miércoles, 4 de septiembre de 2019

VENDIMIA LECTORA


Mediado septiembre, cuando la uva estaba madura, la ciudad en la que vivo salía de su letargo. Habían acabado las fiestas y los niños regresaban a su rutina cuartelera. Las noches y las mañanas eran frescas, no así el puro día, que seguía prendido del sol canicular. Riadas de andaluces llenaban la plaza en busca de amo y luego se desparramaban por las casa de labor. Un olor punzante, agridulce (el del mosto), copaba el aire. Esto ha cambiado en los últimos años, nuevas variedades de uva han dilatado el tiempo de vendimia y la mecanización de la recolección que permite el emparrado ha mermado las cuadrillas de trabajadores. Jornaleros estos, la mayoría, venidos de otros países. Sigue siendo, no obstante, una etapa que anuncia la melancolía del otoño, sobre todo después, cuando las cepas se quedan con la hoja amarilleando y apenas alguna escurrida y escuálida gaucha que se libró de la navaja. Sirva esta pequeña introducción para detallar mi particular vendimia, los libros que puedo contar por leídos acabado agosto y que constituyen mi cosecha. Hay de todo, bueno y regular (los malos los dejo aparte). 

SOY UN GATO, Natsume Soseki (Impedimenta) | LEO CUANTO PUEDO

Han sido bastantes y a lo mejor este post quedará un poco largo, mal asunto en los tiempos del tweet. Empecé con un título al que le tenía muchas ganas, Soy un gato, de Natsume Soseki. Una novela satírica japonesa de principios del siglo XX. El narrador es un felino y a través de sus ojos desfilan una serie de personajes y situaciones cada cual más estrambótica. Vive en casa del maestro Kushami, un señor desagradable, obtuso, casi un tonto ilustrado, que recibe las visitas intempestivas de unos amigos no menos singulares, entre ellos un mentiroso y bromista compulsivo llamado Meitei. El felino maneja la ironía con una buena dosis de corrosión y se atreve a entrar en terrenos más filosóficos, pero las situaciones a veces son tan prosaicas y el narrador tan repetitivo que es difícil resistirse a saltarse párrafos, páginas enteras. Y lo peor es que corrido el riesgo, todo sigue igual, el mismo circunloquio, la misma vuelta en torno a lo mismo. Por eso me fui a por otra novela de gatos, por rehabilitar a mi animal doméstico favorito. Una totalmente distinta, Mi gato Autícko, del escritor checo Bohumil Hrabal. Novela corta (la anterior pasa de 600 páginas, esta apenas llega a 100) donde un anciano escritor se refugia en una casa de campo para trabajar a sus anchas, rodeado de gatos, a los que adora. El problema es cuando a los animales les da por reproducirse, ya sabemos cómo las gastan y provocar disturbios, inconveniencias que nuestro escritor debe resolver a las bravas. Está contado con un estilo ágil, como un rodillo, inteligente, a ratos humorístico y también profundo, donde explora el tan humano sentimiento de culpa. Deja una sensación de estupor, sin embargo, por las escenas brutales entreveradas con altas dosis de ternura por los animales. Una lectura extraña que se sale de lo habitual. De hecho, ahora estoy con otro libro Hrabal.
Mi Gato Autícko - HRABAL, BOHUMIL: GALAXIA GUTENBERG ...

Como no tenía bastante con dos tazas me fui a por la tercera. David Foster Wallace, nada menos. Este autor pasa por ser un hueso duro, de hecho, he leído que La broma infinita es una de las novelas más difíciles que existen, por eso me fui a los relatos. Disfruté con historias que abordan todo tipo de temas: concursos televisivos, traumas infantiles, nihilismo punk, violencia larvada, incluso aparece el presidente Lyndon B. Johnson. Con gran virtuosismo (DFW sería el equivalente literario de los shredders guitarreros) e imaginación. En la colección que he leído, La niña del pelo raro, hay sin embargo una novela corta al final, Hacia el oeste, el avance del imperio continúa, donde es necesario armarse de paciencia. Yo no la tuve y la dejé sin acabar y me fastidió el bouquet final, como cuando después de una buena comida te viene un reflujo y se te llena la boca de bilis. Quizá guste a los posmodernos, pero yo me quedo con los relatos anteriores, puro talento desbocado.

Pasé una semana en la playa y me llevé una recomendación bloguera, para no fallar. Otro libro de relatos, de Karin Tidbech, Jagannath. Merecería una reseña aparte, porque lo leí dos veces y más que serán. Son relatos fantásticos, que mezclan elementos de la ciencia-ficción con el folklore nórdico. También asoma lo humano: la soledad, las relaciones entre padres e hijos, la memoria familiar o, como reza la solapa, la alienación del ser humano en el mundo en el que vivimos. Perturbadores, oníricos, absorbentes, gran variedad en el tono y el desarrollo de las historias, reivindica el relato como género que no se agota en una primera lectura.


