Siempre, después de una noche
de vigilia, me cuesta hilar más de dos horas seguidas de sueño. Suena contradictorio, pero así es. Llegas a casa al amanecer, te metes en la cama y sobreviene un periodo de inconsciencia donde el cuerpo cae de puro agotamiento; pero al poco revive como Lázaro: las emociones y recuerdos espantan el sueño a manotazos con frases tomadas aquí y allá. Se derraman entre los sesos instantáneas
fijadas con mi Nikon de seis dioptrías, pequeñas secuencias que brotan a cada bandazo que doy en la cama. Escribir es mi manera de recuperar el sosiego y de paso atrapar una porción de vida en esa resina pegajosa que es el texto escrito, deformándola, pero también preservando parte de su esencia.
Pero a lo que iba, había recibido un premio literario y justo anoche fue la ceremonia de entrega. El acto rendía homenaje a un gran poeta fallecido, allí estaban su viuda y su hija. Se entregaban importantes premios de narrativa, poesía y pintura, un festín de miles de euros a repartir. Y unas pocas migajas para el autor local cuyo relato corto había sido elegido, quizá, por una mera carambola. Ese era yo. El último de la fila. Pero estaba tan habituado al fango de la trinchera, que aquella minúscula bandera
blanca me trajo un extraño alivio.
Me citaron con antelación,
explicándome el protocolo, que exigía vestir de etiqueta. Como el
nudo de la corbata se resistía entre el fiambre de mis dedos, llegué tarde. Mascullé una excusa, pero no hizo falta, porque allí se respetaba escrupulosamente la puntualidad española. Me pasaron a un reservado
donde camareros con pajarita servían copas de champán y ofrecían aperitivos de almendras fritas y canapés de salmón ahumado. Alguien me presentó a alguien,
compartí un par palabras, me fumé un cigarrillo; nada relevante.
Tuve mi
momento cuando me llamaron por mis dos apellidos y luego mi nombre (qué
extraño suena en la voz de desconocidos). Me
abroché el botón de la americana y
subí al estrado. Entre el público estaba mi familia. Mi hijo lloriqueaba
desde la platea, rabioso por estar sometido a dos horas de inmovilidad y
silencio. La viuda del poeta me hizo entrega del premio, sentí su abrazo octogenario y recordé a mi tía abuela, cuyo corazón
dejó de latir con noventa y siete años. Me vino
a la cabeza, en fin, toda la estirpe de mujeres labradoras y aunque
no era más que un figurante en aquella película, aproveché mi minuto, por si la
oportunidad no volvía a repetirse.
Bajé del escenario y mi sitio lo ocupó el insigne escritor, amigo del poeta homenajeado. Cabeza pensante de las letras
españolas, había sido invitado al evento para darle aún más lustre literario y
nos ofreció media hora de clase magistral.
Después del acto se celebró una cena
de confraternización. Cuando llegué al restaurante, tan sólo había dos sillas
libres en una larga mesa corrida. Una de ellas junto al insigne y enfrente estaba la viuda del poeta y su hija. Me vi en una encrucijada. Dudaba, sin
dejar de caminar hacia la mesa. Y entonces cayó sobre mí el granizo de la inseguridad, la timidez con toda su fuerza. Visualicé aquel trío
de ases. Faltaba una carta por repartir y yo
no era ni picas, ni diamantes, ni siquiera el ambiguo comodín; yo no podía
completar ningún póker con mi insignificante relato de cinco páginas a espaciado
doble con letra Arial de doce puntos; no llegaba ni al siete de tréboles, ni
siquiera ocupaba un lugar en la baraja, así que me deslicé hacía el otro sitio
disponible.
La noche transcurrió de forma amena y apacible, a pesar de mi deserción. Los remordimientos se fueron apaciguando, sirvieron el vino,
brindamos, nos hicieron fotos, pero el sitio libre junto al insigne escritor no fue ocupado por nadie. Aquel asiento vacío era como un dedo acusador al que no me atrevía ni mirar.
Durante la cena, al conversar o simplemente observar a los pintores o escritores premiados, se
proyectaban en mi cabeza fragmentos de sus obras y era como si
pudiera escudriñar en ellos más allá de lo que aparentaban ser. Uno de los cuadros era de un realismo apabullante. En él, una mujer madura
exponía su pecho cercenado por un tumor. Su mirada era de intensa introspección, parecía dispuesta a presentar batalla y no rendirse: el arte casi siempre ha ignorado a la enfermedad. En el otro extremo de la mesa, llamó mi atención una pintora que había sido capaz de apreciar la carga poética de unas flores, brotando de forma insólita, casi milagrosamente, de una alcantarilla. Allí en su esquina opuesta a la mía, desprendía una luz de espectro y
al acabar la velada se deslizó despidiéndose de todos, incluso de mí.
Me senté enfrente del primer premio de poesía y su mujer. Tenía aspecto de boxeador curtido y el pelo largo enmarañado; recordaba a cierto retrato de Beethoven, pero no percibí en su mirada la tormenta del músico, sino reflexión. Un mar en calma, apenas alterado por los versos que llegaban como una lejana brisa, según nos contó, en los breves trayectos en metro y cercanías. Su mujer tenía aspecto de sirena, y costaba poco imaginarla en la proa de la nave Argos, con el pelo rubio agitado por el viento. En mitad de la cena pidió un cóctel a base de vodka y zumo de
naranja, bautizado como destornillador en honor de los mineros rusos,
quizá de los tiempos del estajanovismo, que utilizaban la herramienta como
improvisado exprimidor.
A veces me quedaba varado en tierra de nadie, porque o bien me ignoraban o bien no me daban réplica, eran segundos en
los que podía seguir observando sin temor de ser visto.
