jueves, 28 de enero de 2016

EL CAMINANTE

"El caminante sobre un mar de nubes", Caspar David Friedrich
(Foto: arteselecto.es)

Roberto se ha dejado el café del desayuno a medias. Se entretiene. Le cuesta elegir la ropa que va a ponerse y nunca tiene la previsión de prepararla antes; quizá debería imitar a Mark Zuckerberg y vestir siempre igual. Mira el reloj como lo hiciera un condenado ante la hora fatal y mientras, deambula por su casa en calzoncillos buscando la camisa azul de cuadros. Acude a la cocina, mastica un bocado de tostada y con las migajas bailando en la comisura de los labios, regresa al dormitorio.

Al salir a la calle le sorprende la temperatura tibia de la mañana (son las ocho menos veinte) y lo achaca al calentamiento global. Suele ir al trabajo a pie. Son veinte minutos, si acelera un poco pueden rebajarse a dieciocho; diecisiete si adopta un paso marcial, cercano al ritmo de los paseantes que tratan de domeñar el colesterol o reducir sus reservas adiposas bien temprano, recorriendo la avenida de dos en dos como soldados de ronda. Hay días que se deja llevar y para el crono en veintidós e incluso veintitrés minutos. Son las mañanas de otoño, de amanecer apabullante y nubes rojas como fresas. Son las mañanas de primavera, del despunte tembloroso de las hojas en los árboles y las piernas de mujeres jóvenes que afloran en pantalones cortos. O es simplemente un pensamiento el que le retiene, como si le zancadilleara o le cubriera los hombros con su peso.

Estos momentos en la vida de Roberto aparentan una profunda calma. Pero en realidad, son como el agua puesta a hervir, que durante minutos permanece serena, hasta que minúsculas burbujas delatan una transformación inminente de elemento líquido a gaseoso. El lento avance hacia el trabajo calienta las moléculas de sus pensamientos.

Tiene ratos en los que es presa de sus obsesiones. Percibe ese arrebato porque hay un lapsus en su consciencia y no sería capaz de recordar si ha tenido que esperar en el semáforo. Ese tiempo no ha existido, porque se hallaba secuestrado y maniatado. No se da cuenta, pero sube su ritmo cardíaco y le sudan las manos.

Roberto pelea en su interior con las injusticias de este mundo y en su ingenuidad trata de enmendarlas. Surge de la bruma enmascarado, con una calavera cosida al pecho y convierte en paté las entrañas de las malas personas. Recuerda a Clint Eastwood en una de las entregas de Harry el Sucio. Si se excita demasiado puede llegar a dar un gancho al aire, casi imperceptible, rotando el hombro y el puño o mascullar una maldición. Nota arder las tripas y exhala por la nariz como un dragón iracundo. Sin embargo, Roberto duda incluso a la hora de aplastar una mosca, así que sus ansias de justicia nunca se hallarán satisfechas, al menos del modo que imagina.

Algunos tramos, especialmente los iniciales, son de ensoñación. Es el cuento de la lechera, que va llenando un cántaro de proyectos, de cosas que hacer, de palabras que decir. Últimamente le da vueltas a sus próximas vacaciones. Se ve sobrevolando el volcán adormecido del Teide, agotado en la cima tras respirar los aires sulfurosos y entrevé la carretera parcheada, la larga carretera hacia la base del volcán, como un camino al inframundo. Roberto recuerda los pinos de tronco negro de las fotos y también que le da miedo volar. En su imaginación se perfilan los restos carbonizados de un Boeing 747 y se retuerce, hace un tic y traga saliva. Se limpia el sudor de la frente y mira el reloj. Todavía le quedan diez minutos.

No todo es actividad frenética. Hay momentos de consciencia plena, que es una palabra que ha aprendido hace poco y se aplica a ello. Percibe su respiración y el tac-tac de sus pasos sobre el piso. La tos que se abre camino a través de la garganta y reverbera dentro del pecho como una carga de dinamita dentro de una mina. Son segundos de vacío, de blanca nebulosa en su mente fuera de servicio. Pero regresan las imágenes a su cabeza, en un lento baile.

