jueves, 29 de diciembre de 2016

DESPIDIENDO 2016

Vamos a por lo que será la última entrada del año. En un primer momento pensé en hacer algún tipo de ranking, pero viendo que me iba a costar lo mío, ya que libro que no me gusta, libro que no acabo, pues he decidido traer algunas lecturas de este 2016 que no he reseñado por ser de sobra conocidas o por falta de tiempo (o una combinación de ambas cosas).
Como cada año, he tenido mi ración de clásicos. Lo he acabado por todo lo grande con Henry James y Otra vuelta de tuerca y fantasmas o delirios paranoicos aparte, creo que todo el mundo debería leer y releer La llamada de lo salvaje, de Jack London. Catalogada como “novela juvenil”, siendo mucho más, merece esa etiqueta solo por la capacidad que tiene de revivir ansias lectoras olvidadas, de cuando uno se asomaba a la gran literatura por primera vez. Aparte, me parece una reflexión profunda sobre la supervivencia y la lucha por la vida que ya quisieran muchas “novelas para adultos”.
Adoro el ensayo y la divulgación. El problema, si se puede considerar como tal, es que soy bastante exigente, por una parte y por otra me cuesta pasar por su lectura sin subrayar, tomar notas, hacer un resumen después, contrastar algunas informaciones, etc. La consecuencia de esta actitud es, o bien que el libro se queda a medias si es poco consistente o bien se eterniza su lectura. Bueno, todo este rollo para hablar del fabuloso ensayo de Yuval Noah Harari De animales a dioses, donde se hace un repaso del pasado, presente y futuro de nuestra especie. Un futuro que se presupone poshumano, cuando la inteligencia artificial y la biotecnología permitan superar los límites con los que nos dotó la naturaleza, llegando incluso a hacernos “amortales”. Eso sí, a los que puedan pagarlo. Me parece un libro esencial para mirar las ideologías, los procesos históricos y las religiones con una óptica distinta. Es ameno, fascinante a ratos, pero también riguroso.
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En el apartado del relato corto o cuentos, acabo el año bien servido. Poco que añadir a lo que se ha dicho sobre Catedral de Raymond Carver, solo que deja un regusto a obra maestra y gusanillo de relectura difícil de igualar. Para este humilde lector, entraría dentro del canon de “cien libros que leer antes de morir”.
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No soy de los que menosprecia a los autores españoles, que en la blogosfera los hay. Incluso contra autores que con humildad a uno le parecen incuestionables, como Miguel Delibes. Pues también reciben palos. Pero, ¿quién no aspira a convertirse en perro de presa en estos tiempos? Los mismos que luego se lamentan del “buenismo”. Pues yo me he marcado un Luis Landero, y tengo en lista a autores como Wenceslao Fernández Florez, Gabriel Miró y otro Fernández, Jesús Fernández Santos, que hay que ver cómo escriben. No voy a criticar el esfuerzo que hacen ciertas editoriales por recuperar a escritores olvidados de Centroeuropa o de la Inglaterra victoriana. Pero que haya escritores como los mencionados que solo encuentras en los depósitos (suena mal, ¿a qué sí?) de las bibliotecas o en los mercadillos, clama al cielo. Por supuesto, no es el caso de Landero que vive y goza de fama, aunque Hacienda le quiso meter mano al estar jubilado y tener ingresos por dar charlas y cobrar derechos de autor, que a quién se le ocurre (modo ironía). Menos entusiasmo ha puesto Hacienda, por cierto, con los “futbolistos” y varios ilustres “panameños”. Juegos de la edad tardía merece leerse, el fulgurante debut literario de un cuarentón, por cierto, para que luego se quejen las jóvenes promesas.
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Si de literatura contemporánea hablamos y de la que engancha porque cuenta historias creíbles y tiene la virtud de transformar personajes ficticios que aparentemente existen tan solo en el papel en seres dotados de vida propia, por los que el lector se interesa, padece y se compadece por ellos. Si, hablo de esas novelas que acabas y piensas: ¿por qué me da tanta pena que la historia acabe aquí? ¿Qué pasará con Griffin después? Pues me alegro haber conocido y recomiendo por mediación del Blog de la fábula (gracias) a Richard Russo y su El verano mágico en Cape Cod.
Y para acabar con un toque exótico, ya os hablé de Yasunari Kawabata, del que fui reincidente, en parte por vuestras sugerencias y me leí, durante esas madrugadas de octubre, cuando uno trata de acostumbrarse al otoño, su cambio de hora y de rutinas, a sorbitos como si se tratara de un té, La casa de las bellas durmientes. En esa casa misteriosa, el anciano Eguchi disfruta de la compañía de jóvenes vírgenes que han sido narcotizadas, tan solo para poder dormir con ellas. Eguchi rememora su vida pasada, en un sutil ejercicio de erotismo y meditación sobre la belleza, la soledad y el paso del tiempo.                                
Una buena manera de acabar el año, sobre todo para no caer en ese abismo que supone siempre mirar atrás, es quedarse con los momentos buenos. Me ciño a las cuestiones literarias y acabo del todo relajado, por haber gastado mis horas de forma tan fructífera. Espero seguir compartiendo desde la llanura y visitando vuestros espacios a vista de pájaro otro año más. Un abrazo de novela para todo el que llegue a esta última línea del 2016. Mis mejores deseos para el nuevo año.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Cerrando el año cervatino: "El impostor" de Enrique J. de Lara

