Pasan las semanas y la llanura sigue yerma. También el campo que la circunda, abrasado por los hielos de diciembre. No tengo lecturas destacables para compartir y como mi estado de ánimo es acorde a los tiempos, prefiero buscar en el limbo de las historias descartadas. Una carta para Engó formó parte de una serie sobre la memoria y el desarraigo que por ahí anda perdida. Es, en realidad, una anécdota de un señor de edad que tomé prestada y apenas la cincelé para que pudiera leerse como un relato, o monólogo, siendo purista. Gran parte sucedió de verdad, si mi confidente fue honesto. Aprovecho para desearos un 2021 muy lector. Con intermitencias, creo que seguiré otro año en la blogosfera.

El
respaldo de madera se me clavaba en la espalda como un aguijón. Después de
siete horas, ya no sabía cómo ponerme. El tren cruzaba un desabrido paisaje,
marcado por las dentelladas de una vieja mina y herrumbrosas torres que
parecían árboles calcinados. Hasta que una línea azul se perfiló en el horizonte:
el mar. Tenía dieciocho años y salía del pueblo por primera vez. Mi ambición era
ser ingeniero. En el entorno en el que me crie, era ésta una palabra cargada de
prosopopeya. En su posesión, uno ascendía del abismo del destripaterrones al
Olimpo de los que mandan y hay que llamar de usted. Dicho esto introduciré un
matiz, porque el paso del tiempo endulza las cosas y no quiero faltar a la
verdad. La noticia de mi marcha hizo que en el pueblo se torcieran algunas
bocas. Estudiar, para el señorito, tenía un pase. Pero que el hijo de un
labrador quisiera cambiar la azada por el lápiz era mal síntoma y suponía remover
una sociedad petrificada. Así que yo era para unos —pocos— el chico listo, el
as de los números y para otros un zurracapote, un Adán que se escurría como el
suero del queso para no doblar el lomo en el campo.
—Este chico no vale para el trabajo.
Por eso su padre lo manda a estudiar.
Son dos caras de la misma historia. No
fui el único en irme, hubo una riada de hombres y mujeres jóvenes. La mayoría
se sacudió el polvo de las abarcas y trató de medrar en Madrid o Alicante o fue
acorralada en trenes de ganado rumbo a Alemania, donde antes de bajar les
hacían toser por si llevaban en la valija del pecho la tuberculosis. Ellos, si
quieren, os contarán cómo les fue. Yo sigo con lo mío. Era a finales de los
sesenta. España estaba cambiando o eso han dicho después los libros de
Historia, pero las oportunidades eran flores raras. Estadísticamente, solo una
minúscula fracción de los hijos de campesinos que iniciaban sus estudios con
seis años, en las escuelas cuarteleras de entonces, donde se aprendía a base de
palo, ponían sus pies en la universidad. Pero yo formaba parte de una
generación alimentada con la leche del hambre y eso me hizo inmune al
desaliento.
Decía que llegué a la universidad y
entré en la politécnica, a quinientos kilómetros de casa. Me alojaba en una
residencia, cerca de un vetusto monasterio escenario de glorias pasadas, donde
crecía el musgo entre las piedras pulidas por el salitre. Recuerdo el primer
día en aquella oscura celda, aburrido, tumbado sobre la cama mirando el cielo
raso, escarbando con la uña entre los callos, que todavía guardaban el recuerdo
de la azada. En mitad de ese silencio, que intimidaba hasta a las moscas,
llamaron a la puerta. Una figura insólita se recortó en el umbral. Llevaba una
chaqueta de color beis y sostenía una vieja maleta. Era Emiliano Engó, mi nuevo
compañero recién llegado de Guinea.
Reconozco que me quedé boquiabierto,
porque era la primera vez en mi vida que veía un negro in situ. No supe muy
bien qué hacer o qué decir y supongo que no me comporté como debiera, eso es
fácil de juzgar a toro pasado. Pero hay que ponerse en el lugar de cada uno. El
recién llegado avanzó hacia donde estaba y extendió su mano para saludarme. Yo
seguí sin mediar palabra, creyendo que era todo producto de un sueño. Me fijé,
eso sí, en la palma, me sorprendió que fuera blanca. Engó se miró los brazos.