Roberto rememora fragmentos del pasado. No son seleccionados como por catálogo, sino que llegan al azar; el bingo de su mente rueda y rueda y escupe una bola de marfil con una cifra. Está en un cine al acabar la sesión, absorto en los títulos de crédito. Un hombre ronca al lado, mientras su mujer, azorada, trata de despertarlo; mea en el baño de una discoteca y un sujeto se le coloca al lado y se le encara burlón. Tiene la mandíbula desencajada y las pupilas como los ojos de una merluza fresca; asiste a un concierto y le queman la chaqueta con un cigarrillo. ¿Por qué afloran esos recuerdos, de manera tan aleatoria? ¿Qué provocan sus pasos? Cuando sale a correr no le pasa. Está pendiente de su esfuerzo, del horizonte descarnado si es por la mañana o de las mangas anaranjadas del cielo si anochece. De algún perro vagabundo, de las piedras que le puedan hacer torcerse un tobillo; de sus pulsaciones para no superar el umbral aeróbico. Algún misterio tienen las mañanas, las sólidas y eternas mañanas laborables.

A Roberto le da por urdir largos monólogos consigo mismo. La mayoría de esas piezas introspectivas de filosofía personal se consumen como un fuego: es la propia fuerza de la palabra la que las alimenta con su combustible y luego una vez que cesa se apagan y no quedan más que los rescoldos. Después la ceniza, que es la muerte del pensamiento. Reflexiona sobre sus compañeros prejubilados. Cree que son personas que podrían seguir en su puesto de trabajo y al esfumarse, desperdician todo su bagaje. Qué útil sería para los bisoños tener la tutela de estos viejos, que se evaden después de treinta y cinco años y se retiran a pasear sus pensamientos a un apartamento en la costa o a cuidar de los nietos o a dejarse ver entre la pléyade de jubilados que se asolanan en las plazas. Roberto elabora su propuesta; cuando se jubile querrá seguir prestando algún tipo de servicio. Seguir formando parte de los engranajes de la sociedad y ayudándola a sortear los baches que se presentaran. Luego piensa en su voz depauperada, en las veces al día que tiene que contener sus ganas de explotar como una granada de mano y cambia de opinión. 

Roberto también tiene una teoría sobre el mundo. Cree que las personas están unidas las unas con las otras por hilos invisibles, pero también puede que lo haya leído en algún sitio y se apropie de la idea, de buena fe. Diserta sobre religión, política, mujeres, literatura, arte, pero contarlo sería alargar esto demasiado. Mira un instante la pared de una casa: un caracol babea adherido al muro. 

No suele detenerse más que cuando es imprescindible. A veces gira la cabeza, porque es un soñador y le seduce el amanecer. Le atrae la luz que proyecta este sol invernal que apenas se yergue sobre el horizonte, cómo impacta sobre las cosas y aprecia el tono almibarado que otorga a la pared de ladrillo del edificio que hay justo enfrente de su trabajo y tiñe el blanco anémico de un bloque de pisos cercano, que refulge con levedad, como un limón en el frutero.

Cuando se cruza con alguien, hay un entrechocar momentáneo de espacio circundante. Aminora el paso o hace un amago de sonrisa, aunque sea un desconocido. Hay incluso un intercambio de miradas, de saetas que duran lo que un parpadeo; muchas veces son agradables. O le avergüenzan y entonces agacha la cabeza y acelera el paso.

Roberto contempla la suciedad sobre la acera, el barrendero con los guantes recortados en la punta para sostener el cigarrillo o utilizar el teléfono móvil. Hay un gato famélico que le mira y le estremece el brillo de sus ojos. Recuerda un relato de Edgar Allan Poe y visualiza el ejemplar con las pastas desgastadas en su estantería. Es tan consciente del mundo que le rodea, que le parece una placenta. Los cercos del café en la mesa de metal de la terraza de un bar, las servilletas de papel rodando por el suelo, los adolescentes camino del instituto que le rebasan o se dejan rebasar, mientras agachan la cabeza sobre el teléfono. Se pierden el mundo, piensa. O están en otro, recapacita al rato.

