lunes, 31 de agosto de 2015

"Náufragos del Rock and Roll" de Agustín Torralba

Agustín Torralba, "Naúfragos del Rock and Roll",
Editorial Piel de Zapa (2013), de donde he
tomado la imagen. 
Agustín Torralba (Granada, 1974) es maestro en un aula itinerante de circo y según reza la solapa del libro, ha trabajado también como actor de doblaje y productor de espectáculos. Su primer libro fue el poemario Triste literatura y canción para el rey (2004). En 2013, después de un largo periplo, publicó este Náufragos del Rock and Roll, un libro de relatos compuesto por once piezas (más un “bonus track”) dedicadas a grandes mitos de la música popular del pasado siglo, no solo del Rock and Roll.

El registro con el que aborda cada relato es diverso, aunque predomina la prosa poética. Son historias donde sobrevuela el drama, la tragedia y lo onírico. Los artistas elegidos tienen como denominador común una infancia difícil y múltiples carencias afectivas. No es un compendio de curiosidades, sino que el autor trata de recrear la raíz de cada artista y los elementos que le definen, reconstruyendo, más que sus vidas, su espíritu. Eso sí, contienen una cuidada ambientación histórica y sobre todo, mucha música.

El primer relato se titula “El cortejo fúnebre” y va dedicado a Elvis Aaron Presley. Es el más breve, una obertura (si seguimos en la onda roquera, le podemos llamar “intro”) donde el mundo se moviliza ante la noticia de la muerte de El Rey. El segundo está dedicado a Bessie Smith. Para los profanos en el género, fue una destacada cantante de blues de los años 20 y 30, que grabó con Louis Armstrong el que se considera primer gran hit del género “St. Louis Blues”. Quienes la conocieron lo saben, su voz exhalaba el vapor de todas las tristezas. Utilizando grandes dosis de lirismo, el autor repasa la vida de Bessie, desde sus orígenes humildes (blasfemias y mugre al otro lado de la puerta), su llegada al estrellato y una breve alusión a su muerte: sombreros de copa y una austera liturgia de saxofón, tomaron las calles al día siguiente. La noche cayó azul.

James Marshall "Jimi" Hendrix, estratocaster en mano (foto: strat-talk.com)
El tercer relato está dedicado a Jimi Hendrix. Está articulado en torno al diálogo, en realidad casi monólogo, entre el dueño del Bonnie and Clide (un antiguo local de música en directo) y un cliente, al que relata (parece que por enésima vez) el extraño viaje lisérgico que provocaba en la audiencia y en él mismo, la guitarra de Hendrix. Las descripciones están impregnadas de psicodelia y buen rollo hippie, pero siendo uno de mis ídolos, me resulta extraño ese retrato del músico como un lobo solitario, arrastrando su guitarra por locales de mala muerte, induciendo como un gurú experiencias cuasi místicas en sus oyentes. Quizá es el único relato escrito en un tono menos dramático, pero no está exento de nostalgia.

Con la pieza dedicada a Roy Orbison, Agustín Torralba regresa al registro poético y simbólico. Se trata de un relato más hermético y con hermosos pasajes, como cuando compara la azarosa existencia del artista con la ballena Moby Dick, acosada por un vengativo capitán Akah. El narrador es un periodista que interrumpe un reportaje sobre Orbison para cubrir una noticia en la Antártida, donde le sorprende la noticia de su muerte: no se me ocurrió nada mejor para honrar su memoria que regalarle el primer rayo del sol de un día recién nacido entre los hielos.

                        The Doors en el Morrison Hotel (foto:viajesrockyfotos.com)                                 
Con el título de “Domador de elefantes”, se hace entrega de la voz narrativa al mismo Jim Morrison. La prosa, más espontánea, fluye con naturalidad y engancha. El espíritu de Morrison pulula lamentándose por su frustrada vocación literaria y preparando ese viaje a París, que todos sabemos cómo acabó: he visto a Jean Paul Marat desangrado en su bañera. Trataba de escribir al alguien. A veces he soñado una muerte así. Es una pena que no nos sugiera alguna pieza para amenizar la lectura. A mí, por alguna razón, se me vino a la cabeza “Waiting for the Sun”.

