El
verano de 2022 sería el octavo del blog, pero me temo que no puedo seguir con
la llanura. Mi capacidad de concentración está tan mermada por diversas razones que he bajado el ritmo de lecturas y se ha secado mi inspiración,
así que he decidido dar el paso. No sabía si lo conveniente era escribir unas
líneas o bastaba con callar, al estilo Bartleby, pero al final después de meses
de dudas he decidido lo primero. En estos años he hecho buenas amigas y amigos
blogueros, sobra decir que a la mayoría no los conozco en carne y hueso. Es
igual. Dar la espantada sin más, a esas personas con las que he compartido
tantas reseñas y de las que he aprendido, con las que he crecido como lector,
que incluso me han infundido ánimos en mis escarceos literarios, desaparecer,
en fin, sin decirles al menos que les aprecio, recuerdo y que sigo en pie pero
soy incapaz de mantener el ritmo, me parecía poco humano. Os mando un gran
abrazo virtual, mi admiración y mi amistad. Salud.
La
primera máquina del tiempo fue el DMC DeLorean, un coche con puertas de ala de
gaviota y carrocería de acero que le daba un aspecto futurista. Equipado con el
condensador de fluzo (en lugar de flujo, se dice que por un error de
traducción) y un panel donde solo había que indicar la fecha de destino, uno
podía pasearse por el espacio tiempo solo con inyectar al cacharro un chupinazo
de plutonio. Mi coche también es gris, como el DeLorean. Por desgracia tiene
unas puertas corrientes, con algún arañazo hecho en los siempre comprometidos
parkings de supermercado. Funciona con combustible diesel y en el lugar de los
circuitos del tiempo está la consola con el GPS, el climatizador y la radio. Siempre
pongo Radio3, aunque cada vez menos porque han jubilado por la fuerza a mis
locutores favoritos, sustituyéndolos por insulsos millennials que pinchan
música con voces autotuneadas.
La
pasada mañana varios entrecruzamientos activaron el condensador de fluzo de mi coche, que es metafórico,
pero funciona sin necesidad de robar material radioactivo a terroristas libios.
Fue cuando pincharon a Derby Motoreta´s Burrito
Kachimba, el nombre de este grupo ha exigido muchas repeticiones a mi
devastada memoria. Si alguien quiere viajar al futuro y al pasado a la vez, que
escuche con conciencia plena El valle.
Un calambre de cante jondo y psicodelia hará que te curves con su fuerza
cósmica. Mientras que mis acompañantes decían, «ya puedes arrancar, ¿por qué no
nos vamos?», mi Citroën se transformaba en un DeLorean y la guitarra sacaba
chispas al final imitando la melodía de un shitar.
Cuando acabó, arranqué y proseguí la marcha. El condensador del doctor Brown seguía
lanzando destellos, quizá por eso me topé con una abuela con mandil y moño
prieto, hacía mucho que no veía ninguna. La pandemia les ha dado la puntilla,
pero ahí estaba una superviviente, en mitad de la calle, con una regadera de
lata color verde trazando paralelas de agua sobre el asfalto. Fue el ritual
mañanero de las amas de casa de antaño, cuando las calles eran de tierra. La
mujer no detuvo su tarea al verme hasta que regó la porción de calzada que
comprendía la fachada de su casa. En mi pueblo, la acera no se considera bien
público, sino propiedad privada de la casa que la baña con su sombra y antes era
habitual que algún abuelo te gruñera para que retirases el coche de “su puerta”,
más en verano cuando salían a tomar el fresco. Detuve el DeLorean, para no
interrumpir una acción que alumbraba las mañanas de mi infancia, cuando iba al
colegio a pie comido por las legañas y las mujeres convertían las polvorientas
calles de los barrios humildes en los jardines de Versalles.
Pocos
metros o décadas más adelante, me crucé con el último de los heavies del
pueblo. Todavía viste con pantalones de pitillo, cadenas, chapas, chupa de
cuero y camiseta de Judas Priest. Ha sobrevivido a la heroína, a la cirrosis,
al pabellón psiquiátrico, al Trap y parece ser que al coronavirus. Caminaba
raudo, a grandes zancadas, como un power
chord a galope. Su aún frondosa cabellera me ha hecho concebir esperanzas
de que le quede cuerda para rato.
Siento
que me alimento de fantasmas, no sé si es nostalgia, pero mi mundo es cada vez
más, pasado y el presente me resulta tan obtuso como extraño. El día que cesen
estas apariciones, el DeLorean —y yo mismo— seremos carne de desguace.
