El cambio de hora tiene a Miguel un poco desquiciado. Son sesenta
minutos que dilatan la tarde y la traen de los pelos, quiera o no. Lo copiaron
los ingleses de los alemanes, en tiempos de guerra. Pero la costumbre sigue,
aunque en las trincheras ya ha crecido la hierba y nadie
llora a aquellos muertos, que fueron muchos. Durante días a Miguel le cuesta
conciliar el sueño, hasta que se impone la fuerza de la costumbre. Tener los ojos abiertos en la oscuridad es un derroche, ¿qué
registra la retina?, ¿la nada? Tanta sinapsis por el sumidero. Pero aparte del
juego de tenis que se traen con el reloj nuestras autoridades, algo más perturba a Miguel. Al menos hoy.
Se tumba boca abajo, hunde la cabeza en el
almohadón para forzar el cierre de los párpados, pero sus circuitos neuronales
siguen alerta. Esta tarde le han llamado para invitarle a dar una conferencia
sobre su especialidad, que es el patrimonio industrial y ferroviario, esos
cadáveres llenos de óxido que sin embargo hicieron de partera del capitalismo.
Es dentro de dos semanas. Doscientos kilómetros en línea recta, al noroeste de
Madrid. Ha dicho que sí, que iría, ningún problema. Pero resulta que Miguel
siente aprensión cada vez que se pone al volante, es un síndrome que tiene
nombre de griego antiguo, de antes de Sócrates mínimo. Adentrarse en la
capital con su coche le hace sentir como esos marineros del Medievo, cuando
encaraban el vasto océano y temían el ataque de calamares
gigantes o a las ballenas, pensando que se los tragarían como el que sorbe un fideo (ahora sabemos que no es posible, que las ballenas tienen la garganta del tamaño de un
dedal).
En cualquier caso, Miguel se ha comprometido. Tendrá que
ir, es una persona de palabra. Así que da
vueltas en la cama, hace cálculos elementales (sumas y restas) y concluye en lo
siguiente: deberá salir con tiempo, a las tres de la tarde o antes. Pero esa
hora es terrible para mí, piensa, me suele entrar mucho sueño. Podría no comer o
picar algo, un sándwich y té verde. Beber una Coca-Cola. O quizá sería
peor, porque los gases le provocan retortijones. El sonido de sus tripas sería
demasiado discordante. Miguel sigue con su particular centrifugado sobre el
colchón. Por fin decide comer temprano y dar una cabezada antes de salir. Esta decisión
también encuentra dificultades para abrirse paso en la espesura: seguro que por
efecto de la tensión no podrá pegar ojo y será peor. Miguel sabe que debe
salir con cierto margen. Una hora o más. Porque puede perderse, le ocurre a
menudo: o equivoca la salida o duda al cambiar de carril y pasa de largo. Y
luego está la cuestión del aparcamiento. ¿Habrá cerca un aparcamiento vigilado?
Miguel visualiza la luna reventada al salir y la guantera revuelta. Algo
bastante improbable, porque su coche es viejo, la tapicería está gastada y en la guantera
solo lleva los papeles del seguro. No es ningún cebo tentador, pero en estos
tiempos nunca se sabe.
Miguel hincha la barriga y la deshincha lentamente, le
han dicho que ayuda a calmar la ansiedad. En realidad, llegar no es nada
difícil. Ha calculado el itinerario antes de irse a la cama en Google Maps. Hay
que coger la A-4 casi todo el camino, luego tomar la salida 17 y un par de
rotondas. Callejear un poco, pero no mucho. Lo peor es volver, se lamenta
Miguel, porque será de noche, y por culpa de la miopía pierde mucha visión por
la noche. Aunque su intervención dura una hora escasa, es el último ponente. Miguel
duda si ir vestido para la ocasión o cambiarse en el aparcamiento, llevar la
camisa y la americana en una percha colgando del asiento de atrás. Y el
desodorante, que no se le olvide, porque con los nervios le da por sudar. Tiene
un olor corporal fuerte, además, como alcanfor o suavizante para la ropa. No le
han comentado si hay cóctel después, parece un acto más bien austero.