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Los molinos de Consuegra con el castillo al fondo (foto: Paco Vargas)

Ya queda muy poco para que acabe este 2016, que ha sido año cervantino y bien aprovechado por mi parte, con una relectura intensa de El Quijote por mediación de “El infierno de Barbusse”, entre otras cosas. Lo he tenido fácil, es cierto, porque vivo en el epicentro de ese paisaje donde Cervantes tuvo a bien ubicar gran parte de su novela y a tiro de piedra tengo la cueva de Montesinos en las Lagunas de Ruidera, los molinos de Consuegra y Campo de Criptana, El Toboso, la venta de Puerto Lápice y la cueva de Medrano en Argamasilla de Alba, lugar donde con mucha probabilidad Cervantes pasó una temporada tras ser detenido por la autoridad competente y allí comenzó a urdir su novela. Lugar, donde un noble perturbado, que se retrató en una de las capillas cerca de altar de la iglesia y se puede apreciar el parecido con el personaje imaginado por Cervantes, pudo inspirar a nuestro manco ilustre.

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Interior de la cueva de Medrano en Argamasilla de Alba (foto: turismocastillalamancha.es)

Aparte de la lectura y visita a los santos lugares de la tradición cervantina, tuve también mi peculiar aventura un tanto quijotesca. Enrique Javier de Lara, que ya apareció por aquí con Cerezas, contactó conmigo para que leyera una novela suya todavía inédita, muy relacionada con Cervantes. A pesar de que le expliqué mi falta de formación, mi bagaje de lector sin galones, insistió y al final no pude negarme. Solicité, eso sí, la ayuda de un amigo más cualificado para que diera una segunda opinión y así, poder dar a Enrique una valoración con mayor fundamento, en lo posible. Fue una experiencia interesante, tomar contacto con una obra así, en embrión, aunque hay que decir que el manuscrito que nos hizo llegar estaba acabado, casi listo para su publicación. Y por suerte, esta publicación se produjo a los pocos meses.

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El impostor de Enrique Javier de Lara vio la luz en la editorial Carpe Noctem, que incluye en su catálogo a mi paisano Félix Grande. Nada tuve que ver, ojo. Mi opinión, de lector, nada profesional, poco aprovechable, se dio sobre una novela ya perfectamente rematada. Solo quiero pensar que ese gesto pudo darle algo de suerte, superstición mía, claro. Y estoy orgulloso de haber asistido, si no al parto, al menos a esa primera lactancia de una obra por lo demás notable.

El impostor, no confundir con la novela de Javier Cercas sobre el infame Enric Marco (en la época que se destapó el escándalo estaba estudiando al fondo el tema del holocausto, también por extensión los argumentos del negacionismo y la salida a la palestra de este individuo me alteró tanto que no pienso leer la novela de Cercas, renuncio), tiene en la cuestión cervantina su leitmotiv. La acción comienza en Buenos Aires, donde Marcelo Teruggi, un delincuente de poca monta, da por casualidad con unas cartas dirigidas al escritor. Según fabula Enrique J. de Lara, Miguel de Cervantes se hizo pasar por su hermano para poder embarcar hacia América (en realidad, este fue otro de los anhelos frustrados del escritor) y desde allí compuso El Quijote y el resto de su obra, que enviaba puntualmente y en total secreto a la madre patria. El tal Teruggi trata de vender las cartas al mejor postor, pero se mete en un lío de faldas y escapa a España, donde tratará de hacer el negocio de su vida. Menudo enredo, ¿verdad? Con estas premisas Enrique Javier de Lara desarrolla una novela negra al estilo de Andrea Camilleri, con personajes creíbles, totalmente verosímil, bien construida y pensada, donde no hay ni un cabo suelto.

Decididamente, aquello era un bombazo. En mi cabeza comenzó a tomar forma definitiva una idea. Al mismo tiempo, me asaltó cierta ansiedad que ya no dejaría de crecer. No podía perder los documentos de mala manera, en cualquier parte; que los canas me agarraran y me los afanaran, o que luego de una curda, me los dejara en algún boliche para que un espabilado acabara beneficiándose. No, tenía que tomarme el piojo, marchar a España ahora que por allá las cosas estaban bien... Bueno, ya no tan bien, aunque posiblemente mejor que acá. En España seguro que podría completar el estofado; sacar la suficiente plata como para salir de pobre. Además tenía donde agarrarme en caso de necesidad, poseía un contacto, un viejo chabón de curdela, que había dado por el orto a la mitad de Baires y a quien conocí en mis primeros tiempos en la Capital Federal; exactamente, durante un breve periodo que pasé entre rejas. Actualmente, se ganaba la vida con un boliche especializado en pizzas que había montado en Madrid. Mira por donde, muy cerca estaba Alcalá, la ciudad natal del insigne; quién sabe si de un impostor…

domingo, 11 de diciembre de 2016

COSECHA DE OTOÑO: Héctor Abad Faciolince, Francisco Nieva y Henri Barbusse

A día de hoy necesito robar horas al sueño y darle a la lectura el monopolio de mi tiempo libre para lograr crear esa burbuja que todo lector ensimismado conoce bien y que conduce al arrebatamiento. Lo he logrado estas últimas tres semanas y me pedía el cuerpo reseñar el fenómeno en su conjunto, de forma abreviada. Quizá la pasión no sea la mejor virtud de un lector crítico, pero es la mejor vía para el placer. 
                                              
