miércoles, 20 de enero de 2021

"Con el viento solano" de Ignacio Aldecoa

 


Cuando murió, Ignacio Aldecoa apenas tenía 44 años. La cifra estremece, porque uno sigue viendo la muerte como algo lejano, apenas perceptible tras la bruma de la senectud. Pero un 15 de noviembre de 1969, el escritor se apretó el pecho y con fatalismo taurino, exclamó: «Esto es un aviso». Cayó fulminado. Dejó atrás una obra ingente y casi perfecta. Poesía, cerca de ochenta cuentos, un puñado de novelas acabadas y otras en proyecto con las que, si sus arterias le hubieran dejado, hundiría el escalpelo en la sociedad española de entonces para llegar con su filo donde no había llegado nadie. En este sentido, Con el viento solano se concibió en relación a El fulgor y la sangre y sería la bisagra de una trilogía inconclusa que tuvo como título provisional La España inmóvil. En ella Aldecoa pretendía reflejar “el envés de los tópicos españoles”. No he podido encontrar una edición actual de El fulgor y la sangre, pero sí de Con el viento solano. La primera, que transcurre en pocas horas, narra la angustiosa espera de las mujeres de cinco guardias civiles, una vez han recibido la noticia de que uno de ellos, sin precisar cuál, ha sido asesinado en acto de servicio. En Con el viento solano el foco se desplaza al asesino y su huida desesperada. La tercera, que quedó en el tintero, iba a ser protagonizada por un torero aspirante.

Con el viento solano es una vieja conocida, la leí hace años, junto a una edición de cuentos en Cátedra, pero los libros buenos, como los discos buenos, fueron hechos para visitar muchas veces, infinidad de veces y no criar polvo en los anaqueles. El libro fue adaptado por Mario Camus, amigo del escritor, con Antonio Gades dando vida a Sebastián Vázquez. La película sabe plasmar el tono poético y desesperado de la novela y merece la pena un visionado. Aspiró a la Palma de Oro en Cannes.

Ignacio Aldecoa con Antonio Gades, durante el rodaje de "Como el viento solano" Fuente: http://www.aiete.net/2012/12/aiete-con-el-viento-solano/

Con el viento solano es la historia de una huida. El gitano Sebastián Vázquez, después de una noche de farra, se ve envuelto en una absurda pelea en la que hiere a un tabernero y huye a unos olivares para eludir a la justicia. El guardia que lo persigue logra darle caza y Sebastián, guiada su mano por un fatalismo descorazonador, dispara sobre él. No sabe si el guardia vive o no, pero inicia un periplo que dura seis días, hasta el desenlace. Cada uno de esos días es un capítulo, que se intitula con su advocación. Detrás se entrevé algún tipo de simbolismo (por ejemplo, el día en el que Sebastián se encuentra con su madre es el de Santa Ana). La historia fluye sobre un lecho existencialista, combinando el realismo con descripciones fulgurantes. Tiene gran mérito alternar dos registros: una prosa poetizada, virtuosa y de un léxico abrumador, con escenas de taberna que parecen fotografiadas o extraídas de alguna película del llamado “neorrealismo”. Merece una mención aparte ya no solo la viveza de los diálogos, sino el retrato tan certero del ambiente de taberna, el vaivén entre bebedores donde se pasa sin transición de la fraternidad a la trifulca, los efectos del alcohol y su espiral absorbente.

Aldecoa era un escritor completísimo. Domina el lenguaje y el ritmo a la perfección, pero además tiene una mirada profunda, sutil, el mismo decía “ser escritor es una actitud en el mundo. Lo que me mueve es el convencimiento de que hay una realidad cruda y tierna a la vez”. Pero esa realidad hay que saber mirarla y una vez entrevista, saber contarla con objetividad, pero también con respeto. Creo que lo consigue y su lectura ha provocado mi admiración, he gozado como el músico diletante ante el virtuoso, pero también me ha removido por ese retrato de un ser incomprendido, que está condenado a vivir solo y que busca sin hallarla su razón de ser. Que desperdicia su propia vida sin ser capaz de hallar o seguir otra alternativa: ¡cuántas veces yo mismo (y cualquiera) me habré sentido así!