Miguel da otra vuelta en la cama, suspira y agarra a su
mujer por detrás, tantea entre sus piernas, pero ella le aparta de un codazo. ¿Y
si le digo que me acompañe? Miguel cree que le daría seguridad durante el viaje:
es agradable tener a alguien con quién hablar. Recuerda que hay gente que
comparte coche con desconocidos a través de Internet, para ahorrar gasolina.
Con su timidez, solo imaginarlo le da pavor. Tampoco cree que el hipotético
acompañante fuera demasiado cómodo a su lado, porque resulta un conductor
pésimo, se le notaría que no sabe bien donde va. ¿Y al contrario? ¿Por qué no
buscar a alguien que le lleve? Demasiadas combinaciones, demasiados
desconocidos. Comparar opiniones, fotos de perfil. Conversaciones telefónicas,
intercambio de mensajes, escribir en Whatsapp. Miguel teme hacer el ridículo y
recibir luego la fusta de un comentario despreciativo, acabar claveteado o
expuesto para escarnio en la picota digital. Le da un escalofrío, tira de la
manta y mete dentro los brazos, encogiéndose.
Decide pedir a su mujer que le acompañe, si le dan el día
libre en el trabajo y así pasan la tarde juntos. Pero una nube negra descarga el
granizo de un presentimiento: ¿y si sufrieran un percance? Los accidentes
ocurren. Casi dos mil muertos el año pasado en las carreteras, más de veinte
cada fin de semana. Es viernes, habrá tráfico. Crecen las posibilidades. A
Miguel se le hace un nudo en la garganta al pensar en sus hijos,
desamparados. Durante un tiempo cada vez que cogía el coche pensaba en la
muerte, incluso una vez, desquiciado por la inminencia de un viaje a Barcelona
para una lectura en la UAB, escribió una carta de despedida y la dejó dentro
del cajón del escritorio, sellada y firmada. A Kubrick le daba miedo volar y hacía
todos sus viajes en coche. Menudo inconsciente, se dice Miguel, que descarta ir
con su mujer. La ida está hecha, si me pierdo a la vuelta y acabo en Segovia o
en Badajoz, pues aprovecho para hacer turismo. Turismo de madrugada, Dios. Me
tocará pagar un hotel. Espero llevar el teléfono con suficiente batería, se lamenta Miguel. El
número de su mujer es el único aparte del suyo que ha conseguido memorizar. ¿Siguen teniendo teléfono público los bares
de carretera? Si no, cualquiera puede dejarle hacer una llamada con su móvil.
La gente es amable, en general. Y todos dicen que tiene cara de buena persona…
Son más de las cuatro, pero Miguel no lo sabe porque se
resiste a mirar el despertador. Recuerda que a treinta kilómetros vive su amigo
Michel desde hace un año. La verdad es que lleva tiempo sin hablar con él.
Podría avisarle para que le acompañara y luego cenar por ahí. Podría incluso
quedarse en su casa y regresar a la mañana siguiente. Lo más seguro es que le ponga alguna pega. Está enfrascado en su tesis, se
sienta cada día a escribir, como si fuera a la oficina de nueve a ocho
(horarios españoles). Solo sale a respirar aire puro cuando va a la biblioteca
o al despacho de su tutor y dependiendo de los niveles de monóxido de carbono. A
lo mejor le molesta perder una tarde y una mañana por su culpa, puede que ni le
coja el teléfono. Desprecia la tecnología y tiene un viejo terminal del grosor
de un bocadillo, con la pantalla de cristal líquido.
Miguel ya ha descartado la opción del transporte público, el
horario del autobús no le viene bien, lo miró en Google. En tren, tendría que
bajarse en Atocha. Coger allí el cercanías o el metro. Después un autobús o un
taxi. Demasiados trasbordos, se perdería. Miguel barrunta la posibilidad
de llegar tarde. No está acostumbrado al ajetreo de la ciudad, a la gente
corriendo, toda esa cantidad de gente. Esta mañana yendo al trabajo, durante cinco
minutos, no se ha cruzado con nadie. Ni siquiera un coche. Vive rodeado de vacío, en apenas sesenta metros cuadrados (que tardará en pagar treinta años)
y el choque de la multitud es demasiado para él. Le perturba. Es casi una
conmoción. Es una aventura que entraña demasiados riesgos. Pero no quiere seguir
dándole vueltas, necesita descansar.