Cuando
el filósofo Guy Debond acuñó el concepto de sociedad del espectáculo a
finales de los 60 puede que en España un buen porcentaje de hogares ni siquiera
dispusiera de un televisor. El dichoso cachivache transformó el mundo.
Escribir sobre su capacidad, en especial antes de la llegada de las redes
sociales, para crear una memoria colectiva y movilizar (o moldear) a la opinión
pública es casi una perogrullada. Siguiendo con lo de sociedad del
espectáculo, Debond explicaba que ésta había convertido la vida en anécdota y
la realidad en representación. Francisco
Umbral (seudónimo de Francisco Alejandro Pérez Martínez según la Wikipedia)
podría ser un buen ejemplo. Si hace unos meses leí en un artículo que el rey
emérito se lamentaba, con amargura, de que para las nuevas generaciones pasará
a la historia como el de Corinna y los elefantes, Umbral, autor de más de 100
libros (muchos meramente alimenticios, dicho por el propio autor en una
entrevista con Sánchez Dragó que hay por YouTube) y miles de artículos (treinta
años a columna diaria, calculen), ha quedado reducido a la anécdota, al
misántropo iracundo que interpelaba a Mercedes Milá con aquello de «yo he venido
aquí a hablar de mi libro».
Parecidas
circunstancias redujeron al último surrealista, Fernando Arrabal, a una lengua
trabada por el chinchón y el “milenarismo” (¿no se referiría a los millenials?). De mi brumosa adolescencia recuerdo leer con asombro las infamantes
columnas de Umbral y divertirme mucho. Era lo único aprovechable del periódico
que por otro lado calificábamos de “inmundo” pero, jamás se me ocurrió leer sus
novelas o ensayos. Solo la célebre Mortal
y rosa, en una edición de Círculo de Lectores que perdí y no recuerdo
acabar, ni siquiera entender. Fue saber del documental Anatomía
de un Dandy, que firman Charlie
Arnaiz y Alberto Ortega, nominado a un Goya en 2021 y venirme las ganas. Y
las preguntas. Porque, ¿cómo un escritor celebérrimo, leído por más de un
millón de personas a diario ha podido caer tan rápido en el olvido? Hablamos de
un Premio Cervantes y Premio Príncipe de Asturias. Quizá la respuesta tenga que
ver con que la España de Umbral ya no existe y él mismo es historia. Otra duda,
al hilo de Anatomía de un Dandy,
¿podría Umbral resurgir aupado por cierto auge de lo que viene a llamarse viejuno o la nostalgia de los
columnistas de hoy por la figura del tocanarices?
Lo dudo mucho, su egolatría, petulancia y en suma, irreverencia hacia los tabús contemporáneos lo llevaría de cabeza a la picota
(digital).
Umbral
construyó un personaje, un híbrido de quinqui y dandy, dos especímenes también
extintos y yo creo que detrás de toda su impostura ni él se tomaba en serio.
Incluso en una entrevista le oí decir que solos
los tontos se toman en serio. Así que imagino su diagnóstico sobre la
España actual de poder ser invocado haciendo una güija. Porque dicen que este
país moderno, europeizado y tolerante ha perdido el sentido del humor. También ha
renunciado a uno de sus referentes: el heterodoxo. En el caso de
Umbral, su personaje le dio fama pero, fagocitó a la persona y por desgracia,
al gran escritor que dicen fue. Al final es el arte lo que perdura y no el
chascarrillo. La sociedad del espectáculo es efímera o como se dice ahora,
líquida.
Reflexionando
sobre estas cosas decidí leer a Umbral, quedarme con el escritor. Vi que en la
biblioteca escolar había varios títulos, con pinta de no haber sido abiertos
nunca y me decanté por Las ninfas,
premio Nadal de 1975. Había leído (perdón por no poder citar fuentes, soy un
abejorro desmemoriado que picotea sin criterio) que la década de los setenta
fueron los mejores años de Umbral en lo literario, gracias a que su editor Josep Vergés (director de Destino, hoy
en manos del grupo Planeta) le apretaba las tuercas. Que alguien exija con
sinceridad —y severidad— lo mejor de ti, cuando de verdad tienes para ofrecer
algo bueno, siempre te ayuda a crecer personal y profesionalmente. La adulación
y la autocomplacencia son un debilitante para cualquier artista. Confieso que
me zambullí en sus páginas escéptico, soy un lector que o muerde de una el anzuelo
o se va a nadar a otro sitio, pero esta novela resultó ser un cebo
irresistible.
