Cuando
murió, Ignacio Aldecoa apenas tenía 44 años. La cifra estremece, porque uno
sigue viendo la muerte como algo lejano, apenas perceptible tras la bruma de la
senectud. Pero un 15 de noviembre de 1969, el escritor se apretó el pecho y con
fatalismo taurino, exclamó: «Esto es un aviso». Cayó fulminado. Dejó atrás una
obra ingente y casi perfecta. Poesía, cerca de ochenta cuentos, un puñado de
novelas acabadas y otras en proyecto con las que, si sus arterias le hubieran
dejado, hundiría el escalpelo en la sociedad española de entonces para llegar con su filo donde no había llegado nadie. En este sentido, Con
el viento solano se concibió en relación a El fulgor y la sangre y
sería la bisagra de una trilogía inconclusa que tuvo como título provisional La España inmóvil. En ella Aldecoa pretendía
reflejar “el envés de los tópicos españoles”. No he podido encontrar una
edición actual de El fulgor y la sangre,
pero sí de Con el viento solano. La
primera, que transcurre en pocas horas, narra la angustiosa espera de las
mujeres de cinco guardias civiles, una vez han recibido la noticia de que uno
de ellos, sin precisar cuál, ha sido asesinado en acto de servicio. En Con el viento solano el foco se desplaza
al asesino y su huida desesperada. La tercera, que quedó en el tintero, iba a
ser protagonizada por un torero aspirante.
Con el viento solano es
una vieja conocida, la leí hace años, junto a una edición de cuentos en Cátedra, pero los libros
buenos, como los discos buenos, fueron hechos para visitar muchas veces,
infinidad de veces y no criar polvo en los anaqueles. El libro fue adaptado por
Mario Camus, amigo del escritor, con
Antonio Gades dando vida a Sebastián Vázquez. La película sabe plasmar el tono
poético y desesperado de la novela y merece la pena un visionado. Aspiró a la
Palma de Oro en Cannes.
Con el viento solano es
la historia de una huida. El gitano Sebastián Vázquez, después de una noche de
farra, se ve envuelto en una absurda pelea en la que hiere a un tabernero y
huye a unos olivares para eludir a la justicia. El guardia que lo persigue
logra darle caza y Sebastián, guiada su mano por un fatalismo descorazonador,
dispara sobre él. No sabe si el guardia vive o no, pero inicia un periplo que
dura seis días, hasta el desenlace. Cada uno de esos días es un capítulo, que se
intitula con su advocación. Detrás se entrevé algún tipo de simbolismo (por
ejemplo, el día en el que Sebastián se encuentra con su madre es el de Santa
Ana). La historia fluye sobre un lecho existencialista, combinando el realismo con descripciones fulgurantes. Tiene gran
mérito alternar dos registros: una prosa poetizada, virtuosa y de un léxico
abrumador, con escenas de taberna que parecen fotografiadas o extraídas de
alguna película del llamado “neorrealismo”. Merece una mención aparte ya no solo
la viveza de los diálogos, sino el retrato tan certero del ambiente de taberna,
el vaivén entre bebedores donde se pasa sin transición de la fraternidad a la
trifulca, los efectos del alcohol y su espiral absorbente.
Aldecoa
era un escritor completísimo. Domina el lenguaje y el ritmo a la perfección,
pero además tiene una mirada profunda, sutil, el mismo decía “ser escritor es
una actitud en el mundo. Lo que me mueve es el convencimiento de que hay una
realidad cruda y tierna a la vez”. Pero esa realidad hay que saber mirarla y
una vez entrevista, saber contarla con objetividad, pero también con respeto.
Creo que lo consigue y su lectura ha provocado mi admiración, he gozado como el
músico diletante ante el virtuoso, pero también me ha removido por ese retrato
de un ser incomprendido, que está condenado a vivir solo y que busca sin
hallarla su razón de ser. Que desperdicia su propia vida sin ser capaz de
hallar o seguir otra alternativa: ¡cuántas veces yo mismo (y cualquiera) me
habré sentido así!
Sebastián,
con el que comparto apellido, dispara contra el guardia. Busca refugio en
Madrid, busca el amparo de los amigos, de la familia. Todos le dan la espalda.
Les mancha su crimen. Solo en compañía de otros solitarios, de otros
inadaptados como él, encuentra cobijo. Dos personajes trazados con gran alarde
de compasión: el ex presidiario (entendemos que por motivos políticos) Cabeda,
un filósofo que devuelve la calma al tempestuoso gitano, un anciano derrotado,
pero solidario con el destino del huido. El otro, Roque el faquir, un pobre de
solemnidad conforme con su condición de paria, que ofrece a Sebastián su
amistad. Sin embargo, nada puede hacerse, porque nuestro héroe, como en las
tragedias griegas, no puede escapar de esa red tejida por el destino. El
sábado, el último día, cae en el mismo delirio alcohólico que provocó su
desgracia y la del guardia.
Este
libro es lo que se llama “gran prosa”; es muy probable que nadie, a día de hoy,
escriba tan bien. Hay párrafos de tal densidad: simbólica, rítmica, léxica y
más que yo no sé explicar. Imagino que será un festín analítico para cualquier filólogo.
Aunque alguno dirá que es virtuosismo vacío, pero solo concedo lo primero,
porque tras ese alarde hay placer, es sublime y deja un poso emocionante. Siempre,
en todas las artes, ha habido maestros, listones imposibles de saltar. Creo que
a Aldecoa, muerto joven como otros grandes de nuestras letras, nadie lo
desbancará de ese Olimpo.