Se acercan las fiestas y aunque nos amenaza (nunca mejor dicho) el fantasma de la Navidad pasada, no quería yo irme de vacaciones sin daros las gracias por asomaros de vez en cuando por esta cada vez más abandonada llanura. La muralla es un relato que lleva años vagando de una carpeta a otra de mi disco duro sin encontrar acomodo y creo que es lo más parecido que tengo a un cuento navideño. Os lo dejo debajo del árbol, sin ticket de compra (espero que no sea de los regalos que se devuelven, jaja) y con ello clausuro la temporada bloguera: 2021 se va por fin a hacer puñetas. Mis mejores deseos para 2022.
La casa de
Toño era una vivienda de planta baja, con el revoco de los muros ennegrecido
por la humedad. Incrustada en la muralla y mimetizada dentro de lo que fue del
antiguo arrabal, sin ser antigua había pasado a formar parte del casco histórico.
Tenía esta casa un patio interior a salvo de miradas maliciosas, soleado y al
abrigo del viento, que Toño aprovechó para sembrar marihuana. Su tía, una
anciana medio sorda, cuidaba de las plantas con devoción y hasta les cantaba
cuplés. Fuera de las horas de jardinería, que la dejaban con una risa tonta, la
anciana también gustaba de espiar a los viandantes tras la única ventana que
daba a la calle, salvaguardada por un fino visillo de gasa. Yo estudiaba entonces
el primer curso de Bellas Artes y conocí a Toño en un cine fórum sobre Roger
Corman. Trabamos amistad de una manera natural, como ocurre con las personas
afines, ya que aparte de fumar en pipa de palo santo creyéndonos Gandalf en
persona, los dos éramos fanáticos del cine y la literatura de terror.
—Tijeras
Sangrientas.
— ¿Cómo?
—Así me
llamaré a partir de ahora. Será mi seudónimo, el nombre con el que firmaré mis
trabajos. En inglés se dice “Bloody scissors”.
— ¿Y estás
seguro que es original?
—Pues claro.
Cuando me
hastiaba del ambiente universitario, solía merodear extramuros. Me fascinaba la
vetusta muralla que recorría, comprimiendo, la ciudadela medieval como si fuera
un anillo (más bien una soga) y dedicaba buena parte del tiempo a pasear por su
perímetro, tomando apuntes y escribiendo pequeñas anotaciones en mi libro de
bocetos, que entonces me acompañaba a todas partes. En mi periplo, casi siempre
hacía una pausa para visitar a Toño. Dependiendo de la hora, lo encontraba
durmiendo o embebido en un grueso tomo de cuentos de H.P. Lovecraft, pero
siempre ocioso. Y es que Toño no trabajaba, aunque decía estar estudiando
bachillerato a distancia y a veces me consultaba dudas sobre declinaciones y rephrasing exercises. Toño tenía la costumbre de levantarse muy
temprano. Después de apurar un café, paseaba por la ciudad para presenciar aquel
prodigio llamado “madrugar para ganarse el pan”, recreándose en los trabajadores
a pie de barra que templaban el gaznate con un licor de hierbas después del café,
con el cigarrillo humeando entre los dedos; las caras de hastío tras el
volante, los atascos; el crujido de los cierres metálicos; las madres furiosas
tirando de niños sin desayunar comidos por el sueño. Toño lo contemplaba con
calma, entrecerrando los ojos y luego regresaba a su casa y se echaba un rato
sintiéndose libre y feliz de no tener que doblar el espinazo o someterse a
rutina alguna.
En lugar de
tocar el timbre, me acercaba a la ventana. La anciana, que casi siempre estaba
acechante en su garita, me examinaba apartando el visillo y asentía con la
cabeza para dar su consentimiento. Al rato, la puerta se abría con un crujido.
El pasillo permanecía en penumbra, rota la bruma por el rayo de luz que delataba
mi llegada y a los lados se disponían las habitaciones. La de Toño estaba al
final. Su tía me acompañaba, renqueando. Vestía de luto, con un mandil donde
asomaban las tijeras de coser y alfileres prendidos de la ropa. La mujer daba
un manotazo a la puerta para poner a Toño sobre aviso:
—¡Antonio!,
¡que está aquí tu amigo!