—En el pueblo un niño se ha puerto a
rasparme con los dedos porque pensaba que estaba tiznado.
Y se puso a reír. Luego se dirigió a
la otra cama, desenrolló el colchón de espuma y estiró las sábanas como si
espantara moscas. Abrió su maleta, de la que sacó algunas camisas dobladas
meticulosamente, un crucifijo y una foto con un marco de madera que dejó sobre
la mesita. En ella, se le veía con otros cuantos de su raza (sus hermanos),
abrazados a una mujer (su madre), que sonreía con la satisfacción de verse
rodeada de su numerosa prole.
Este gesto de Engó me conmovió. Vaya,
pensé, da igual español o guineano, uno siempre echa de menos a su madre. Así
que me acerqué y le ofrecí un cigarrillo. Lo rechazó con una sonrisa, pero con
el tiempo, Emiliano Engó y yo nos hicimos buenos amigos. Compartimos muchos
momentos de estudio y de charla en los intermedios, donde cada uno hablaba de
lo suyo, mundos opuestos, desconocidos, en extremo distantes.
Yo le describía el olor del campo, una
mezcla de polvo, hinojo y tomillo, que se te mete en las entrañas y el tacto
pegajoso del mosto durante la vendimia. Le contaba, gesticulando encima de la
cama, cuando sorprendíamos a las liebres mordisqueando los brotes de las cepas
y cómo huían dando saltos para esquivar la pedrada y el rastro de pezuñas que
dejaba el jabalí, hozando y rebuscando bellotas bajo las encinas.
—Pero qué sabrás tú, Engó. Si seguro
que en Guinea todo es selva.
Engó sonreía, y sus palabras se
colaban silbando entre el hueco de sus dientes. Me hablaba de la exuberante
vegetación, sí, pero también de las nubes de mosquitos, del paludismo y la
fiebre amarilla, de las palmeras altas como campanarios y las plantaciones de
cacao.
—Sus piñas, que son amarillas, parecen
limones. El grano se extiende al sol y exhala bocanadas al secarse, parece que
respire.
Cuando le hablaba de la dureza del
trabajo, del dolor de riñones y de lo que escuece el sudor sobre la piel quemada,
torcía el gesto.
—En Guinea trabajan los penados,
Antonio. Y muchos nigerianos que llegan en cayucos, que son barcazas
miserables, frágiles como una cáscara de nuez. Es duro, tanto o más que lo que
tú me cuentas.
Luego trataba de sonsacarle detalles sobre
las mujeres guineanas, porque en más de una ocasión me había contado que allí
no hacía falta ir al cine a manosearse, que había más manga ancha. Fingía
indignarme por aquella falta de moralidad tan poco cristiana, pero por dentro
la envidia me quemaba.
Con el tema de la comida nos
enfrascábamos en largas discusiones. Todavía no consigo creer que se pueda
comer la carne de boa.
—Así, en rodajas—hacía un gesto
formando un óvalo con el índice y el pulgar de ambas manos—a la romana, como si
fuera merluza.
Un día, Engó recibió una carta. El
sobre llevaba en sí todo el aspecto de haber dado tumbos por el mundo, estaba
arrugado y olía a jungla. Mi compañero frunció el ceño y rompió la solapa con
el dedo. Leyó, moviendo los ojos de un lado a otro. Respiraba agitadamente. En
1968, España negoció la independencia con Guinea y se elaboró una Constitución,
aunque desde hacía tiempo la antigua colonia ya disfrutaba de amplio
autogobierno.
—Nada ha cambiado—dijo entonces Engó,
mientras manoseaba con ansiedad un pequeño crucifijo que llevaba colgado del
cuello.
Pero las cosas sí cambiaron, vaya si
lo hicieron. A los pocos meses Francisco Macías Nguema impuso una dictadura. El
sátrapa y sus acólitos la tomaron con la bandera rojigualda y los españoles que
quedaban, tuvieron que emprender el vuelo para salvar su blanca piel. Los
líderes de la oposición fueron asesinados, acusados de conspirar contra el
régimen. Asesores de China y Corea del Norte llegaron a la nueva república para
dar un curso acelerado de totalitarismo.