En “Alquitrán derramado”, se ocupa de la diva maldita del Jazz, Billie Holiday. Esta vez el narrador es el saxofonista Lester Young, que hilvana, sin respiro, un largo monólogo sobre aquella artista irrepetible. Parece que el autor intenta transmitir la intensidad de las canciones de Holiday, donde vertía su propia experiencia y la variedad de matices de su voz, como una extraña fruta con el poder de evocar el sabor de todas las frutas del mundo, mezclando la anécdota con la fábula y lo onírico. La tercera heroína del libro es Janis Joplin, con el título de “Tiempo de verano”. Fragmentos de la letra compuesta por Gershwin traducidos al español, que Joplin inmortalizó en una versión desgarradora, jalonan de nuevo otro monólogo, el narrador escucha música en su coche y se dirige a la artista (¿amiga?), en tono elegíaco, como si fuera una acompañante imaginaria.

Janis Joplin, Bessie Smith (en la foto) y Billie Holiday son los tres personajes femeninos de "Naúfragos del Rock and Roll" (Foto: youtube.com)
En “Cuento de Navidad”, la traviesa de una vía relata la infancia, magistralmente compuesta y la tantas veces glosada muerte de Buddy Holly (el famoso “día que murió la música”). El tono trágico del libro se mantiene con el relato dedicado a John Lennon, con un inicio un tanto surrealista. De nuevo un repaso a su infancia y la sombra de la tragedia por todos conocida que sobrevuela el final de la narración: entonces supimos que esos cristales redondos de sus gafas no podían ser sino monedas para pagar el peaje.

El icono de la música country Hank Williams, muerto con 29 años, también es tratado en el libro con cierta introspección. Si la vida de Hank hubiese sido un mes del calendario, ese habría sido febrero. Febrerillo el loco: un sol radiante para olvidar el abrigo y un viento helado que nos coge desprovistos en mitad de la calle.

El último náufrago del Rock es Sid Vicious, el archiconocido icono Punk. Aquí la prosa de Agustín Torralba se descarna y asume el espíritu nihilista del que hizo gala hasta su muerte: no quiero cambiar el mundo, quiero volarlo. El libro acaba con lo que el autor llama “bonus track”, dedicado al campeón de los pesos pesados y líder generacional Muhammad Alí, de nuevo combinando detalles biográficos, la infancia del boxeador y su combate (este sí y no el Pacquiao-Mayweather, un verdadero combate del siglo) con Foreman en Kinshasa.

Sid Vicious (foto: theapricity.com)
Por tanto, un libro donde en poco más de cien páginas están retratados en tono poético los pioneros de gran parte de los géneros que han engordado la música popular desde los años 30 a los 70 del pasado siglo: el country, el blues, el jazz, el rockabilly, el rock and roll, el pop-rock, la psicodelia y el punk. Náufragos que tuvieron una vida intensa y breve, la mayoría con un trágico punto y final. Suicidios, muertes prematuras o en extrañas circunstancias. El Rock and Roll de Agustín Torralba se nutre de la tragedia y sobre ese compostaje arraiga, combinando realidad y mito. 

Me parece un libro ideal para los nostálgicos y para los que disfrutan de una lectura reposada. Sin duda está escrito con el corazón, contiene música y poesía en grandes dosis.  Humildemente recomendaría leerlo con alguna de las piezas de estos artistas de fondo, incluso bucear en la web (yo lo he hecho después) para conocer detalles de la vida de estos héroes o antihéroes, según se mire, de otro tiempo, porque el autor simplemente da pequeñas pinceladas, sugiere e invoca, más que tercia, no es un libro didáctico, es prosa poética de doce compases. Tan sólo queda esperar que Agustín Torralba siga por el mismo camino y quién sabe, quizá se atreva con unos náufragos de la música popular patria, que también daría mucho de sí.

*Naúfragos del Rock and Roll se puede adquirir directamente en la web de Piel de Zapa, pinchado aquí. 

miércoles, 19 de agosto de 2015

¿POR QUÉ ESCRIBO?

Para todo hay una primera vez. Recuerdo que desde muy niño me atraía el olor a goma de borrar, los lápices afilados de fábrica, puntiagudos como agujas y a la vez tan quebradizos y el susurro del grafito contra el papel. Pero era, ya lo he dicho, muy pequeño y como no sabía escribir tenía que limitarme a asir el lápiz y garabatear hileras de hormigas, siguiendo la cuadrícula del cuaderno. Así llenaba hojas y hojas.

En cierta ocasión, una vecina pasó por la puerta de casa de mi abuela y al verme enfrascado en mi primitiva escritura, exclamó con asombro: ¿es que sabe escribir, tan pequeño? Me sentí importante, pero aquella sensación de crecer dos cuartas de golpe se esfumó pronto, cuando uno de los niños mayores con los que estaba le contestó huraño: ¡qué va a saber, solo hace pintarrajos!