¿A quién le puede importar el tema de mi conferencia?,
se dice. Y quizá tenga razón. A lo mejor después de todo no van ni diez
personas. Le ocurrió en aquel curso de verano sobre patrimonio industrial,
donde descontando al concejal de cultura y al encargado de abrir y cerrar la
biblioteca eran cinco. Al menos pudo ir en tren y la organización le recogió en
taxi. Todo a cuenta de la teta del Estado.
Miguel acaricia de nuevo a su mujer. Su placidez le reconforta. Por fin se decide. Saldrá temprano, tomará un sándwich en el camino.
Con su coche y para volver lo mismo. Que sea lo que Dios quiera. La cita es el
viernes 15 de abril. Alto, se dice. Las gramíneas, el polen zumbando,
entreverado con las partículas de diésel y carbonilla, letal. Los
antihistamínicos le dan sueño, aunque dice en el prospecto que no, que está
clínicamente testado. Pero Miguel se conoce, se promete llevar el coche al
taller para que le revisen los filtros anti polen, o si no pasará la mitad de
la conferencia sorbiendo mocos y estornudando.
Ha dado tantas vueltas que se ha quedado aprisionado entre
las sábanas, parece envuelto en una mortaja. Recuerda ese cuento de Poe en el
que un individuo cree haber sido enterrado vivo y en realidad sufre una
pesadilla en el cubículo de su camarote. Un rayo de sol ilumina levemente la
habitación, porque son las siete. Pero Miguel está satisfecho, ha resuelto
el dilema. Ahora solo le queda pensar en cómo plantear la conferencia, pero eso
lo deja para la noche siguiente…
Fotografía: Vincent Van Gogh, Old man in sorrow
Vive rodeado de vacio, een ( ahí se te ha colado una e) quitala siquieres junto este comentario.
ResponderEliminarCorregido, ¡gracias!
EliminarHola Gerardo, que agradable es despertarme un sábado en el que tengo que trabajar, como todos por otra parte,y llevarme a la retina un escrito tuyo. Afortunadamente no padezco insomnio, es más, duermo como un ceporro,pero las cosas que cuentas, las divagaciones... esas las hago durante el día, del camino al trabajo, o entre cliente y cliente. ¡Madre mía! como me enrollo.
ResponderEliminarBueno, que me ha gustado mucho y que sigas haciendome regalitos, para suavizar los sábados laborales. Un abrazo.
Pura.
Los pensamientos obsesivos atacan cuando más relajado estás, son así de inoportunos: si paras, van a por ti. Si este relato-experimento te ha ayudado a sobrellevar un sábado laboral, me doy por más que satisfecho.
EliminarUn abrazo.
Me ha encantado el centrifugado de Manuel. El codazo de la mujer y el recuerdo de Kubrick no tienen desperdicio. El relato me recuerda a José Saramago, cuyos personajes daban mil vueltas mentales antes de realizar cualquier cosa. Fantástico.
ResponderEliminarUn abrazo.
No había caído en la similitud, hace mucho que no leo a Saramago, pero sí, intentaba meterme en la cabeza de una persona insegura y obsesiva. Gracias por tu atenta lectura, Juan Carlos.
EliminarUn abrazo.
Un relato buenísimo Gerardo. Tan real que todos hemos vivido alguna noche de esas. Yo, hace años que me he disciplinado y cuando me vienen pensamientos de esos que preocupan, me digo a mí misma "eso no lo vas a resolver ahora; déjalo para mañana" y suelo conseguirlo, pero en caso contrario, me pongo a leer y hasta que el ebook se me cae en las narices. Dile a Miguel que pruebe.
ResponderEliminarRespecto a los antihistamínicos, tiene toda la razón: por mucho que digan que no dan sueño y que está testado, lo habrán testado con una piedra, porque a mí me dejan frita.
Muchas felicidades, en serio, me ha encantado.
Un beso.
