domingo, 31 de diciembre de 2017

LA NOVELA DEL CRIMEN EN ESPAÑA, 2018 EN NEGRO


La literatura es como un gran restaurante temático. En su carta, hay espacio para todos los sabores del mundo. Y cada lector elabora su menú según sus gustos o necesidades, que no siempre coinciden. Me ha salido esta metáfora gastronómica, como es lógico, después de diez días largos de cenas, comidas, meriendas, cañas y lo que queda hoy. Bueno, pues en mi menú habitual no suele entrar la novela negra, salvo alguna excepción. Los géneros se me repiten un poco, por previsibles. Me tienen que ofrecer algo más y si es así, no dejo ni las migas del plato.

La novela negra es un fenómeno editorial global. La etiqueta vende y sus ingredientes básicos, a saber: un crimen, una investigación detectivesca donde abundan las pistas falsas y los callejones sin salida, su buena dosis de intriga, otro tanto de erotismo, un personaje principal carismático y voltereta al final, dejan al lector mojando sopas.

Según he leído las primeras novelas policíacas fueron las de Edgard Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Ágata Christie y George Simenon. Son historias que proponen un acertijo intelectual, los buenos son muy buenos, además de incorruptibles. Son novelas impregnadas de cierta frialdad analítica. Pero después del chasco de la Gran Depresión, aparece en EEUU una novela policíaca diferente, llena de tipos duros y canallas, donde se bucea en los bajos fondos y se destapan las inmundicias de una sociedad podrida. Este género, denominado hard-boiled, que desarrollaron escritores como Dashiell Hammet o Raymond Chandler, es el negro propiamente dicho y parece ser que fue el que echó raíces en España en los setenta. No era para menos, puesto que nuestro país pasó por una época de cambios en todos los niveles, no solo en lo político. El escenario de la novela negra permitía sacar de las cloacas a la verdadera España.

A la hora de buscar un tema para el programa de fomento de la lectura del Ministerio de Educación y Cultura, un compañero y yo nos decidimos por rastrear esos orígenes del género en nuestro país. Y después de leer, preguntar y pensar, hemos escogido tres títulos fundacionales. Uno de ellos, por sacar pecho, se creó y transcurre en el mismo solar donde nací, crecí, me multipliqué y la mayoría del tiempo, vegeto. Fue una vía, la de una novela policíaca cerebral, a lo Conan Doyle, pero con tradición castellana, cervantina en su ejecución, local y universal a la vez, rural en todo su sentido (no en el actual, donde el campo es un lugar siniestro, enloquecedor, que propele al crimen), que quedó en parte abortada y fue comida por otra más urbana, nihilista y menos amable, donde hay una visión crítica, una radiografía a la sociedad del momento para mostrar sus entresijos.

Os invito a leer y comentar estas tres novelas fundacionales del género en España, la distancia impide compartir después un café, pero como si lo fuera.

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Precisamente mi última lectura ha estado relacionada con el tema y sigo con ello, porque ya he empezado el libro de García Pavón y tengo el nuevo de Zanón en la mesita. Pero  quería concluir este post con La Carcoma, de Daniel Fopiani, Premio Valencia Nova 2017. Una novela de género, pero con ese aliño que lo potencia y convierte en algo más. 

La historia comienza cuando un escritor inmerso en una severa crisis creativa recala en un pueblo de la sierra gaditana, La Carcoma, en busca de la soledad y tranquilidad necesaria para acabar su libro. Lo que encuentra, en cambio, es la hostilidad de una gente que abomina de los forasteros (en sintonía con la reciente “turismofobia”) y unas misteriosas marcas que aparecen en la cabaña, desde el número 12 y hacia atrás. Con este planteamiento, se sucede un thriller donde Fopiani mezcla diversos géneros:

Hay una incursión al terreno de lo sobrenatural, porque la naturaleza de los números es cuanto menos ambigua. 