Me detuve en la espalda descubierta de la hija del poeta, girada en su conversación. Solo llegué a atisbar un leve fragmento de su cara y me recordó a un cuadro de Dalí que retrata
a su mujer de espaldas. Está desnuda, con parte de las piernas cubiertas por
una sábana y se observa a sí misma, pero su reflejo se ha transformado en un
extraño edificio de finas columnas y cúpulas sobre un desierto de arena. Mientras
encendía un cigarrillo y exhalaba la primera bocanada, me pareció percibir en
ella una mueca de hastío y de nuevo el dedo acusador se extendió
señalándome el sitio que debería haber ocupado.
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"Mi esposa desnuda" de Salvador Dalí (foto: contenido.com.mx) |
La cena se acabó, el árbol se fue desojando y me despedí
de aquellos con los que había compartido mantel. Miré por
última vez la silla vacía junto al escritor. Su sitio, y el de la familia del
poeta, también estaban vacíos. A estos frutos se los ha llevado el viento, pensé.
Pasé el resto de la noche en oscuros garitos, antros
donde sonaba la música rock y se reunían individuos de la peor y mejor especie,
invitándome y dejándose invitar. Recorría con la mirada la barra, el llenar y
vaciarse de los vasos y la nube de humo que se adueñaba como una telaraña de
los techos, mientras recibía felicitaciones de amigos y conocidos, como si acabara de
regresar de Estocolmo el día después del Nobel. "No sabía que escribías", fue lo
más repetido. Y bueno, qué triste, escribir y no ser leído, aunque el hecho de
componer unas líneas, extraer la poesía que subyace en la realidad,
aparentemente plana, aparentemente muda, crear una historia y darle vida, con
la destreza que cada uno pueda, sea de por si reconfortante.
Caminé hasta casa apurando una lata de cerveza que había comprado en un veinticuatro horas, detrás de
una muchacha descalza. Estaba amaneciendo. Al rebasarla
no pude menos que preguntarle, con toda mi apariencia y tono de buen padre de
familia, por sus lacerados tobillos y me miró sonriente, sin decir palabra. Por fin caí en la cama, casi me zambullí, porque de repente todas
las emociones de la noche se me vinieron en tromba y me aplastaron. Peleé
conmigo mismo, pero al final claudiqué y derramé unas cuantas lágrimas. Exhausto,
me dormí, hasta que me despertaron los recuerdos revoloteando como
moscas incansables y tuve que levantarme y aquí estoy escribiendo.
***
El insigne escritor tamborilea encima de la mesa y
enciende el segundo cigarrillo de la mañana. Parece que el taxi que le tiene que
llevar a la estación va a tardar una media hora. Para entretenerse y de paso
ejercitar el músculo literario, ha pensado aprovechar los cuatros pliegos de
papel membrado del hotel que hay sobre el escritorio y escribir unas líneas.
Hotel
Abadía
C/ Bodegueros,
3
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Me
invitaron al acto de entrega de premios de un certamen literario y artístico ya
con solera, en un pueblo de La Mancha y aunque no me apetecía viajar (era el
mes de agosto, habíamos inaugurado la piscina del chalé y tenía a los nietos en
casa), acepté porque en esa edición homenajeaban a un poeta amigo mío,
recientemente fallecido.
La
ceremonia transcurrió con la solemnidad debida. El público aplaudía, sonaba la
música y se leyeron algunos versos del difunto, pocos y no los mejores, a mi
entender. Como alguien se encargó de decir, una parte de él, en sus palabras, había
sido distraída de la muerte y al menos gozaría de mayor tiempo en la tierra.
Habrá quién llame a esto eternidad, pero conociendo la magnitud del cosmos, utilizar
esa palabra se me antoja excesivo.
Los
premiados fueron subiendo al estrado, para dedicarnos unas palabras. Yo
observaba su ir y venir. Exultantes, emergían de entre la oscuridad del patio
de butacas como recién paridos y subían al estrado con gravedad. En cierto
momento, un niño pequeño se puso a berrear, haciendo volverse las cabezas de
todos y pensé en qué clase de padre obliga a una pobre criatura a asistir a un
acto así, dos horas de sopor se me antojan peor que una condena a galeras.
En
fin, me ha tocado intervenir y entre otras cosas, he hablado de la experiencia
estética, de qué manera surge la metáfora, como la cara imaginada de la
realidad que todos vemos, pero que el escritor entiende o no, pero en cualquier
caso disecciona con el escalpelo de sus propios sentimientos y sensibilidad y
recompone, haciendo literatura.
Después
del acto me han llevado a cenar a un ruidoso restaurante. Me he sentado en un
extremo, con la viuda de mi amigo y su hermosa hija, dejando convenientemente
una silla vacía. Nadie la ha ocupado, por suerte, porque por una extraña razón
conforme avanzaba la velada se me ha ido agriando el humor y al final me he marchado
sin despedirme de casi nadie. Luego dirán que me lo tengo creído o que me he
endiosado. Como decía padre, que les den morcilla.
A
pesar de todo, me ha extrañado la falta de hostigamiento, porque había una nube
de políticos dándome sus parabienes antes de la ceremonia y ha sido ver la
cena, que incluía las copas y se han arremolinado en torno a la barra como
abejas a su panal, dejándome desvalido. No sé si tomármelo con alivio o como
una ofensa. Sí recuerdo un momento en el cual un joven, creo que uno de los
premiados, se ha acercado a la mesa y me ha parecido verle dudar, cuando ha
reparado en el sitio vacío que quedaba a mi lado. Finalmente se ha sentado
frente a una rubia imponente, está claro que mi prestigio literario no ejerce el
suficiente magnetismo.