sábado, 30 de abril de 2016

SI LO SABRÉ YO, QUE SOY SU PADRE

Foto: Ricardo Canalejas-elpais.com
El ambiente de la taberna estaba cargado de sudor y tabaco negro. Una nube se había instalado en el techo, entre las vigas de madera y la luz desvaída de dos bombillas, que colgaban precariamente de cordones mugrientos. Era una hora intempestiva, el tabernero secaba los vasos con un paño y los miraba al trasluz guiñando un ojo. Cuando algún parroquiano le hacía una señal con la mano para que rellenara la copa de vino, orujo o lo que permitiera el racionamiento, estiraba el paño con un movimiento enérgico, como si manejara un látigo, se lo colocaba airado sobre el hombro y abría con ceremoniosa pausa una botella cualquiera, sirviendo al borracho. Luego paseaba la mirada aviesa por el local, examinando la fauna que allí se congregaba, deseando que llegara la hora del cierre.
Las carcajadas resonaron en la sala. Un grupo de jóvenes, de fino bigote, botas altas de caña negra bien lustradas y camisa azul, se arremolinaban en torno a un viejecillo. El anciano se llevaba un vaso de vino a la boca, tembloroso por la edad y luego se limpiaba la comisura de los labios con el dorso de la mano. Debía de tener al menos ochenta años, pero parecía que el vino rejuvenecía su cara de momia y se dirigía con tono enérgico a su auditorio, apuntando con el dedo al yugo y las flechas bordadas en rojo sin ningún pudor.
—Estuve sirviendo en Filipinas cuatro años. Entonces si qué éramos un imperio de verdad.
El anciano apuró por fin el vaso y chasqueó la lengua un par de veces antes de seguir.
—Sin embargo, olía a rebelión por todas partes. La cruz de Magallanes temblaba en su nicho. Presentía la que se le venía encima.
Se hizo un repentino silencio y el viejo maniobró hábilmente, porque se dio cuenta de que transitaba por caminos nada seguros.
—Las filipinas son las mujeres más hermosas de toda Asia. Delicadas como muñecas. Piadosas, también. Los frailes se esmeraron en llevar al redil del cristianismo a aquellas gentes. Pero, ojo, nada que ver con las beatas de aquí.
El viejo soltó una risilla y se irguió, levantando el cuello, del que colgaba flácida la papada, como el pellejo de un pollo, erizado de barba blanca. Los jóvenes siguieron escuchando expectantes.
—Me acuerdo de una en concreto. La muchacha atendía a mis palabras con paciencia y amabilidad cuando la abordaba a la menor ocasión. Sus ojos  se quedaban fijos en las insignias de mi uniforme, mientras esquivaba con delicadeza las manos que yo lanzaba aquí y allá, tratando de interceptar uno de sus hombros, agarrarle un brazo y atraerla hacia mí, palpar la curva de su cadera bajo la larga falda azulada. Era jovencita, apenas repuntaban los senos bajo el chal, como dos limones.
Al oír aquello, uno de los jóvenes soltó un exabrupto y el viejo le dirigió una fría mirada de bóvido que hizo al falangista cuadrarse inmediatamente, como si estuviera frente al Caudillo en persona. El anciano prosiguió.
—Las mujeres allí son así. Parecen casi niñas, delgaditas, pequeñas, calladas y extremadamente complacientes. Lo que decía, temerosas de Dios, pero no mojigatas. Al volver a España me casé, como es de recibo. Mi mujer, entre misas, rosarios, novenas y letanías pasaba más tiempo en contacto con Dios que conmigo. Cada vez que llegaba el momento del asunto, se santiguaba diez veces y apenas acababa de sacarla, después de culminar la faena, que su trabajo costaba, porque se quedaba más rígida que un tocón de roble y ya estaba corriendo a los brazos del cura, para limpiarse de pecado.
Los jóvenes estallaron en carcajadas. El tabernero se acercó al grupo y golpeó con los nudillos en la barra.
—Es hora de cerrar.
Los jóvenes hicieron como que no le habían oído. El tabernero dirigió el dedo a una efigie de Franco que colgaba de la pared.
—Serví a sus órdenes en África, en el Tercio.
Y se arremangó la camisa, mostrando una larga cicatriz que le surcaba el brazo y que partía en dos un obsceno tatuaje.
—Ni una sola gota de aguardiente se echaba al gaznate, ni siquiera vino. En los burdeles lo conocían sólo de oídas, porque ni su sombra pasaba del umbral de la puerta. Nador, El Gurugú, Monte Arruit. Todavía lo recuerdo inspeccionando el último blocao que liberamos, arrasado, a lomos de su caballo blanco, enjuto, con la piel requemada por el sol y la arena del desierto, ordenándonos reunir las cabezas de nuestros enemigos como trofeo. Así.
Y revivió al despiadado legionario por un segundo, ensartando con el cuchillo un pedazo de berenjena que sacó de la lata chorreando vinagre.
—Hicieron muchos muertos en Annual, les teníamos ganas. Luego ese perro de El Raisuni se cagó por la pata abajo y aceptó un buen puñado de pesetas por acatar la autoridad española. Si le hubiéramos puesto la mano encima…
 Y con un golpe certero que hizo retroceder a los falangistas, no al abuelo, que le miraba sin inmutarse, clavó el cuchillo en la barra. El mango se quedó temblando y los restos de la berenjena se esparcieron como si fuera metralla. Uno de los jóvenes se pasó el dorso de la mano disimuladamente para eliminar el tropezón de la camisa.
—En África aprendió el caudillo que la mejor estrategia es el terror—sentenció.
Los falangistas miraron alucinados al tabernero, reconvertido en veterano del Tercio. Sin embargo, en el rostro apergaminado del anciano había nacido una palpable mueca de disgusto.
—Ya me has agriado el vino. Ponme un orujo, anda.
—Faltaría más, don Nicolás.
Uno de los falangistas, el más fornido, se apresuró a pedir una ronda para todos. Cuando el fétido brebaje estuvo dispuesto en los vasos, alzó el suyo con místico deleite y componiendo el semblante exclamó:
—Por la victoria y por nuestro Caudillo.
Un coro de atronadoras voces repitió estas palabras y los vasos se vaciaron. Luego, en posición de firmes y dando un taconazo, como habían aprendido de los militares alemanes que campaban a sus anchas por Galicia en busca de wolframio, dirigieron el saludo fascista a la foto del dictador, cantando el Cara al Sol.
En el breve minuto que duró la tonada, el anciano bajó como pudo del taburete y se recompuso. Cuando hubieron terminado, se dirigió a los jóvenes y les espetó:
—Ese caudillo del que tanto habláis, no es más que un patán y un cabrón.
Los jóvenes se quedaron estupefactos, mudos de asombro. Pronto la sorpresa dio paso a la ira más tremebunda y el viejo se vio rodeado y aprisionado por un pulpo de brazos azules, pero no se arredró. Al contrario, exclamó para que todos pudieran oírle:
—Si lo sabré yo, que soy su padre.
Los puños se detuvieron a un centímetro escaso de la nariz ganchuda del anciano y las caras atónitas se volvieron al tabernero, que asintió afirmativamente, apretando los labios.
La mordaza con la que habían aprisionado al anciano se fue aflojando.
Se decía que el padre de Franco vivía, que salía de farra cada noche. A pesar de su avanzada edad, frecuentaba burdeles, tabernas y otros antros de perdición de La Coruña. Había abandonado a su familia, cuando Franco era todavía un niño, para irse a vivir con una maestra republicana. Estaba claro que no había sido un padre ejemplar, pero en todos ellos surgió la duda de lo que podría pensar o peor hacer el Caudillo si molían a puñetazos al viejo, que por la edad seguro que no superaba el trance, y les sobrevino un escalofrío, recordando las cabezas de los moros ensartadas en la punta de las bayonetas en Monte Arruit. De nuevo golpearon las botas al unísono y se retiraron, dejando un par de billetes arrugados en la barra. Todavía uno de ellos dijo al salir:
—Debería tener más respeto por su hijo. Ha salvado España de la masonería y el comunismo. Le debemos la vida.
El viejo comenzó a echar espumarajos por la boca, murmurando en voz baja:
—Qué sabrá mi hijo de la masonería…        

