jueves, 9 de septiembre de 2021

"Las malas" de Camila Sosa Villada y "Los invisibles" de Lucía Puenzo

 

Comienzo la temporada bloguera con dos novelas cazadas por casualidad, pero con muchos puntos en común.

Las Malas es una de esas flores raras con las que se topa uno de vez en cuando. Comienza:

 “Es profunda la noche: hiela sobre el Parque. Árboles muy antiguos, que acaban de perder sus hojas, parecen suplicar al cielo algo indescifrable pero vital para la vegetación. Un grupo de travestis hace su ronda. Van amparadas por la arboleda. Parecen parte de un mismo organismo, células de un mismo animal. Se mueven así, como si fueran manada. Los clientes pasan en sus automóviles, disminuyen la velocidad al ver al grupo y, de entre todas las travestis, eligen a una que llaman con un gesto. La elegida acude al llamado. Así es noche tras noche”.


Y te preguntas, ¿a dónde irá a parar esta historia? Y sigues. Has caído en el hechizo de Las Malas, un hechizo del que se tarda en despertar muchas páginas. Camila Sosa Villada (1982) nos lleva de la mano por un mundo apenas intuido, a los márgenes negros de la ciudad argentina de Córdoba, si es que el contexto importa. A un parque donde “las travestis trepan cada noche desde ese infierno del que nadie escribe, para devolver la primavera al mundo” y allí ejercen la prostitución y se exponen a todo tipo de peligros, por parte de una sociedad que las rechaza pero también las busca. Las Malas es una novela con sustrato autobiográfico, la charla de Camila en el TEDX deCórdoba da fe de ello, pero con elementos que le dan vigor y envuelven con una gasa de extrañeza, de magia inexplicable.

La acción comienza en ese parque, donde las travestis ofrecen su fruto equívoco y orquestan el aquelarre, cuando la tía Encarna, la madre de todas, encuentra un bebé abandonado entre las zarzas. Decide quedárselo y es bautizado como El Brillo de los Ojos. Volverá Camila a ese bebé con madre y padre combinado en varias ocasiones y lo utilizará también en el desenlace de Las Malas. Pero esta no es la historia principal, aunque resume el espíritu y un poco el destino de esas mujeres. Camila describe el universo travesti, las humillaciones, placeres, el miedo a exponerse a luz del día, a la reprobación pública, al odio de las mujeres y la burla de los hombres (que sin embargo las buscan en su ebriedad), a los abusos de la policía. Las travestis de Las Malas son seres especiales, casi mitológicos, como María la Muda, que acaba por convertirse en pájaro o Natalí, la séptima hija varón en su familia que las noches de luna llena se convertía en lobo y sus compañeras, advertidas, debían encerrarla esa noche bajo llave. Son personajes irreales, en un marco vaporoso. Camila presenta así a sus compañeras, les da ese aura de singularidad y puede dar a veces la sensación de que lo que cuenta no es verídico, si no fuera porque logra un equilibrio maravilloso entre delicadeza y realismo procaz.

Hay poesía, a raudales, en su prosa lastimada: imágenes tristes y fulgurantes, pero también escenas derivadas del oficio, de ese ofrecer sexo de manera clandestina, de madrugada, en las cunetas, en la oscuridad del parque, de subirse al coche de un desconocido y no saber si, como le vaticinó el padre, acabarás en una zanja o golpeada o peor. Camila intercala, en esta crónica, sus recuerdos infantiles, los de un niño pobre de Mina Clavero dominado por el miedo “el miedo lo tenía todo en mi casa. No dependía del clima o de una circunstancia en particular: el miedo era el padre (…). En honor a la verdad, creo que él también sentía un miedo pavoroso por mí. Es posible que ahí se geste el llanto de las travestis: en el terror mutuo entre el padre y la travesti cachorra.” Un niño marcado por su condición, imposible de ocultar y que cuando llega a la edad del despertar sexual se cose sus vestidos de mujer con retales y sale a bailar a las discotecas, “partía como un varoncito tímido de mi casa, bajo las amonestaciones de mi papá, que fijaba hora de retorno y protocolo de comportamiento, y cuando nadie me veía, me colaba en mi palacio de ladrillos sin revocar y procedía a convertirme en Camila”.

