Descansamos; una pesadilla puede envenenar nuestro sueño. Despertamos: un pensamiento errante nos empaña el día... (P.B. Shelley)
Cuando
abre los ojos, le sorprende la vista del cielo raso. Trata de mover las manos,
pero no puede. Su párpado derecho cimbrea. Pequeñas briznas de color rojo y
verde se consumen como fósforos. Se pregunta si no habrá sido engullido por el
televisor. Tragado por el mando a distancia. Lo intuye sobre la mesita, con una
capa de mugre alrededor de cada tecla y el cerco de cinta aislante para evitar
que se caiga la tapa de la pila, que está rota. Los pensamientos le llegan en
ráfagas. Hay momentos en los cuales un zumbido se instala en su cabeza y el techo
relampaguea. Otros en los que tan solo percibe el ritmo de su respiración y el
pecho expandiéndose y contrayéndose.
Aguza
el oído. Oye a los vecinos de arriba arrastrar los muebles. Debe ser domingo,
suelen tener comida familiar los domingos. Si es así, lleva en ese estado casi
veinticuatro horas. Chasquea la lengua y nota la saliva reseca en la comisura
de los labios. Tiene sed y le quema la garganta. Se pregunta si no se habrá transformado
en algún insecto horripilante, como le pasó a Gregorio Samsa. Al principio su familia trató de encajar los hechos. Pero él está solo. Nadie se espantará de
sus patas de artrópodo, ni de su voz metálica, apenas comprensible. Nadie retorcerá
el pie sobre su caparazón para extraer a conciencia sus entrañas.
Un
rayo de luz repta a lo largo de su cuerpo y durante unos minutos, se instala en
su barbilla, le lame la cara como si fuera un gato. ¿Dónde estarán sus gatos? Les
escucha arañar la puerta y luego nota una lengua áspera, su astringencia sobre la
cara.
Pasa
un tiempo y le sorprende un movimiento reflejo de la mano, que se abre y vuelve
a cerrar. El párpado sigue aleteando, siente una sed que le abrasa.
La
mujer de la limpieza llega los jueves. Es la única persona que cruza el umbral
de su casa. Cuando acaba y recoge el dinero que hay sobre la mesa de la cocina,
cierta fragancia, de tierra mojada, se instala en el apartamento. Pero luego
pronto regresa el hedor, el olor malsano al que ya se ha acostumbrado. Los
orines de los gatos, las perlas de arena y excrementos en el parqué, el aire
viciado por la falta de ventilación, el olor a sudor y comida recalentada. La
costra cuarteada de grasa en la sartén. Pensando en los días que faltan, repara
en su propia muerte. Tose, vacía sus tripas y tiembla por el frío. De repente
se oye el chasquido del termostato y el mugido de la caldera al encenderse.
Lleva
mucho tiempo deseando morir. Se lo dijo al psiquiatra, antes de que le tendiera
la receta con el seropran, cipramil o cipralex, no recuerda. Parecen obra del
peor escritor del mundo, salvo prozac, ese le gusta, ese suena bien. Pero,
¿cómo quitarse la vida? No fue la esperanza la que frenó la guadaña. Fue el
miedo, ¿duele morir motu proprio? ¿Qué pasa con el alma después, con esos veintiún
gramos que ocupa su masa? En cualquier caso, ya da igual. Ve llegar a la muerte
gota a gota. Como el suicida que después de tender la cuerda por encima de la
rama de un árbol, de comprobar el nudo corredizo y subir por el tronco para
dejarse caer, es alcanzado por un rayo.
Piensa
en la pobre mujer de la limpieza, cuando abra la puerta y al hedor habitual, se
sume el de su cadáver en descomposición. Piensa en sus gatos, hambrientos.
Recuerda las noticias de animales domésticos que, en su encierro, devoran a sus
dueños. Casi siente los agudos colmillos del animal desgarrando su carne
azulada. Las emanaciones de su cuerpo fermentando. Se duerme.