En El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince (Seix Barral) toma prestado un verso de un soneto atribuido a Borges para contarnos en primera persona la historia de su padre, por el que sentíaverdadera devoción y por extensión la suya propia y de su familia. Un padre-héroe asesinado por los paramilitares en su ciudad natal, Medellín (Colombia).

Y es que Héctor Abad padre denunció durante años la violencia que azotaba su país y practicó una medicina comprometida con la erradicación de la pobreza. Es un libro emocionante, sin recurrir ni forzar el lirismo. Es sincero, sin escabrosidades. Recorre sus páginas un delicioso equilibrio, el de la obra que tarda en parirse, de muchos años pensada y lo más fascinante, aparte de ese tono dulce pero contenido que impregna al español en Latinoamérica, es la creciente adicción que genera su lectura sin haber trama alguna, conociendo desde el principio el final, el clímax de la novela que es el relato del asesinato del padre. Esto sin duda es mérito de su autor, que consigue crear cierta intriga o al menos curiosidad por las andanzas de un padre atípico que para nada es un modelo de masculinidad, que educa a sus hijos con abrazos y besos y que no duda en plantar cara con arrojo a la injusticia, a los instigadores de la guerra civil y a sus ejecutores.

Curiosamente, me ha llegado más esta obra como padre que como hijo. Da que pensar la huella y el calado del progenitor en sus vástagos, por mucho que uno nazca con un equipamiento genético que en parte, si no lo determina, al menos lo predispone. Pero la figura del padre actúa como el primer alfarero y es emocionante, pero también causa pavor pensarlo. Aparte de esto, Héctor Abad padre, el doctor Héctor Abad, es todo un ejemplo moral, de resistencia y lucha contra no solo la injusticia, sino el fanatismo. Es el sentido común y la integridad que siempre rechazan los dogmáticos en su visión cerrada y asfixiante de ver el mundo.   

Granada de las mil noches es una obra de Francisco Nieva (Seix Barral), recientemente fallecido. Una rareza, por lo que se ve. Una aventura en prosa, puesto que Nieva destacó como autor teatral, que narra las andanzas de Alfredo Barbacid en la Granada romántica del s. XIX para conocer a su bisabuelo. Sí, un viajero del futuro, quizá un alter ego del propio autor buscando remover sus raíces maternas.

A partir de aquí, Francisco Nieva construye con total libertad una Granada fantasmagórica, violenta, pasional, haciendo un despliegue apabullante de literatura plástica, esa que se toca, se ve, se huele y se percibe como una composición musical. Al leer una novela traducida entiendo que se pierde algo, cada lengua tiene sus particularidades. La labor del traductor, en el fondo me parece la de un coautor que debería figurar en la portada, algo con lo que no todas las editoriales transigen. Pero toparse con una novela escrita en tu lengua, con ese grado de maestría, de sonoridad, no tiene equivalente. Francisco Nieva despliega su imaginación, a ratos surrealista, desatada, con historias que nunca se han escrito o tienen cierta raíz en la tradición oral; en las que el cielo cambia según transcurren los hechos y se tiñe de púrpura o se descuelgan nubes caliginosas que ensombrecen las plazas. Hay una violencia primaria, del hombre sobre la mujer, de sometimiento. Hay incesto, ruinosos enamoramientos, corre la sangre y los muertos apenas caben en un cesto o se precipitan en los pozos. Los padres degüellan a los hijos díscolos, un maestro de danza enseña pasos de baile para favorecer la fertilidad y un monstruo apodado la “marauña”, recorre los tejados escupiendo insultos incomprensibles. Después de leer Granada de las mil noches, tengo la impresión de haber asistido a un viaje alucinado, casi siento el mareo, la embriaguez, como cuando uno despierta de un sueño y tarde en percatarse de lo que es real. Tan solo un final un tanto irregular empaña este prodigio literario, este artefacto de creatividad apabullante.
                                             
Aunque suele ser fuente de frustración y generalmente me impide centrarme en una sola cosa, esta vez bendigo mi infinita curiosidad. Tras la grata experiencia de la lectura colectiva de El Quijote en el blog “El infierno de Barbusse”, me hice con el libro homónimo: El infierno, publicado originalmente en 1908 por el escritor francés Henri Barbusse y que yo he leído en la versión de 2006 de Rey Lear. Según reza la nota del editor, fue un fenómeno de ventas, alabado por uno de los capos de entonces, nada menos que Blasco Ibáñez. El citado Barbusse murió de neumonía en la Rusia soviética, con la que confraternizó (al parecer publicó una hagiografía de Stalin poco antes de morir) y quizá por eso el paso del tiempo arrojó sobre su obra alguna palada de más.