Recuerdo esa escena de mi infancia como si fuera ayer. Me contemplo a mí mismo, minúsculo, sobre una silla con la tapa de enea repintada tantas veces que la pintura formaba una costra sobre la madera. Hay ciertos recuerdos que son así, los revivimos proyectándolos desde fuera, como si viajáramos hacia atrás en el tiempo, en lo que es la película grabada de nuestra vida.

El caso es que los intentos prosperaron y aprendí a escribir, pero mi obsesión por los garabatos se materializó en la costumbre de dibujar todo lo que estaba a mi alcance y fuera de él. Sin embargo, lo considero el primer aviso.


Avanzamos un poco más. Aquí tengo unos dieciséis años. La pubertad nos contiene como una crisálida, donde se forja el adulto que seremos. Hay mucha furia y mucho miedo. Un torrente de vida que parece va a desbordar la presa de tu propio cuerpo. Y ahí es cuando sentí la necesidad de agarrar un cuaderno cualquiera y escaparme al rincón más solitario del parque y escribir, vomitar palabras, para sentirme mejor, para entender lo que me pasaba, para no volverme loco. Así vino la escritura en mi ayuda.

Conservo uno de estos cuadernos, no por su calidad literaria, sino por su valor testimonial. Una parte de mi vida, tragada por el sumidero de los años, quedó parcialmente preservada en esa letra grande, redonda, que apenas reconozco como mía. Comienza así: a veces me preguntó qué sentido tiene lo que hago. Por qué hice esto o por qué hice aquello. Y trato de responderme. Metafísica adolescente. Palabrotas. Ingenuas frases lapidarias. Convidados de ficción (Marc Renton, Alex De Large, Vicent Vega). Faltas de ortografía (curiosamente pocas). Me llama la atención su pulcritud. Ni un tachón. Perfectamente legible. Parece que el garabateo temprano me hizo adquirir una gran habilidad motriz fina.

A nadie se le escapa que la literatura puede funcionar como terapia. Leer, por supuesto. Pero también escribir. Escribir es adentrarse en  la parte más oscura, inhóspita y salvaje de uno mismo. Escribir es conocerse. Todo adolescente siente esa necesidad de autoafirmación, que acaba derivando en un diario escrito. Hoy supongo que lo hacen por otros cauces que también incluyen, de una u otra manera, la escritura.

¿Qué pasa después? Pues que uno es lector y a la vez que lee imagina y a veces lo que lee pide alternativas. ¿Por qué no volver a la vida a ese personaje injustamente eliminado? ¿Por qué no seguir donde el autor ha puesto el punto y final? Empiezan las historias propias, que se solapan con las entradas del diario. Pero la pubertad concluye, las historias dejan de interesarte. Decides ser simplemente lector.

Hay un lapso de tiempo en el cual esta afición se deja de lado. La vida adulta te fagocita y lo prosaico se adueña de cualquier pretensión creadora. Para qué escribir. ¿Te ayudará a pagar la hipoteca? Quizá, si eres muy bueno. Pero no lo eres. Y además, ¿quién va a leerte? En fin, la escritura se convierte en una pérdida de tiempo. Así de claro.

Yo he pasado por todas las fases. De niño fascinado por ese gesto mágico, la varita convertida en lápiz y las palabras trazadas como un conjuro. De volcánico adolescente que necesita expresarse y maltrata la gramática y el léxico en cuadernos secretos, sellados para el resto del mundo. De joven lector entusiasta, que trata de componer sus propias historias y al gritar al mundo que escribe y quiere ser leído, solo le responde el eco de su propia voz.
Entonces, ¿por qué retomarlo, siendo padre de familia, en la cuesta abajo que me conduce inexorablemente, si la fatalidad no se interpone, a los cuarenta?
"En la cama con Chejov" de Pablo Gallo (foto: eintheroom.com)
Escribir me causa un placer indescriptible. Así lo digo. Una de las razones por las que escribo es por puro hedonismo. Disfruto, casi tanto como cuando leo buena literatura, juego con mis hijos, beso a mi mujer, escucho a Billie Holiday o corro por caminos de polvo atravesando el campo recién segado. ¿Por qué privarme? Pero es un placer el de la escritura que tiene también sus aristas. Su síndrome de abstinencia. Su pequeña o gran dosis de frustración, cuando las ideas se enfangan o se materializan deformes, nada consecuentes con lo que imaginabas en el duermevela, o mientras volvías del trabajo a casa (Platón sabe de esto). Sus sinsabores si aspiras a ser leído y valorado.