Se
despierta al notar en su espalda una tenue vibración en la madera, apenas un
cosquilleo. La pantalla del teléfono brilla sobre el parqué, pero se ve incapaz
de alcanzarlo. Alguien ha avistado su naufragio, por instinto o intervención
divina. De nuevo abre y cierra la mano, se arrastra. Un lado de su cuerpo está
paralizado. Araña la madera con las uñas. El teléfono enmudece y la mano se
desploma. Quiere llorar y una lágrima le enturbia el ojo sano. Pasado un
segundo, nota de nuevo el cosquilleo y el teléfono reptando, moviéndose en
círculo como un pollo descabezado. Vuelve a estirar el brazo, avanza, casi roza
la pantalla. La toca. Una voz emerge de la caverna. ¿Va todo bien? ¿Estás ahí?
Manuel abre su boca, una parte cuelga inerte, pero consigue articular algo.
Pero, ¿por qué? ¿Quién contaba con él en los últimos tiempos, si no era para
señalar su degradación, para apartarse arrugando la nariz o cabecear a todo lo
que decía? Con esa sonrisa de suficiencia que tragaba sin rechistar. Era
amarga, pero le alimentaba. Mejor eso que estar solo. Ahora lo comprende.
Grita,
y le sale un quejido. Es como el gorjeo de un animal al sentir que lo degüellan.
La voz al otro lado del teléfono le responde alarmada. El brillo de la pantalla
se apaga entre sus dedos crispados.
Por la
ventana entreabierta le llega una luz naranja intermitente. Llaman a la puerta.
Aporrean la puerta. De nuevo el grito, el bramido que saca esta vez de su
estómago, incomprensible, pero, y es lo que importa, audible. Después de unos
minutos, la puerta se abre.
***
Los
dos amigos se calzan las botas. Antes han tenido que sacudirlas, golpearlas
contra el suelo para desprender el barro seco, los excrementos y las briznas de
paja. Son botas de caña alta, les llegan hasta la rodilla. Verdes,
impermeables. Abren la puerta y los cerdos desfilan por el pasillo. Son
lechones, casi ciegos, rosados y frágiles sobre sus patas puntiagudas. Buscan
con ansiedad el pecho que les amamanta y cruzan por la estrechez de la galería
atropellándose. Los amigos cierran las puertas y los animales se sienten
aprisionados. Su instinto les alerta, chillan levantando el hocico. Los dos
amigos sonríen. Les brilla la mirada. Comienzan a agitar los brazos, los
animales retroceden con espanto, tropiezan. Forman un nudo de carne en el
centro del pasillo, tratan de zafarse, pero apenas si pueden moverse. Los dos
amigos se dividen y con sus botas, sus botas de trabajo, calzadas para la
ocasión, saltan sobre el primero de los lechones. Los huesos del animal se
quiebran y el chillido reverbera y esa invocación de auxilio, de piedad, que
conmovería un corazón de piedra, alimenta el furor de los dos amigos, que
prosiguen su tarea destructiva casi con lujuria. Patalean, saltan y quiebran.
En la piel rosada afloran manchas oscuras, emanaciones de ceniza, violáceas y
turbias.
Una
ambulancia le traslada al hospital. Su párpado marca los fragmentos de segundo,
tiembla como los cerdos moribundos en la oscuridad del hangar, en el pasillo
que los dos amigos han sembrado de muerte. La luz de la cámara, el ojo de la
cámara testifica y retiene el lúgubre paisaje, el empedrado de cuerpos amoratados,
los rostros sudorosos de los matarifes, las botas embadurnadas de sangre y
secreciones.
Manuel
no sabe nada de esto, porque no puede ver la televisión o leer el periódico por
Internet. Ni siquiera puede estar seguro de si vivirá o podrá volver a hablar y
moverse con normalidad. Es un cerdo aplastado, reventado por una vena
caprichosa que ha anegado su cerebro y que, en su propia soledad, ha visto
levantarse a la muerte.
