Se acerca el temido y esperado momento
de las oposiciones para aquellos que aspiran a convertirse en enseñantes. Un sistema
decimonónico para el siglo veintiuno (edulcorado en los últimos años por la presión
sindical), donde se trata de demostrar que posees unos conocimientos que con mucha
probabilidad nunca vas a utilizar, dejando fuera de la bolsa cuestiones de vital importancia para este trabajo tan poco valorado. Hace mucho que pasé aquel martirio, pero se me ocurrió utilizar la experiencia para escribir una especie de delirio o relato corto y la Red de Bibliotecasde la Comunidad de Madrid lo ha premiado. Lo expongo aquí, como homenaje a esos
valientes y reivindico de paso el valor de la Historia más allá de la mera exposición
de datos, junto al libro como tabla de salvación a la que me aferro con
uñas y dientes.
***
Sergio arqueó la espalda
hacia atrás para estirar las vértebras, comprimidas como el fuelle de un
acordeón y así dar nueva vida a sus músculos entumecidos. Después volvió a
agachar la cerviz sobre los apuntes. Leyó el enunciado “Tema 46, los Estados
balcánicos en el siglo XX” y se concentró en su ficha-resumen, tapando el
primer párrafo con la mano, para repasar lo aprendido meses atrás. En su mente
comenzó a materializarse el puente de Sarajevo, cada piedra de su único vano
sobre el río Miljaka compactada con la argamasa de miles de personas que
perecieron durante el asedio en 1995. Un francotirador emergió entonces de
entre la bruma y la bala se instaló en su cráneo limpia y silenciosamente.
Levantó la cabeza y cerró
los ojos. Dayton, esa era la palabra que no conseguía discernir bajo el fuego
de mortero. En su imaginación, el humo de las casas incendiadas cubría la
ciudad como las nubes grises de una tormenta.
Acuerdos de Dayton,
repitió para sí y lo garabateó al margen.
Sumaba. Era cuestión de
pura aritmética. Veinte horas a la semana le daban para repasar diez temas, dos
por día, si se concentraba. En dos meses podía repasar el temario completo. Un
año daba para estudiar el temario seis veces. A esas jornadas había que añadir
algunas horas extra. En ese momento ignoraba que la mayor parte de todo ese
alud que le estaba sepultando, le sería de escasa utilidad en su futura vida
profesional, pero pretendía, como un alquimista, convertirlo en oro. La veta
aurífera anhelada, el pesado lingote de muchos quilates, era una de las
cincuenta y cuatro plazas de profesor de Educación Secundaria por la
especialidad de Geografía e Historia. En menos de un mes llegaría el día D, la
hora H y Sergio daba el repaso final armado hasta los dientes, preparado para
el desembarco.
Todas las tardes acudía a
la biblioteca de cuatro a ocho. Todas y cada una de las tardes. Allí encontraba
el silencio y la concentración necesaria. Por eso no admitía distracciones. De
ningún tipo. Se encerraba en una de las salas menos transitadas y tan sólo hacia
una breve pausa si el dolor de cervicales le impedía seguir o si una duda atroz
se instalaba en su mente como una liendre, extrayendo su seguridad en sí mismo
y tenía que levantarse para consultar una fuente autorizada y calmar sus
nervios.
En los momentos de sueño y
agotamiento extremo acudía al socorro de la máquina de café y bebía su brebaje
como un vaquero del oeste su puño de whisky, de un solo golpe. El líquido
ardiente quemaba en el esófago, pero le ayudaba a recargar su agotada batería y
le permitía seguir estudiando.
Era el mes de mayo y la
biblioteca había sido tomada por una horda de estudiantes universitarios,
buscando el refugio de sus paredes silenciosas. Sin embargo, el ser humano es
en el fondo un simio chillón y los jóvenes que iban llenando la sala asestaban continuas
estocadas al silencio, desangrándolo. Sergio, componiendo un semblante de duro
y misántropo espécimen, se había ido librando aquella tarde de cualquier
ruidosa compañía y tres sitios permanecían todavía libres a su lado.
Estratégicamente había esparcido algunos libros, para desanimar a los que,
ignorando su mirada de hostilidad, se atrevieran a ocuparlos.
Repasando el inicio del
tema, levantó la vista hacia el pasillo. Gavrilo Princip pasó a su lado con la
pistola humeante y le miró, moviendo su espeso bigote. Sergio entornó los ojos
y se concentró: un recorte de periódico
cae en las manos de Princip, que apura el vaso de cerveza y discute con sus
compañeros, mientras golpea repetidas veces con el puño la foto del archiduque,
que irá de visita a Sarajevo. A los pocos días, abre fuego sobre el heredero y
su esposa. Recordaba aquella historia punto por punto, no necesitaba
repasar nada. Pero Princip permanecía frente a él, rascándose la coronilla,
amarillo y sudoroso, tosiendo oscuros esputos con fragmentos de pulmón
sanguinolento.