Las ninfas es
una narración en primera persona, de tintes autobiográficos, centrada en los
años de la adolescencia. El escenario, una ciudad de provincias en la España de
los cincuenta del siglo pasado, un país que aún lamía sus heridas tras el
desgarrón de la guerra (o revolución, eufemismo empleado en el libro). El
narrador es un joven sensible, aspirante a poeta, que actúa movido por el ideal
baudeleriano de «ser sublime sin
interrupción». Y a la tarea se aplica, frecuentando las tertulias poéticas,
los cafés y el ambiente bohemio de la ciudad. Umbral construye una novela
deslumbrante en lo estilístico, con largas frases y de una belleza y sonoridad
que transforman el lenguaje no solo en un instrumento de comunicación, sino en una herramienta mágica. Esta prosa
abrumadora se extinguió hace tiempo. Y en el caso de resucitar, volvería a su
nicho porque dudo que ningún editor se atreviera con ella. Afirmar esto, para
una aficionadillo como yo quizá suene soberbio. Se me habrá pegado la
grandilocuencia umbraliana. Todo se contagia menos lo bueno —la hermosura, decimos los manchegos—, pero
así lo siento.
Las ninfas es la
historia de un viaje, una novela de formación, no otra cosa es la adolescencia que estar maduro por un costado y verde
por el otro. Un viaje hacia la desilusión, porque lo vivido rara vez iguala
nuestras expectativas y casi parece mejor seguir soñando que estar despierto.
Imagino que crecer al final es (era) esto, darse cuenta de que no se puede ser
sublime sin interrupción. Que en el mejor de los casos, uno es mediocre sin
interrupción, cuando no vil y execrable. Hay en toda la narración un punto de
pulsión existencialista. Umbral se hace acompañar de diversos personajes, el
poeta Darío Álvarez Alonso, que es una suerte de mentor, su amigo
Cristo-Teodorito, su opuesto bueno (y que acaba corrompido, ya decía que la
desilusión es uno de los mimbres de esta novela), una colección de bohemios que
se descubren como auténticos perdedores: el viejo violinista homosexual Empédocles,
un pintor llamado Teseo que vive de retratar gitanillos y Diótima, lamentable
poeta maldito. Por supuesto, en este viaje iniciático, además de la desilusión
y el desconcierto, al narrador le acompaña el amor y el erotismo. Las mujeres,
las ninfas que dan título al libro, por el contrario de lo que pudiera
esperarse no son meros sujetos pasivos. Más bien al contrario, hacen y deshacen
a su antojo. Saben lo que quieren y manejan los hilos de títere de los hombres.
En
la novela se expone la idea del conflicto entre arte y realidad. La vida
es un continuo jarro de agua fría sobre las expectativas estéticas del artista.
Pero este, con las herramientas que le da la cultura, es capaz de sublimar lo
banal. Las flores más hermosas brotan del légamo. Junto a toda esa
introspección , donde no falta el humor, Las ninfas ofrece un fresco del ambiente
constreñido de la España provinciana, con su hiriente doble moral y el peso
asfixiante de la tradición. Tiene un punto de novela social, la influencia de
Cela es palpable. Puede que Umbral sea una figura anacrónica, grosera,
chirriante para los estándares de hoy (lo fue incluso para los de
ayer), pero si entre su producción hay una docena de libros del
nivel de Las ninfas, el Olimpo de los
clásicos le espera con los brazos abiertos. No me resisto a incluir uno de los
fragmentos sublimes sin interrupción
para acabar y como muestra de su estilo, donde describe el primer encuentro erótico del protagonista:
La besé con minuciosidad, la devoré con
devoción, como luego ella a mí, de modo que a ratos nos reíamos y a ratos
jadeábamos, y diminutas gotas de vino nos brillaban entre el vello, aún, y
debajo del sabor del vino estaba el sabor blanco y joven de su cuerpo, y probé
a poseerla y a ser poseído, y al final me acariciaba el pelo con ternura, estás
manchado de vino, decía riendo, y aquello era tan obvio que era divertido que
lo dijese, y yo miraba la pequeña bombilla, como un fruto mezquino, intensa de
pronto como un sol mientras cerraba los ojos y me decía que había ido hasta lo
más hondo de una mujer, más allá del tiempo y del espacio, porque poseyendo a
una mujer se posee algo más, algo que ya no es de ella, la dimensión
desconocida, esa entidad de sombra y luz, de fuego y velocidad, que anda presentida
más allá de la vida, ese vacío tan colmado, esa plenitud tan ligera en la que
uno cae como en una muerte que no fuese la muerte, sino esa cosa dulce y
vertiginosa que debiera ser la muerte.