Uno se pregunta por qué unos instantes tan banales de la vida de una persona, se pueden llenar así de contenido. Y multiplica o suma. Y lo insignificante que parece cualquiera adquiere nueva magnitud, si se repara en estos momentos de ensoñación, de evocar recuerdos, de construir castillos en el aire, de silencio interior, de monólogo consigo mismo, de observación minuciosa por fuera y por dentro.     

jueves, 21 de enero de 2016

"Hijos de la ira" de Dámaso Alonso

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Hijos de la ira en la edición de Fanny Rubio
(foto: todocoleccion.net)

La última entrada de poesía la dediqué a Miguel Hernández y sigo con un poeta también de su generación, pero con una trayectoria muy diferente. Dámaso Alonso nació en Madrid en 1898, estudió Derecho, pero finalmente se doctoró por Filosofía y Letras. En su decisión pesó una temprana inclinación hacia la poesía. Conectó con la generación del 27, en torno a la famosa Residencia de Estudiantes. Fue un destacado ensayista y poeta, enseñó en universidades extranjeras tan conocidas como Oxford, Cambridge, Stanford o Leipzig, dirigió revistas, etc. Ejerció como catedrático de Filología Románica en Madrid y desde 1968 fue director de la Real Academia de la Lengua. En 1978 obtuvo el Premio Cervantes. Murió en 1990. 

Hijos de la ira, publicado en plena posguerra en 1944, se yergue como un faro en aquella época gris. Frente a la literatura heroica oficial, Dámaso Alonso se atrevió con un poemario oscuro y pesimista. Se rebeló contra el triunfalismo de un régimen que se había impuesto después de una larga guerra civil y además lo celebraba. En Hijos de la ira Dámaso Alonso protesta y se repliega, escapa de esa realidad y toma el camino de la meditación, tal y como llegó a afirmar: “un libro de protesta cuando nadie en España protestaba. Un libro de protesta y de indagación”. Porque el poeta dice que escribió Hijos de la ira “lleno de asco ante la estéril injusticia  del mundo y la total desilusión de ser hombre”. 

Su primer poema, Insomnio, comienza así: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres” y preguntando a Dios por la razón, le replica “¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?”. Esta idea del hombre que inevitablemente se encamina hacia la muerte, angustia al sujeto poético y perturba su existencia. 

Pero Dámaso Alonso se aleja de la poesía oficial no solo en el tema y el tono. Se aleja en la forma. Al acabar la guerra se popularizó cierto purismo, una vuelta a las formas clásicas representadas por Garcilaso. Hijos de la ira está escrito en verso libre, en sus versos tiene cabida lo desagradable, lo grotesco y se aleja del preciosismo de esa poesía. Según el propio poeta: “el único tema de la poesía y de todo el arte es la vida, es decir, la muerte y el amor”.


La balsa de la medusa, de T. Gericault (foto: arteselecto.es)
No me veo capaz de analizar un libro de poesía. La edición de Fanny Rubio en Espasa Calpe es perfecta para sacarle todo el jugo a Hijos de la ira y es la que yo tengo en casa, de ahí he extraído las citas anteriores que van entrecomilladas. He querido escoger, eso sí, uno de mis poemas favoritos (junto con "Mujer con alcuza", que se puede leer pinchando en el link y el citado "Insomnio"). Se trata de “En la sombra”. Es un poema en verso libre, como todos los del libro. Mantiene un ritmo basado en el heptasílabo y se apoya en la repetición: “Sí: tú me buscas”. El título nos ubica en la noche, entre tinieblas y también alude a un contexto general de inseguridad, de miedo y desconfianza. Comienza con una imagen perturbadora: en plena noche, el sujeto poético aparece cercado por la inconsciencia del sueño. Allí surge un ente, que puede ser Dios. En cualquier caso, algo primordial que causa pavor: “el alma se me agita con el terror y el sueño”. Es en el momento previo al sueño, de completo silencio y reflexión en el que afloran los enigmas: su “jadear caliente”, su “inmensa mole blanca, sin ojos”, su “revolver de bestia”. Cuando se detiene a reflexionar sobre la incógnita de la muerte y repara en su certeza, todo el miedo del mundo le acalambra. Y viene la desesperación “no, no me digas que soy náufrago solo”. Busca a Dios o la causa primera, en definitiva algo a lo que aferrarse. Y le pide, le exige: “dime, di que me buscas”. Es un texto religioso, pero que para mí expresa a la perfección esa angustia ante la muerte, la propia y la de los seres queridos. Ahí es donde creo nace la religiosidad del hombre, ese miedo primordial es su sustrato, ¿quién quiere ser “náufrago solitario”?
Sí: tú me buscas.

A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.

Sí: tú me buscas.

Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,
tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,
siento en la sombra
tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea
igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el
agua salobre.

Sí: me buscas.
Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.

No me digas que no. No, no me digas
que soy náufrago solo
como esos que de súbito han visto las tinieblas
rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,
y el corazón les puja de gozo y de esperanza.
Pero el resuello enorme
pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche,
indiferente y sordo.

Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan

viernes, 15 de enero de 2016

"La maravillosa vida breve de Óscar Wao" de Junot Díaz

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La maravillosa vida breve de Óscar Wao fue galardonada con el premio Pulitzer de novela en 2008.
Foto: casadellibro.com
Descubrí este título por casualidad. Acababa de leer En la orilla de Rafael Chirbes y como tengo por costumbre, visité varias webs de reseñas para hacerme una idea más cabal. Las opiniones positivas eran mayoritarias (es una gran novela), pero también encontré algunos detractores. Uno de ellos, recomendaba leer el libro de Junot Díaz. Y como su crítica me pareció muy bien fundamentada, seguí su consejo y pedí por Internet La maravillosa vida breve de Óscar Wao. En mi estantería durmió el sueño de los libros pendientes durante algunos meses, hasta que llegó el momento propicio y quería hablar un poco sobre él, porque su lectura fue (pertenece al recién quemado 2015) toda una experiencia.

La maravillosa vida breve de Óscar Wao de Junot Díaz comienza con la descripción de una maldición dominicana que se denomina fukú y cuyo origen se remonta al mismísimo almirante Cristóbal Colón. Este fatalismo sobrevuela todo el texto, dándole un toque clásico, como en las epopeyas griegas donde los héroes no pueden librarse de su propio destino. Nos narra la historia de la familia Cabral, caída en desgracia durante la dictadura de Trujillo y desde entonces portadora de un fukú que les persigue generación tras generación. El eje central es Óscar, un niño enamoradizo que al llegar a la adolescencia se transforma en un nerd, gordo y torpe con las mujeres, adicto a los juegos de rol, los cómics de superhéroes y la literatura fantástica. La antítesis del varón dominicano. Y con su cruz malvive durante años. Junto a Óscar, se despliegan otra serie de personajes que van adquiriendo voz narrativa propia, como su madre Belicia Cabral, su hermana Lola, Yunior, el novio de esta (que además actúa como una suerte de narrador omnisciente) y el doctor Abelard, que trata de proteger a su hija adolescente de la lujuria del dictador. Entre todos componen el fresco de la familia Cabral, pero no solo, también de la historia dominicana reciente, marcada por la dictadura de Trujillo, tema que ya abordó Vargas Llosa en La fiesta del Chivo.

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Junot Díaz, nació en Santo Domingo en 1968 y en 1974 se desplazó junto con su familia a EEUU. Además de La maravillosa vida breve... en español se ha publicado el libro de relatos Así es como la pierdes.
(Foto: State of arts)
Son muchos los temas que trata esta novela. Además de la inmigración, los abusos de poder del trujillismo, el desarraigo o el racismo, los más evidentes, destacaría el de la perpetúa búsqueda de la felicidad y el amor, que afronta todo ser humano a lo largo de su vida y por la que Óscar sufre lo indecible. También es un claro homenaje a la mujer luchadora, representada por tres generaciones (la Inca, Belicia y Lola), que bregando en una sociedad donde impera el machismo y el prejuicio racial, se sobreponen a todas las adversidades.

Tengo que reconocer que de esta vida breve de Óscar Wao, sin menospreciar el contenido, me ha atrapado la forma. Un novelista si quiere destacar necesita estilo. Siempre como lector lo he agradecido y mi panteón de escritores ilustres está lleno de autores que son reconocibles en apenas un párrafo. Un trabajo de gran mérito el del traductor (traductora en este caso, Achy Obejas), porque el libro está escrito originalmente en una combinación de inglés y jerga dominicana o anglo-dominicana (si tal cosa existe). La narración fluye entre alusiones al mundo del cómic y la novela fantástica (Óscar aspira a convertirse en el Tolkien del Caribe), argot dominicano y espanglish. Me maravilla la oralidad y el ritmo que imprime Junot Díaz a este texto. Su lenguaje te arrastra, te seduce, te atrapa como un baile.