Sin embargo, en su justa medida, la escritura me absorbe como un beso. Me hace perder la noción del tiempo. Me hace proyectarme fuera de mi cuerpo. Me hace olvidar cualquier necesidad fisiológica. Preso de una idea, podría privarme de dormir, de comer, hasta lograr materializarla en el papel. Ese arrebatamiento, me recuerda a los tiempos de furia enamoradiza, de niño entretenido con dos cuerdas y un palillo. Escribiendo soy dueño del espacio y del tiempo. Transito entre dimensiones, por mundos paralelos. Cuando cae el telón y acaba todo, es extraño y a la vez gratificante contemplar las siete u ocho páginas escritas. La historia urdida de la nada. Las metáforas. Las frases puestas en boca de personas que nunca has conocido. 

Así que sigo aquí, atrapado por este placer culpable. Masticando la nicotina de unos versos o respirando el perfume de una buena historia. Deformada o compuesta con toda la habilidad de la que soy capaz.

Otra de las cosas que me fascina es cuando brilla una idea, como una pepita dorada, donde menos te lo esperas. Cualquier insignificancia enciende el mecanismo. Luego viene la fase que añade leña a esa brasa, y la historia se va cocinando en el horno de tu cabeza, brotando despacio, durante un paseo nocturno, en los minutos despierto antes de que suene el despertador, flotando en un vaso, qué se yo.

Llega el momento de escribir. La mayoría de las veces es algo casi instantáneo, los dedos repiquetean sobre el teclado y los relámpagos se alternan, fogonazos de ocurrencias que parece que estuvieran preparados de antemano, prestos a ser extirpados. El resultado es un tosco manuscrito, que luego es preciso repasar y pulir, hasta donde uno pueda. Esa fase, de perpetua revisión, de control sobre lo creado, de minuciosidad para que todo se diga como debe decirse, me fascina. Me siento casi un artesano o un artista. 

También voy a decirlo, porqué no. En esto escritura y lectura son coincidentes. Estas horas que paso frente al ordenador, son mi salida. Con la escritura escapo de un mundo sobre el que, por desgracia o afortunadamente, no ejerzo ningún control. 
Edward Hopper, "Habitación de hotel" (Museo Thyssen, Madrid)
Escapo de su banalidad. Prefiero dedicar dos horas a escribir o a pensar en lo que escribiré, que no a darle vueltas al ruido del televisor del vecino, al comentario maledicente de un compañero de trabajo o a si debo cambiar Movistar por Vodafone o Unión Fenosa por Iberdrola.

Escapo de su injusticia. Olvido a los estudiantes masacrados de México o a las mujeres sometidas a trata, esclavas contemporáneas bajo los grilletes de un club de carretera. Incluso con mis palabras les rindo tributo, trato de alterar conciencias para darles visibilidad. Remiendo un poco esta grieta profunda llamada mundo.

Soy más feliz, en suma, si al final del día he podido dar forma a una historia. Ese mundo, pequeño, imperfecto, creado por mí, calma mi hígado, devuelve la quietud al mar ácido de mi estómago. 
Foto: taringa.net
Escribo, luego soy. La escritura me permite ser algo más que un número de cuenta. Haciendo un trabajo creativo, me rehumanizo, escapo del hombre máquina, del consumidor autómata, del espectador pasivo frente al televisor y soy alguien. Ese es el lugar de la cultura en nuestro mundo, por eso se la destruye, porque atenta contra el proceso del regreso a la caverna (tecnológica). 

Para acabar con esta reflexión, debo añadir una última cosa: ser leído. Esta es una de las fronteras más alejadas de mi reino. Sobre ella pesa una bruma perpetua. Con este blog trato de despejar el camino. Es cierto que exponer lo que uno escribe tiene su riesgo, hay que hacerlo siempre con la guardia de la humildad protegiendo el mentón. Por mi parte, no puedo decir que sea la motivación esencial hasta el día de hoy. En un futuro no lo sé.

miércoles, 12 de agosto de 2015

"Cuatro por cuatro" de Sara Mesa

Sara Mesa (1976) es licenciada en Ciencias de la Información y Filología Hispánica. Ha ejercido como periodista y pertenece al cuerpo de profesores de Educación Secundaria de Andalucía por la especialidad de Lengua y Literatura. Es una destacada poeta, novelista y autora de relatos cortos. En 2007 publicó su poemario Este jilguero agenda, al que le siguieron dos libros de relatos, No es fácil ser verde (2009, Everest) y La sobriedad del galápago (2008) y dos novelas, Un incendio invisible (2011) y El trepanador de cerebros (2010, Tropo). Sin embargo, fue a raíz de quedar finalista del Premio Herralde con Cuatro por cuatro que la autora dio el gran salto adelante y se empezó a hablar de ella como una de las grandes “promesas” de la narrativa española actual, posición que se ha reforzado y ampliado si cabe tras la publicación de su última novela Cicatriz.