Sebastián, con el que comparto apellido, dispara contra el guardia. Busca refugio en Madrid, busca el amparo de los amigos, de la familia. Todos le dan la espalda. Les mancha su crimen. Solo en compañía de otros solitarios, de otros inadaptados como él, encuentra cobijo. Dos personajes trazados con gran alarde de compasión: el ex presidiario (entendemos que por motivos políticos) Cabeda, un filósofo que devuelve la calma al tempestuoso gitano, un anciano derrotado, pero solidario con el destino del huido. El otro, Roque el faquir, un pobre de solemnidad conforme con su condición de paria, que ofrece a Sebastián su amistad. Sin embargo, nada puede hacerse, porque nuestro héroe, como en las tragedias griegas, no puede escapar de esa red tejida por el destino. El sábado, el último día, cae en el mismo delirio alcohólico que provocó su desgracia y la del guardia.  

Este libro es lo que se llama “gran prosa”; es muy probable que nadie, a día de hoy, escriba tan bien. Hay párrafos de tal densidad: simbólica, rítmica, léxica y más que yo no sé explicar. Imagino que será un festín analítico para cualquier filólogo. Aunque alguno dirá que es virtuosismo vacío, pero solo concedo lo primero, porque tras ese alarde hay placer, es sublime y deja un poso emocionante. Siempre, en todas las artes, ha habido maestros, listones imposibles de saltar. Creo que a Aldecoa, muerto joven como otros grandes de nuestras letras, nadie lo desbancará de ese Olimpo.

domingo, 3 de enero de 2021

UNA CARTA PARA ENGÓ

Pasan las semanas y la llanura sigue yerma. También el campo que la circunda, abrasado por los hielos de diciembre. No tengo lecturas destacables para compartir y como mi estado de ánimo es acorde a los tiempos, prefiero buscar en el limbo de las historias descartadas. Una carta para Engó formó parte de una serie sobre la memoria y el desarraigo que por ahí anda perdida. Es, en realidad, una anécdota de un señor de edad que tomé prestada y apenas la cincelé para que pudiera leerse como un relato, o monólogo, siendo purista. Gran parte sucedió de verdad, si mi confidente fue honesto. Aprovecho para desearos un 2021 muy lector. Con intermitencias, creo que seguiré otro año en la blogosfera. 


El respaldo de madera se me clavaba en la espalda como un aguijón. Después de siete horas, ya no sabía cómo ponerme. El tren cruzaba un desabrido paisaje, marcado por las dentelladas de una vieja mina y herrumbrosas torres que parecían árboles calcinados. Hasta que una línea azul se perfiló en el horizonte: el mar. Tenía dieciocho años y salía del pueblo por primera vez. Mi ambición era ser ingeniero. En el entorno en el que me crie, era ésta una palabra cargada de prosopopeya. En su posesión, uno ascendía del abismo del destripaterrones al Olimpo de los que mandan y hay que llamar de usted. Dicho esto introduciré un matiz, porque el paso del tiempo endulza las cosas y no quiero faltar a la verdad. La noticia de mi marcha hizo que en el pueblo se torcieran algunas bocas. Estudiar, para el señorito, tenía un pase. Pero que el hijo de un labrador quisiera cambiar la azada por el lápiz era mal síntoma y suponía remover una sociedad petrificada. Así que yo era para unos —pocos— el chico listo, el as de los números y para otros un zurracapote, un Adán que se escurría como el suero del queso para no doblar el lomo en el campo.

—Este chico no vale para el trabajo. Por eso su padre lo manda a estudiar.

Son dos caras de la misma historia. No fui el único en irme, hubo una riada de hombres y mujeres jóvenes. La mayoría se sacudió el polvo de las abarcas y trató de medrar en Madrid o Alicante o fue acorralada en trenes de ganado rumbo a Alemania, donde antes de bajar les hacían toser por si llevaban en la valija del pecho la tuberculosis. Ellos, si quieren, os contarán cómo les fue. Yo sigo con lo mío. Era a finales de los sesenta. España estaba cambiando o eso han dicho después los libros de Historia, pero las oportunidades eran flores raras. Estadísticamente, solo una minúscula fracción de los hijos de campesinos que iniciaban sus estudios con seis años, en las escuelas cuarteleras de entonces, donde se aprendía a base de palo, ponían sus pies en la universidad. Pero yo formaba parte de una generación alimentada con la leche del hambre y eso me hizo inmune al desaliento.