"Si lo sabré yo, que soy su padre", fue premiado en el I Certamen de Relato Breve Biblioteca de Illescas, en 2015. 


sábado, 23 de abril de 2016

Celebra el día del libro... leyendo

Después de una semana un tanto intensa, por razones de todo tipo, por fin ha llegado el sábado y puedo leer con tranquilidad. Además resulta que este es uno de los sábados más lectores que recuerdo, porque se celebra el día del libro y se conmemora el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Casi nada. Lo malo es que no voy a conseguir dedicarme a la lectura todo lo que quisiera, porque es Romería en mi ciudad y uno tiene sus compromisos. Una celebración religiosa, no solo católica, sino también pagana, porque os aseguro que Baco y su séquito se sentirían más cómodos que Cristo y sus apóstoles. Eso suponiendo que les gustarán los Chunguitos, Camela y el Reggeaton (los botellines, el vino y los pinchos morunos supongo que sí). En fin, hoy he conseguido escaquearme y tengo material para devorar, aunque ahora esté escribiendo. Ya he hecho una visita a casi todos los blogs que frecuento, aunque me queda algo de tarea pendiente. Y quería hablaros de mi maletín de lecturas para estos días. Excluyo los tres libros que tengo a medias, uno de ellos El Quijote, porque este va a pequeños sorbos y los otros siguen en el horno. Me centraré en lo nuevo. 