Ya te digo, Rosa. Noches en las que el pensamiento literalmente te secuestra y pasan las horas y tú sigues en vela. Total para nada. La lectura (aunque no todas, ojo), también me relaja mucho en mis fases de insomnio, es como el vaso de leche caliente con miel que nos daban de niños (ahora no tolero bien la leche, jaja).
EliminarUn abrazo.
Vaya relatazo Gerardom, muy bueno.
ResponderEliminarMucha angustia la que sufre Miguel, y ojo, muchos casos reales de gente que le da pavor conducir, viajar, adentrarse en otras ciudades... yel caso importante bajo mi punto de vista es justamente ese, armarse de valor e intentar buscar una gran solución a un gran problema. Y afrontar nuestros propios miedos.
Fantástico leerte, besotessss.
Son miedos muy comunes y la única solución es la confrontación. Eso y el trabajo posterior, para ir bajando el nivel de ansiedad. Al menos en teoría...
EliminarGracias por pasarte, Esther.
Un abrazo.
Ufff, no sabía si estabas hablando de Miguel o de mí. Lo mío con el coche es algo patológico, yo hubiera dicho que no a la conferencia solo por no cogerlo (me estoy riendo por no llorar).
ResponderEliminarBueno, identificaciones aparte, has escrito un relato muy bueno. Me ha gustado mucho.
Un abrazo
En el caso de Miguel, pesan más sus principios o su personalidad cuadriculada: si uno da su palabra, no hay marcha atrás. De buena gana no iría, pero al decir que sí no tiene escapatoria. Le tocará sufrir...
EliminarLos miedos hay que afrontarlos, Lorena (yo tengo mil, aunque la mayoría a buen recaudo). En el caso del coche, otra opción es blablacar. Pero perder una oportunidad, eso nunca.
Un abrazo.
Buff qué agobio me ha entrado con ese pobre hombre dando vueltas y vueltas en sentido físico y mental. Esos pensamientos obsesivos, recurrentes, que no dejan de atormentar mientras el sueño se va alejando y ese círculo repetitivo de nuevas preocupaciones que empiezan cuando la anterior acaba, lo has descrito perfectamente, tanto que he acabado deseando que se levantara ya de una vez o cayera frito y acabara con esa tortura.
ResponderEliminarMuy bien descrito, me ha gustado como has conseguido meternos en ese insomnio y que recordara alguna de esas noches en las que el sueño se hace esquivo.
Besos
Una preocupación que sigue a otra, como una bola de nieve. Un ciclo infernal, si no sabes pararlo. Todos hemos tenido alguna de esas noches en las que la cabeza está en modo centrifugado, por eso supongo que es fácil conectar con Miguel.
EliminarGracias por tu aporte, Conxita.
Un abraz.
La de cosas que podrían contarnos (y nos cuentan) las almohadas cuando no somos capaces de dormir. No ya de dormir, sino de tenerlo todo perfectamente atado cuando tenemos algo que se sale de lo cotidiano.
ResponderEliminarMe ha hecho mucha gracia lo de la carta de despedida que escribió en su día ;-), y también creo que Miguel es muy confiando en el fondo. Cree que alguien le va a dejar llamar con su teléfono móvil es tener en muy alta consideración al género humano, porque a veces, lo he pensado cuando me he quedado sin batería en el tran y era urgente decir algo, y me he frenado ante algunas actitudes.
Me encantaría saber cómo piensa planear la conferencia.
Genial, Gerardo.
Un beso
Hola, Chelo. Hay que evitar llevarse a la cama las preocupaciones y eso que es común decir "voy a consultarlo con la almohada", me parece un error. Otra cosa es que no seas capaz de controlar tus miedos y caigas en una espiral obsesiva. De ahí es difícil salir. Me alegro que te haya gustado esta especie de relato si se puede llamar tal. Seguiré rumiando lo de la conferencia...
EliminarUn abrazo.
¡Uff Gerardo! Qué bien has contado ese come come interior que hace las horas larguísimas, seguro que luego a la luz del día los monstruos nocturnos no son tan temibles ¿a qué sí?
ResponderEliminarLo cierto es que cuando se convierte en obsesión y nos resta tiempo de descanso es un verdadero problema.
