Yasunari
Kawabata nació en Osaka en 1899. Quedó huérfano con tan solo tres años; en
realidad, tal y como señala en alguno de sus relatos, perdió a casi todos sus
parientes siendo muy joven. Mantuvo una estrecha amistad con otro de los
grandes escritores japoneses, Yukio Mishima. Además de la literatura también se
dedicó al cine, participando como actor y guionista en algunas de las
adaptaciones de sus historias. En 1968 se convirtió en el primer escritor
japonés en recibir el Premio Nobel de Literatura. Murió en 1972 por inhalación
de gas, se cree que de manera intencionada.
La bailarina de Izu (Seix
Barral, 2016), es en realidad una colección de relatos. Está dividida en dos
partes. En la primera, denominada “UNO”, figura el relato que da título al
libro y Diario de mi decimosexto año,
junto a otras tres historias; son las que más me han impactado y en las que voy
a centrar mi reseña. Las historias breves que el autor denominó “Historias de
la palma de la mano”, están agrupados en la parte denominada “DOS”.
En La bailarina de Izu un joven estudiante
que realiza un viaje a pie desde Tokyo se une a un grupo de músicos ambulantes;
entre ellos va una muchacha de unos catorce años (aunque el presupone de mayor
edad), de la se enamora de la forma más simple, porque para caer a los pies de
alguien basta siquiera un segundo. La descripción del paisaje y la naturaleza
no solo como escenario, sino como elemento que fluye con el espíritu, el sosiego y
ritualización de cada gesto, por insignificante que sea; la sencillez y
delicadeza de todo el relato, las emociones que nunca se desbocan, sintetizan el ambiente tan particular creado por Kawagata. Es una historia que se alimenta de
miradas y silencios, de un erotismo contenido y fugaz. Refleja la ternura y
pureza del primer amor, la timidez y desorientación de ese sentimiento que al
principio uno no sabe muy bien cómo manejar. Habla de la frustración también,
cuando parece inalcanzable.
Llegamos a la cima de la montaña. La bailarina colocó el tambor sobre un banco en el césped seco y se enjugó la cara con un pañuelo. Comenzó a limpiarse el polvo de las piernas y luego, de pronto, se agachó a mis pies y comenzó a limpiar el dobladillo de mi hakama. Me aparté con un violento estremecimiento, y ella se dejó caer de rodillas haciendo un ruido sordo. Limpió el polvo del bajo de mi kimono, luego soltó el dobladillo. Yo me quedé de pie allí, respirando profundamente.
Por
su parte, Diario de mi decimosexto año
es un curioso ejercicio literario. Presentado como un diario verídico que el
propio Kawagata tomó de su puño y letra durante la agonía de su abuelo, incluye
aclaraciones con corchetes hechas por el autor años después, junto a
reflexiones intercaladas. Kawagata rescata un episodio de su pasado, al que
asiste con estupor, puesto que no siempre coincide con sus recuerdos. Uno de
los mayores alicientes que encuentro en la lectura es su capacidad para mover a
la reflexión. La distancia entre lo que de verdad ocurrió y esos recuerdos
falsos; la manipulación que realiza nuestra propia memoria, alterando o
directamente eliminando lo vivido me parece un tema muy sugerente y que en el
fondo me obsesiona. Transcribo aquí un par de párrafos al respecto:
No puedo imaginar que algo simplemente se haya “desvanecido” o “perdido” en el pasado tan sólo porque no lo recuerdo. Esta obra no pretendía resolver el enigma del olvido y la memoria. Tampoco tenía intenciones de responder a los interrogantes de tiempo y vida. Pero es verdad que ofrece cierto indicio, alguna evidencia.Mi memoria es tan mala que no puedo creer con firmeza en ella. A veces pienso que el olvido es una bendición.
Pero
hay más en este diario, porque un joven Kawagata tiene que hacerse cargo de su
abuelo, ciego y paralítico, asistirlo en sus necesidades fisiológicas,
controlar la irritación que le provoca su carácter, agriado por la enfermedad,
por la derrota definitiva que es verse a las puertas de la muerte: en ese
momento no hay nada que hacer, salvo abandonarse. Es algo sobre lo que también
leí este verano con La muerte de Iván
Ilich de Tolstoi.
Kawabata durante el rodaje de La bailarina de Izu (Foto: conoce-japon.com) |
El
mismo tema sobrevuela otros dos de las historias más destacadas, también
autobiográficas: “Aceite” y “Experto en funerales”. El primero es el relato de
un niño privado no solo de sus padres a temprana edad, sino de cualquier
recuerdo propio sobre ellos. Pensar en ello me asusta, porque mis hijos son tan
pequeños, que en caso de morir pasado mañana sería para ellos poco más que un
fantasma; si acaso el origen de un trauma, como el que Kawagata va deshilando
tras una conversación con su tía en la que le cuenta cómo rompió las velas y
vertió el aceite de la vasija del altar durante el funeral de su padre.
Cuando oí la explicación de mi tía, me di cuenta, por primera vez, de que mi propio dolor estaba incluido dentro de la historia. Para mí, que odiaba la luz de la lámpara de aceite del altar, la muerte de mis padres quizá se había filtrado en mi corazón como el olor del aceite.
El
segundo, ese experto en funerales a la fuerza, porque asiste periódicamente a
la debacle de su familia, de parientes que nunca ha conocido y que comenzó con
la muerte de sus padres, es una historia sobre la soledad del huérfano, expresada
de forma rotunda ya en la primera frase: desde
pequeño, no he tenido mi propia casa ni tampoco un hogar y que nos enfrenta
con la muerte, en frases demoledoras e intensas imágenes.
Cuando alguien habla de mis padres no se qué actitud adoptar al escucharlo. Mi único deseo es que finalice pronto.Lo único que recuerdo de mi hermana es la imagen de su ropa blanca de luto mientras un hombre la cargaba de espaldas. Aun cuando cierro los ojos e intento pegarle una cabeza y unos miembros a esa imagen, solo aparecen en mi mente la lluvia y la arcilla roja del sendero.
Es
una estética que alaba lo insignificante, que compone la historia con breves
retazos, con palabras claras y certeras. Una literatura de sensaciones; me
recuerda a la propia caligrafía japonesa: sencilla en apariencia, pero que
requiere precisión y exactitud en el trazo. Sobre ese fondo blanco, como en la
caligrafía, los párrafos de Kawagata se rebelan pequeñas piezas maestras, donde
se expresa justo lo que se quiere expresar, cargados de imágenes poéticas y
simbólicas, que evocan emociones e inspiran, como la meditación, pensamientos
profundos.