El argumento es tan sencillo como sugerente. La historia transcurre en primera persona y el narrador, que se describe a sí mismo en los primeros compases  de la novela como un ejemplar humano arrojado al mundo, solitario, desconcertado por eso que uno llama existencia, encuentra en la habitación de su hotel una grieta por la que puede observar lo que ocurre en la habitación de al lado sin ser visto. Esta feliz casualidad nos hace cómplices de un caso de voyeurismo del alma humana. Con una prosa elegante, cargada de lirismo y reflexión filosófica, hay momentos de gran belleza, deslumbrantes. Entre ellos me ha tocado especialmente la primera experiencia amorosa de dos jóvenes, apenas rozarse los labios, no esperen de esta novela procacidades, como podría hacer un escritor contemporáneo con el mismo leitmotiv. El propio narrador se lamenta después: yo no recuerdo mi primera mirada, mi primer regalo de amor. Y está claro que se produjo (…). Recuerdo cosas insignificantes, y que vienen al azar, pero lo más bello y lo más dulce se me ha ido a la nada. Por eso se esfuerza en su escrutinio y olvida lo más elemental. Fuera de la habitación que espía, apenas hay acción. Y sin embargo, se lee con avidez este infierno, con algún pasaje menos digerible, porque no existe la novela perfecta y el excesivo protagonismo que cobra en ocasiones el narrador, en sus elucubraciones filosóficas y científicas, margina lo verdaderamente importante.

Así que a través de esa grieta, asistiremos también a un parto (el dolor de engendrar, dice, el hijo por el cual la herida sangra continuamente), a la agonía de un hombre, su duelo con un sacerdote preocupado por llevar otra alma al redil, más que por prestar algún tipo de consuelo, y su muerte. A una confesión, terrible, por lo bella, de la vanidad, de la corrupción y el paso del tiempo. Un infierno del que se deduce que el ser humano es un animal perpetuamente insatisfecho, que desea lo que no tiene y que lo que no desea es por ignorancia.


¿Qué es lo que soy? Soy el deseo de no morir. Y no solo esta noche, en que me veo llevado por la necesidad de construir el sólido y poderoso sueño que no me abandonará, sino siempre. Todos somos el deseo de no morir (…) Nos exaltamos con impresiones nuevas, con sensaciones nuevas, con nuevas ideas. Nos esforzamos en tomar lo que no tenemos para añadírnoslo. La humanidad no es sino el deseo de novedad acerca del miedo a la muerte. Eso es: yo lo he visto.   

domingo, 27 de noviembre de 2016

KILÓMETRO

                      


Para recorrer casi todo el escenario de mi vida, la tabla donde transcurre mi existencia, me basta apenas un kilómetro. Son quince minutos, algo menos a buen paso. Es mi jaula, los límites del prado donde pazco. El cerco, la barrera y en su interior mastico con parsimonia, rumiando los días que me han sido asignados. Desconociendo, como todos, el final.

Para ir al trabajo recorro un pasillo arbolado, una cúpula de ramas, bronquios y alvéolos que se estiran hacia el cielo, retorcidos al despegar, erizados al fin en su extremo, como si hicieran un último esfuerzo por alcanzar lo que no se puede tocar. Su tronco se bifurca. Son los árboles mis testigos, los postes que acotan mi camino. Ahora es invierno y sus extremos, como púas, tejen una tela de araña sobre mi cabeza. A veces distingo en algún tronco una protuberancia, como un tumor. Se retuerce y abre como una llaga. Esa bóveda me conduce al trabajo, sí, y también a la casa de mi adolescencia. En su buhardilla ahogué muchas tardes entre mis dedos, perdí el tiempo, un tiempo irrecuperable. Se perdió y ahora viven desconocidos en ella, otro niño mora bajo el tejado, asomado a la ventana, contemplando el mar de tejas, los límites de su jaula.

Apenas unos metros de donde vivo, pasé mi infancia. Las calles eran de barro y enfrente, las eras pedregosas y el trigo salvaje brotaba entre las piedras. Había un viejo caserón, derribado el tejado por un rayo. Viejas tierras que arañaron mis pezuñas, con el tiempo recalificadas y construidas. Allí acabé viviendo, en el mismo suelo en donde ardían los rastrojos y los grillos excavaban sus galerías y los esqueletos de los galgos yacían consumidos por el sol.