La mesilla de noche: Reseña: Jagannath

El otro que me llevé a la costa de Almería fue Paz, amor y death metal, de Ramón González. El autor es paisano, de Daimiel y tuvo la mala fortuna de encontrarse en la sala Bataclán cuando tres terroristas decidieron acabar con los “idólatras” a tiros. Sobrevivió y nos narra su experiencia. Hace con ella su debut en el mundo literario. Quizá lo más interesante es el enfoque, ya que más que recrearse en el momento del atentado, se centra en el después: la reconstrucción y reconfiguración de su vida tras haber sobrevivido a una experiencia tan traumática.


4 3 2 1 - Paul Auster | Planeta de Libros

De vuelta a casa me llegó un bofetón de pesimismo. El verano me deprime, cosa rara, lo sé. Quizá con la inactividad leo demasiado las noticias y pienso en el futuro y todo lo veo tan negro como la pez y veo a mis hijos y hasta me siento culpable. Feliz final de Isaac Rosa no era la mejor opción. Parte de una estructura original, ya que la historia comienza efectivamente con la ruptura (hermosa y definitiva la imagen del piso vacío con el sofá que cojea) y se desarrolla en retrospectiva, en lo que parece un intercambio de emails entre ambos. Una relación amorosa que ha dejado dos hijas y se ha deshecho de forma casi infantil. Llevo con mi mujer más de veinte años, desde que éramos adolescentes y a ratos me parecía la novela una burla del amor, la escritura de un cínico desengañado. Hay pasajes donde se nota en exceso la documentación, las opiniones de sociólogos, pediatras, filósofos puestas en boca de amigos sabiondos, de discusiones de pareja, para mi resulta antinatural. O lo mismo hay gente que habla así. Muestra mucho Isaac Rosa, demasiado, la exhibición de intimidades, de pensamientos que no se revelan, creo yo, porque materializados suenan pueriles. Pero no lo son. Me ha dolido, ofendido y a ratos fascinado esta novela. Incómoda, ridícula y genial a veces. Desde luego un ejercicio notable, pero no era para mí.


Menos mal que después rescaté de mi pila de pendientes una novela de bolsillo que había comprado hacía varios años, Éramos unos niños, de Patti Smith. Coincidió con la llegada de la icónica poeta y rockera a La Coruña para dar un único concierto en España, a punto estuve de coger a mi familia e ir para allá, pero el trabajo de mi mujer (y 800 km) lo hizo inviable. Es un libro autobiográfico y Patti Smith nos cuenta sus inicios en el mundo del arte, que desembocaron en una carrera musical para nada prevista. Con una honestidad y sencillez encantadora. No solo empatiza uno con Patti Smith, simpatiza. La quiere. Los inicios de Patti no fueron fáciles y en su camino hambriento por Nueva York conoció a Robert Mapplethorpe, el genial fotógrafo muerto con apenas cuarenta años de SIDA. El libro tiene a Robert como coprotagonista y de hecho, la idea de la novela partió de una promesa. Robert y Patti viven por y para el arte. Su entrega es total, absoluta y es su razón de ser, también lo es su amistad, sin concesiones. Por la novela de Patti Smith circula una cantidad de talento apabullante: lo mismo Jimi Hendrix, Janis Joplin que Allen Ginsberg por las escaleras del derruido hotel Chelsea. Eran otros tiempos. Tiempos que nunca volverán, cuando un grupo pequeño, exiguo de personas, se sacrificaba por el arte. Unos pocos llegaban a obtener el reconocimiento, el resto ardía en el anonimato y se consumía en el olvido. Imprescindible si te interesa el mundo del arte y el rock.


Siguiendo en plan rebelde encontré en la biblioteca de mi ciudad una novela de un tal Michal Witkowski, Lovetown. Cómo demonios llegó allí, es un misterio. Imagino que provendrá de algún donante. En la contraportada es descrita como un “Decamerón queer”. El narrador y autor, entrevista a dos ancianos travestis que viven en un piso de protección oficial en Varsovia, aferrados al pasado. Un pasado de marginalidad y sexo clandestino en parques, lavabos públicos y cuarteles con soldados rusos. Sórdido, deshumanizador, dirán, pero ellos lo echan de menos. Witkowski, que es de otra generación, también se posiciona y se pone del lado de las “históricas”, de aquellos homosexuales que disfrutaban en los márgenes, a pesar de las palizas y las enfermedades venéreas y ven la “normalización” como el fin de los buenos tiempos. El libro está articulado no como una novela, sino como pequeñas entradas de un diario, con anécdotas y reflexiones, bastante divertidas y con mala leche. El autor es un saltimbanqui que va de lo sórdido a lo liviano y del drama a lo hilarante. Eso sí, seguro que ningún libro del mundo contiene tantas veces la palabra “mamada”.


Y para aterrizar, como se aproximaba la vendimia, me fui con Plinio y don Lotario. Esto es, los personajes creados por García Pavón e inspirados en la vida rural de mi ciudad, su particular léxico, paisaje e idiosincrasia. Otra vez domingo narra el caso de la desaparición de un médico del pueblo, al que se enfrenta un Plinio crepuscular y contiene todos los alicientes de la saga. Un buen vino para acabar mi mes de agosto y que coincide además con el centenario del nacimiento de un escritor a recuperar.


Una aventura de Plinio – Otra vez domingo – Fco García ...