La última semana de 2021 ha sido copiosa en
lecturas, por un inoportuno confinamiento al dar positivo una de las profes de
mi hijo mayor. La primera vez, en estos dos años, que saco verdadero partido a
estar semiencerrado. He acumulado unas cuantas reseñas de buenas e inesperadas
lecturas, con lo que afronto la cuesta de enero con la carpeta del ordenador
colmada de recomendaciones para compartir. Con La
edad de la piel
estreno 2022. Dubravka Ugrešić(1949) es una escritora nacida en
la extinta Yugoslavia y que en 1993, durante el conflicto que asoló los
Balcanes, se exilio a los Países Bajos. Creo que en la actualidad reside en
Ámsterdam. Más que de la violencia inherente a toda guerra, Dubravka tuvo que marcharse por
tomar una postura antibelicista y antinacionalista, en contra de la exaltación
identitaria del emergente nacionalismo croata. De ser paisana nuestra, la consideraríamos
integrante de la “tercera España”, por no estar ni “con los hunos ni con los otros”: Toda la historia de la desintegración de
Yugoslavia se puede observar como un teatro de la crueldad, afirma.
La identidad, a la que alude el propio título, es el tema
principal de La edad de la piel. Ugrešić muestra las evidencias
de descomposición de un proyecto multinacional y multiétnico en los Balcanes,
suplantado por un nacionalismo excluyente que exhibe músculo y se
ha adueñado de las instituciones, la economía, la cultura y el pensamiento político en aquellas tierras. En la antigua Yugoslavia el trabajador era un héroe, hoy
prima la pertenencia étnica, por eso
también los escritores son en primer lugar croatas, serbios o bosniacos, y solo
después escritores. La pertenencia étnica es el pegamento que une a los
explotadores con los explotados, a los ganadores con los perdedores. Por
suerte, al desencanto Dubravkasabe agregar un cinismo casi
volteriano y hace alarde de unas dotes de observación que solo están al alcance de las
personas muy inteligentes. Cautiva y engancha esta colección de ensayos breves,
publicados originalmente entre 2014 y 2018. Todo un despliegue de agudeza, sarcasmo y humor
inteligente.
Los ensayos de Ugrešić están agrupados en diecisiete bloques, en los que la
escritora desarrolla una de sus mayores virtudes o al menos algo que me ha
fascinado como lector, su capacidad para partiendo de una anécdota extraer lo que hay de verdad en lo banal. Algo
tan trivial como hacer la compra puede dar pie a reflexionar sobre la identidad
y el exilio. Una
cita de El planeta de los simios a elucubrar (con acierto) sobre la
raíz de todo genocidio, sea político o étnico.
Monumento conmemorativo de la batalla de Slabinja, obra de Stanislav Mišić (foto: https://www.kathmanduandbeyond.com/)
Imagino que el mayor peligro de emprender una
recopilación es el totum revolutum, o
sea, el revoltijo sin sentido. No es el caso de este tomo, porque hay varias
líneas maestras, la esencial como ya comentaba es la deriva nacionalista de las repúblicas balcánicas (poniendo más énfasis en su patria natal,
Croacia) y el auge del neofascismo. De la revisión histórica que ha lavado la
cara al colaboracionismo nazi y ha enterrado el pasado socialista (y partisano)
como una etapa vergonzante. Un ejemplo es el abandono de los increíbles monumentos
antifascistas que jalonan la antigua Yugoslavia. Se llama democracia a la
transición vivida en tierras balcánicas tras la caída del telón de acero, pero
más bien parece un latrocinio, una suerte de amordazamiento en la que la mayoría de los ciudadanos desempeña un
papel pasivo, incluso apático. La política de verdad se decide a puerta
cerrada.
Para acabar, decir que me resulta difícil abordar la reseña de un
libro de esta naturaleza, pero ha merecido la pena leerlo para quitar el óxido de la
máquina de pensar. Y es que del tema principal se derivan otros, como la ideología
del éxito: En el comunismo, uno podía
culpar al sistema, al comunismo en sí; en el capitalismo, somos los únicos
culpables de nuestros fracasos. La misoginia: Da la sensación de que, al nacer, las mujeres adoptan el peligroso meme
de que lo único que tienen para ofrecer, y lo único que pueden vender, es el
propio cuerpo. (…) La misoginia es
algo similar a la radiación. La radiación es invisible y nadie se salva de
ella. Las personas no mueren de este tipo de radiación, viven su vida y no
comprenden que hay algo malo. La estandarización del gusto, la
simplificación y la mercantilización de la cultura, el mercado ha reducido a citas toda una cultura de subversión artística.