Trazo otra línea y me ubico en la casa donde nací. En una cama, asistido por una vieja comadrona. No hay que andar mucho para llegar a la casa de mis abuelos, donde quemé los primeros años de mi infancia. Todo resumido en un cerco tan estrecho. Apenas he salido de aquí. Es mi jaula. Poco más lejos nacieron mis hijos y conocí a mi mujer. Poco más lejos, tengo reservado un hueco en el camposanto. 

viernes, 11 de noviembre de 2016

LEONARD COHEN

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Cuando le concedieron el Nobel a Bob Dylan leí todo tipo de opiniones al respecto. Algunas, bien argumentadas, exponían sus reservas e incluso su rechazo hacia un reconocimiento que opinaban, como poco, exagerado. Otras, se burlaban haciendo alarde de ignorancia. Una tercera posición era la de los que defendían el premio, aludiendo entre otras cosas a la tradición de los trovadores. Entre los primeros y los terceros (no los cuñados ni sabelotodos, claro), surgía de cuando en cuando un nombre que por desgracia hoy es protagonista de periódicos, telediarios y de este post, el del poeta y músico canadiense Leonard Cohen. Para los entendidos, tan merecedor del Nobel como Dylan, pero con mejores credenciales en lo que a literatura se refiere. Un músico y poeta (aquí si estaba claro el binomio y sí había unanimidad) que ha marcado a tres generaciones. 

Reconozco que las raíces folk y luego la transición al blues y el rock de Dylan, junto a las versiones que otros artistas llevaron más allá en lo musical (pienso en Jimi Hendrix y su All along the watchtower), me han atraído más del músico norteamericano que su pulsión poética, sin dudar de ella, sobre todo porque no me he puesto a la tarea, aunque he escuchado a apasionados defensores de su valor, como Benjamín Prado. En cuanto a Leonard Cohen, hay algo subyugante y místico en su voz grave, que alcanza elevadas cotas de expresividad y su perfil indudable de poeta además de músico. En casa tengo un disco doble suyo con unas treinta canciones, que curiosamente no contiene las letras (vaya manera de tratar a un artista de la palabra). En el libreto del disco, eso sí, hay una foto preciosa de Cohen sentado de espaldas (la reproduzco a continuación), frente a un paisaje de casas blancas y tejados típicamente andaluces, puesto que el músico vivió en España y se familiarizó —y adaptó—con la poesía de García Lorca. 

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Todos tenemos un archivo de canciones que han forjado o han encajado con nuestro carácter y sensibilidad, acompañándonos un largo trecho. Leonard Cohen me ayudó a aflorar emociones enquistadas, fue mi terapeuta emocional, me hizo feliz y canalizó mi angustia, mi tristeza, para evitar que se desbordara y acabara ahogándome. Y cuando nació mi hijo mayor me ayudó a relajarlo durante aquellas tardes interminables que nos dio el llamado “cólico del lactante”. Dijeron los médicos con razón que se solucionaría solo, pero lo cierto es que la poesía y la música lo atemperaron y había que ver a unos padres primerizos en el brete. Por cierto, algún remanente ha quedado, porque en cuanto he puesto la canción ha subido a ver lo que estaba tramando y me ha traído una porción de bizcocho recién hecho. Bonito edén, ¿verdad? Cohen, un ángel rubio de cuatro años y un bizcocho —falta el chocolate caliente, pero lo ponemos si queréis—. Tan solo me queda elegir una canción para ilustrar este post urgente en homenaje al maestro, se trata de la hipnótica y emocionante “Waiting for the miracle”, que he encontrado con subtítulos en castellano en Youtube. Y seguir escuchándolo, como tantos millones de personas de todos los países, culturas y edades imaginables esta tarde. Si las ideas religiosas o políticas desunen, la poesía y la música, que duda cabe, son el verdadero pegamento de este mundo. Por eso molestan tanto a los fanáticos.

          

viernes, 21 de octubre de 2016

"Amistad de juventud" de Alice Munro

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Alice Munro (1931) es una escritora canadiense a la que buena parte de la crítica considera la “maestra del cuento contemporáneo”. Nació y se crió en una zona rural de la provincia de Ontario, se casó con tan solo veinte años y tuvo tres hijas. Según he leído en una entrevista, su ajetreada vida doméstica apenas le concedía una pequeña tregua durante el tiempo de la siesta, que era cuando podía darse al placer de escribir. Así se fue fraguando su estilo, de manera tan sólida, que cuando sus hijas crecieron ya había quedado atrapada en el laberinto de contar mucho en pocas páginas y lejos del arquetipo de escritora de largas y meditadas novelas. Ese proceso de destilación literaria, de elaboración pausada en los intersticios de la vida doméstica, probablemente fortaleció su singular capacidad para concentrar un universo, una novela entera, en treinta o cuarenta páginas. 

Se trata de diez historias de unas treinta o cuarenta páginas de extensión cada una. Los protagonistas suelen ser mujeres y por tanto, el punto de vista es netamente femenino. Los hombres quedan en general tan solo abocetados, poco definidos, apenas rasca la autora en su superficie. En cambio, ellas son expuestas con todo detalle. No son perfectas, al contrario, no hay una mitificación de la mujer ni un combativo feminismo, no son víctimas, ni tampoco seres trascendentes. Se relata su vida, los momentos de transición o las encrucijadas que tienen que afrontar, la manera en la que rompen la cáscara conyugal, sus infidelidades, divorcios, su búsqueda de la propia identidad, desafiando al destino. Sus problemas domésticos, en fin, su cotidianidad.