Me hizo gracia cuando Miguel busca el calor de su mujer y esta le responde con un codazo.
Bueno, parece que Miguel, aunque durmió poco y mal, por fin se decidió a pillar el toro por las astas, digo el coche por el volante.
Un cordial saludo Gerardo, ahora que te tengo localizado vendré de vez en cuando a leerte compañero. Hasta pronto.
Hola, Tara. Estás en tu casa, así que puedes pasarte cuando quieras.
EliminarA veces, después de un día ajetreado, al coger la cama recuerdo palabras, situaciones por las que he pasado, comentarios que comienzo a rumiar, incluso ideas y es como un alud muy difícil de parar. De ahí viene la inspiración de este texto.
Saludos.
Tremendo el desvelo de Miguel... Creo que has descrito fenomenal las sensaciones y pensamientos de un momento como ese, en el que no paras de darle vueltas a la cabeza cuando lo que se supone que tienes que hacer es dormir. Antes, cuando tenía que madrugar (de momento me estoy librando), y vivía un desvelo como el de Miguel, me ocurría que, además de lo que lo provocaba, me agobiaba de la misma forma el pensar que no me estaba durmiendo y que tenía que levantarme pronto. Ahora, me lo tomo con mucha más calma; una de las pocas ventajas de pasar los lunes al sol. ¡Un fuerte abrazo, Gerardo!
ResponderEliminarMiguel está tan abducido por sus obsesiones que ni repara en la hora, dormir parece tan secundario cuando algo te preocupa...Y resulta esencial para "limpiar" y poner las cosas en sus sitio. Espero que esos lunes al sol sean los menos. No el dormir bien, que es salud, claro está.
EliminarUn abrazo.
Genial relato, Gerardo. Me ha puesto de lo nervios, je, je, je. Es un excelente ejemplo de cómo una narración sólida puede atrapar al lector sin que suceda más que las tribulaciones del protagonista mientras está en la cama. Una corriente de pensamiento ágil, con esas lógicas extrañas que solo somos capaces de encontrar sentido en esas horas de insomnio. Te felicito porque es un excelente relato. Un abrazo!
ResponderEliminarEs un relato un poco raro, porque no ocurre nada en concreto, son tan solo las obsesiones del protagonista. Me alegro que te guste y te hay hecho pasar un rato ameno, con eso me doy más que satisfecho.
EliminarUn abrazo.
hola! u pacer compartir y leer semejante relato, y la pintura de perlas! gracias y saludosbuhos
ResponderEliminarNi que lo digas: la pintura de Van Gogh, todo un experto en obsesiones, le va como anillo al dedo.
EliminarSaludos.
Me ha gustado mucho el "come coco" al "rum rum" de vueltas de sábanas. Es cierto que hay veces que cosas sin demasiada importancia provocan desvelos. El médico lo llama "ansiedad". Pero como en tu relato, quizá sólo es una forma de organizar el desorden de un momento bajo. Tú relato está bien planteado: el devaneo perturba el sueño. No dormir provoca más sueño. Cuando la obsesión se calma, vuelve el deseo de dormir. (Típico cuadro anterior a un examen o a un viaje). Pasé un buen rato leyéndote.
ResponderEliminarSaludos.
La mente humana, el auténtico 24 horas de la naturaleza. Lo último que se apaga. La vida interna de cada persona es extraordinaria, yo creo que por eso existe la literatura: hay que dar salida a ese torrente.
EliminarGracias por dedicarme un rato de lectura, Clarisa (compartes nombre con la señora Dalloway, libro que acabo de leer. ¡Vaya casualidad!).
Saludos.
Este relato es una joya.
ResponderEliminarDiría que, en un primer nivel, es una captura perfecta del modus operandi de la obsesión. Las personas que padecen de trastornos obsesivos se reconocerán a la perfección: siempre hay una razón para estar preocupado e, incluso si la lógica vence la barrera de la angustia y demuestra lo infundado de alguna de esas "razones", la obsesión encontrará otra causa de angustía que haga verosimil la necesidad de estar preocupado.
