Los
bordes de La Mancha, al sur de la provincia de Ciudad Real, son territorios
interesantes para visitar. El campo de Calatrava se asienta sobre terreno
volcánico, su relieve es sinuoso, con crestas y zonas de monte, lagunillas,
poblados del bronce semienterrados y carreteras secundarias parcheadas que evocan
el fin del mundo. Enlaza con el valle de Alcudia, al suroeste, un rincón insólito
poco conocido, un mar de encinares, dehesas y abrigos rocosos con pinturas
milenarias. En sus inmediaciones afloran antiguos pozos mineros, comunicados por arterias ferroviarias que se han vaciado y ahora se
pueden recorrer a pie o en bicicleta. El gobierno de Castilla-La Mancha no
patrocina este espacio, por si alguien lo piensa, aunque me ingresa la nómina
(de momento) como trabajador a su cargo que soy. Aprovechando las bondades de
la fase 2 estuve por allí con mi familia, respirando el vacío porque
especialmente el valle de Alcudia es una de las zonas más despobladas de
España. Pude empaparme de naturaleza y ruinas, pero no puede visitar el castillo
de Calatrava la Nueva. De hecho, ningún museo estaba abierto. Hay quién ha
puesto de relieve la paradoja de que en España se llenen las terrazas de los
bares, se reanude la Liga (ayer creo que se congregó una multitud —con
mascarilla— en los alrededores del Sánchez-Pizjuán de Sevilla para recibir al
equipo) y se haga botellón, pero las escuelas, bibliotecas y museos sigan sellados (a excepción del Prado, según he leído). Y lo que queda. Estas cosas me desaniman, ¿para qué consumir dos horas
en escribir sobre libros? Me entra el síndrome del ermitaño y en cuanto puedo
voy al único lugar sin ruidos de mi casa para leer. Que se pare el mundo. Al
final, como soy un lector rápido (y esto no es bueno necesariamente), acumulo
libros y libros leídos, caigo en una especie de remolino y el blog queda como
las minas de Horcajo, tomadas por la maleza. Sería imposible reseñarlos todos
y tampoco es necesario porque la mayoría proceden de recomendaciones de otros
blogs, solo se trata de compartir, ya que este es el único lugar de mi estrecho
mundo donde puedo hablar de libros con alguien.
Gracias
a la e-biblio y su extenso catálogo de ebooks, bien nutrido para tiempos de
pandemia, he tenido fácil acceso a las novedades. Por ejemplo, leí La
madre de Frankenstein de Almudena
Grandes. La novela forma parte del ciclo “Una guerra interminable”,
transcurre entre 1954 y 1956, con avances y retrocesos. Es un buen ejemplo de
las virtudes de Grandes como narradora y quizá de un maniqueísmo matizado, con
personajes donde es difícil hallar un punto medio. Alterna con habilidad tres
narradores: Aurora Rodríguez, conocida por haber asesinado a su
hija Hildegart, Germán Velázquez, un psiquiatra exiliado que regresa a España
para poner en práctica un nuevo tratamiento contra la esquizofrenia y María
Castejón, una enfermera en la que Almudena Grandes vuelca toda su sensibilidad
y para mí, junto a los alucinados monólogos interiores de Aurora, es lo más
logrado del libro. Es interesante, aunque requiere aclaración al final, la
combinación de estos personajes ficticios con otros reales, como el doctor
Vallejo-Nájera. En su conjunto, La madre
de Frankenstein es también un ataque a la dictadura franquista y su afán
totalitario, del que participaron no solo las instituciones sino muchos españoles de a pie. Como ha dicho
algún historiador, la dictadura convirtió a la sociedad española en una “sociedad
autovigilada y temerosa de sí misma”, lo que refleja bastante bien Almudena
Grandes en su novela.