Hechas las presentaciones, confieso que llevaba tiempo detrás de Sara Mesa. Me decidí por Cuatro por cuatro porque me seducía el tema y porque, siendo un punto de inflexión en su carrera, esperaba encontrar los rasgos definitorios de su estilo. Pero, ¿de qué va Cuatro por cuatroTodo gira en torno a un misterioso internado construido en un paraje aislado de la civilización, el Wybrany college. Fundado como una institución filantrópica donde conviven alumnos becados, de origen humilde y los hijos de las elites, la escuela pasa por ser un centro modélico, pero esconde un terrible secreto. 

Está dividido en dos grandes partes y un breve epílogo. La primera se titula “Nunca más de doscientos”. En ella se retrata el día a día de los internos, desde el punto de vista de dos estudiantes: Celia e Ignacio. Desde la primera página uno siente desasosiego. Es asfixiante. Hay un aura de irrealidad en ese colich: apodos como “El Guía”, la manipulación orwelliana del lenguaje para privarlo de matices o las escasas revelaciones que se hacen del mundo exterior. Yo pensaba mientras leía en un mundo arrasado hasta sus cimientos, material y moralmente, donde los pobres son carnaza para los poderosos y cunde la abyección y la desesperanza.

Portada del libro, publicado en Anagrama. También está en Compactos. 
            
Lo que se cuenta tiene un punto de descarnada depravación. Hay abusos, masoquismo y seres sumisos. No se sabe si los humillados disfrutan o sufren por ello. Todo este edificio de podredumbre moral está construido a partir de indirectas, alusiones y espacios en sombra. Creo que este recurso hace la novela más inquietante, porque uno no sabe si Sara Mesa lo está de verdad contando o es tu propia imaginación la que te lleva al lado oscuro. 

La segunda parte es el "Diario de un profesor sustituto". Se sitúa cronológicamente después de los hechos del primer libro. Está expuesta de una manera más reflexiva y lenta que la parte anterior. Al desasosiego, hay que añadir una sensación de claustrofobia, un aire kafkiano (me refiero a ese universo opresivo, angustioso, casi absurdo), sobre todo al principio. El narrador, en realidad un impostor, es un escritor frustrado, obsesivo, inseguro hasta la autocompasión.

Pronto se van desvelando los misterios sugeridos en páginas anteriores, a los que se añaden otros nuevos, como la desaparición de García Medrano, el profesor al que sustituye Isidro y el lector va completando el perfil de Celia, de Ignacio, del director, va atando cabos y en todos ellos chorrea la inmundicia. Ciertos elementos, como la transformación de Ignacio, son perturbadores. 

El epílogo final lo constituyen los papeles de García Medrano, donde se desvela, de forma fragmentaria, imprecisa y alusiva, el secreto que guarda el Wybrany y el significado de “cuatro por cuatro”. No puedo decir más, tan solo que es la parte que menos me ha gustado. Merecía el lector aclaraciones no tan sutiles, no me parece un colofón digno. Si en cambio el encuentro de Isidro con una ex alumna, que cierra la segunda parte.

Capítulos cortos, mucho punto y aparte, sobre todo al principio. El estilo es preciso. A veces cortante, otras reflexivo. Certero y transparente, pero con momentos que tienden a la introspección y la alegoría. En ocasiones se emborrona para sugerir en lugar de contar y deja zonas en penumbra. Así que no se trata de un estilo rápido, para degustar como un aperitivo, o sí lo es en la superficie, pero en el fondo, requiere elaboración y pide al lector un papel activo. Esa duplicidad, que combina lo lúdico con lo profundo, no debe ser fácil de conseguir. 