Y Toño,
regodeándose en la sordera de su tía, si estaba despierto, respondía:
—Dile al
mierda ese que pase.
La anciana
debía entender cualquier cosa y mirándome, hacía un gesto de desdén:
—Ahí lo
tienes.
Después de llenar la pipa de hierba y hacer anillos de humo, nos sentábamos a leer en voz alta. Sentíamos predilección por la literatura de terror más clásica y leíamos como el que degusta un jamón recién cortado o sorbe los jugos de la cabeza de una gamba. A veces nos deteníamos en una frase y le dábamos vueltas y más vueltas. Recuerdo una en concreto: Hay quién dice que las cosas y lugares tienen alma, porque al leerla me venía a la mente la muralla, el modo en el que rodeaba el casco antiguo como una boca, sus encías almenadas, las caries de más de mil años de historia y me estremecía.
Un día le
conté a Toño mi obsesión por aquella corona de piedra. Mi amigo guiñaba los
ojos escuchando mis apreciaciones y escribió con ellas un relato titulado “La
muralla”, basado en “La calle” de H.P. Lovecraft. Le ayudé a corregirlo y se lo
pasé a ordenador. Aquellas diez páginas a doble espacio, con un tipo de letra
Times New Roman de 12 puntos eran el orgullo de Toño y fantaseaba a menudo con
una adaptación cinematográfica. O publicarlo con tus ilustraciones, me decía
muy serio, pero nunca se materializó el proyecto.
Algunas
tardes, en lugar de leer, poníamos en el VHS una película de bajo presupuesto.
A Toño le fascinaba la sangre; la profundidad psicológica la dejaba para la
literatura. El cine de terror debe ser explícito, a cada formato lo que le
corresponde, solía decir. El caso es que buscando sensaciones fuertes consiguió
hacerse con una colección de películas gore que rozaban lo criminal, firmadas
por directores de apellido agermanado. Vimos la primera sin pestañear, riendo
por lo impostado del argumento, los malísimos actores y el maquillaje. Esto nos
animó con la siguiente. Los primeros treinta minutos eran lo de siempre, pero
pronto comenzó un despliegue de violencia y torturas inaudito. Toño y yo nos
mirábamos incrédulos. Aquello era de un realismo espeluznante. La profusión de
sadismo, aullidos y vísceras nos turbó. Decidimos quemar la cinta, pensando que
era una snuff movie que por error
había caído en nuestras manos. Durante algunas noches, Toño durmió con la
puerta atrancada y un cuchillo debajo de la cama, por si los autores irrumpían
en su casa para recuperar la cinta, testimonio de un crimen innombrable.
Así que
dejamos de lado el gore para quedarnos con la poesía que emana de la muerte y
no con su escabrosa materialidad. Seguimos leyendo a Edgar Allan Poe y a H.P.
Lovecraft a la luz de una vela y Toño escribía tenebrosas historias que algún
día se llevarían a la gran pantalla, a las que yo daba un toque artístico con
mis lápices acuarelables. En ellas, ingenuos adolescentes invocarían su nombre
delante del espejo y él aparecería agitando sus dedos como tijeras. Tijeras
sangrientas.
De vez en
cuando salíamos a tomar el aire y Toño aprovechaba para consumar su negocio. El
billete bien doblado lo ocultaba en el bolsillo pequeño del pantalón. En la
puerta de la discoteca era habitual presenciar peleas, alguna escena de celos y
discusiones en las que se eternizaban los borrachos, lo cual también constituía
una buena fuente de inspiración para sus relatos. Toño era tranquilo y no se
solía meter en líos. En una ocasión pisó a un rottweiler de cejas depiladas,
que le agarró de la pechera y le miró con los ojos proyectados hacia fuera como
la punta de una bala. Tuvo suerte, porque el efecto de las pastillas de éxtasis
que el macarra se había tomado horas antes se iba atenuando y empezaba la
cuesta abajo. Además, alguien le advirtió que el pardillo al que estaba a punto
de pulverizar vendía buen producto y el asunto quedó zanjado con un breve
momento de humillación y algo de marihuana a coste cero. Desde entonces, cuando
iba a la discoteca Toño procuraba mantenerse en alerta, evitando a los
individuos con mandíbula acalambrada y dientes rechinantes.
