La primera vez
que la vi fue en la caja del supermercado. El bañador que llevaba debajo del
vestido se adhería a su cuerpo como la lámina traslúcida de una cebolla. Estaba
delante de mí y reconozco que amparado en mi posición de retaguardia me dediqué
a contemplar su delicada geografía, húmeda y protuberante. Ajena por completo,
la muchacha esperaba para pagar, agitando el monedero con una mezcla de
coquetería y tedio. Recuerdo que en un momento determinado giró levemente la
cabeza hacia mí y chasqueó los labios. Quizá percibía mi mirada indiscreta y
trataba de desalentarme. O tal vez estaba aburrida de esperar y de verdad ignoraba
que la combinación de su bañador húmedo con el apretado vestido reproducía en
su cuerpo una suerte de escultura griega, levantando espumosas olas de
testosterona. Mientras, la cajera sujetaba el teléfono entre el hombro y la
barbilla, esperando a que le dijeran el código de una piña tropical, que hacía
rodar entre sus manos como si fuera la cabeza reducida de un jíbaro.
Lo confieso con
una mezcla de vergüenza y vértigo. Cuando salimos a la calle, me paré un
segundo para dejar una distancia prudente y la seguí. Es verdad que estaba en
mi trayectoria, interpuesta en mi horizonte, pero en ese momento podría haber
pasado a mi lado un jabalí perseguido por un lobo o una banda de cornetas y
tambores, que ni me hubiera enterado. Un sedal invisible me aprisionaba y la
visión del jugoso cebo bajo su bañador mojado disparaba mi imaginación. Por fin
torció una esquina y el hilo invisible se tensó hasta romperse. Su imagen quedó
flotando unos segundos y desapareció.
Era el mes de
agosto y el sol castigaba sin piedad. El supermercado estaba a sólo dos
manzanas de mi casa. Cuando algo imprescindible faltaba en la nevera, no había
más remedio que sacudirse el sopor, salir a la calle y dejarse envolver por una
gasa de aire tórrido, caminar bajo los árboles de hojas lánguidas, combadas por
el calor abrasador, para aprovechar algo de sombra. Una de esas tardes, cinco o
seis días después, volvió a cruzarse en mi camino. Esta vez con ropa seca, pero
mi retina la fotografió, el nervio óptico envió la imagen al cerebro y de los
saturados archivos de mi memoria emergió incuestionable.
Debí mirarla demasiado
porque se detuvo un instante y noté como los músculos de su cara se tensaban.
Continuó por el pasillo central y yo giré a la derecha. Durante un segundo
nuestras miradas se cruzaron. Bajé la mía sin poder esconder mi turbación.
Respiré hondo y traté de recordar la razón por la que estaba allí, empujando un
cesto vacío. La luz de los fluorescentes, el suelo brillante, las estanterías
repletas, ¿qué andaba yo buscando? Recorrí el pasillo despacio, como un barco a
la deriva y de repente me volví a topar con ella, esta vez de frente.
El efecto fue
parecido al que provoca el flash de una cámara fotográfica. Un breve fogonazo, seguido
de un respingo. Los ojos muy abiertos, como un conejo sorprendido por las luces
de un coche. Me fui hacia un lado, ella hizo lo mismo, rectificamos, en medio una
risita ahogada y seguimos atascados, sin poder avanzar durante unos
interminables segundos. El rubor coloreó sus mejillas, supongo que también las
mías, por fin nos desasimos y acabó el torpe número de baile, ella camino de la
sección de bebidas, yo de la de frutas y verduras.
Mientras
manoseaba los calabacines, imaginando que la agarraba de los brazos y apretaba
las fresas antes de introducirlas en la bolsa, como si ya tuviera entre mi boca
entre sus labios, quería creer que me había reconocido, que había reparado en
mí, que en su interior estaba agitándose el mismo cóctel de hormonas. Un
reponedor se afanaba descargando un palé con leche semidesnatada enriquecida
con calcio, vitamina D y ácido fólico. Si el mundo no fuera tan ordenado y
predecible, si la realidad fuera maleable como en un sueño, en ese momento las
estanterías habrían comenzado a moverse, arañando ruidosamente el pavimento,
cerrando las salidas de los pasillos, hasta formar un laberinto. Los
fluorescentes habrían estallado uno a uno, la única iluminación procedería del
fulgor artificial de los envases de plástico, del pescado fosforescente, de la
carne hormonada de las bandejas de poliestireno y en ese laberinto nunca
imaginado por Dédalo, jugaríamos a encontrarnos. Yo podría ser Teseo, la transpaleta
del reponedor el Minotauro y ella Ariadna, guiándome con su hilo para encontrar
la salida. Si fuera una pesadilla, de esas que te hacen despertar agitado, con
el corazón retumbando en la coraza del pecho, ambos seríamos las víctimas rituales
del sanguinario toro, sintiendo a cada paso el aliento del animal en nuestra
coronilla.
