
Para
mucha gente deporte y literatura no son ni de lejos la pareja perfecta. Yo, hasta
donde puedo llegar, creo que hay notables excepciones. El boxeo, por ejemplo.
Su dramatismo es carne de ficción consagrada desde que Jack London escribiera
ese cuento increíble que es A piece of steak
(Por un bistec), incluso me han hablado de un libro de Carol Joyce Oates
titulado Del boxeo, que pasa por ser
el mejor ensayo hecho hasta la fecha sobre este deporte. Sabemos de escritores
ilustres que se daban a las doce cuerdas, como Hemingway —este parece que
alardeaba más que otra cosa—y Norman Mailer en El combate dejó una crónica para la posteridad, el duelo que
enfrentó a Alí y Foreman en Kinshasa, del que también recomiendo el documental Cuando éramos reyes.
Y es
que el deporte —cualquiera— es un trasunto de la propia vida y como tal, no
puede quedarse al margen de la creación literaria. Por mi carácter, soy más
dado a deportes individuales, por ejemplo el tenis y el ciclismo, disciplinas
donde la lucha con uno mismo es si cabe más trascendente que la lucha contra el
rival (esta frase resume toda mi vida). Deportes donde uno puede verse
terriblemente solo, desahuciado, hundirse y no tocar fondo. Por eso cuando leo
que Miguel Induráin declaró “he llegado muy lejos en el dolor”, siento que esa
capacidad para el sufrimiento, para aguantar un minuto más sobre la bicicleta
cuando todo tu cuerpo te está pidiendo, te exige que te detengas, es la mejor
imagen de una lucha por la vida que nunca cesa.
Richard
Ford, si no me falla la memoria, comenzó su carrera como periodista deportivo y
en los periódicos hay buenos escritores, con un arsenal de recursos que ya
quisiera más de un novelista. A mí, personalmente, me encantan las crónicas de
tenis de Javier Sánchez en El Mundo y las de Carlos Arribas sobre ciclismo en
El País. Precisamente este último enciende el prólogo de Plomo en los bolsillos,
apasionado libro de Ander Izaguirre
sobre —cito el subtítulo—“malandanzas, fanfarronadas, traiciones, alegrías,
hazañas y sorpresas del tour de Francia”. Me interesé por Izaguirre después de
leer un reportaje —premiado— acerca de Tadeo Casañas, un campesino de la isla del
Hierro que aprendió a ordeñar las nubes. Así como suena, si os pica la
curiosidad aquí está el link. Izaguirre (1976) es un escritor y periodista nacido
en San Sebastián, especializado en crónicas de viajes y reportajes de corte
social. También tiene su nido en la blogosfera y lo podéis seguir en “Periodismo con botas”. Con Plomo en los bolsillos ganó el III
Certamen de Literatura Deportiva Marca. La dupla Marca-Literatura sí que chirria
más que las uñas de Freddy Krueger en una pizarra de escuela, pero mis respetos
si permitió sacar este libro adelante.
El padre de la criatura (Foto: Diario de Navarra) |
Plomo en los bolsillos se
compone de una serie de estampas que recorren de forma cronológica la historia
del Tour de Francia, desde su gestación hasta el fraude Armstrong y la mancha
de aceite del dopaje, que dejó en blanco el palmarés de la ronda francesa entre
los años 1999 y 2005 y de hirió de muerte la credibilidad del ciclismo
profesional. El último capítulo, titulado “El arte de la derrota”, está
dedicado a aquellos farolillos rojos ilustres, arte este, el de ser el último,
que no está exento de picaresca. Hay un epílogo final, que rezuma amargura,
donde Izaguirre nos explica cómo dejó la bicicleta.