El trío de ases que pasa a engrosar mi estantería de lecturas pendientes. Poco a poco serán devorados, digo leídos.

Aprovechando la efemérides un grupo de compañeros de trabajo celebramos el clásico amigo invisible, con libro, claro está. Como tenía ganas de leer a César Aira lo dejé caer y me vino como del cielo El santo. Queda en el estante de pendientes. Por mediación de Piel de Zapa me llegó Un día sin Teresa de Ricardo G. Manrique. Su título, que me recordó a Juan Marsé y la playlist rockera que ha elaborado el autor para acompañar su lectura me han tocado la fibra y pasa también al limbo de los pendientes, esperando rigurosamente su turno. Por último, como no hay dos sin tres saqué mi libreta de libros por leer, que engorda como nunca desde que frecuento blogs y foros y después de sudar lo mío elegí Técnicas de iluminación, un libro de relatos de Eloy Tizón. Para hacerme un regalo a mí mismo, porque yo lo valgo. Llegué a rozar el póker, un par de semanas antes me había llegado el catálogo de Círculo de Lectores con La tierra que pisamos de Jesús Carrasco, pero mi hijo rompió la baraja: papá, quiero el cuento de la Patrulla Canina. Sea.

Mis préstamos de la biblioteca. Por ahí anda también la revista "La hoja azul en blanco", que edita la Asociación Literaria Verbo Azul y que me regalaron ayer en un acto en Boadilla del Monte.

El ansia me puede, me puede. Y la semana pasada visité la biblioteca. Y piqué dos veces. Un libro de cuentos en torno a la La isla del tesoro de Stevenson, con plumas tan celebradas como Pérez Reverte o Julio Llamazares y El invierno en Lisboa de Muñoz Molina. Este último lo he empezado hoy y el de cuentos caerá poco a poco, en los intermedios. Ambos responden a recomendaciones blogueras que siempre tomo en cuenta. 

A leer se ha dicho.

sábado, 16 de abril de 2016

"La buena letra" de Rafael Chirbes



 

Como París-Austerlitz me dejó un buen sabor de boca, pensé en seguir con Chirbes por la senda de su narrativa breve. Los planetas se alinearon y encontré un ejemplar de La buena letra en la biblioteca de mi ciudad. Se trata de su tercera novela, publicada en 1992. Después de leerla dos veces he decidido traer a la llanura esta breve pero intensa historia de amor soterrado, desilusión y derrota. 

La novela se dispone en forma de monólogo. Ana, la protagonista, cuenta a su hijo la historia de su vida y por extensión de su familia. Hay dos capítulos que funcionan como paréntesis, pero de este punto no voy a hablar porque según he leído Chirbes prescindió en ediciones posteriores del capítulo final. Las justificaciones del autor son interesantes y creo que nos dicen mucho de su honestidad como narrador. Extraigo un fragmento: 

El paso de una nueva década ha venido a cerciorarme de que no es misión del tiempo corregir injusticias, sino más bien hacerlas más profundas. Por eso, quiero librar al lector de la falacia de esa esperanza y dejarlo compartiendo con la protagonista Ana su propia rebeldía y desesperación, que, al cabo, son también las del autor.

(texto completo en www.bajaragonesa.org)

La buena letra está ambientada en torno a Misent, la localidad ficticia que Chirbes utiliza en Crematorio. Es una historia dramática (sin llegar al melodrama), en la que sobrevuela el hambre, la locura, la enfermedad y la muerte. De fondo, la guerra civil y la posguerra. De esta última, conocida como los "años del hambre" (o del miedo), el retrato realizado por Chirbes es profundo y demoledor. Una hondura que consigue a través de episodios como la descripción de un tren por el que desfilan mujeres cargadas con aceite o arroz de contrabando, buscando noticias del hermano o el marido desaparecidos, un tren “que recogía toda esa desolación y la movía de un lugar a otro, con indiferencia” o en la visita dominical al cine, donde “llorábamos con lo que les pasaba a las artistas del cine y así ya no teníamos que llorar en casa”. Una miseria que les embrutece, porque “la necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos”. 