También he
leído el último premio Tusquets, Temporada de avispas, de Elisa Ferrer, escritora debutante y
remarco esto. Como uno juega con las letras de vez en cuando, hace ilusión. Almudena
Grandes era precisamente la directora del jurado. Es una historia breve y muy
sencilla. Nuria, la protagonista, es una ilustradora que se queda sin empleo y como
las desgracias nunca vienen solas, recibe una noticia que la enfrenta de súbito
con su pasado. Su padre, que abandonó a su familia cuando ella era pequeña y
lleva sin ver desde entonces, está ingresado en la UCI. Los conflictos de Nuria
y su deriva personal serán el hilo conductor de las siguientes páginas. Lo
mejor de la novela es el estilo, informal pero nada forzado y que te lleva en
volandas. A la historia en sí le falta cuajo y me ha chocado el comportamiento
y las reflexiones de unos personajes que son treintañeros pero parecen adolescentes
o “adultescentes” utilizando la expresión de Eduardo Verdú. Aunque quizá Elisa
Ferrer haya planteado, sin saberlo, un retrato generacional.
Siguiendo
con las autoras, por fin me he estrenado con Mariana Enríquez y su libro de relatos Las cosas que perdimos en el
fuego. Tenía unas altas expectativas y se han cumplido, pero solo en
parte. Enríquez presenta una serie de historias perturbadoras, casi de terror,
con contenido social y aunque sobrevuela sobre ellas lo fantástico, deja
siempre un poso de realidad, de incertidumbre, que aumenta la sensación de
desasosiego en el lector. Vamos, que te imaginas que algo así podría pasarte y
te cagas literalmente. El estilo es perfecto para el tema: conciso, cortante y
con giros idiomáticos muy sugerentes. Hay violencia a raudales, Enríquez tiene
cierta predilección por lo macabro. La mayoría de personajes están completa o
parcialmente enajenados. Con un matiz: los hombres son siempre tontos, crueles
e insensibles (y reciben su correctivo por ello). Excepto un camionero rubio y
atlético. Este sería jugoso material de psicoanálisis. Mariana Enríquez se
decanta por unos finales abiertos, reverberantes, es una gran maestra en este
sentido. También es frecuente la aparición de niños y adolescentes con todo su
halo de ambigüedad. Una lectura inquietante.
Puestos
a comparar, creo que prefiero a Edurne
Portela en Mejor la ausencia. Hay violencia también, pero vista de un modo
más profundo, no es solo pirotecnia. Edurne Portela plantea un contexto duro,
los años de plomo en un País Vasco sumido en una guerra social. Un ambiente así
no hace prisioneros. La protagonista es una niña, Amaia, a la que vemos madurar
y desenvolverse en ese ambiente desquiciado. Uno de los grandes méritos de
esta novela es la evolución del estilo a la vez que el personaje, partiendo de
frases infantiles, telegráficas, que desconciertan al principio, hasta la
ebullición de la pubertad y el poso de una madurez mal fraguada. La familia de
Amaia no es la de las series americanas, desde luego. Predomina el rencor, la
manipulación emocional, la envidia y los mamporros. La política lo mancha todo,
condiciona y destruye el porvenir de una generación, ¿y para qué? Es muy
sugerente la relación de Amaia con sus padres, personas tóxicas, egoístas e
intoxicadas, que a pesar de todo se buscan, se arrastran buscando amor. Rara
vez brilla esa emoción y cuando lo hace, es un brillo falso y pasajero. Mejor la ausencia es una gran novela que
se me ha deshinchado al final. Para mí, sobran aclaraciones
tan obvias. Falta el nervio con el que la autora se ha conducido las páginas
previas. Con todo, Edurne Portela es una narradora diferente y que tiene mucho que decir.