Sin embargo, las
estanterías permanecieron en su sitio, la transpaleta siguió soportando con
resignación la hilera de cajas sobre sus cuernos de hierro fundido y los
fluorescentes vertiendo su luz blanca sobre mi cabeza, hasta que una señora
desmoronó sin querer la pirámide de tomates devolviéndome al mundo real. Me
agaché para ayudarle a recogerlos y unas piernas pasaron a mi lado en dirección
a la caja.
Otra vez la
misma situación, los dos en fila, esperando que un empleado viniera a
cobrarnos. En la cinta transportadora dejó con suavidad una malla con limones y
una caja de tónicas. Quizá tenga invitados, pensé con desaliento.
Al caminar, el
peso de la bolsa le tiraba del hombro descomponiendo la simetría de su espalda.
La rebasé con determinación, dispuesto a poner fin a una fantasía que duraba
demasiado. Pero la mirada de gasolina que me dirigió, cuando nos quedamos en
paralelo, volvió a sumirme en ese estado de ensoñación enamoradiza, de leve,
casi imperceptible excitación.
De nuevo el
bañador mojado, adherido al friso del Partenón junto al resto de maravillas de
Fidias, siguió poblando mis sueños y fantasías. Cualquier momento era bueno
para ir de compras. Aprovechaba la más mínima excusa, merodeaba en la sección
de congelados, comparaba el grado alcohólico de las cervezas, arrastraba el
cesto entre los pasillos, a veces me iba sin nada.
En la puerta,
una mujer sonreía exhibiendo sin pudor su boca desdentada y agitaba unas pocas
monedas en un vaso. Parecía recién llegada de cualquier arrabal de Nueva Delhi,
el pelo negro recogido cayendo a un lado sobre un sari verde. Nunca le dejaba
nada, pero después de varias expediciones infructuosas, la vi mirarme a través
de la puerta y me acerqué sin pensarlo, hasta donde estaba. Le di el cambio,
apenas treinta o cuarenta céntimos, y cuando ya me iba, me agarró del brazo.
Me solté de un
tirón, asustado y ella emitió una carcajada, parecida al graznido de un cuervo,
y siguió agitando el vaso con monedas, ante la presencia de una familia que
salía con un carro a rebosar. Aproveché para marcharme, con esa sensación de
frío y abatimiento que provoca el miedo, cuando me percaté de que llevaba algo
en la mano.
Por efecto de la
tensión tenía la mano cerrada, encogida como si fuera una piedra, y entre la
zapa del puño asomaba un papel. Era una estampa con una fotografía de un grupo
escultórico. En el centro había una pareja desnuda abrazada, besándose. Parecía
capturar el momento en el que la mujer se abalanzaba sobre el hombre, que la
aprisionaba con una de sus piernas. A su lado dos mujeres se tapaban la cara
con una mano conteniendo la risa y se acariciaban el sexo. Guardé la estampa
como si fuera un preciado amuleto. Con ella en mi poder, sentía que la chica
del supermercado caería en mis manos como fruta madura, por mediación
sobrenatural del dios Shiva, que seguro asentía complacido, desde el punto más
elevado del templo de Kahurajo.
Convertí la
visita al supermercado en un ritual. Traspasaba la puerta automática con
piadoso respeto y recorría sus pasillos. El paso por la caja era una espera
frustrada para tomar la comunión. Sin embargo, el preciado talismán no hizo su
efecto.
Un día,
deambulaba por el aparcamiento tratando de localizar a la sacerdotisa
disfrazada de vagabundo, para pedirle explicaciones. En su lugar, acodada en
una vieja bicicleta, había una joven. Era apenas una adolescente y empujaba a
un niño de pelo revuelto para que se acercara con la mano abierta a los
clientes más propicios:
—Por favor,
señor; por favor señora.
Me acerqué a
ellos. Descubrí con pasmo la belleza que se ocultaba bajo los harapos de la
mujer y la sonrisa pícara con la que agitaba el vaso. Ignorando al niño que me
tiraba del pantalón, rompí en pedazos la estampa de Vishna y Parvati o quienes
demonios fueran y sin pensarlo se la arrojé a la muchacha en plena cara. Lejos
de enfadarse, la joven dijo algo al niño, y éste recogió los fragmentos,
componiendo de nuevo la estampa en el suelo. Retrocedí avergonzado y mientras
me alejaba escuché de nuevo aquella risa como el graznido de un cuervo.