Decía que llegué a la universidad y entré en la politécnica, a quinientos kilómetros de casa. Me alojaba en una residencia, cerca de un vetusto monasterio escenario de glorias pasadas, donde crecía el musgo entre las piedras pulidas por el salitre. Recuerdo el primer día en aquella oscura celda, aburrido, tumbado sobre la cama mirando el cielo raso, escarbando con la uña entre los callos, que todavía guardaban el recuerdo de la azada. En mitad de ese silencio, que intimidaba hasta a las moscas, llamaron a la puerta. Una figura insólita se recortó en el umbral. Llevaba una chaqueta de color beis y sostenía una vieja maleta. Era Emiliano Engó, mi nuevo compañero recién llegado de Guinea.

Reconozco que me quedé boquiabierto, porque era la primera vez en mi vida que veía un negro in situ. No supe muy bien qué hacer o qué decir y supongo que no me comporté como debiera, eso es fácil de juzgar a toro pasado. Pero hay que ponerse en el lugar de cada uno. El recién llegado avanzó hacia donde estaba y extendió su mano para saludarme. Yo seguí sin mediar palabra, creyendo que era todo producto de un sueño. Me fijé, eso sí, en la palma, me sorprendió que fuera blanca. Engó se miró los brazos.

—En el pueblo un niño se ha puerto a rasparme con los dedos porque pensaba que estaba tiznado.

Y se puso a reír. Luego se dirigió a la otra cama, desenrolló el colchón de espuma y estiró las sábanas como si espantara moscas. Abrió su maleta, de la que sacó algunas camisas dobladas meticulosamente, un crucifijo y una foto con un marco de madera que dejó sobre la mesita. En ella, se le veía con otros cuantos de su raza (sus hermanos), abrazados a una mujer (su madre), que sonreía con la satisfacción de verse rodeada de su numerosa prole.

Este gesto de Engó me conmovió. Vaya, pensé, da igual español o guineano, uno siempre echa de menos a su madre. Así que me acerqué y le ofrecí un cigarrillo. Lo rechazó con una sonrisa, pero con el tiempo, Emiliano Engó y yo nos hicimos buenos amigos. Compartimos muchos momentos de estudio y de charla en los intermedios, donde cada uno hablaba de lo suyo, mundos opuestos, desconocidos, en extremo distantes.

Yo le describía el olor del campo, una mezcla de polvo, hinojo y tomillo, que se te mete en las entrañas y el tacto pegajoso del mosto durante la vendimia. Le contaba, gesticulando encima de la cama, cuando sorprendíamos a las liebres mordisqueando los brotes de las cepas y cómo huían dando saltos para esquivar la pedrada y el rastro de pezuñas que dejaba el jabalí, hozando y rebuscando bellotas bajo las encinas.

—Pero qué sabrás tú, Engó. Si seguro que en Guinea todo es selva.

Engó sonreía, y sus palabras se colaban silbando entre el hueco de sus dientes. Me hablaba de la exuberante vegetación, sí, pero también de las nubes de mosquitos, del paludismo y la fiebre amarilla, de las palmeras altas como campanarios y las plantaciones de cacao.

—Sus piñas, que son amarillas, parecen limones. El grano se extiende al sol y exhala bocanadas al secarse, parece que respire. 

Cuando le hablaba de la dureza del trabajo, del dolor de riñones y de lo que escuece el sudor sobre la piel quemada, torcía el gesto.

—En Guinea trabajan los penados, Antonio. Y muchos nigerianos que llegan en cayucos, que son barcazas miserables, frágiles como una cáscara de nuez. Es duro, tanto o más que lo que tú me cuentas.

Luego trataba de sonsacarle detalles sobre las mujeres guineanas, porque en más de una ocasión me había contado que allí no hacía falta ir al cine a manosearse, que había más manga ancha. Fingía indignarme por aquella falta de moralidad tan poco cristiana, pero por dentro la envidia me quemaba.

Con el tema de la comida nos enfrascábamos en largas discusiones. Todavía no consigo creer que se pueda comer la carne de boa.

—Así, en rodajas—hacía un gesto formando un óvalo con el índice y el pulgar de ambas manos—a la romana, como si fuera merluza.

 

Un día, Engó recibió una carta. El sobre llevaba en sí todo el aspecto de haber dado tumbos por el mundo, estaba arrugado y olía a jungla. Mi compañero frunció el ceño y rompió la solapa con el dedo. Leyó, moviendo los ojos de un lado a otro. Respiraba agitadamente. En 1968, España negoció la independencia con Guinea y se elaboró una Constitución, aunque desde hacía tiempo la antigua colonia ya disfrutaba de amplio autogobierno.