Hay novela negra, como no, cuando un guardia civil con un particular defecto en el habla se hace con las riendas del caso. El hecho de que el guardia civil infunda algo de compasión en el lector ya retuerce un poco al típico antihéroe de estas novelas, que aunque suele tener, digamos, un pasado difícil, diversos traumas, no suele ser ridiculizado. 

Para acabar, Fopiani añade localismos (el habla gaditana del mecánico, la tostada de sobrasada, el chiringuito de la playa donde comienza todo) y remata así el adobo de una historia que tiene la virtud de enganchar, dejar en tensión y sorprender al lector. 

Fopiani dosifica bien la intriga, crea callejones sin salida, sorprende, maneja a la perfección las convenciones del género y añade algo más. Quizá la visión de un lugar rural y remoto, con sus habitantes reservados y huraños, donde las ofensas se guardan y no se olvidan, sea un tópico urbanita. También entronca con esa España negra que siempre es rural, la resolución del crimen de Diana Quer hace pocas horas añade más leña a este fuego. En cualquier caso, les recomiendo un paseo por La Carcoma, con precaución porque por allí pulula una fauna variopinta. Y seguir a Fopiani (nacido en 1990) en su nueva faceta de novelista.

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Aparte, entre estas y otras cosas en 2018 voy a tener que levantar el pie, dejando bastante de lado lectura y escritura. Haré una actualización mensual de la llanura, por no perder el ritmo ni los amigos que he hecho en dos años, al menos y con suerte hasta julio. Luego, ya veremos.

Feliz entrada de año.

sábado, 2 de diciembre de 2017

PESADILLA

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Descansamos; una pesadilla puede envenenar nuestro sueño. Despertamos: un pensamiento errante nos empaña el día... (P.B. Shelley)

Cuando abre los ojos, le sorprende la vista del cielo raso. Trata de mover las manos, pero no puede. Su párpado derecho cimbrea. Pequeñas briznas de color rojo y verde se consumen como fósforos. Se pregunta si no habrá sido engullido por el televisor. Tragado por el mando a distancia. Lo intuye sobre la mesita, con una capa de mugre alrededor de cada tecla y el cerco de cinta aislante para evitar que se caiga la tapa de la pila, que está rota. Los pensamientos le llegan en ráfagas. Hay momentos en los cuales un zumbido se instala en su cabeza y el techo relampaguea. Otros en los que tan solo percibe el ritmo de su respiración y el pecho expandiéndose y contrayéndose.

Aguza el oído. Oye a los vecinos de arriba arrastrar los muebles. Debe ser domingo, suelen tener comida familiar los domingos. Si es así, lleva en ese estado casi veinticuatro horas. Chasquea la lengua y nota la saliva reseca en la comisura de los labios. Tiene sed y le quema la garganta. Se pregunta si no se habrá transformado en algún insecto horripilante, como le pasó a Gregorio Samsa. Al principio su familia trató de encajar los hechos. Pero él está solo. Nadie se espantará de sus patas de artrópodo, ni de su voz metálica, apenas comprensible. Nadie retorcerá el pie sobre su caparazón para extraer a conciencia sus entrañas.

Un rayo de luz repta a lo largo de su cuerpo y durante unos minutos, se instala en su barbilla, le lame la cara como si fuera un gato. ¿Dónde estarán sus gatos? Les escucha arañar la puerta y luego nota una lengua áspera, su astringencia sobre la cara.

Pasa un tiempo y le sorprende un movimiento reflejo de la mano, que se abre y vuelve a cerrar. El párpado sigue aleteando, siente una sed que le abrasa.

La mujer de la limpieza llega los jueves. Es la única persona que cruza el umbral de su casa. Cuando acaba y recoge el dinero que hay sobre la mesa de la cocina, cierta fragancia, de tierra mojada, se instala en el apartamento. Pero luego pronto regresa el hedor, el olor malsano al que ya se ha acostumbrado. Los orines de los gatos, las perlas de arena y excrementos en el parqué, el aire viciado por la falta de ventilación, el olor a sudor y comida recalentada. La costra cuarteada de grasa en la sartén. Pensando en los días que faltan, repara en su propia muerte. Tose, vacía sus tripas y tiembla por el frío. De repente se oye el chasquido del termostato y el mugido de la caldera al encenderse.