En otro nivel, más allá de describir un estado de obsesión más o menos patológico, encuentro que el texto es una muy buena ilustración de cómo funciona la mente humana. Como dices en tu respuesta al último comentario, la mente es el auténtico 24 horas de la naturaleza. Este relato se podría utilizar en un seminario de "mindfulness" o fisolofía budista para ilustrar la futilidad de dejar a la mente vagar en el futuro (o en el pasado) en vez de posarse en el presente.
Enhorabuena
Así es, la dinámina obsesiva es escurridiza, muy, muy difícil de parar. Lo has definido perfectamente. No hace mucho leí sobre el mindfulness (acerca de Focus, el libro de Daniel Goleman) y era presentado como una eficaz herramienta contra la dispersión y falta de atención de nuestros días.
EliminarUn placer tenerte por aquí, José.
Por momentos me ha recordado a otro conferenciante literario, el que perfiló el entrañable José Luis Sampedro en su obra, Congreso en Estocolmo, un matemático admirado en el gremio, pero un tanto anodino, de ahí que se sintiera algo sobrepasado por la envergadura del evento. Parecido al que tú has creado, uniendo esos trazos de cotidianidad (eso me ha gustado mucho, Gerardo), con el telón de fondo de la conferencia, el gran acontecimiento, pero lo trascendente no lo acapara el evento, reside en esos detalles menores que tejen nuestro día a día, y tú nos lo haces ver con claridad, situando nuestra mirada en aquello que, a priori, desestimaría.
ResponderEliminarLo valioso de este relato podría ser resumido con las célebres palabras de J. Lennon:
"La vida es aquello que nos sucede mientras estamos ocupados haciendo otros planes"
Un abrazo!
Disfruté mucho el libro de Sampedro que mencionas, pero no había notado el paralelismo. La cita de Lennon también me recuerda a un fragmento de La llamada de lo salvaje, de Jack London, que tengo anotado en mi cuaderno de citas y transcribo aquí: "paradójicamente, el éxtasis que señala la cúspide de la vida es el olvido de la existencia; cuando uno está más vivo y se olvida absolutamente de que lo está".
EliminarUn abrazo.
Bueno ya te lo han dicho muy arriba en los comentarios, hay cierta influencia Saramaniega en el texto, sí. Sin duda hay autores que dejan buena huella, no es mala señal tener ramalazos de autores buenos. A mí me pasa con Cabrera Infante, premio novel, también. En base a esas influencias va uno creando el propio estilo.
ResponderEliminarY ahora ríete, sentado para que no te caigas: no tengo carnet de conducir. Me aterran los precipicios. Me aterra Despeñaperros y similares, una barbaridad, los camiones inmensos en las carreteras. Y me aterra ser responsable de las vidas de los que llevo a bordo. Tengo un Chrysler, lo conduce mi mujer que es Fernandita Alonso. Anteriormente teníamos un Jaguar. Mi mujer tubo un accidente con él y fue siniestro total. Iba ella sola. Esquivó a todos los coches que se le cruzaron y no le dio a ninguno, bajo una tormenta tremenda. Dio tres veces contra la mediana. No se llevó ni un rasguño gracias a dios. Me fio de ella 100%. Cuando ella no está voy en taxi o en metro. No suelo subir en los coches de mis amigos.
Fobias que uno tiene, Gerardo. Y que me han venido a la cabeza al leer tu relato. Decía Mario Vargas Llosa, que una novela está siempre conectada en algún punto del recorrido con la vida privada del lector.
No dejes de traernos relatos.
Abrazo.
Es curioso, porque llevo mucho sin leer a Saramago. Pero sí que tuve una época en la que era mi autor de cabecera.
EliminarLo del miedo a conducir tampoco es tan raro. A mí me pasa, conduzco por obligación y me entra un sudor frío, especialmente cuando tengo que hacerlo en ciudades grandes (Madrid o Valencia, que son las más cercanas): imagínate, acostumbrado a las tres calles del pueblo. Tú mujer debe tener un ángel de la guarda, como se suele decir.
Gracias por tu aportación, John. Me gusta mucho la cita de Vargas Llosa del final, la anoto en mi cuaderno.
Un abrazo.