Es una lectura diferente. La estructura tampoco es lineal y la utilización de diversas voces narrativas componen lo que creo se concibió como una obra bastante ambiciosa. Hay además infinidad de notas a pie de página, que para nada (esto es una clara opinión personal, seguro que hay quién se las salta directamente) son arduas de leer y nos aclaran mucho del contexto histórico de la novela.

Por mi parte, he reído mucho con las cuitas del pobre Óscar, recorriendo los sucesivos círculos infernales del instituto, la universidad y el trabajo, siempre con la esperanza de que lograra redimirse y no morir virgen (al parecer –según la novela- hay pruebas de que ningún dominicano lo ha hecho). Pero el humor decrece y el drama se va apoderando de la obra y la subyuga. Al final deja un sabor agridulce, cierto desasosiego, indignación también por los abusos de poder que ejercen las dictaduras y la manera en la que destruyen familias enteras, por generaciones y marcan el rumbo de un país.
La maravillosa vida breve de Óscar Wao. 3
Ilustración de Belén Valiente, con una cita de la novela (foto: domestika.org)
No me resisto a añadir una cosa más, y es sobre el vocabulario aprendido: las jevitas son las chicas en edad de merecer, un papichulo es un tío como Dios manda y lo contrario es un periguayo; el origen del concepto es explicado en la novela, así que no quiero contar más. El equivalente femenino de papichulo es tigrona o tetúa, mientras que un prieto es un negro, sinónimo de haitiano. Una vaina es algo así como un tema o un asunto. Broder o pana es colega. Rapar es tener sexo. Y bueno, fokin, pues se entiende perfectamente lo que es. 

sábado, 9 de enero de 2016

"Momentos estelares de la humanidad" de Stefan Zweig


Voy a comenzar 2016 comentando un libro prestado. Hay una tradición que dice que las novias tienen que llevar a la boda, entre otras obligaciones, algo prestado. Pero ojo, no de cualquiera. El objeto en sí debe proceder de un matrimonio bien avenido y así se contribuye al flujo de buenas vibraciones que hará la futura unión indestructible. El préstamo físico es cada vez menos común, especialmente en lo que se refiere a artefactos culturales. Durante mi adolescencia el intercambio de cassettes y libros (alguno se perdía por el camino, todo sea dicho) fue poco a poco sustituido por un escueto: “me bajé la discografía completa con emule” y últimamente por: “lo tengo en mi ebook, junto con otros cuatro mil". Cierto desinterés por el prójimo que las redes sociales ayudaron a paliar (no va a ser todo malo). 

Sin embargo, me es inevitable sentir nostalgia por ese mercadeo cultural, por eso cada vez que llega a mis manos un libro o un disco prestado, lo trato como un tesoro: no deja de ser algo casi arqueológico. Lo devoro en el acto, algo que curiosamente no pasa con los libros que compro y quiero pensar que las mismas emociones que ha sentido la persona que lo ha leído antes que yo, de alguna manera han quedado prendidas en sus páginas, ¿será esto posible? Pues Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig será mi primera reseña del año: un libro prestado, un libro que he leído con fruición, rechupeteado hasta el tuétano y que quiero compartir aquí también, en mi estantería virtual, aunque probablemente la mayoría lo habéis leído ya. Pero algo es algo.

Sobre Stefan Zweig (1881-1942) creo que hay poco que añadir. A todos nos ha conquistado Carta de una desconocida. Su biografía es intensa, emocionante y trágica. Conoció el éxito en vida y también la caída, cuando sus obras fueron quemadas en plazas públicas de Alemania y Austria. El ostracismo después y en los últimos años, con justicia, la resurrección. Y el amor de sus lectores, basta con leer sobre Zweig en foros de libros y blogs, ¿cuántos autores conocéis que hayan alcanzado ese nivel de unanimidad en torno a su obra? Así debe ser el Olimpo literario.

Y creo que la razón es que Zweig no es un mercenario del oficio, al contrario, es alguien que en cada palabra trasmite hasta la última fibra de lo que es y de lo que siente. El escalpelo de su sensibilidad permite ahondar y participar de ese milagro de la creación que es la gran literatura. Por eso nos impacta su intensidad. Y da igual que éste sea un libro de estampas o episodios históricos y no una novela de ficción. La personalidad de su autor galopa desbocada, se impone y nos hechiza.