— Esfúmate, te tengo más
que visto.
Lo dijo en voz alta y
varias cabezas en la sala se movieron en su dirección. El opositor plegó de
nuevo el cuello sobre los folios, apesadumbrado. Quizá estaba estudiando
demasiado. Quizá su cálculo, la fórmula del éxito, funcionaba sobre el papel,
pero era irrealizable para la voluble voluntad de un ser humano de inteligencia
normal, y por qué no decirlo, para un niño mimado de clase media poco dado al
esfuerzo sostenido como era él.
Una postal voló desde lo
alto del techo, hasta posarse en su mesa. Sergio observó la fosa repleta de
cadáveres descomponiéndose y leyó el remite. “Srebrenica”. Una postal desde la
tumba. El libro de Emir Suljagic se encendió en una de las estanterías. Sergio
se sintió tentado de levantarse, releer aquella frase que se había grabado a
fuego en su memoria: “yo he
sobrevivido, muchos otros no. He sobrevivido del mismo modo que ellos
murieron”, pero se contuvo. Le pareció que aquellos apuntes descarnados no
expresaban todo el horror de un siglo, pero decidió pasar página y consultó
de nuevo su ficha resumen. Este era el repaso definitivo, no se podía escapar
ni un detalle. Una voz femenina resonó entonces en la caverna de sus oídos:
— ¿Está ocupado?
Sergio movió la cabeza
como si fuera una vieja momia. Se escuchó el crujido de su cuello apergaminado
en toda la sala. Fijó sus ojos de cuervo en la muchacha, que le miraba acariciándose
el pelo de manera compulsiva. El silencio del opositor no la desalentó, al
contrario. Como si del mariscal Tito se tratara, tomó la iniciativa y se sentó,
apartando con un brazo los libros que Sergio había colocado como parapeto.
Su línea Maginot había
sido superada por los panzers de la enigmática muchacha, que sin mediar
palabra, sacó un archivador y el teléfono móvil y se hundió en sus apuntes con
la celeridad de un submarino alemán.
El mariscal Tito,
Yugoslavia. Expulsión del Kominform en 1947.
Sergio reescribió en su
ficha de repaso remarcando bien la K y suspiró aliviado.
— Está. No lo he olvidado.
Sigue en mi cabeza.
— ¿Has dicho algo? —le interpeló
la chica.
— No, disculpa, sólo
pensaba en voz alta.
Todo arreglado con un
intercambio de falsas sonrisas. Cada uno a lo suyo. Bien, ahora venía la peor
parte, vamos a ver qué pasó con Rumanía y Bulgaria. Aquí Sergio se concentró
aún más. Repitió mentalmente el nombre del dictador rumano: Ceaucescu. Unos médicos remueven los huesos consumidos
de una tumba. En el cráneo, una herida de bala certifica los restos del líder
comunista.
Sergio notó entonces a la
chica agitarse y un ligero temblor que iba in crescendo. La vibración comenzó a
desplazar uno de sus bolígrafos hacia el borde de la mesa. Sergio lo
contemplaba sin intervenir. De súbito, una vampírica figura se posó a su lado y
recogió el bolígrafo al vuelo.
— ¿Esto es tuyo?
Sin esperar respuesta, se
sentó junto a él, apartándole unos escasos centímetros con el codo.
Después
de la Primera Guerra Mundial, Rumanía recibió Transilvania y parte del Banato.
Fue en la paz de Trianon. Lo
subrayó, deletreando: T-r-i-a-non.
El vampiro que tenía a su
lado alzó su cintura sobre la mesa y abrió la boca en dirección a la muchacha.
Sergio observó de reojo como besaba los labios gruesos de ella, que lo atrapaba
como una mantis. Comenzó a marearse. El vampiro le miraba de reojo. Algo de
sangre restalló entre sus dientes, afilados como agujas alpinas. Los Cárpatos,
recordó: Los Cárpatos, Los Montes
Cámbricos, el Macizo del Jura, el Karst eslovaco, los Apeninos, los Balcanes...
Los nombres desfilaron en
su mente como las tropas soviéticas por la plaza Roja el día de la victoria.
Estos son de otro tema, pensó. Era hora de hacer una pausa. El vampiro aleteó
satisfecho en su sitio, mientras la muchacha, pálida de anemia, se iba
desvaneciendo sobre la mesa.