Mientras,
un arqueólogo cepilla los huesos de un cuerpo semienterrado. Han pasado diez
mil años, y este cuerpo yace como Manuel, pero con una flecha de obsidiana
alojada en el esternón. Sucumbió allí mismo y para beneplácito de la ciencia,
no fue despedazado por las alimañas. Dicen los expertos que pudo sobrevenir una
riada o una lluvia de barro que cegó aquella infamia durante diez mil años o sus propios verdugos los sepultaron. Las
costillas sobresalen entre el polvo rojo. Ese armazón óseo que nos sustenta,
que aguanta nuestros sueños y al que hacen temblar nuestras pesadillas y que no es más sólido que el polvo. Cráneos donde se
abren, escabrosos, agudos orificios. Consumidas las vísceras, roídas por el
tiempo, solo queda el espacio vacío y negro. Hay una mujer en posición de haber
sido maniatada, con el cadáver de un niño en el regazo. Todos muertos,
aplastados, como los cerdos de la granja. Violencia de hombres contra animales
o contra otros hombres o contra sí mismos. Hombres que matan, refocilándose en
la sangre. Hombres que se agostan, hasta que los hilos que les manejan se rompen.
Hombres que son devorados o devoran a otros hombres.
La ambulancia
llega al hospital y Manuel ingresa en la unidad de cuidados intensivos. El
hombre mata y el hombre trata de atenuar el dolor; trata de reparar lo que él
mismo estropea. Cuesta a
veces hablar de una generalidad que en ocasiones se disloca, pero qué nudo de contradicción es el hombre.
En la
sala de urgencias, mientras la camilla cruza con el cuerpo de Manuel, un padre
manosea una hoja cuadriculada. Ha sido arrancada de un cuaderno escolar y
contiene las últimas palabras de su hijo. De ese niño, queda apenas un cuerpo
reventado que agota su tiempo conectado a una máquina. No han sido las botas de
plástico, las botas de caña alta las que han quebrantado sus huesos. Ha sido el
callejón sin salida al que se había visto abocada su breve existencia. Intuyó en la muerte un descanso. En esa carta con la que se despide de sus padres,
no hay titubeos en su caligrafía. No hay rastro de una sola lágrima que haya
arrugado el papel. La mano del niño estaba guiada por la determinación, por una
promesa de descanso. En ella, el niño incluso sueña con el próximo viaje, con
que el suelo se transforme en su inconsciencia en un blando lecho, en un lago
encantando, en un pasadizo hacia otra parte.
Estas cuatro historias las viví en un mismo día (una en mi entorno y el resto a través de la prensa) y al llegar la noche estaba tan deprimido que no me quedó más remedio que soltarlo todo para no envenenarme. Me había olvidado del texto y aprovecho el parón lector para rescatarlo. Os pido perdón por el chute de pesimismo pre-navideño. La pintura que ilustra estas páginas es "Esqueletos disputándose un arenque ahumado", de James Ensor.
Las has integrado muy bien. Son historias muy tristes, que demuestran que el ser humano, como primate, evolucionó por y para la agresividad. Lo malo es que dos millones de años de cultura no hayan sido capaces de civilizarnos.
ResponderEliminarCuriosamente, lo que más me ha impactado es lo de los cerditos (quitarse la vida entra dentro de los derechos humanos, aunque no quiero indagar en los motivos del niño). ¿Cómo puede haber semejantes salvajes sueltos por el mundo? Lo único que merecen es que alguien les proporcione un poco de esa violencia que tan alegremente reparten.
Me ha gustado tu relato.
Un beso.
Digamos que la agresividad es parte de la naturaleza humana. Hay otras buenas, pero el día que escribí el relato, salió la cruz. No hace mucho se resolvió el juicio de los salvajes que mataron a los setenta cerditos y les ha caído un año de cárcel o así. En fin, las noticias siempre buscan el lado más sórdido. Sin embargo, hay sólidas evidencias de que el mundo ha sido en otros tiempos un lugar mucho peor.