La Europa invisible, es decir, los
refugiados y el papel de los inmigrantes o exiliados lejos de su patria. Las
paradojas y la estrechez de miras del nacionalismo, ejemplificado por la
instrumentalización de Nikola Tesla, cuyo nombre se retiró de las calles
croatas tras la guerra y a día de hoy es reverenciado en Serbia (Tesla nació en
Croacia pero era étnicamente serbio). Y al hilo de esto, el crecimiento de la
ignorancia y de la sofofobia o el
miedo a aprender.
Y si alguien piensa
que nuestro tiempo es vulgar, tiene razón. No hay que avergonzarse de decirlo
en voz alta, porque de todos modos nadie oye las cosas que decimos. En nuestra
época digital la vida misma se percibe como un carnaval. Gente exhausta se
troncha en los selfis y repite por milésima vez su felicidad. (…) La compasión se ha expulsado de la sociedad
actual basada en la felicidad absoluta. Cada uno se ocupa de su vida, de su
pequeña vida. Y mientras la gente siga obsesionada mirando su propio reflejo en
las pantallas planas, no habrá sitio para las vidas de los otros.
El único hombre en Alemania que tiene
aún vida privada es aquel que duerme. Esta cita del jerarca nazi
Robert Ley, quien se quitó la vida en 1945 tras ser encausado en los juicios de
Nuremberg, sirve para abrir el primer capítulo de El Tercer Reich de los sueños. Después, se nos transcribe el sueño
de un empresario socialdemócrata, tras el ascenso de Hitler a la cancillería.
En él, recibe en su fábrica la visita de Goebbels y se ve obligado a levantar y
mantener el brazo en alto ante sus empleados. Humillado e incapaz de descomponer el gesto, su
columna vertebral se quiebra por el esfuerzo.
Charlotte Beradt
(1907-1986) era una joven periodista de familia judía y cercana al KPD (el
partido comunista de Alemania), cuando el NSDAP logró adueñarse de las instituciones de la República de Weimar. Entre 1933 y 1939, hasta
que se exilió a EE.UU., la autora se dedicó a reunir de manera clandestina numerosos
testimonios de ciudadanos comunes para documentar aquel periodo. Lo singular,
es que estos pertenecen a la parcela más íntima, la de los sueños. Beradt
utilizó transcripciones de los propios soñantes, testimonios recogidos por ella
o por un médico amigo suyo entre sus pacientes para tratar de comprender las
repercusiones que el control de masas aplicado por el nuevo estado totalitario
tenía en la esfera privada de las personas. A su recopilación aplicó un sesgo,
de tal modo que quedaron excluidos tanto simpatizantes del NSDAP como sus
enemigos ideológicos más señalados, para centrarse en la “masa neutra”.
Suelo
traer a la llanura obras de literatura, o algún ensayo lúdico como mucho, pero este
libro llamó mi atención desde el primer minuto. Su extensión es breve, ya que incluyendo
el prólogo de los traductores y un posfacio de la edición alemana más reciente,
se queda en 144 páginas. Resulta perturbador sobre todo por su carácter
anticipatorio, aunque la autora no carga las tintas en esa cuestión. Pero resulta
imposible no pensar en lo que el nazismo implementó en los años de la guerra
cuando uno lee este libro. Imaginamos que Beradt, apartada del desempeño de su
profesión por la aplicación del llamado “párrafo ario” en todos los ámbitos de la vida
pública, se jugó el tipo con sus pesquisas. De hecho, como medida de seguridad tuvo que encriptar y esconder sus notas. Después, las envío por correo a diferentes
corresponsables extranjeros y logró reunirlas de nuevo en el exilio. No fue
hasta 1966, alentada por la filósofa Hannah Arendt, que se decidió a
sistematizar y publicar lo que sería El
tercer Reich de los sueños. Esta edición de Pepitas de Calabaza es la primera que se hace en español, según
aseguran sus traductores en el prólogo.