Lleva mucho tiempo deseando morir. Se lo dijo al psiquiatra, antes de que le tendiera la receta con el seropran, cipramil o cipralex, no recuerda. Parecen obra del peor escritor del mundo, salvo prozac, ese le gusta, ese suena bien. Pero, ¿cómo quitarse la vida? No fue la esperanza la que frenó la guadaña. Fue el miedo, ¿duele morir motu proprio? ¿Qué pasa con el alma después, con esos veintiún gramos que ocupa su masa? En cualquier caso, ya da igual. Ve llegar a la muerte gota a gota. Como el suicida que después de tender la cuerda por encima de la rama de un árbol, de comprobar el nudo corredizo y subir por el tronco para dejarse caer, es alcanzado por un rayo.

Piensa en la pobre mujer de la limpieza, cuando abra la puerta y al hedor habitual, se sume el de su cadáver en descomposición. Piensa en sus gatos, hambrientos. Recuerda las noticias de animales domésticos que, en su encierro, devoran a sus dueños. Casi siente los agudos colmillos del animal desgarrando su carne azulada. Las emanaciones de su cuerpo fermentando. Se duerme.

Se despierta al notar en su espalda una tenue vibración en la madera, apenas un cosquilleo. La pantalla del teléfono brilla sobre el parqué, pero se ve incapaz de alcanzarlo. Alguien ha avistado su naufragio, por instinto o intervención divina. De nuevo abre y cierra la mano, se arrastra. Un lado de su cuerpo está paralizado. Araña la madera con las uñas. El teléfono enmudece y la mano se desploma. Quiere llorar y una lágrima le enturbia el ojo sano. Pasado un segundo, nota de nuevo el cosquilleo y el teléfono reptando, moviéndose en círculo como un pollo descabezado. Vuelve a estirar el brazo, avanza, casi roza la pantalla. La toca. Una voz emerge de la caverna. ¿Va todo bien? ¿Estás ahí? Manuel abre su boca, una parte cuelga inerte, pero consigue articular algo. Pero, ¿por qué? ¿Quién contaba con él en los últimos tiempos, si no era para señalar su degradación, para apartarse arrugando la nariz o cabecear a todo lo que decía? Con esa sonrisa de suficiencia que tragaba sin rechistar. Era amarga, pero le alimentaba. Mejor eso que estar solo. Ahora lo comprende.

Grita, y le sale un quejido. Es como el gorjeo de un animal al sentir que lo degüellan. La voz al otro lado del teléfono le responde alarmada. El brillo de la pantalla se apaga entre sus dedos crispados.

Por la ventana entreabierta le llega una luz naranja intermitente. Llaman a la puerta. Aporrean la puerta. De nuevo el grito, el bramido que saca esta vez de su estómago, incomprensible, pero, y es lo que importa, audible. Después de unos minutos, la puerta se abre.
***
Los dos amigos se calzan las botas. Antes han tenido que sacudirlas, golpearlas contra el suelo para desprender el barro seco, los excrementos y las briznas de paja. Son botas de caña alta, les llegan hasta la rodilla. Verdes, impermeables. Abren la puerta y los cerdos desfilan por el pasillo. Son lechones, casi ciegos, rosados y frágiles sobre sus patas puntiagudas. Buscan con ansiedad el pecho que les amamanta y cruzan por la estrechez de la galería atropellándose. Los amigos cierran las puertas y los animales se sienten aprisionados. Su instinto les alerta, chillan levantando el hocico. Los dos amigos sonríen. Les brilla la mirada. Comienzan a agitar los brazos, los animales retroceden con espanto, tropiezan. Forman un nudo de carne en el centro del pasillo, tratan de zafarse, pero apenas si pueden moverse. Los dos amigos se dividen y con sus botas, sus botas de trabajo, calzadas para la ocasión, saltan sobre el primero de los lechones. Los huesos del animal se quiebran y el chillido reverbera y esa invocación de auxilio, de piedad, que conmovería un corazón de piedra, alimenta el furor de los dos amigos, que prosiguen su tarea destructiva casi con lujuria. Patalean, saltan y quiebran. En la piel rosada afloran manchas oscuras, emanaciones de ceniza, violáceas y turbias.