Son capítulos breves, casi fogonazos. Destaca una prosa limpia, pulida hasta dejar la veta, pero sin aditamentos. Sin excesos de estilo. Es todo contención y me imagino que las escasas cien páginas de La buena letra le debieron ocupar a Chirbes meses y meses de repasar, recortar, ajustar, una labor que me recuerda a la de los escultores, cuando una vez desbastada la piedra y perfilada su forma aplican los abrasivos, con rocosa paciencia, hasta eliminar la marca del cincel. Cuesta reconocer a Chirbes después de leer Crematorio hace pocos meses, así que me alegro de que París-Austerlitz haya pasado por mis manos, porque ha tenido su función preparatoria. En cuanto al proceder, que yo adivino metódico y del que sin embargo queda al lector una prosa tan natural que bien podría ser leída en voz alta, parece en ocasiones más conversación que literatura. 

La trama se desarrolla con gran sutileza, algo que he apreciado mejor con la segunda lectura. Por medio de poderosas imágenes, Chirbes nos introduce en ella y nos desvela poco a poco sus líneas maestras. Pétalo a pétalo, conocemos la historia de Ana y su cuñada Isabel, además de un amor sobre el que no doy más detalles, pero que aflora, en principio sorprendentemente, pero no: Chirbes ha dejado pistas sutiles, encerradas a veces en un par de palabras. Es una historia donde los celos, la envidia y el resentimiento se adueñan de las personas. La familia que en una brutal paradoja permanece unida en la miseria, cuando asoma cierta prosperidad se deshace. 

El resultado final, si no contamos con ese capítulo eliminado, es de hondo pesimismo. De desilusión total. El hecho de evocar una vida pasada, de revivir la muerte y la pérdida, ahonda en su futilidad: “todo parecía que iba a durar siempre y todo se ha  ido tan deprisa, sin dejar nada”, llega a afirmar Ana. El paso del tiempo no es reparador, el paso del tiempo trae el olvido: el paso del tiempo destruye, todo pasa y nada queda. “La muerte no va a juntarnos, será la separación definitiva (…). He llegado a saber que tanto esfuerzo no ha servido para nada”. 

Y para acabar, últimamente tengo la sensación de pisar terreno pantanoso con mis reseñas, porque avidez lectora no es sinónimo de conocimiento crítico y aunque trato de documentarme, me da miedo decir cosas que tal vez no sean correctas. Por si acaso, podéis leer una reseña de experto pinchando aquí.

lunes, 11 de abril de 2016

"Farándula" de Marta Sanz

Marta Sanz y la portada original de Farándula. Foto: joseluisrico.com
Tenía ganas de conocer la prosa de Marta Sanz después de leer varias reseñas elogiosas en blogs amigos, así que durante mi última batida por la biblioteca conseguí Farándula, junto a otras piezas de caza mayor a las que trataré de hacer un hueco en la llanura.  Precisamente por este título ganó el Premio Herralde de Novela 2015. Marta Sanz (1967) fue también finalista del Premio Nadal en 2006 con Susana y los viejos. Entre su obra destaca Lección de anatomía (2009) y Daniela Astor y la caja negra (2013), todas en Anagrama.

Con la preparación y estreno de una versión de la película Eva al desnudo de fondo, Farándula inserta las historias cruzadas de varios actores, personajes arquetípicos pero que son definidos con pericia. Valeria Falcón es una actriz de formación clásica, en el ocaso de su carrera, que ha sido incapaz de ganarse al gran público. Ahogada por la precariedad de su oficio, asiste a la veterana Ana Urrutia, estrella olvidada, decrépita a la que un ictus dejará postrada. Esta circunstancia es uno de los elementos que activa la trama e introduce nuevas bifurcaciones en la historia. Natalia de Miguel es la actriz en ciernes, compañera de piso y pupila poco aplicada de Valeria, que adquiere notoriedad tras su participación en un reality show. Daniel Valls es un actor de éxito, flamante ganador de la Copa Volpi. Vive en un apartamento de lujo en la parisina Plaza de los Vosgos con su flamante mujer Charlotte, una “bróker filántropa”, también definida como su “yegua”, que trata de protegerle de los comentarios infamantes que despierta por doquier, en parte debido a sus trasnochadas inquietudes políticas, en parte por la clásica envidia española. Lorenzo Lucas es el contrapunto de Valls, un actor solvente pero maleado, un cínico deslumbrado por la juventud y simpleza (y talento, aunque le cuesta reconocerlo) de Natalia de Miguel. Este es el elenco esencial de Farándula.