Con
un estilo directo y conciso e intercalando numerosas transcripciones, Beradt
organiza los sueños en diez capítulos con título doble que abre también con dos
epígrafes. La hipervigilancia del régimen y el aislamiento, soledad y
alienación consecuente afloran en los sueños de estas personas normales a las
que aplasta el rodillo burocrático. Sueño
que en mitad de la noche me despierto y veo cómo los dos angelitos que tengo
colgados sobre la cama ya no miran hacia arriba, sino que me observan de modo
penetrante. Me sobresalto y escondo bajo la cama. Los objetos cotidianos se
convierten en instrumentos de espionaje, como en el de una estufa que repite a
un oficial de las SA los improperios contra Goebbels vertidos por una familia
en la intimidad de su hogar. La angustia lleva al delirio: Sueño que hablo ruso como medida de precaución ante la posibilidad de
decir algo en contra del Estado. Esto lo hago para yo misma no lograr
entenderme ni que lo pueda hacer el resto. Los soñantes se avergüenzan por
su complicidad silenciosa con una situación que saben no debían tolerar. Y en progresión, las leyes raciales
exacerban el complejo de inferioridad: Entro
a una tienda. Miro ansiosamente a la vendedora rubia y de ojos azules y no me
sale una sola palabra. Entonces noto, con un suspiro de alivio, que al menos
tiene las cejas negras, y me atrevo a decir: Quiero un par de medias. Hay
desesperación, como no, en los testimonios de personas que muestran una
resistencia activa al nazismo, como un ama de casa que en su sueño descose la
esvástica de la bandera nazi por la noche, pero le sirve de poco porque al
despertar el símbolo nazi sigue firmemente cosido a la bandera. Pero también
una aceptación, un amoldarse a la situación que expresa el subconsciente. Una
soñante discute con una amiga, que la expulsa de su casa por no mostrar la
debida adhesión al dictador. La mujer, abochornada, sube a un autobús y frente
a todos sus ocupantes grita: ¡Heil Hitler! Igual que el deseo de oponerse, está
el de pertenecer y seguir la corriente, donde incluso Beradt intuye un componente
erótico nada desdeñable. El final del libro y colofón son los sueños de judíos.
Ya sabemos cómo acabó la experiencia del Tercer Reich para ellos, pero la
autora evita los sueños proféticos y se centra más en las secuelas de la
exclusión y en especial de aquellos (mestizos y conversos) que por las Leyes de
Nuremberg acabaron apartados de una sociedad y nación de la que se creían
miembros de pleno derecho.
La
recopilación onírica de Beradt, aparte de su valor como documento histórico, nos
muestra el impacto social de un sistema que se consolida a través de la
alienación y sumisión de una mayoría de la población. Tal y como afirma Barbara
Hahn en el posfacio: “Sin gente que siga la corriente los regímenes
totalitarios no pueden sobrevivir”.
Con Los chicos de
la NickelColton Whitehead
(1969) obtuvo su segundo Premio Pulitzer. La historia se basa en una de las
escuelas para chicos descarriados que, aunquefundadas con una intención filantrópica, degeneraron en pesadillas de
violencia, abusos y corrupción. Una de ellas, la Escuela Estatal para Chicos Arthur G. Dozie en Florida (fundada en 1900 y abierta hasta el 2011), fue la que
inspiró a Whitehead. Allí se hallaron en 2013 los cuerpos de 55 chicos, que
habían sido enterrados con alevosía. Y así comienza Los chicos de la Nickel, con el descubrimiento en el presente de un osario en las
instalaciones de la escuela. Después la novela retrocede al pasado, a los
turbulentos años sesenta en el contexto de la lucha por los derechos civiles en
Estados Unidos. El protagonista es Elwood Curtis, un joven afroamericano que
vive con su abuela y escucha en bucle un disco con los mejores discursos de
Martin Luther King. El muchacho se empapa de las palabras del reverendo King,
que marcan sus convicciones. Comienza a despuntar en la escuela y le llega la
oportunidad de hacer los cursos preparatorios para entrar en la universidad.
Sin embargo, una mala jugada de la diosa Fortuna (en parte, porque el contexto
racista tiene su papel) le hace dar con sus huesos en la Nickel.
Curtis es inocente, pero la verdad en la América profunda
es lo menos importante. La escuela es una institución que se vanagloria de
enderezar los tallos torcidos. Segregada en todo, menos en lo que respeta al
maltrato, entre los pabellones para los alumnos se levanta la Casa Blanca, un
espacio de tortura y muerte que recuerda a los alumnos de la Nickel el castigo
infligido ante cualquier conato de rebelión. O el simple capricho de un superior.
Porque el sadismo, por desgracia, es irracional. Whitehead nos sumerge en una
historia pavorosa, de maltrato y diabólica paradoja, porque la institución que
pretende regenerar a jóvenes perdidos, es la que los tritura y devuelve a la
vida normal (cuando no los entierra en una fosa común) marcados para siempre. Después
de la Nickel, el ejército, la cárcel o la ruina moral. No hay más. Sin embargo,
nuestro protagonista trata de alzarse sobre la podredumbre y se vale de las
enseñanzas del doctor King. Pero, ¿tiene aplicación ese pensamiento ético, el idealismo, en un lugar tan corrompido? Curtis se ve enfrentado a sus principios y acaba reconociendo que el mal
es algo mucho mayor que un problema racial. Quizá esta confrontación ha sido lo
que más me ha sorprendido de la novela, ya que por desgracia sobre los abusos
relatados: palizas, torturas, violaciones, humillaciones, etc., la ficción ha
dado buena cuenta en películas y libros, desde Dickens o antes. La Nickel no es
una anomalía histórica, es casi una norma en sociedades que idolatran a la
justicia social de palabra, pero la apuñalan por la espalda.