La escritora canadiense Alice Munro. | AFP
Alice Munro ganó el Premio Nobel de Literatura en 2013 (Foto: El Mundo)

Atrapan porque Munro logra crear una relación de intimidad entre sus personajes y 

el lector. Por ejemplo en “Oh, de qué sirve” nos relata la historia de dos hermanos, Morris y Joan y una niña que vive en su vecindario, Matilda. Con saltos temporales, la autora expone varios momentos de sus vidas, hasta su madurez. Ocurre también en “De otro modo”, donde dos amigas, Maya y Georgia, se reencuentran después de treinta años sin verse y rememoran su pasado.
La cuestión temporal es interesante. Se superponen espacios y tiempos, la voz narradora salta de un lugar a otro. Se detiene y dilata en aquellos momentos trascendentes, mientras que pasa por encima de lo banal. Son relatos construidos a través de instantáneas, como si cualquiera repasara su vida en carrusel y decidiera detenerse en este u otro punto, y rememorar con detalle, pasando rápidamente después hacia otro lugar. Esto proporciona cierto aire de nostalgia, especialmente en “Agárrame fuerte, no me sueltes”, en el que una viuda viaja al lugar donde su marido pasó parte de su juventud. El paso del tiempo ha hecho tales estragos, que nadie parece recordarlo. Es angustioso pensar que los años pueden verter esa capa de olvido y borrar nuestro rastro de lugares que nos han marcado. Da mucho que pensar en la existencia de uno mismo y su relativismo.

En cuanto al estilo, es bastante realista. No hay alusiones, todo se dice y queda al descubierto. Es preciso, sin alardes retóricos. Hay matices, eso sí, dispersos aquí y allá, como breves relámpagos. Son cuentos que requieren una lectura pausada y minuciosa, son para degustar como un producto culinario elaborado, no engullirlos como fast food. Y sobre todo releerlos, por lo que palpita en ellos esa condición del relato que lo distingue de la novela y lo aproxima a la poesía, la necesidad de ser revisitado.

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Entorno rural cerca de Ontario, similar al contexto en el que se desarrollan buena parte de los relatos
(Foto: http://fotosmundo.net/paisajes-hermosos-ontario/)
La mayoría de las historias se desarrollan en un medio rural humilde, en pequeñas granjas o aldeas, lo que conecta con la propia experiencia vital de Alice Munro. Hay un gusto por el detalle, por los objetos y el entorno familiar y doméstico. Otro punto a favor es su maestría con los diálogos, certeros y naturalistas, perfectamente insertados dentro del relato.

El tema de la amistad, que da nombre al libro, actúa como hilo conductor en la mayor parte de las historias. La amistad con su fecha de caducidad, irrecuperable cuando se pierde o abandona, imposible de revivir después en las mismas condiciones. Hay traiciones y olvido, nostalgia, remordimientos y miedo. Aquí la autora supongo que expone su propia experiencia: con ochenta años el recuerdo de la amistad de juventud se emborrona y da pavor incluso certificar su fin.

Amistad de juventud es uno de esos libros que dejan huella y una herida que nunca cierra. Una desazón que solo se calma releyendo, como una fotografía que se saca del álbum y se mira miles de veces y cada vez nos evoca cosas nuevas y nos hace revivir emociones que creíamos haber olvidado.


Esta reseña la escribí el verano pasado, cuando leí el libro y la tenía olvidada entre tantas. De momento, mientras recupero el ritmo lector no está de más recordar a una de las grandes del relato contemporáneo y reivindicar de paso el Premio Nobel de Literatura. 

viernes, 7 de octubre de 2016

PUBLICAR A TODA COSTA



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Paso por un momento, quizá contagiado por este otoño tan atípico, de sequía lectora. Me gusta dedicar tiempo a mi trabajo fuera de la jornada matinal, nadando a contracorriente de lo que la mayoría presupone. La noche suelo dedicarla a leer o escribir, generalmente las dos cosas porque soy multitarea, a mi pesar. Digo suelo porque llevo un mes en el que mis hijos están francamente rebeldes y se niegan a irse a la cama a una hora razonable para su edad (casi cuatro y dos añitos). Uno de los rasgos de mi carácter que he fortalecido con la paternidad es el de la paciencia y me aplico a la tarea de dormirlos como si fuera un Buda. Revoluciones aparte, la cuestión es que a las once y pico de la noche, cuando consigo que ronquen, ya estoy a un paso del agotamiento. Así que mis ansias lectoras (que vosotros, blogs amigos, alimentáis) se ven interrumpidas, pero no menguan. Lo mismo ocurre a la hora de escribir, estoy todo el día en estado de ebullición, con la tapa bailando encima de la olla de mi cabeza y en cuanto agarro el teclado solo se escucha en la casa el tableteo de ametralladora de mis dedos (por suerte escribo rápido), durante treinta minutos o una hora. El resultado, pues algo como esto. Un ruina montium, al estilo de los romanos. Agua, barro y espero que alguna pepita, aunque sea de oro “golfi” (se escribe “gold-filled”). 

Se me olvidaba el motivo por el que me he sentado a escribir ahora, cerca de las doce. En parte es por no perder el hábito. Como no tengo lecturas nuevas (todavía estoy acabando Los detectives salvajes), pues os cuento mis cuitas literarias, ya que el blog va un poco de eso. 