Plomo en los bolsillos se
lee como una extensa crónica periodística. De un sorbo, sin descanso, con la
tensión de un descenso sin apenas pisar el freno, porque cuesta despegarse de
sus páginas. Tiene la virtud del buen periodismo, el que coge de las solapas al
lector y lo hunde, casi lo fagocita, en la lectura. Así era antes de que se
extendiera el concepto de cultura rápida, instantánea y gratuita. Las crónicas
periodísticas agitaban naciones enteras. En el pasado, cuesta creerlo, hicieron
tambalear gobiernos, ensalzaron regímenes e incluso colaboraron en la guerra,
por la paz —Vietnam— o la deflagración —Cuba—. Ahora me temo que tiene más peso
una noticia o video falso que se convierta en viral a través de Facebook o
Youtube. O Donald Trump en Twitter…
Los
tiempos cambian, pero yo quería hablar de las virtudes de Plomo en los bolsillos y del talento de Izaguirre para
transportarnos al buen, excelso periodismo. De hecho, fue la venta de
periódicos la que impulsó el Tour de Francia. El padre de la criatura fue Géo
Lefevre, redactor de L´Auto y su
jefe, también periodista, Henry Desgrange. La carrera se rodeó enseguida de un
aura épica por su dureza, especialmente al incluirse los puertos pirenaicos y
alpinos en el trazado —antológico el relato de la expedición al Tourmalet, del
que se incluye un cómic— y sobre todo, fue forjada por las crónicas
periodísticas. Sirva este ejemplo al relatar los ataques de un tal
Petit-Breton: “Cuando va a atacar, se pone de puntillas sobre los pedales y
pega un grito aterrador, un grito que no es humano, un aullido de sirena
atroz”. En esas primeras ediciones la picaresca de los participantes alcanzaba
niveles risibles, al nivel de su entrega y capacidad de sacrificio, como los
denominados isolés que eran ciclistas
sin equipo, auténticos supervivientes cuya abnegación levantaba pasiones entre
el público.
Bartali y Coppi, dos rivales compartiendo una botella (foto: Publico.es) |
Tampoco
quiero contar todo el libro, pero hay episodios que me han emocionado. El del
primer participante español (oficial), Vicente Blanco, el Cojo, que tenía dos
muñones por pies. Eso no le impidió convertirse en ciclista, ganar el
campeonato de España y se propuso disputar el Tour. Ahora bien, como era pobre
de solemnidad —o por cabezonería o ambas cosas— tuvo que desplazarse en
bicicleta desde Bilbao hasta París y en el momento de darse la salida —llegó la
noche de antes— estaba tan extenuado y famélico que no aguantó ni la primera
etapa. Cuando le preguntaron, declaró: “no pude hacer nada contra aquellas
fieras bien alimentadas”.
Otro
Vicente, Trueba, apodado “la pulga de Torrelavega” fue el primer rey de la
montaña y compitió con solvencia en el Tour en 1932, que de hecho debería haber
sido suyo. Pero las trampas y la arbitrariedad eran como el pan de cada día en
aquellos tiempos, para que luego nos quejemos. Su mujer nonagenaria desveló a
los periodistas el secreto de su marido: “la leche de sus vacas. Las ordeñaba
el mismo. Entonces no conocíamos el dopaje ni nada, no habíamos visto nunca una
aspirina”. Y bueno, no me resisto a poner otro fragmento de una de esas
crónicas de antaño: “Cuando veo pasar a Trueba, siempre me parece que lleva en
los bolsillos el certificado de defunción. Es el prototipo de niño mártir:
tiene una mirada de gato mísero, apaleado y hambriento, pero en el momento que
uno empieza a apiadarse de él, ataca…”.
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Miguel Indurain, ídolo de mi juventud, durante la famosa crono de Luxemburgo (Foto: Las Merinadas deportivas de Edu) |
Así
de intenso es Plomo en los bolsillos.
Uno queda enterado de la caballerosa rivalidad de Coppi, primer ciclista
moderno y Bartali, prototipo del hombre nuevo para Mussolini y que sin embargo
se pasó media guerra pasando de contrabando pasaportes escondidos en los tubos
de la bici y consiguió salvar la vida de más de 800 judíos. De esta hazaña, no
dijo ni pío y todo se supo después de su muerte. Hay comedia, cuando Eddy
Merckx, cuya ansia de triunfos le hizo recibir el calificativo de “el Caníbal”,
esprintó viendo una pancarta, que resultó ser propaganda electoral del Partido
Comunista. Hay tragicomedia, como la del primer ciclista musulmán (Kader Zaaf),
que no pudo cumplir su sueño de ganar una etapa en el Tour porque bajo un sol
de justicia un aficionado le tendió una botella que resultó ser vino de
Corbières y el hombre, abstemio por su religión, agarró una borrachera de
órdago. Hay tragedia, la muerte de Tom Simpson por una combinación de alcohol,
estimulantes y ambición desmesurada o el final de Luis Ocaña y Marco Pantani. Y
hay decepción, mucha, cuando se relata la historia de Armstrong, el “ciclista
que nunca fue”.
Me
apeo de esta reseña, donde hay un nutrido pelotón de spoilers aunque aún estoy encendido. Poco que objetar, salvo la
amargura final, lo deprimente de la era Armstrong y la extraña ausencia de mi
paisano Federico Martín Bahamontes. Mucho, en cambio, que leer y disfrutar con
estas lecciones de vida y deporte, donde está condensada toda la esencia de
nuestra contradictoria naturaleza humana.