Sergio aprovechó el
descanso para fumar despacioso un cigarro y después renovar los libros que
tenía en préstamo. Allí le esperaba una de las bibliotecarias, con la que
llevaba meses flirteando sin dar el asunto por concluido. Si los albañiles sueñan
con modelos de pasarela callejera que sonrían ante sus groseros piropos y los
soldados heridos en batalla con enfermeras de carnes generosas, los opositores lo
hacen con guapas bibliotecarias, monumentos eróticos con gafas de pasta. Sergio
contempló en silencio a su musa, que guiñaba los ojos delante del ordenador, precisamente
porque había olvidado las gafas.
— Hasta el día 25.
— Los traeré antes.
— ¿Cuándo son las
oposiciones?
— El 21 de junio.
— Seguro que vas bien
preparado, no fallas ni un día.
Sergio no sabía si seguir
la conversación o quedarse varado contemplando a la muchacha, mientras fingía
buscar algo en el índice del diccionario de términos históricos que acababa de
renovar. La alegría de charlar con ella unos minutos pronto comenzó a ser
devorada, como un Saturno caníbal, por un oscuro pensamiento. Tantas horas
invertidas, ¿y si fracaso? El opositor comenzó a imaginarse el día del examen,
frente al papel, titubeando, incapaz de destacar entre el resto de sus rivales,
comprobando una y otra vez, con infinita desolación, el 4,95 final que le
impedía pasar a la siguiente fase. Abrumado por esa posibilidad, comenzó a
palidecer y la bibliotecaria le miró con mayor atención, reparando en su
aspecto desvaído.
— ¿Te encuentras bien?
Sergio no contestó. En ese
momento estaba siendo tragado por su pesimismo. Trató de esbozar una sonrisa,
que se diluyó como una meada en el mar. El ruido de unas botas militares resonó
en su cabeza, aproximándose. Dos agentes uniformados de la Securitate lo agarraron de los brazos, arrastrándolo a lo largo del
pasillo y lo encerraron en el baño. Sergio vomitó el café y después encendió un
cigarrillo. El humo mitigó un poco el sabor a bilis.
Resuenan
las bombas sobre Sarajevo, las tropas serbias se retiran a Albania y los
soldados mueren como alimañas; los
judíos griegos son enviados a los campos de exterminio desde Tesalónica —tantas
malditas muertes en doce folios, tema 49—Slobodan Milósevic sufre un ataque al
corazón en una oscura celda en La Haya.
El opositor tiró de la
cadena y la sensación de opresión se fue por el sumidero. Regresó al mostrador.
Su bibliotecaria seguía allí, con la nariz pegada a la pantalla del ordenador,
que amenazaba con engullirla como a la niña de Poltergeist. De repente le miró:
— ¿Estás mejor?
—Supongo que sí.
—No tienes buen aspecto, creo
que te exiges demasiado—la bibliotecaria, como ya tenía confianza con Sergio,
pensó en preguntarle si de verdad le merecía la pena todo ese esfuerzo y si
sentía verdadera vocación, recordando los días que su madre, profesora, llegaba
desquiciada y no podía ni probar bocado. Al final, se contuvo—Esta noche
podríamos tomarnos ese café que me tienes prometido y así desconectabas un poco.
Sergio sintió deseos de
saltar por encima del mostrador, pero se contuvo.
—Es que el examen está tan
cerca… Cada minuto que pierdo me siento culpable.
La decepción se adueñó del
semblante de la bibliotecaria con la rapidez con que los alemanes dominaron la
península del Peloponeso y entraron en Atenas como los nuevos persas. Por
suerte, Sergio rectificó:
—En fin, tienes razón, me
vendrá bien quitarme las oposiciones de la cabeza. Es cierto que entre unas
cosas y otras nunca nos tomamos el dichoso café. ¿Te parece bien a las ocho?
—A las ocho acabo, te
espero aquí. Y prohibido hablar de oposiciones, que quede claro.
—Sí, sí. Clarísimo.
El opositor regresó a la
sala de estudio. Su sitio permanecía vacío, rodeado por Drácula, la ninfa y un
sujeto que vibraba como si tuviera debajo del culo un motor al ralentí, y movía
los labios, repasando la lección o quizá preparándose para un atentado suicida.
El sonido del Whatsapp
resonó en la sala y fue tan vergonzoso que su silbido se ralentizó hasta
hacerse imperceptible. La usuaria del móvil cantarín lo hizo enmudecer con una
rápida combinación de teclas.
