, despiezados: el muslo, las alas, la piel del cuello colgando como un
pollo de polígono en la cinta transportadora. Así que guardas y cierras. A la
carpeta.
El
mes que viene puedes leerlo otra vez. Podar los tallos y dejarle tan solo una
yema de ficción. Pero es que sin carne, este guiso no alimenta, te dices. No es
más que polvo. Los que no han vivido, son espectros. Lo revisaré más tarde, te
vuelves a decir. Y yo te digo: tritura esa carne hasta dejarla sin grumos, pasa
la mezcla por el pasapurés. Recoge los casquillos. Borra las huellas. Cambia de
nombre, sí, eso estaría bien. Elige un seudónimo. Un heterónimo. O hazte
vegano, sustituye el huevo por la harina de garbanzos y la ternera por el tofu.
El
capítulo tercero, ese no hay quien lo salve. Huele a matadero. A la
incineradora con él.
¿Pero
a quién le puede interesar? Los que lo han vivido ya lo conocen y además no fue
tal y como tú lo cuentas. Nadie siente un estremecimiento ante el amor, ni es
consciente de la propia existencia. La vida pasa desapercibida, inaprensible, solo
la proximidad de la muerte le otorga algo de luz. O, eso lo admito, cazadores furtivos
que al sentarse a escribir tratan de atrapar su esencia, pompas de jabón que
explotan al tocarlas y estallan acuosas sobre el papel. Allí algo queda, las
migajas de un festín caníbal.
Repito,
¿pero a quién? A alguien que quiera vivir cien veces, me respondes. Que quiera
experimentar la muerte, o el pavor, el éxtasis. Estrangular las horas para que
no hablen, tapar la conciencia o incendiarla con páginas y páginas de vidas escritas por
otros, robadas, mordidas, falsamente inventadas. Ya. Por impostores como tú, bisoños
o por eminencias con la frente arrugada, todo cerebro, genios creadores. Tú
solo desbastas, apenas enseñas la veta. Si por lo menos descubrieras lo que hay
debajo, ese río de pasiones que los escritores de primera hacen aflorar como un
geiser.
Casi
te convenzo, ¿a qué si? Ahora no quieres revisar esa novela una vez más, tirar
de los muchos hilos que has dejado colgando. ¿No pasa de las cincuenta páginas?
Eso es porque está escurrida. Rellena de lana robada, de casquería donde aún
palpita la sangre. Pero tampoco quieres borrarla, eso no. Das algún valor al
tiempo, irrecuperable, que has pasado convertido en un cuatro, haciendo
cosquillas a un caparazón de plástico hecho en China, notando como tu culo se
hunde en la silla y crece como masa panadera fermentando. La verdad es que
dentro de esa carpeta es inofensivo, está en cuarentena. No avergonzarás a
nadie, ni nadie querrá matarte. No obligarás a algún lector mercenario a
emborronar un informe con un pulgar hacia arriba o con mayor probabilidad,
apuntando a las fauces de la destructora de papel. En el fondo, ahorras energía
al mundo y a ti mismo. Definitivamente, la carne humana repite.