—Nada ha cambiado—dijo entonces Engó, mientras manoseaba con ansiedad un pequeño crucifijo que llevaba colgado del cuello.

Pero las cosas sí cambiaron, vaya si lo hicieron. A los pocos meses Francisco Macías Nguema impuso una dictadura. El sátrapa y sus acólitos la tomaron con la bandera rojigualda y los españoles que quedaban, tuvieron que emprender el vuelo para salvar su blanca piel. Los líderes de la oposición fueron asesinados, acusados de conspirar contra el régimen. Asesores de China y Corea del Norte llegaron a la nueva república para dar un curso acelerado de totalitarismo.

La carta había sorteado la censura atravesando la frontera con Camerún y desde allí había sido enviada a España. Enrollada y meticulosamente doblada, se salvó del registro y atravesó la selva como un machete, para advertir a Engó. Yo le veía releerla muchas veces, desplegándola como si fuera un trabajo invertido de papiroflexia.

Por su parte, las relaciones entre España y Guinea se fueron deteriorando hasta romperse. Engó se lamentaba, apretando los puños y cuando alguien le hablaba de regresar, hacía con el pulgar el gesto de un cuchillo en su garganta. Incomunicado, casi sin dinero, guardaba su pasaporte envuelto en un pañuelo. Mientras, campaba el terror a sus anchas en la antigua colonia española, las cárceles atestadas hedían a muerto y se quemaban libros. La prensa española decía “En Guinea se ha implantado una verdadera dictadura”, como tomando la franquista por una vulgar pantomima.

En 1972 Macías dio el jaque mate y privó de la nacionalidad a Engó y a muchos de sus compatriotas residentes en España, que se convirtieron en apátridas. Cerradas las puertas de su país y del consulado, tampoco eran atendidos por el gobierno español, que renegaba de su penúltima colonia. Entre todos le prestamos ayuda y tratábamos de animarle, yo le decía en broma:

—Mira Engó, no me hagas enfadar. Te recuerdo que no tienes patria. Te llevo por delante y me voy de rositas.

Sin embargo, Engó no estaba para chanzas, porque la situación en su país, lejos de mejorar, empeoraba. Comenzó a beber y sus notas declinaron. Se ausentaba durante horas y se dedicaba a vagar solitario por la playa. A veces dormía al raso y teníamos que hacer batidas en su búsqueda. Nos daba miedo de que, a pesar de su férreo catolicismo, se abandonara a la muerte.

 Un día, desesperado, se adentró en el agua. Las olas batían crepitantes y Engó se fue sumergiendo, hasta que el mar lo engulló. Y lo escupió, como si se le hubiera atragantado. Lo encontraron tirado en la playa, inconsciente. Parecía una ballena extraviada. A punto estuvo de acabar en la fosa común donde enterraban a sus compatriotas indocumentados.

 

Al año siguiente el Parkison se adueñó definitivamente de Franco y su dedo tembloroso designó a Carrero, esto es historia de sobra conocida. También que el Almirante fue fulminado al salir de misa por una mina. Por aquellos tiempos acabé mis estudios, y me llamó el deber con la patria, que cumplí en Melilla. Atravesé ese mar que miraba con una mezcla de nostalgia y lujuria Engó. Y en mitad de las turbulencias democráticas inicié mi vida laboral lejos del campo. El primer día, mientras me anudaba la corbata frente al espejo, no pude evitar recordar aquella vez que mi padre me llevó a recoger lentejas. Era todavía un niño y a pesar de que me ayudaba, para que la faena no me rompiera en dos, al terminar fue como si mis manos hubieran pasado por una trituradora de carne. Todo por unas renegridas pesetas.

Pero, ¿qué fue de Engó?

Nos escribimos unas cuantas veces, hasta que el tiempo hizo su labor diseminadora. Un par de leyes se apiadaron de los antiguos emancipados de la Guinea española y en el hospital en el que ingresó cuando estuvo a punto de ahogarse, conoció a una enfermera y se enamoraron. Aquella mujer le trajo de vuelta al mundo. Se casaron. Como regalo de bodas, Engó recibió por fin una patria, porque le fue concedida la nacionalidad española. Que yo sepa, nunca regresó a Guinea ni volvió a saber de su familia. Macías fue derrocado por su sobrino, Teodoro Obiang, quien sustituyó el disfraz maoísta por el falso parlamentarismo y quizá la última carta de su madre fue esta vez interceptada y acabó bajo el barro de la selva.