Esta semana he recibido dos emails un tanto desconcertantes. En el primero, me anunciaban el fallo de un concurso de novela corta. Dejo un pantallazo, borrado lo esencial, que tampoco me quiero meter en líos. Bastante tengo con el mundo real para embarrarme con el virtual. Para los perezosos, el mensaje dice que no he sido el afortunado, pero que han hecho una selección de obras (intuyo que es mentira) “que tendrían cabida" en su "sello editorial”, pero debido a la falta de presupuesto, no pueden publicar. Eso sí, si considero “oportuno aportar los recursos económicos necesarios”, pues ellos encantados. Les ha faltado pedirme que saque la basura y al perro. En fin, yo sé que la autoedición es moneda corriente en autores nóveles, pero esta “oferta” es ya pasarse de listos. Aunque soy muy ignorante del mundo editorial y lo mismo el que se está pasando de listo soy yo. Lo peor es que el mensaje toca un tema peliagudo y es el de la vanidad, que todos tenemos en mayor o menor medida. “Hemos hecho una selección de 20 novelas”, entre trescientas y pico. Uno se pregunta, ¿será verdad eso de que estoy en el Top-20? Pues mi intuición, que falla poco, me dice que no. Esto es una táctica comercial. Así que a la papelera de reciclaje. 


El segundo mensaje va en un sentido parecido. Este verano acabé un conjunto de relatos que tengo sobre el tema del desarraigo, la memoria y tampoco os quiero cansar, pero se me pasó por la cabeza tratar de publicarlos. Una editorial me contestó esta semana con otra oferta “tentadora”. En resumen, más de lo mismo. Tocan la fibra de la vanitas (corto y pego: la difícil situación por la que atraviesa el mercado editorial ha impedido valorar positivamente las posibilidades comerciales de una obra cuyo autor aún no goza de la notoriedad que merece) y luego me ofrecen una coedición, cosa de poco: desembolsar mil eurillos para comprar cien de mis libros. Eso sí, una inversión—aseguran— fácilmente recuperable. No he contestado todavía a este email. 

Ambos mensajes me han hecho pensar en la cuestión de publicar. No tengo mucho tiempo, ya lo comentaba. Además, escribo ficción desde hace apenas dos años. Antes le dedicaba tiempo a un diario personal y a pergeñar poesías espantosas, sin rima ni nada, pero que me servían de purgante. A pesar de todo, ya tengo una producción más o menos copiosa, teniendo en cuenta las circunstancias. La gran mayoría no lo ha leído ni mi mujer. Algunos han recibido algún premio menor o han sido finalistas y por ahí andan, en antologías de andar por casa. De todo esto, me ha extrañado no tener ilusión por publicar, una vez que he recibido estas dos ofertas que aún a pesar de sus condiciones leoninas, me deberían hacer dudar. Pero en mi caso, casi me han llevado a desistir de seguir intentándolo. Es decir, seguir enviando material a concursos o a editoriales. Si publico algún día, no quiero arrepentirme luego. No quiero avergonzarme. No sé si es soberbia por mi parte, pero me gustaría que mereciera la pena lo que hago si me decido a darle visibilidad, no para entrar en el Olimpo, que desde hace tiempo está cerrado a cal y canto. Pero como escuché hace poco a Benjamín Prado, y ya son las doce y media, tengo que acabar porque luego me ataca el insomnio, vocación y equivocación son palabras demasiado parecidas. No quiero equivocarme y ese miedo, me parece a mí, convierte a la vanidad en una cucaracha que apetece hacer crujir bajo el zapato.  

*La fotografía del principio es la Alegoría de las Artes de Vicente Palmaroli González (1834-1896) (laalcazaba.org)

viernes, 23 de septiembre de 2016

"La bailarina de Izu" de Yasunari Kawabata



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Yasunari Kawabata nació en Osaka en 1899. Quedó huérfano con tan solo tres años; en realidad, tal y como señala en alguno de sus relatos, perdió a casi todos sus parientes siendo muy joven. Mantuvo una estrecha amistad con otro de los grandes escritores japoneses, Yukio Mishima. Además de la literatura también se dedicó al cine, participando como actor y guionista en algunas de las adaptaciones de sus historias. En 1968 se convirtió en el primer escritor japonés en recibir el Premio Nobel de Literatura. Murió en 1972 por inhalación de gas, se cree que de manera intencionada. 

La bailarina de Izu (Seix Barral, 2016), es en realidad una colección de relatos. Está dividida en dos partes. En la primera, denominada “UNO”, figura el relato que da título al libro y Diario de mi decimosexto año, junto a otras tres historias; son las que más me han impactado y en las que voy a centrar mi reseña. Las historias breves que el autor denominó “Historias de la palma de la mano”, están agrupados en la parte denominada “DOS”. 