La carta había sorteado la censura
atravesando la frontera con Camerún y desde allí había sido enviada a España.
Enrollada y meticulosamente doblada, se salvó del registro y atravesó la selva
como un machete, para advertir a Engó. Yo le veía releerla muchas veces,
desplegándola como si fuera un trabajo invertido de papiroflexia.
Por su parte, las relaciones entre
España y Guinea se fueron deteriorando hasta romperse. Engó se lamentaba,
apretando los puños y cuando alguien le hablaba de regresar, hacía con el
pulgar el gesto de un cuchillo en su garganta. Incomunicado, casi sin dinero,
guardaba su pasaporte envuelto en un pañuelo. Mientras, campaba el terror a sus
anchas en la antigua colonia española, las cárceles atestadas hedían a muerto y
se quemaban libros. La prensa española decía “En Guinea se ha implantado una verdadera dictadura”, como tomando la
franquista por una vulgar pantomima.
En 1972 Macías dio el jaque
mate y privó de la nacionalidad a Engó y a muchos de sus compatriotas
residentes en España, que se convirtieron en apátridas. Cerradas las puertas de
su país y del consulado, tampoco eran atendidos por el gobierno español, que
renegaba de su penúltima colonia. Entre todos le prestamos ayuda y tratábamos
de animarle, yo le decía en broma:
—Mira Engó, no me hagas enfadar. Te
recuerdo que no tienes patria. Te llevo por delante y me voy de rositas.
Sin embargo, Engó no estaba para
chanzas, porque la situación en su país, lejos de mejorar, empeoraba. Comenzó a
beber y sus notas declinaron. Se ausentaba durante horas y se dedicaba a vagar
solitario por la playa. A veces dormía al raso y teníamos que hacer batidas en su
búsqueda. Nos daba miedo de que, a pesar de su férreo catolicismo, se
abandonara a la muerte.
Un día, desesperado, se adentró en el agua.
Las olas batían crepitantes y Engó se fue sumergiendo, hasta que el mar lo
engulló. Y lo escupió, como si se le hubiera atragantado. Lo encontraron tirado
en la playa, inconsciente. Parecía una ballena extraviada. A punto estuvo de
acabar en la fosa común donde enterraban a sus compatriotas indocumentados.
Al año siguiente el Parkison se adueñó
definitivamente de Franco y su dedo tembloroso designó a Carrero, esto es
historia de sobra conocida. También que el Almirante fue fulminado al salir de
misa por una mina. Por aquellos tiempos acabé mis estudios, y me llamó el deber
con la patria, que cumplí en Melilla. Atravesé ese mar que miraba con una
mezcla de nostalgia y lujuria Engó. Y en mitad de las turbulencias democráticas
inicié mi vida laboral lejos del campo. El primer día, mientras me anudaba la
corbata frente al espejo, no pude evitar recordar aquella vez que mi padre me llevó
a recoger lentejas. Era todavía un niño y a pesar de que me ayudaba, para que
la faena no me rompiera en dos, al terminar fue como si mis manos hubieran
pasado por una trituradora de carne. Todo por unas renegridas pesetas.
Pero, ¿qué fue de Engó?
Nos escribimos unas cuantas veces,
hasta que el tiempo hizo su labor diseminadora. Un par de leyes se apiadaron de
los antiguos emancipados de la Guinea española y en el hospital en el que
ingresó cuando estuvo a punto de ahogarse, conoció a una enfermera y se
enamoraron. Aquella mujer le trajo de vuelta al mundo. Se casaron. Como regalo
de bodas, Engó recibió por fin una patria, porque le fue concedida la
nacionalidad española. Que yo sepa, nunca regresó a
Guinea ni volvió a saber de su familia. Macías fue derrocado por su sobrino,
Teodoro Obiang, quien sustituyó el disfraz maoísta por el falso parlamentarismo
y quizá la última carta de su madre fue esta vez interceptada y acabó bajo el
barro de la selva.