sábado, 20 de abril de 2019

PRIMERAS LECTURAS DE PRIMAVERA



Odio la primavera. Siempre provoca una debacle en mis defensas, todo viene a partir del cambio horario, empiezan los trastornos en el sueño y el vaivén de bajas y altas presiones. En mayo, las nubes de polen me dan la puntilla. Un hipersensible mesetario, ese soy yo, con manos de oso y aspecto de querer ponerse a andar y no parar hasta ver el señor océano, como Forrest Gump. Este año, como novedad, la astenia ha venido acompañada del Atila de las muelas, con su Augmentine arrasando mi flora intestinal y mi dentista cortando, extrayendo, reponiendo y cosiendo. He encontrado algo de alivio en una bolsa de hielo, las noches de La 2 (soy un antiguo, veo la tele) y una pila de libros, todos hábitos de solitario. Al ponerme a escribir, se me cruzaban los dos cables pelados que tengo, dicen en mi pueblo que cuando un tonto coge una linde, la linde se acaba y el tonto sigue. Tengo este espacio y no me gusta verlo desangelado, bastante copado está el cementerio bloguero para admitir mis restos. Así que, después de esta introducción lamentosa y lamentable, comparto mis mejores lecturas de primavera.

La niña de la jungla, de Sabine Kuegler (1972), fue publicada en 2005. Llegué a la novela tras medio ver una película basada en ella, aunque el tono ingenuo y optimista del libro se troca por otro más oscuro y amenazador. Tuve que comprarlo de segunda mano, porque está descatalogado. En lo literario, no es gran cosa. La prosa en sencilla, casi simple y tiene poca hondura. Pero como testimonio, es un libro valioso. 

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Sabine Kuegler nació en Nepal y con siete años, junto a sus hermanos de cinco y nueve y sus padres, se fue a vivir a lo profundo de la selva de Papúa Occidental, en la isla de Nueva Guinea. Allí pasó su infancia y adolescencia. Lejos de la civilización, los hermanos Kuegler convivieron con los fayu, un pueblo de cazadores recolectores. Los fayu desconocen el metal, la agricultura y viven como hace quince mil años. En su aislamiento, han  caído en una espiral violenta alimentada por una cultura de la venganza que los Kuegler, como buenos misioneros, pretenden aplacar con su ejemplo cristiano. El libro tiene ese punto moralizante, que a mí no me molesta. El contacto entre culturas ha podido ser catastrófico, por la mediación de gérmenes, violencias y la desaparición de la diversidad, pero también ha permitido el progreso y a grandes rasgos, gana por puntos. En definitiva, Sabine cuenta cómo era la vida en la selva, las carencias, los peligros, la malaria y la convivencia con los fayu. Las mujeres fayu, al llegar a la adolescencia, es decir, con once o doce años, eran raptadas por un pretendiente y así empezaba su vida conyugal. Con una media de seis hijos, apenas dos llegaban a la vida adulta.  

Sabine Kuegler
Sabine de niña con sus amigos fayu. Foto: El País. Enlace al artículo: "De la selva a la civilizacion"

Es curioso como de vuelta, Sabine no logra adaptarse a la vida occidental y añora la jungla y sus carencias. Del libro cada cuál aprovechará lo que le interese, los hippies asentirán diciéndose: así hay que criar a los niños, en contacto con la naturaleza. Los prudentes, tomarán nota de las veces que Sabine y sus hermanos estuvieron a un pelo de la muerte, porque esta historia bien podía no haberse contado. Desde luego, la muerte en ese mundo primitivo no es vista como una excepción: es la norma. Los fayu no ponen nombre a sus bebés hasta que no tienen dientes y para no olvidar a sus muertos conservan sus cuerpos en putrefacción dentro de las chozas. Son nuestros orígenes, ¿cuál será el futuro? Sabine dice:

Mientras siga escuchando lo que la jungla tiene que decir, las cosas irán bien. Me insta a que me alegre de las pequeñas cosas de la vida cotidiana. A que me de cuenta de que la vida la determinan los hechos y no el consumo. Me dice que la felicidad no reside en lo que poseo, sino en mi capacidad de estar satisfecha con lo que tengo (…) siempre seré una parte de la jungla y la jungla siempre será una parte de mí. Pertenezco a dos mundos y a dos culturas.

Ramona, de Rosario Villajos (1978) y La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie, de Antonio Tocornal (1964) también son dos novelas en primera persona. Utilizan el barro de la experiencia propia como materia prima y construyen una prosa que débilmente se lee como ficción. Tienen algún otro nexo en común, para empezar que una me llevó a la otra: leí a Tocornal y luego una reseña de este sobre Ramona y de ahí me fui a Rosario Villajos. No son novelas con hilo argumental, ni trama al uso, se construyen a partir de la acumulación de anécdotas y su costura son sus personajes. En el caso de la novela de Tocornal, la bohemia parisina, permaneciendo el narrador en la sombra casi todo el tiempo (salvo en un episodio donde nos narra su infancia gaditana y desarraigo), como nostálgico testigo. En el de Villajos, su alter ego Ramona Ucelay (que digo yo) es el centro de gravedad alrededor del que flota una infancia ochentera nada complaciente, en el extremo opuesto a los nostálgicos de “yo fui a la EGB”. Pero mejor os hablo un poco de cada una por separado.