Habría que destacar entre todos, el tema de las relaciones de poder: la sumisión y la dominación, el abuso hacia los más débiles, incluso el de la lucha de clases. Creo que el papel que juega el director, al que se denomina con un lacónico “J.” y la transformación de Ignacio, son un buen ejemplo de lo que quiero decir. También el aislamiento de las personas, la falta de afectos, el utilitarismo que nos une a los demás. Las relaciones humanas construidas a partir del egoísmo, la coacción y la violencia. La cobardía del que no denuncia y el castigo sin piedad para el que lo hace y trata de corregir las injusticias. En fin, una visión muy pesimista del mundo, el mal aparece en estado puro y en todas sus formas en esta novela.

Sara Mesa propone un sugerente viaje hacia zonas nada gratas de visitar. Ofrece desasosiego, angustia y misterio; entretenimiento a raudales, pero también reflexión. Es de esos libros que se quedan aleteando durante días una vez acabados y en lugar de desvanecerse su impronta, se fortifica. No es el colich del “Club de los poetas muertos”, desde luego, ni Isidro Bedagarde es Robin Williams; no es un mundo de sueños, sino de pesadillas. ¿Pero a quién no le seduce la cara oscura de la luna? 

jueves, 6 de agosto de 2015

"Lluvia negra" de Masuji Ibuse (en recuerdo de Hiroshima)

Lluvia Negra - Masuji Ibuse
Edición de Libros del Asteroide. También está en Debolsillo, la traducción en ambas es de Pedro Tena.
Foto: joseangelgayol.wordpress.com
                   

Varias instantáneas resumen la locura homicida del pasado siglo: las vías férreas que conducen a Auschwitz, ese paisaje horizontal y lúgubre que pone los pelos de punta; la niña vietnamita huyendo desnuda (ella misma se arrancó la ropa), abrasada por el napalm; el desconocido estudiante chino, desafiando a los tanques en Tiananmen y del que nada más se supo; el hongo nuclear y la planicie devastada de Hiroshima, con la sola presencia de aquel edificio de hormigón y ladrillo, milagrosamente en pie. La fotografía ha sabido plasmar, como la pintura en el barroco, el espíritu de una época. Pero la literatura también ha dejado su impronta, y hoy, seis de agosto, setenta años después del lanzamiento de la primera bomba atómica, no puedo evitar sacar de mi estantería y releer algunas páginas de Lluvia negra de Masuji Ibuse y sobre todo, recomendar su lectura para honrar a las víctimas y perpetuar su memoria, para en definitiva, no olvidar.

Parque Conmemorativo de la Paz de Hiroshima-17
Imagen actual de la conocida como "cúpula de la bomba atómica". Os recomiendo pinchar en el enlace (Japonismo.com), de donde he extraído la foto. Hay un estupendo reportaje sobre el Memorial de Hiroshima a las víctimas. 
El libro está centrado en la historia de una joven, Yasuko, que fue afectada por la “lluvia negra”, que cayó sobre Hiroshima después de la explosión y contenía cenizas, hollín y materiales radioactivos. Las posibles secuelas ahuyentan a los pretendientes de la muchacha, que aspira a casarse y su tío, decidido a jugar una última baza, trascribe el diario de Yasuko y el suyo propio, para entregárselos al que parece un firme pretendiente y demostrar que está sana y puede ser una buena esposa. La narración se completa con el diario de otras personas, por lo que hay varios puntos de vista, reconstruyendo así también los momentos anteriores y posteriores al bombardeo.

La sombra de las víctimas de Hiroshima (foto: historiasinsolitas.com)              
Siempre me ha fascinado la imagen de la sombra de los muertos. Una luz cegadora desintegró a las personas que se encontraban dentro de la bola de fuego, un infierno de miles de grados centígrados. Solo quedó el polvo de lo que fueron hombres, impreso en el pavimento. Quiénes se adentren en el libro, podrán revivir el horror de la bomba. Pero en Lluvia negra, encontrareis mucho más. El autor, a pesar de lo sórdido del tema, no se recrea en detalles escabrosos, la narración tiene ese punto de esteticismo marcadamente nipón, es tranquila, sosegada y humana. Encontrareis el estigma con el que tuvieron que vivir los que no murieron, pero quedaron afectados o expuestos a la radioactividad. Encontrareis el peso de la culpa, sí, parece increíble, de los supervivientes, la estela de esas víctimas que sucumbieron, debilitadas por los rayos gamma, años después. Sus emociones, sus miedos, sus esperanzas. Un acercamiento humano a la tragedia, que reproduciendo la cita de la solapa de mi edición (Debolsillo), se puede considerar:
 “El libro más bello que se ha escrito jamás sobre al acto humano más horroroso infligido por un grupo humano sobre otro”.