EliminarUn abrazo.
Fabuloso tu escrito. Siempre me haces reflexionar, porque aunque me recuerdes, lo violentos e injustos que somos... también que hay congeneres,que sienten un dolor parecido al nuestro y haces que no nos sintamos tan tristes y "solos" al contemplar tanta "misería humana".
ResponderEliminarUn abrazo.
Supongo que la empatía es otro rasgo de nuestra naturaleza. Por algún motivo, hay individuos que carecen de ella o momentos y circunstancias en los que se anula, quizá por razones de supervivencia. Somos animales, pero vaya animales más complicados...
EliminarUn abrazo y gracias por tu lectura.
Sí que es un texto duro, pero nadie dijo que la vida fuera fácil. Además la muerte, en todas sus facetas, autoinfligida, violenta o natural, forma parte de esa vida.
ResponderEliminarRelato crudo y que despierta mucho desasosiego.
No necesitas pedir perdón por publicar algo así en estas fechas. La vida es igual de cruda en Navidad como en el resto del año.
Un abrazo.
Si crea desasosiego es precisamente porque traté de dar salida a las emociones de aquel día. En otro momento, o imaginando situaciones similares pero sin asidero real, haciendo ficción pura, el texto habría sido muy diferente.
EliminarLa muerte no es un aparte, claro que no. En algún sitio leí que uno despierta a la vida cuando toma conciencia de su propia mortalidad en la muerte de otros. Pero esa crueldad tan espantosa...
El tema de la Navidad es que me deprime bastante, cosas mías.
Un abrazo.
Enhorabuena por el relato, aunque lo escribieras para no envenenarte (la escritura es una buena manera de sacar pesares y angustias). Hay mucho talento en la forma que tienes de narrar y de enlazar las cuatro historias.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias, Juan Carlos. Sí, es un relato de desahogo total, de los que salen a borbotón.
EliminarUn abrazo.
La escritura calma el alma, esos 21 gramos que llevamos dentro. Cuatro historias duras bien hilvanadas en un torrente de pesimismo, de esa cara horrible de la vida... pero tan necesaria. Porque después de este día saldrá un nuevo sol y sabremos apreciar lo hermoso que puede llegar a ser un mero instante. La felicidad necesita de la amargura para existir. Un abrazo!
ResponderEliminarDesde luego, David. Así es de ambivalente nuestra especie. Capaz de disfrutar de lo más simple y a la vez, de sufrir y hacer sufrir con increíble refinamiento.
EliminarGracias por compartir.
Un abrazo.
No te conocía, me ha impactado tu relato, tus relatos, mezclados y diversos, pero unidos por la brutalidad del ser humano, por nuestra soledad, la crueldad que nos acompaña... Para reflexionar, ;)
ResponderEliminarAsí es, me pareció curioso que en tan poco tiempo se cruzaran en mi camino cuatro historias (una personal, las otras a través de la prensa) con un hilo común tan perturbador. Gracias por dedicarme un ratillo de lectura.
EliminarMuy triste pero muy real, la agresividad y la violencia gratuita parece, por desgracia, algo inherente al ser humano. Delante de hechos tan crueles siento una inmensa tristeza y vergüenza por el ser humnao y como ser humano.
ResponderEliminarComo te dicen los compañeros, la vida es así y a veces se escribe lo que se siente y cómo se siente.
La vida está llena de violencia y de hechos terribles (ahora recordaba un vídeo que corría por internet de unos energúmenos que despeñaban a un animal), terribles y gratuitos, no aportan nada, solo violencia y maldad. La vemos con demasiada frecuencia aunque afortunadamente también vemos muchas personas que hacen pequeños y grandes gestos de bondad y de compasión con los otros, hechos desde la generosidad y el día a día, anónimos en muchos casos, que hacen que te reconcilies con la humanidad.