En cierto momento, la historia avanza en el tiempo.
Tenemos a un superviviente de la Nickel, el propio Elwood. Ha rehecho su vida,
ha querido olvidar sin poder hacerlo. La última parte alterna la deriva de este
hombre adulto en una Nueva York no menos corrompida, con el intento del joven
Curtis por desvelar la podredumbre del reformatorio aprovechando una inspección
administrativa rutinaria. Así removerá los cimientos del mal. No pretende con
ello una burda venganza, sino que seguirá el ejemplo de los activistas por los
derechos civiles que admira y su empecinamiento. Aquí me tengo que detener,
porque el giro final es un auténtico golpe al mentón y no quiero dejar pista
alguna.
Había intentado otras novelas de Whitehead, pero Los hijos de la Nickel es
la que me ha enganchado de verdad. No solo la historia, sino su capacidad para
envolvernos con ella y plantear al mismo tiempo un dilema. Todo sin caer en el
morbo, sin sentimentalismos a pesar de que la lealtad entre amigos es casi el
único rayo de luz de esta historia. Sin oportunismo, como a priori pueda uno
temerse por el contexto del black lives
matter. Eso sí, la novela, muy directa y casi relatada con el tono de una
crónica periodística, tiene todo el potencial para ser exprimida en la gran
pantalla. O en plataformas, porque el cine ya sabemos que anda en caída libre.
El mundo le había susurrado
cuáles eran las normas para toda su vida y él se había negado a escuchar,
atendiendo en su lugar a una orden superior. El mundo seguía dándole
instrucciones: No ames a nadie porque desaparecerá, no confíes en nadie porque
te traicionará, no te levantes y plantes cara porque te molerán a palos. Pero
continuaba oyendo aquellos otros imperativos: Ama y ese amor te será devuelto,
confía en el camino recto y este te llevará a la liberación, pelea y las cosas
cambiarán.
Un
sol todavía picón a mediodía, atardeceres volcánicos y la sombra traicionera
(no en vano los viejos advierten “en octubre de la sombra huye”): es el otoño
en la llanura. Aderezado por una vuelta a la normalidad torrencial, aunque en
las escuelas aún seguimos parapetados, eso sí, nuestro miedo ha virado a la
enésima ley de educación que se nos viene encima. Tantas cosas que el otoño
bloguero se me estaba resistiendo, por lo que incapaz de pergeñar una reseña
larga traigo a la palestra mis últimas lecturas: un monográfico de autores argentinos,
con una excepción.
El
primero es Andrés Neuman (1977), argeñol
siendo rigurosos, porque lleva viviendo en España desde que era adolescente y
enseña Literatura en la Universidad de Granada. Tenía en lista El viajero del siglo, pero encontré en
la biblioteca Fracturay me fui por ahí. El título alude, entre otras
cosas, al arte japonés del Kintsugi,
que consiste en reparar objetos cerámicos utilizando un adhesivo embellecido
con oro en polvo. La historia transcurre en un arco en torno a dos catástrofes:
la bomba de uranio que explotó poco antes de alcanzar la ciudad de Hiroshima en
agosto de 1945, pulverizando miles de vidas y el tsunami que en 2011 inundó
parte de las instalaciones de la central de Fukushima y desencadenó el mayor
accidente nuclear desde Chernóbil. Watanabe, el protagonista, sobrevivió a la
bomba siendo niño y Neuman construye su novela, como piezas rotas de una vida,
a partir de largos monólogos de las mujeres con las que Watanabe convivió en
París, Nueva York, Buenos Aires y Madrid. Los testimonios se alternan con las
andanzas del anciano en presente hasta llegar a la zona cero de Fukushima, que
constituye el clímax de la historia. Un planteamiento ambicioso y el punto
fuerte de esta novela, Neuman es un escritor de primera y su estilo impecable.
Sin embargo,Fractura me ha parecido irregular. Los altibajos son pronunciados y
cuando aparece la tentación de dejar correr las páginas es mala señal. Hay una
labor de documentación exhaustiva, pero como en las piezas de Kintsugi, para mi
gusto se nota demasiado. Con todo, es una lectura bastante recomendable.