Fotograma de "Eva al desnudo" (Foto: blogs.20minutos.es)
Hablando de personajes, Marta Sanz parece sentir una inconsciente predilección por los más cínicos, así, Natalia de Miguel y Daniel Valls salen peor parados, mientras Lorenzo Lucas y la “espesa” Urrutia se pavonean hasta el final. Incluso a esta última le ofrece un cameo, un delirante y malvado monólogo que alguna crítica definía como uno de los momentos culminantes de la novela, pero a mí no me lo parece. Claro que yo no soy crítico. El epílogo final lo pone Valeria Falcón, cuyo inoportuno enganche en el alcantarillado de la Plaza del Sol compone una obertura magnífica, intensa, casi un viaje lisérgico donde se captura cada brizna, cada partícula del ambiente de la plaza, con ironía, con ingenio, con ampulosidad cubista. Con discutible criterio, Marta Sanz le otorga a Valeria Falcón la palabra final, convirtiéndola (creo) en su alter ego.

La novela está organizada en breves capítulos, casi fogonazos que te dejan con los ojos clavados al libro y transcurren con ritmo. Marta Sanz parece puro nervio. Mientras leía pensaba además que sus sesiones de escritura deben ser una pura fiesta; cuesta imaginarla en un escritorio de madera maciza, lúgubre y con el ceño fruncido. La creatividad de cada frase, su ironía, el sentido del humor; su desparpajo, la incontinencia o inconsciencia con la que desgrana metáforas. Hay pasajes donde parece utilizar un fusil de repetición y no un teclado o máquina de escribir (me resisto a creer que escriba a mano, no se puede escribir así a mano, la mano es demasiado lenta: Marta Sanz es pensamiento desbordado). Y generosa, además. Si puede utilizar tres adjetivos, pues los tres. No hay porqué elegir entre dos metáforas: las dos van derechas. Con un estilo tan apabullante, hay momentos de cierto desequilibrio y la trama se resiente. Algún lector seguro que le tirará de las orejas por sus excesos. 

Otra cuestión para valorar Farándula tiene que ver con la carga reflexiva de muchos de sus pasajes. El tema de la inseguridad personal está muy presente, no sé si es cosa exclusiva del actor o del artista en general. Quizá, pensándolo bien, sea uno de los temas de la novela, soterrado, es cierto que aquí se trata de reflejar el mundo cambiante del espectáculo, su mutación y naufragio, pero ¿no es la insatisfacción uno de los males de nuestro siglo, o mejor dicho, de nuestra sociedad? Una cuestión que en el caso del que se expone públicamente está intensificada por la picota digital: la furia desmedida, desprovista de toda empatía, del que trolea o critica en las redes (el célebre hater). Qué fácil es sentirse desgraciado en este mundo nuestro, de dejarse llevar por angustias y miedos cuyo solo indicio se traga cualquier atisbo de felicidad.

Hay una certera crítica social en Farándula, centrada en el mundo del espectáculo y por extensión de la cultura. Los actores que preparan “Eva al desnudo” lo hacen sin cobrar y están a expensas del resultado de la taquilla. Ana Urrutia languidece con los escasos ahorros, porque apenas cotizó durante su larga carrera y depende de la caridad de sus colegas. El concepto de cultura gratuita ha calado hondo y excluye las necesidades de personas que trabajan duro para compartir su talento y puesto que viven en un sistema donde todo se compra y se vende, no carecen de necesidades. Una precariedad laboral que se puede hacer extensiva a otras capas de nuestra sociedad. Esta cuestión, junto con las alusiones al linchamiento digital, a la libertad de expresión garantizada por ley, pero penada en el mundo virtual con el acoso y derribo, hacen de Farándula una novela de nuestro tiempo.

Hay también una conclusión un tanto pesimista, ¿asistimos a una mutación del concepto de espectáculo? ¿Forma parte el teatro de un mundo que agoniza, simbolizado por la catatónica Ana Urrutia o el desorientado Daniel Valls, que desaparece sin más en los compases finales de la novela? ¿Es Natalia el símbolo de una nueva era, definida por la celebridad digital o pueril del reality? Cuestiones para los más sesudos, en cualquier caso son temas que me ha evocado esta novela y me han hecho pensar.

Viendo todo lo que he escrito, algo caótico, casi eléctrico, un poco contagiado por el estilo de Marta Sanz, concluyo con una entrevista suya realizada en el programa Página 2, donde desgrana alguna de las claves de esta valiosa (que no perfecta) novela en la que aborda “el oficio de los actores como metáfora de muchas otras profesiones y como metáfora del mundo en el que estamos viviendo”.