El equipo de Scott en el Polo Sur (1912). Scott es el del centro de pie.
(Foto: Wikipedia)

Lo que he sufrido con la epopeya de Scott en la Antártida y esa genial metáfora, el tren precintado con Lenin a bordo, convertido en un proyectil letal. ¿Y qué puedo decir de Dostoievski en el paredón, esperando el indulto del zar? ¿Cómo puede ser la Historia tan emocionante? Quizá porque a veces, intimidados por los datos, las fechas, los conceptos, nos olvidamos de su protagonista: el hombre. Un hombre al que consumen sus pasiones, un hombre al que devora su determinación. Es el sino de nuestra especie. Somos supervivientes: nos impusimos a un medio hostil, a la mayor de las sequías, a las regurgitaciones del volcán Toba, a nuestro propio éxito. Supimos estrujar la naturaleza hasta someterla (y veremos cómo acaba todo esto).

Los momentos estelares de la humanidad, en palabras de Zweig, son aquellos que marcan el rumbo de la historia, “un único instante que todo lo determina y todo lo decide”. Nada de plácidas consideraciones. Nos embarcamos en un viaje pleno de dramatismo. A cualquier aficionado a la Historia, antes de abrir la primera página, le vendrán a la mente infinidad de ellos. Son abundantes. Zweig eligió catorce. Y entre ellos, como no, momentos estelares de la cultura: Tolstoi, Dostoievski o Händel comparten estrellato con Cicerón, Mehmet II y Napoleón. ¿Por qué no?

Dice Zweig que “en ningún caso se ha procurado decolorar o intensificar la verdad”, de lo que se deduce un respeto a las fuentes y la “verdad” histórica. Es cierto que la ciencia histórica construye los mimbres, es una labor minuciosa, árida y los resultados pueden interpretarse, discutirse. No siempre predomina el consenso, no siempre se impone la objetividad. Pero Zweig va más allá. Otorga un revestimiento literario a esa armazón, fría y destemplada, del dato, del hecho, de la causa y la consecuencia. Lo dota de vida. Y le insufla la pasión necesaria, la llama que turbe al lector, que lo haga reflexionar y perderse entre sus páginas. Entre la horquilla de casi dos milenios en la que transcurren estos Momentos estelares. Así se convierte en un extraordinario divulgador, que, como se ha dicho, es capaz de “instruir deleitando”.

Zweig recupera la función de la historia como magistra vitae, su valor más allá de construir naciones y preservar la memoria, aquel valor que hizo a los grandes hombres volcarse sobre libros vetustos, abandonar la espada o el cetro un instante para aprender de ella. De sus lecciones. Una lección donde se impone por encima de todo la determinación, “a los hombres solo les cansa una cosa: la vacilación y la incertidumbre. Toda acción libera, inclusa la peor es preferible a no hacer nada”, sentencia Tolstoi. Así lo considera Scott, en su tumba de hielo, cuando escribe a su mujer para que “cuide a su hijo y lo preserve de la indolencia”, porque “nada eleva el corazón de modo tan espléndido como la caída de un hombre en lucha contra el predominio invencible del destino”. La lucha permanente, la épica del fracaso: “inténtalo de nuevo, fracasa otra vez. Fracasa mejor”, decía Samuel Beckett.

Ya para acabar, creo que hay otra importante lección moral en estos Momentos estelares. A través de Cicerón, incapaz de restaurar la esencia republicana: “nadie tiene derecho a tratar de imponer al pueblo su voluntad”, porque “el dominio ejercido por la fuerza viola cualquier derecho”. Otra vez en los labios de Tolstoi, que se niega a sumarse a la revolución que su obra ha alimentado: “es cien mil veces mejor sufrir por una convicción que matar por ella”. En el mariscal Grouchy, cuya obediencia ciega al emperador determinó la derrota de Waterloo. ¿Escribe Zweig pensando en la incertidumbre del tiempo en el que vive, un tiempo en el que la dictadura, la violencia política y el populismo se abaten sobre Europa (el libro fue publicado en 1927, Mussolini ya gobernaba en Italia y Stalin tomaba el relevo de Lenin en el poder)? Momentos estelares se cierra con el fracaso de Wilson, el presidente norteamericano que trató de mediar en 1919 para lograr una paz duradera, pero aquella oportunidad se perdió y Zweig vaticina “una vez más, pagaremos nosotros con nuestra sangre”.