Del
intelectualismo y la filigrana estructural de Neuman nos vamos a su compatriota
Leila Guerriero (1967), también
afincada en España. Y como con Neuman, no pude conseguir el libro (al parecer
descatalogado) que pretendía leer también por recomendaciones blogueras, Los suicidas del fin del mundo. Así que escogí
Teoría de la gravedad. Guerriero es
periodista y se prodiga sobre todo en el territorio de la no-ficción. El libro,
inclasificable, es una recopilación de sus columnas publicadas en la
contraportada de El País durante varios años. Cerca de 100 en total. Se abre
con un prólogo entusiasta de Pedro Mairal, quien incluso recomienda leerla en
voz alta. Su oralidad es evidente, además de un pulso poético desbocado que
resulta arrollador. Toca la fibra este libro y cada pieza provoca un
sentimiento contrapuesto: hacer una pausa, releer alguna frase, volver a
sentirla, pensar, divagar un poco. Y seguir, leer otra más y otra, cuesta
hartarse. Las dos cosas no se pueden hacer a la vez, así que imagino que los
aficionados a subrayar o hacer anotaciones tendrán un filón con Guerriero y sus
microcolumnas. El libro podría adolecer de batiburrillo o caos demencial, pero
está bien organizado en temas, desde la infancia, los padres, el amor, el
oficio de escribir (hay un divertido toma y daca con Piglia, supongo que
imaginario), con gran carga autobiográfica. Haciendo una poda con sentido podría ser un tomo
de aforismos: Dominar el arte perder,
cuesta la vida. Otra, Nada desquicia
más que no saber qué hacer con la tragedia ajena. Una tercera: Todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de
alguien. Porque la parquedad en el lenguaje no asoma jamás aquí y los
símiles, la sonoridad de los adjetivos y más cosas que no sé cómo se llaman
dejan frases como La tarde, dentro de mí,
se hizo trizas en miles de fragmentos de sangre y hueso y hielo. ¿No es
bonito imaginar un amanecer de pájaros
ardientes?
Y
puesto que he mencionado a Ricardo
Piglia (1941-2017), a este grande me fui con una obra breve y póstuma, Los
casos del comisario Croce. Según cuenta en el epílogo, el autor, con
una enfermedad terminal que le impedía moverse, escribió este libro usando
Tobii, un hardware que permite traducir los impulsos de la mirada en palabras.
Increíble. Lejos de querer inspirar lástima, Piglia incluso invita al lector a
comparar esta obra con otras suyas anteriores por si el modo de escribirla
hubiera afectado a su “estilo”. No puedo comparar, porque es lo primero que leo
de él, pero el resultado es impecable. Seguiremos a Croce a lo largo de doce
capítulos, en los que repasará sus casos más célebres, teorizando sobre el
método detectivesco, el asesinato perfecto e incluso la novela policiaca. Todo
trufado de alusiones literarias e históricas que imagino los argentinos
reconocerán sin pestañear. El comisario se viste de animal racional y
filosófico, pero también se deja guiar por sus “pálpitos”, al más puro estilo
Plinio. Los crímenes y dilemas a resolver son variadísimos, uno de los más
divertidos es cuándo la Virgen de Luján es secuestrada por un grupo de
estafadores y el comisario es encargado de llevar la imagen de vuelta a su
parroquia. También el de un jugador desaparecido en el mar, después de ganar
una suma importante en el casino o el desgraciado marinero croata acusado de asesinato
cuando estaba en un burdel, al que Croce ayuda invitándole a dibujar los hechos
en viñetas. Buen acercamiento a Piglia que espero continuar con Plata quemada, obra en la que ya aparece
el comisario Croce.
La
última lectura cambia de tercio, pues es una novela gráfica. Se trata de la
adaptación al cómic del celebérrimo superventas de Yuval Noah Harari, Sapiens.
De animales a Dioses. Titulada Sapiens. Una historia gráfica: Volumen I: El
nacimiento de la humanidad, hace un seguimiento riguroso de la primera parte del libro en el que se
basa. Nos acompaña el propio Yuval, junto a su sobrina o la profesora Saraswati
y personajes propiamente de cómic, como Bill el Troglodita y La Doctora
Ficción. El libro es ameno, interesantísimo y logra un difícil equilibrio entre
rigor y humor. A mi hijo, que tiene casi nueve años y leyó una parte, le
pareció muy divertido y a mí me ha hecho recordar las ideas atrevidas y
seductoras que convirtieron el libro original en un éxito. Entiendo que habrá
pedantes que consideren su lectura por un adulto con formación una afrenta,
pero las ideas son presentadas de tal forma que no pierden un ápice e invitan a
reflexionar sobre nosotros como especie. El final, en el que se escenifica un
juicio al sapiens por su papel
destructivo y transformador de ecosistemas desde la misma edad de piedra, es
resultón y original. Esperando la segunda parte que sale el mes que viene.