Un abrazo
Altruismo y generosidad, parece que esta veta se va abriendo camino a pesar de todo. Así lo afirma Steven Pinker en "Los ángeles que llevamos dentro". Tras alcanzar cotas inenarrables (holocaustos varios) hemos aprendido a poner límites a la violencia y ya solo que exista una declaración de derechos humanos es un logro increíble. Eso no nos va a librar, sin embargo, de sufrir monstruos humanos de pesadilla.
EliminarUn abrazo.
Compungida me han dejado las historias que con tanto "realismo" has narrado. Los porqués de cada una son lo más preocupante y esta incertidumbre aporta inquietud.
ResponderEliminarEscribir es terapeútico, vaya si lo es...
Y nada que disculpar, Gerardo. Aquí somos dueños de nuestras historias sea el tiempo que sea.
Un abrazo.
Realismo porque salen del día a día, del actual y del de hace siglos. La especie es la misma, aunque mejore en su contexto.
EliminarGracias por tu visita, Chelo.
Un abrazo.
Jodeeeeeer, no man, nada de perdón. Un lujo lo de hoy en cuanto al talento con que has enfrentado el exorcismo de vilcarli al procesador. El relato tiene una tensión tremenda, la que debe imperar en los de este estilo, que logras mantener hasta el final. La realidad supera, por desgracia, a la ficción.
ResponderEliminarAbrazo. Me lo llevo al perfil con un gusto inmenso.
¡Feliz navidad!
La tensión con la que fue escrito, John. Si se perdió poco por el camino, lo agradezco porque al menos sirvió para dar salida a todo ese pesimismo. Y tienes razón, la ficción ni siquiera se acerca.
EliminarUn abrazo.
Cuando he llegado al párrafo en el que describes como dos amigos matan a los lechones, he recordado haber leído la noticia en prensa. O por lo menos, una parecida. A mi también me impresionó.
ResponderEliminarSiempre me han apasionado las sincronicidades. Quizás los cuatro eventos que relatas no lo son en puridad, porque no se trata de la repetición de una misma palabra, imagen o acontecimiento. Pero el caso es que, leyéndote, uno tiene la impresión de que tú las percibes como tales, porque percibes una conexión entre ellas que te provoca una emoción determinada (y muy fuerte).
¿Pura casualidad? ¿o "algo"? Apasionante en todo caso.
Y menos mal que la vida nos envía, a veces, sincronicidades optimistas....
J
Sí, la noticia es real. Salió en la prensa el año pasado, cuando escribí el texto. El juicio se resolvió hace un par de meses y los argumentos de la defensa también darían para otro relato...
EliminarPercibo el sincronismo en el desamparo y la crueldad del ser humano hacia sí mismo y hacia cualquier criatura. Es en cualquier caso muy sugerente esa duda que planteas, José.
Y claro, tenemos un envés positivo. Pero no sé que me pasa ultimamente que, como los Stones, lo veo todo negro.
Un abrazo.
Qué manera de escribir compañero, más que escribir, perpetras.
ResponderEliminarLa primera de la auto-muerte se lee con el estómago, e inevitablemente, me pongo en el lugar del moribundo, en sus pensamientos, en su saliva amarga, en el cimbreo de su ojo, y en su egoísmo ¡mira que no poner los gatos a salvo!
Las otras historias duele mucha leerlas, y como no me da la gana de leer de medio lado, como sin querer queriendo, las leo viendo y sintiendo lo que me cuentas. No se si perdonártelo pedazo de escritor.
Muy bueno y apropiado el dibujo de los esqueletos disputándose un arenque ahumado.
EliminarMérito tuyo, las personas con una alta sensibilidad viven lo que leen. No les basta con reconstruirlo en su imaginación: lo padecen.
EliminarLa pintura de James Ensor es un guiño al célebre "Muerte a garrotazos" de Goya, maestro a la hora de representar los impulsos cainitas de los que fue testigo en su época.
Gracias por dedicarme un rato de lectura.
Un abrazo.