Soy
lector de clásicos y he dado un buen repaso a varios. He releído El
extranjero de Albert Camus y mi mujer me regaló una
edición ilustrada de Cien años de soledad de Gabriel
García Márquez para sustituir el destrozado ejemplar que tenía de mis años
universitarios, también lo leí de paso. ¿Qué puedo decir de estos libros? Pues que veinte años después
su lectura me ha perturbado, casi en el mismo punto. Añadir la oleada de nuevas
sensaciones (que no lo son en puridad) por lo que había olvidado y por lo que mi bagaje personal y emocional ha
descubierto en esta relectura. Son el mismo libro, pero bajo otra luz. Quizá,
si vivo dentro de veinte años y vuelvo a sus páginas, las encuentre de nuevo y otras nuevas afloren según mis circunstancias. Esto es lo
grande de los clásicos. He añadido a mi cuenta dos más. Uno es El
buscón o historia de la vida del buscón llamado don Pablos, ejemplo de
vagamundos y espejo de tacaños, de nuestro Francisco de Quevedo. Una exhibición de castellano y acrobacias lingüísticas,
juegos de palabras que sin una guía el lector moderno suda para poder
desentrañar. Una lectura exigente, sin duda, pero divertida y que sirve para
meternos en ese Siglo de Oro singular, de pícaros y vividores. Y de paso, hacer
paralelismos, porque en algunas cosas nada ha cambiado: el dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respeto.
Me suena. El otro clásico, pero contemporáneo, ha sido Los restos del día, de Kazuo Ishiguro. Una de las novelas más
perfectas que he leído. Stevens es uno de esos personajes
memorables que da en parir la literatura mundial cada cierto tiempo, he pasado
algunas de las horas más agradables del estado de alarma hundido entre sus
páginas. En mi horizonte se plantea una mudanza y he pensado
quedarme solo con un cogollo de libros. El resto los donaré. Las horas del día ya está en la caja de
los que me voy a llevar.
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Carretera nacional que atraviesa el valle de Alcudia (foto: La Tribuna de Ciudad Real) |
Puede
que en tiempos deprimentes venga bien una lectura agradable y poco conflictiva,
pero tampoco está mal una ración de pesimismo. Compré Ordesa de Manuel Vilas cuando se convirtió en un
fenómeno literario y aparqué su lectura precisamente por esto. Ha caído esta
cuarentena. Ordesa es uno de esos
libros que enfrentan a las tres Españas. Hay lectores fascinados por un libro
de duelo, que no es ficción y donde el narrador es a la vez personaje. Hay
lectores desconcertados por los bandazos de Manuel Vilas y sus obsesiones. Contradictorio y pesimista pero que se inicia con una cita que es un canto a la
vida, a muchos nos les convence. Por último, están los detractores que ridiculizan al autor, se burlan de
su sentimentalismo y lo ningunean. Esta crítica se ha acentuado, porque Vilas
fue finalista del último premio Planeta. En mi caso, creo que Ordesa tiene bastantes virtudes y algunos defectos.
Singularidades, también. Por eso no es una novela que se pueda recomendar, no
tiene una vocación universal. Que se vendiera como rosquillas es un misterio.
Algunos lo achacan al marketing, pero debe haber algo más. Puede que muchas
personas se sientan identificadas con Vilas. Yo me encuentro entre ellas porque
soy obsesivo, lo que se dice un perro marciano,
aunque buena persona y tiendo a la autoflagelación. Mis padres pertenecen a esa clase media depauperada tras
el pinchazo de la burbuja. Mi relación con ellos es difícil, me causa muchos
quebrantos. ¿Qué pasará cuando mueran? Prometo no escribir un libro, pero los inquisidores deberían guardarse las piedras en los bolsillos ante un ejercicio de
honestidad brutal como es Ordesa.
Para
acabar, he leído un breve ensayo de Cruz
Méndez, autora que conocí en aquellos ya lejanos tiempos de Google plus. Todas las veces que morimos, relata la crisis de los misiles en Cuba. Unos
hechos de los que se conoció su verdadera magnitud en épocas recientes. Y es
que, si Kennedy hubiera cedido a los halcones ávidos de Washington el mundo se
hubiera llenado de hongos nucleares y lluvia negra. La pandemia sería cosa de
risa. Narrado con pulso y muy didáctico, es una buena lectura para los
interesados en el tema o para los que, por algún momento, duden de las virtudes
de la política. ¿Qué hubiera pasado en semejante crisis, de haber tenido EE.UU.
y la URSS a líderes del perfil de Trump y Putin al frente? Mejor no imaginarlo.
Espero
que vuestro paso a la nueva normalidad transcurra sin traumas. Seguid leyendo,
algún día podremos añadir los libros al pan y al circo.