La transformación de Camila se completa en la universidad y aquí muere esa vereda de dolor que atraviesa la novela y en la que conocemos a la autora. Es un tercio de la novela, más o menos y en adelante el relato se hace más repetitivo, más insistente, a veces es una enumeración más o menos prolija de patéticos encuentros con hombres de todo tipo, sádicos, solitarios o enamorados, mientras el panteón travesti en torno a la tía Encarna, la madre de todas, va cayendo cercenado y la tristeza se adueña definitivamente de la historia. Las Malas se va desinflando, pierde agarre, pero no llega a  decepción, gracias a su trágico y hermoso desenlace y a su duración contenida, poco más de doscientas páginas. Una lástima de mundo este, piensas al concluir y valoras más aún el testimonio de Camila para mostrarnos esas flores raras que crecen en el légamo.

Los invisibles es otra novela corta que se adentra en los márgenes, para poner el dedo en la llaga. Su autora es Lucía Puenzo (1976), también directora y guionista de cine. El germen de esta novela fue un cortometraje en el que Puenzo se adentraba en un territorio que ya exploró Buñuel con Los olvidados. Película la del director español que por cierto fue recibida a pedradas por la clase bienpensante, ofendida por tener que enfrentar una realidad incómoda, la de una horda de niños que vivían sin hogar y transitaban por la idealizada niñez como si fuera tierra devastada. No es tan explícita ni tan hiriente la obra de Puenzo, pero sigue esa senda, porque el problema (si no se ha agudizado) persiste sobre todo en los llamados países en vías de desarrollo. En la civilizada Europa tenemos bastante con la generación nini y los emperadores. La infancia no es una enfermedad que se cure sin secuelas, en ella se gesta el adulto del futuro, el empresario, votante, político, trabajador, marido o esposa y sin una base firme no hay sociedad que se sustente ni prosperidad que aguante el primer envite.


La protagonizan tres niños de la calle: Ismael, la Enana y Ajo. Los dos primeros son adolescentes y el pequeño tiene apenas seis años. Ismael, la Enana y Ajo trabajan para Guida, un guardia de seguridad que les entrena para asaltar casas y dirige un ejército de niños ladrones, que están a sus órdenes (y a su merced). La explotación infantil se asoma en esta novela con crudeza: el pequeño Ajo, como en los talleres y minas decimonónicos, es reclutado por su facilidad para entrar por los lugares más angostos y profanar las mansiones de los ricos, es la llave que abre un mundo del que ellos, los niños del hambre, solo pueden arañar la costra y que contrasta con su pobreza extrema. Es cruel. Por mucho que roben, asalten, rapiñen, ese mundo les está vetado, siempre serán excretados como un cuerpo extraño, porque son incompatibles. No se profundiza más en el tema, pero es suficiente. Tampoco necesita Puenzo escarbar demasiado en el hecho de que Guida se dedique a proteger las casas que sus niños desvalijan. Esta hipocresía o doble moral, casi esquizofrenia, define cada vez más nuestra sociedad de extremos.

La trama arranca con un encargo especial que Guida ofrece a sus niños: cruzar a Uruguay, adentrarse en una urbanización de lujo, recorrer playas privadas festoneadas de selva, grandes mansiones donde habita la élite: un millonario ruso, un ex-ministro, magnates. Ellos aceptan un poco por miedo, pero también porque ansían ver el mar. Ismael, La Enana y Ajo deberán acometer, con audacia y en un periplo de supervivencia, a veces irreal, que convierte una novela social en un thriller, el robo de las diversas mansiones. No tienen otra opción, aunque la empresa se antoja casi imposible.

Lucía Puenzo escribe esta historia sin darnos un respiro. La aventura, lineal, sencilla, en una cruda tercera persona, se desarrolla con tanto gancho que los lectores golosos se la acabarán de tres bocados. El final desborda tensión y contiene alguna sorpresa, entrevista si se ha puesto la atención suficiente o si se tienen ya galones en este tipo de historias. El estilo es argentino, en léxico y sintaxis, lo que te mete más de lleno en la historia. Son doscientas páginas y no da para más, es una lectura con fondo, pero que explota sobre todo el suspense de una misión suicida protagonizada por tres niños y narrada con ritmo cinematográfico. Podéis leer un poco del principio en Zenda: Los invisibles, de Lucía Puenzo - Zenda (zendalibros.com).