En La bailarina de Izu un joven estudiante que realiza un viaje a pie desde Tokyo se une a un grupo de músicos ambulantes; entre ellos va una muchacha de unos catorce años (aunque el presupone de mayor edad), de la se enamora de la forma más simple, porque para caer a los pies de alguien basta siquiera un segundo. La descripción del paisaje y la naturaleza no solo como escenario, sino como elemento que fluye con el espíritu, el sosiego y ritualización de cada gesto, por insignificante que sea; la sencillez y delicadeza de todo el relato, las emociones que nunca se desbocan, sintetizan el ambiente tan particular creado por Kawagata. Es una historia que se alimenta de miradas y silencios, de un erotismo contenido y fugaz. Refleja la ternura y pureza del primer amor, la timidez y desorientación de ese sentimiento que al principio uno no sabe muy bien cómo manejar. Habla de la frustración también, cuando parece inalcanzable. 

Llegamos a la cima de la montaña. La bailarina colocó el tambor sobre un banco en el césped seco y se enjugó la cara con un pañuelo. Comenzó a limpiarse el polvo de las piernas y luego, de pronto, se agachó a mis pies y comenzó a limpiar el dobladillo de mi hakama. Me aparté con un violento estremecimiento, y ella se dejó caer de rodillas haciendo un ruido sordo. Limpió el polvo del bajo de mi kimono, luego soltó el dobladillo. Yo me quedé de pie allí, respirando profundamente. 

Por su parte, Diario de mi decimosexto año es un curioso ejercicio literario. Presentado como un diario verídico que el propio Kawagata tomó de su puño y letra durante la agonía de su abuelo, incluye aclaraciones con corchetes hechas por el autor años después, junto a reflexiones intercaladas. Kawagata rescata un episodio de su pasado, al que asiste con estupor, puesto que no siempre coincide con sus recuerdos. Uno de los mayores alicientes que encuentro en la lectura es su capacidad para mover a la reflexión. La distancia entre lo que de verdad ocurrió y esos recuerdos falsos; la manipulación que realiza nuestra propia memoria, alterando o directamente eliminando lo vivido me parece un tema muy sugerente y que en el fondo me obsesiona. Transcribo aquí un par de párrafos al respecto:

No puedo imaginar que algo simplemente se haya “desvanecido” o “perdido” en el pasado tan sólo porque no lo recuerdo. Esta obra no pretendía resolver el enigma del olvido y la memoria. Tampoco tenía intenciones de responder a los interrogantes de tiempo y vida. Pero es verdad que ofrece cierto indicio, alguna evidencia.

Mi memoria es tan mala que no puedo creer con firmeza en ella. A veces pienso que el olvido es una bendición. 

Pero hay más en este diario, porque un joven Kawagata tiene que hacerse cargo de su abuelo, ciego y paralítico, asistirlo en sus necesidades fisiológicas, controlar la irritación que le provoca su carácter, agriado por la enfermedad, por la derrota definitiva que es verse a las puertas de la muerte: en ese momento no hay nada que hacer, salvo abandonarse. Es algo sobre lo que también leí este verano con La muerte de Iván Ilich de Tolstoi. 

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Kawabata durante el rodaje de La bailarina de Izu (Foto: conoce-japon.com)
El mismo tema sobrevuela otros dos de las historias más destacadas, también autobiográficas: “Aceite” y “Experto en funerales”. El primero es el relato de un niño privado no solo de sus padres a temprana edad, sino de cualquier recuerdo propio sobre ellos. Pensar en ello me asusta, porque mis hijos son tan pequeños, que en caso de morir pasado mañana sería para ellos poco más que un fantasma; si acaso el origen de un trauma, como el que Kawagata va deshilando tras una conversación con su tía en la que le cuenta cómo rompió las velas y vertió el aceite de la vasija del altar durante el funeral de su padre.
Cuando oí la explicación de mi tía, me di cuenta, por primera vez, de que mi propio dolor estaba incluido dentro de la historia. Para mí, que odiaba la luz de la lámpara de aceite del altar, la muerte de mis padres quizá se había filtrado en mi corazón como el olor del aceite.
El segundo, ese experto en funerales a la fuerza, porque asiste periódicamente a la debacle de su familia, de parientes que nunca ha conocido y que comenzó con la muerte de sus padres, es una historia sobre la soledad del huérfano, expresada de forma rotunda ya en la primera frase: desde pequeño, no he tenido mi propia casa ni tampoco un hogar y que nos enfrenta con la muerte, en frases demoledoras e intensas imágenes.
Cuando alguien habla de mis padres no se qué actitud adoptar al escucharlo. Mi único deseo es que finalice pronto. 

Lo único que recuerdo de mi hermana es la imagen de su ropa blanca de luto mientras un hombre la cargaba de espaldas. Aun cuando cierro los ojos e intento pegarle una cabeza y unos miembros a esa imagen, solo aparecen en mi mente la lluvia y la arcilla roja del sendero.
Es una estética que alaba lo insignificante, que compone la historia con breves retazos, con palabras claras y certeras. Una literatura de sensaciones; me recuerda a la propia caligrafía japonesa: sencilla en apariencia, pero que requiere precisión y exactitud en el trazo. Sobre ese fondo blanco, como en la caligrafía, los párrafos de Kawagata se rebelan pequeñas piezas maestras, donde se expresa justo lo que se quiere expresar, cargados de imágenes poéticas y simbólicas, que evocan emociones e inspiran, como la meditación, pensamientos profundos.