Sergio contempló la
extensa sabana que era aquella biblioteca como un avezado naturalista. Los
bloques de estanterías cubrían las paredes, trufados de libros, como extrañas
flores de baobab. Las caras sobre la mesa, en posición de inusitada penitencia
estudiaban en relativo silencio.
Llegó el turno del tema
50, “Las revoluciones rusas, creación, desarrollo y crisis de la URSS”. El
sonido de la bocina del acorazado Aurora resonó en el corazón de Sergio, que
seguía pensando en su bibliotecaria y en el encuentro que tendría lugar dentro
de dos horas. Mientras, los marineros del Kronstadt deambulan por las frías
habitaciones del Palacio de Invierno...
El opositor reescribió
Kronstadt en su ficha de repaso y se regodeó pensando en su princesa Anastasia
detrás del mostrador, desafiando a sus asesinos entre la nieve. Sabía que la
ciencia había certificado que el cuerpo de la última hija del zar había sido
sepultado en otra fosa, y por tanto no había sobrevivido, pero aquella leyenda
le gustaba. Se abandonó un poco a su fantasía. Doctor Zhivago se iluminó esta
vez en la estantería y Sergio se levantó, movió la silla hacia atrás sin hacer
ruido, abrió el grueso volumen y leyó con deleite, como el que arranca la
cabeza de una gamba y chupa sus entrañas: “¡Piense qué tiempos son éstos! ¡Y nosotros los estamos
viviendo! Cosas tan increíbles tal vez sólo ocurran una vez en la eternidad”.
Después dejó el libro otra vez en la estantería, se sentó en su sitio y volvió
a reclinarse sobre la mesa.
Repasó mentalmente las
fases de la revolución y su cronología; imaginó la brillante calva de Beria en
su oficina de la Lubianka bajo la luz de una vela, organizando viajes a Siberia
sin billete de vuelta.
Un ruido ensordecedor hizo
crujir las ventanas y todas las cabezas se volvieron un instante. El vuelo de
un reactor militar hizo que algunos se levantaran estirando el cuello, pero
sólo pudieron atisbar el perfil de dardo grisáceo de un F16 alejándose hacia su
base. Al menos la Guerra Fría ha terminado, se dijo y miró su reloj, que se
resistía a rebasar las siete de la tarde.
La biblioteca es un
espacio que asemeja un vacío. Las paredes de libros, la luz que entra por la
ventana apenas tamizada por los delgados estores, componen un ambiente de
misterioso limbo. Sergio notaba cómo su rendimiento se disparaba, pero después
de su encuentro con la bibliotecaria le costaba centrarse. Retomó el cuarto
plan quinquenal y sintió un leve vértigo al repasar las miles de toneladas de
trigo y acero. Luego subrayó en su ficha estajanovismo
y notó un fuerte dolor de riñones y sus manos hinchadas, incapaces de
sujetar el bolígrafo.
La puerta de la sala se
abrió. La bibliotecaria entró empujando el carrito con los libros para ser
devueltos a su sitio y los fue colocando uno a uno, con delicada parsimonia.
Sergio reparó en uno de los títulos: El
espía que surgió del frío. Berlín. El muro, recordó. Derribado el 9 de
noviembre de 1989. Otra vez aquel automatismo. Cualquier experiencia, una raíz
brotando de un castaño, una zanja abierta para reparar una tubería, un niño
sosteniendo un globo, la transformaba en dato histórico-geográfico, lo
vinculaba a sus apuntes como si viviera encerrado en un juego de palabras
encadenadas.
La bibliotecaria se acercó
hacia donde estaba y le tocó con la varita de sus dedos.
— ¿Qué tal, cómo vas?
—Pues aquí estoy,
repasando la revolución rusa. ¿Te ayudo?
—Si quieres…
Las manos de la
bibliotecaria se deslizaban por el lomo de los libros, que parecían arquearse
de gusto como un gato, a veces coincidían con las de Sergio y ese leve roce,
agitaba su respiración y le llenaba de expectativas. La atracción amorosa es la
única fuerza que puede transformar una actividad aburrida y mecánica en una
experiencia placentera. Las hojas de los libros se transformaron en una lluvia
fina que les envolvió durante ese escaso minuto de complicidad, como a Lara y
Yuri en su dacha de verano, rodeada de narcisos amarillos. Fue una deliciosa
pausa para Sergio, que vio como se alejaban por un momento sus obsesiones.
—Regreso al mostrador, te dejo
con tus rusos.
Sergio levantó el puño y
contempló a la bibliotecaria de espaldas alejándose, arrastrando el carrito
vacío. Perestroika. Glasnot. Esto se acaba. Gorbachov se acercó entonces y con
gesto serio se lo llevó de nuevo hacia su mesa.