Cuenta
Günter Wallraff (1942), en esta recomendadísima
entrevista en Jot Down (enlace),
que durante el servicio militar, por la noche, colocaba flores en los fusiles
de sus compañeros. Por eso lo enviaron a un psiquiatra que lo consideró una “persona
anormal, no apta para la guerra ni para la paz”. Quizá este médico atinó, no
obstante, porque el periodista alemán ha tenido una trayectoria profesional y vital que
es de todo menos convencional. No podía alguien como Wallraff malgastarse en
una vida gris, de alienante normalidad. Parecía destinado a otros fines. Pronto
depuró su método, que en alemán ha dado lugar a un verbo (wallrafear), consistente en utilizar una identidad falsa para vivir
en primera persona aquello que se quiere denunciar. Su primer gran aldabonazo fue
publicado en España como El periodista indeseable. Wallraff
se infiltró en las tripas del diario sensacionalista Bild y sacó a la luz toda
su putrefacción. Le llovieron las demandas y las campañas de desprestigio, la
mayoría las afrontó y ganó. De hecho, sentó jurisprudencia, cuando el Tribunal
Supremo alemán declaró que en ciertos casos prevalece el derecho público a la
información. Cuando se trata de desenmascarar a los malos, el fin justifica los
medios. Cabeza de turco (reseña),
en la que Wallraff se transformó en el inmigrante Alí y durante meses se jugó
el tipo trabajando en condiciones de esclavitud, le consolidó como el periodista
más importante de Alemania y un verdadero azote de conciencias.
Con
los perdedores del mejor de los mundos (mi edición es de la extinta Círculo de Lectores, pero está disponible en Anagrama), reúne trabajos
posteriores de Wallraff. Cronológicamente, se ubican justo después de la crisis
financiera global de 2008. El periodista ya se acerca a los 70 años, algo a
destacar por las situaciones a las que se va a exponer. El libro se divide en
ocho partes, en cuatro de ellas Wallraff cambia su identidad, según el método
que le hizo célebre y en las otras recaba diversos testimonios, que no son
menos elocuentes. A pesar de la sobriedad del estilo, nada literario, este
libro se me ha hecho de difícil digestión. Imposible tragar tanta injusticia de
una vez. He tenido que dilatar su lectura, mucho, porque algunos pasajes eran
terroríficos. Puede que el formato documental, la imagen en movimiento, parezca
un medio más adecuado a los tiempos, pero el ritmo que impone la lectura (más
lento) te impregna, te deja pensando. Te corroe, en todos los sentidos. Aparte
de la parte de investigación, en cada capítulo, Wallraff relata las
consecuencias de sus denuncias, la respuesta de las autoridades y en algún
caso, de los implicados, de la opinión pública, de muchas personas que se le
confían por carta buscando su ayuda. Esto ayuda a componer no solo un relato de los hechos, sino que también es un alegato a favor del activismo y contra la pasividad. El autor se moja y persigue un fin, más allá de un titular o vender libros: buscar enmendar lo que considera torcido.
El
primer capítulo se titula Negro sobre blanco. Wallraff se disfraza de negro y de manera
increíble, logra dar el pego (vídeo). Las situaciones
son forzadas y temerarias, por ejemplo cuando se le ocurre merodear en los
alrededores de un estadio donde se concentran los ultras (gente de gran
tolerancia racial, como se sabe) y como no tiene bastante, se mete con ellos en
el tren de regreso. Tiene que salvarle el pellejo una policía con bemoles, a
punta de pistola. También intenta buscar piso, con poco éxito o integrarse
junto a un grupo de excursionistas bávaros, que le hacen el vacío. Me escamó un
poco, por eso quizá los siguientes capítulos me golpearon con tanta fuerza.
Esperaba
otra sucesión de anécdotas de corte sensacionalista. Pero no. Wallraff se
transmuta en un sintecho en pleno invierno alemán. Sufre las humillaciones, los
rigores del frío extremo, el miedo y las historias de esas personas trituradas
por las circunstancias. Hay de todo, alcohólicos, empresarios fracasados,
enfermos mentales, jóvenes y viejos. Olvido de las administraciones, corrupción
y negocio con la necesidad, también. En
panecillos para Lidl, Wallraff entra en el mundo de las subcontratas. Nos
hace mirar donde no queremos. De algún sitio tienen que salir los hipermercados
a rebosar, siempre con producto recién envasado, siempre al mejor precio. En Con los perdedores del mejor de los mundos,
la ética empresarial es puesta en el cadalso una y otra vez. El delirio
absoluto es el capítulo Llamar y timar,
todo es empezar, donde Wallraff se infiltra como teleoperador en los llamados call centers. Los telefonistas son
azuzados para que engañen y estafen, buscando el cuello del más débil. Cada
incauto caído en sus redes se celebra con júbilo. Las empresas facturan
millones. El efecto destructivo o alienante en estos trabajadores es devastador.
Los
capítulos donde Wallraff recoge testimonios de precariedad laboral, saqueo de
empresas públicos (en concreto, los ferrocarriles alemanes) casos de mobbing empresarial y
abogados especializados en machacar a trabajadores díscolos (y que cobran minutas millonarias por ello), no son menos
espeluznantes. Uno piensa que el primer capitalismo, de inhumano recuerdo,
queda lejos y que ahora, al menos en Europa, las relaciones laborales y
económicas están revestidas de justicia social. Pero hay que rascar, solo así
se comprueba su autenticidad y Wallraff descubre que la locomotora de Europa
esconde mucha inmundicia. Me pregunto qué sacaría un periodista como Wallraff
de nuestra España. Y lo peor, si lograría cambiar algo o si importaría alguien. Prefiero no ahondar en esta
cuestión. Es muy indignante comprobar (hace un par de años un chef español sacó
el tema a colación, pero rápidamente se corrió un tupido velo) que los
restaurantes de lujo, de elaboradísimos platos y estrellas Michelín, se
alimentan como vampiros del esfuerzo casi gratuito de jóvenes aprendices, con
jornadas de sesenta horas semanales. Los testimonios expuestos y la cínica
reacción de estos negreros, escuece tanto como el desinterés absoluto de sus
clientes.
Wallraff nos muestra que en la sociedad de la opulencia hay brechas y si se persigue o desea la justicia, debemos cerrarlas. El dinero, la búsqueda del máximo beneficio, "los imperativos de la sociedad del entretenimiento, del sentirse bien", no puede serlo todo. O como decía aquella canción: hay un asunto en la tierra más importante que Dios: y es que nadie escupa sangre para que otro viva mejor.