Foto:  Derrelictos, web del autor. Os recomiendo también la entrevista que le hicieron en Relatos Sin Contrato

La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie
se hizo con el XXII premio de novela Vargas Llosa 2017. Antonio Tocornal es un habitual en esto de los premios, acumula docenas. Ocurre en España que autores archipremiados apenas son conocidos entre el público lector y se las ven y se las desean para publicar en editoriales grandes, algo que merecería la pena analizar (¿hay un techo de cristal en la literatura española?). Como decía antes, el concierto de Dizzy Gillespie es solo una excusa para que Tocornal nos presente una galería de personajes cada cuál más estrafalario, encadenando divertidas (y también conmovedoras) anécdotas. Hablaba de la bohemia, pero los personajes de esta novela están un escalón más abajo, en sus márgenes. Son tan extravagantes que rozan el esperpento, lo surrealista, incluso lo escatológico, si es que estas tres cosas no son lo mismo.

Al contrario que Gábor el húngaro, el fracasado hombre orquesta que protagoniza uno de los capítulos más hermosos, Tocornal se desvela como un buen multiinstrumentista: maneja el humor, el drama, la ironía (incluso la crítica a las imposturas del mercado del arte) y la ternura, es una novela que engancha por el interés de lo que cuenta y la habilidad con la que se hace. Con un estilo acogedor, pretende evocar esa dorada juventud que uno añora al cumplir años, siendo consciente de que la memoria es pura distorsión.  

Dicen que cuanto más se invoca un recuerdo más se falsea, porque rememora la última evocación con mayor nitidez que el episodio original. De esa forma, se van magnificando algunos acontecimientos y se deslavan otros hasta que lo que queda es lo que más nos gustaría que quedase o, más exactamente, lo que más le gustaría que quedase al yo interno que nos dicta. Un dictador que no es ni el yo narrado ni el yo narrador, por lo que tal vez sea el yo auténtico.

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Ejemplar de Ramona, Foto: Twitter de Rosario Villajos. Os animo además a entrar en la web del editor: Mr. Griffin

En Ramona, la nostalgia carece de almíbar. Es una novela corrosiva, sincera de principio a fin. Rosario Villajos es de mi generación, entiendo su experiencia, aunque su voz lo hace desde el universo femenino. Era duro ser chica entonces, también lo era ser chico si no encajabas en el perfil de macho estándar, pero la novela va más de lo primero y a eso me ciño. En Ramona reviven las familias numerosas, el extraño ambiente de guerra y fraternidad que se vivía en aquellas colmenas, la estricta separación de sexos, la naturalización del abuso, el maltrato, el rencor, la envidia, el autoengaño y la difamación. Sí, el calipo molaba y también La bola de cristal, la gaseosa y los chicles Boomer. Pero aquello era una vida salvaje, más difícil de entender que la de los fayu de Kuegler, donde todo estaba tan encajonado que salirte siquiera un milímetro del margen y ya tenías el martillo social encima. El libro está compuesto por breves capítulos, con algunas ilustraciones de la autora. Cubre un arco difícil de resumir, que va desde la infancia a los tiempos universitarios y donde desfilan experiencias escolares, desamores, anécdotas de familia, peripecias de barrio y escalera, siempre con un estilo ácido y directo. A todos los escépticos de los ochenta y los noventa les gustará, seguro. Aparte, el libro tiene un valor añadido y es su cuidada edición. En esto, contrasta severamente con el de Tocornal, cuya calidad del papel es de pena y la tipografía tampoco acompaña.

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Foto: Editorial Anagrama. Muy interesante esta entrevista en Zenda.

República luminosa
de Andrés Barba es la cuarta de esta cosecha. Premio Herralde de Novela, está escrita también en primera persona, pero con menos carga de autoficción. El escenario es más difuso, recuerda al Corazón de las tinieblas de Conrad, o al de Apocalypsis Now si se quiere. La acción transcurre en San Cristóbal, una ciudad de provincias en la linde de la selva, donde años atrás ocurrió un suceso espeluznante. El protagonista lo vivió en sus propias carnes y lo evoca a modo de crónica, alternando lo periodístico con pasajes con fuerte carga personal. La historia es potente y tenebrosa. En la citada ciudad de San Cristóbal, un buen día aparecen 32 niños, de entre ocho y doce años, de la nada. Rehuyen el contacto con la gente y hablan un idioma desconocido. Pronto comienzan a sucederse los altercados y la vida plomiza de San Cristóbal se desquicia. En República luminosa, Andrés Barba desacraliza la infancia y la actitud hostil de un grupo de niños que vive al margen de la sociedad, altera la relación de los propios habitantes con sus hijos, perturba el orden y concluye como solo pueden concluir los cortocircuitos: con una hecatombe. La historia es tétrica, oscura, desde el principio, cuando el protagonista, que acude a San Cristóbal como jefe de los Servicios Sociales, atropella a una perra, la recoge y la lleva ensangrentada en su coche. Es una novela breve, no llega a las doscientas páginas, claustrofóbica, con su dosis de misterio sin ser un thriller. Quizá en el tono del narrador, en ocasiones, hay cierto desaliño. Otras, Barba no se atreve a rascar, a sacar la verdadera ponzoña. Al final incluso se enreda por una palabra escrita con tiza. Si Vargas Llosa hubiera cogido esta novela, le hubiera dado el cuerpo que le falta, eso es, le falta pegada. Con todo, Andrés Barba es un gran escritor y esta una gran novela. Para seguir de cerca.

Y bueno, mientras cae el diluvio en la reseca llanura, ahogando a los penitentes y formando una constelación de gotitas en el techo de mi salón, dejo el teclado y vuelvo al asidero de mi libro, con una muela menos.