Una ambulancia le traslada al hospital. Su párpado marca los fragmentos de segundo, tiembla como los cerdos moribundos en la oscuridad del hangar, en el pasillo que los dos amigos han sembrado de muerte. La luz de la cámara, el ojo de la cámara testifica y retiene el lúgubre paisaje, el empedrado de cuerpos amoratados, los rostros sudorosos de los matarifes, las botas embadurnadas de sangre y secreciones.

Manuel no sabe nada de esto, porque no puede ver la televisión o leer el periódico por Internet. Ni siquiera puede estar seguro de si vivirá o podrá volver a hablar y moverse con normalidad. Es un cerdo aplastado, reventado por una vena caprichosa que ha anegado su cerebro y que, en su propia soledad, ha visto levantarse a la muerte.

Mientras, un arqueólogo cepilla los huesos de un cuerpo semienterrado. Han pasado diez mil años, y este cuerpo yace como Manuel, pero con una flecha de obsidiana alojada en el esternón. Sucumbió allí mismo y para beneplácito de la ciencia, no fue despedazado por las alimañas. Dicen los expertos que pudo sobrevenir una riada o una lluvia de barro que cegó aquella infamia durante diez mil años o sus propios verdugos los sepultaron. Las costillas sobresalen entre el polvo rojo. Ese armazón óseo que nos sustenta, que aguanta nuestros sueños y al que hacen temblar nuestras pesadillas y que no es más sólido que el polvo. Cráneos donde se abren, escabrosos, agudos orificios. Consumidas las vísceras, roídas por el tiempo, solo queda el espacio vacío y negro. Hay una mujer en posición de haber sido maniatada, con el cadáver de un niño en el regazo. Todos muertos, aplastados, como los cerdos de la granja. Violencia de hombres contra animales o contra otros hombres o contra sí mismos. Hombres que matan, refocilándose en la sangre. Hombres que se agostan, hasta que los hilos que les manejan se rompen. Hombres que son devorados o devoran a otros hombres.

La ambulancia llega al hospital y Manuel ingresa en la unidad de cuidados intensivos. El hombre mata y el hombre trata de atenuar el dolor; trata de reparar lo que él mismo estropea. Cuesta a veces hablar de una generalidad que en ocasiones se disloca, pero qué nudo de contradicción es el hombre. 

En la sala de urgencias, mientras la camilla cruza con el cuerpo de Manuel, un padre manosea una hoja cuadriculada. Ha sido arrancada de un cuaderno escolar y contiene las últimas palabras de su hijo. De ese niño, queda apenas un cuerpo reventado que agota su tiempo conectado a una máquina. No han sido las botas de plástico, las botas de caña alta las que han quebrantado sus huesos. Ha sido el callejón sin salida al que se había visto abocada su breve existencia. Intuyó en la muerte un descanso. En esa carta con la que se despide de sus padres, no hay titubeos en su caligrafía. No hay rastro de una sola lágrima que haya arrugado el papel. La mano del niño estaba guiada por la determinación, por una promesa de descanso. En ella, el niño incluso sueña con el próximo viaje, con que el suelo se transforme en su inconsciencia en un blando lecho, en un lago encantando, en un pasadizo hacia otra parte. 

Estas cuatro historias las viví en un mismo día (una en mi entorno y el resto a través de la prensa) y al llegar la noche estaba tan deprimido que no me quedó más remedio que soltarlo todo para no envenenarme. Me había olvidado del texto y aprovecho el parón lector para rescatarlo. Os pido perdón por el chute de pesimismo pre-navideño. La pintura que ilustra estas páginas es "Esqueletos disputándose un arenque ahumado", de James Ensor.