Tijeras
Sangrientas solía alternar con mi grupo hasta altas horas de la noche. Su tía
dormitaba bajo el efecto de la medicación, soñando con un campo de lavandas.
Así que sin ningún tipo de compromiso al día siguiente, Toño dejaba consumirse
los minutos calentando el litro de cerveza entre las manos. Rompiendo su
mutismo, al rayar el alba sufría un ataque de imparable verborrea, que apenas
encontraba auditorio. Hablaba atropelladamente y se emocionaba, incluso tenía
que reprimirse para que no afloraran dos gruesas lágrimas. Después de la
catarsis, regresaba a su estado de semiinconsciencia; su locuacidad era como
una estrella fugaz. Acompañaba a Toño
hasta su casa porque me gustaba pasear junto a la muralla a esas horas, su fábrica
permanecía aún oculta por las sombras mientras el horizonte se iba iluminando y
el cielo tenía un resplandor de porcelana. La luz rasante se derramaba entre
los sillares. Amanecía, pero el frío era intenso. Me llenaba de pensamiento y
componía mentalmente haikus; esas piedras me inspiraban como si me poseyera un
demonio.
Algunos días,
Toño no quería abrir la puerta de su habitación. Su tía insistía para que
esperara y me conducía a la cocina, donde preparaba una tisana. Hablaba poco,
la anciana, debido a su sordera. Para mí era muy violento gritar a aquella mujer,
encorvada y seca, ¿de verdad era su tía? Aparentaba setenta años o más. En la
alacena guardaba varios botes de cristal con hierbas, de las que escogía una
pequeña fracción y las trituraba en un mortero como los que había antes en las
boticas. Introducía la mezcla en el filtro de una tetera y regresábamos a la
habitación de Toño. La puerta seguía cerrada:
—Abre,
hermoso—. Luego me miraba y se encogía de hombros.
—Ven más
tarde. Está con lo suyo.
Lo suyo eran
severos ataques depresivos. De algún modo, la tisana de su tía conseguía
atenuarlos y cuando regresaba, inquieto por la salud de mi amigo, me abría la
puerta amigablemente. Entonces yo me sentaba muy serio en el borde de la cama y
Toño trataba de explicarse, sin conseguirlo y luego sacaba la cajita de madera
y llenaba de hierba su pipa de palo rosa. Fumábamos un rato, en silencio y Toño
se sinceraba:
—Todo me viene
porque vivo en el lugar y el momento equivocados.
Después sacaba
del escritorio un cuaderno y me leía en voz alta sus relatos en primera
persona, aquellos más íntimos, que no eran sino fragmentos de sus vidas
pasadas, eso creía él. Un monje libertino que sucumbió a la hoguera de la
Inquisición; un aristócrata que probó el filo de la guillotina en la Plaza de
la Concordia; un pintor degenerado brindando por la ebriedad.
Aquel primer
curso pasé más o menos desapercibido. Sin grandes notas, al menos aprobé todas
y conseguí mantener la beca un año más. En junio llegó el momento de despedirme
de Toño. Su tía trajinaba en la cocina y sonrió al verme. Sacó de la nevera un
par de botellines de cerveza y un plato con queso en aceite. El queso picaba en
la lengua. Nos dimos un abrazo:
—Hasta el
curso que viene, te llamaré de vez en cuando. Cuídate.
Pero durante
el verano me olvidé de Toño. Conseguí un trabajo de camarero, por aquel
entonces los estudiantes solían trabajar en vacaciones. Tenía poco tiempo para
Poe, Lovecraft y compañía. De vuelta a mi pequeña ciudad, plana y gris, echaba
de menos el perfil estrellado de la muralla y su sombra acogedora. En
septiembre, al comienzo del segundo curso, me adentré de vuelta en el casco
antiguo para hacer una visita a Toño. Le había comprado un cuaderno de tapas
negras como el que llevaba Ernest Hemingway. Pero al bajar las escaleras hasta
la base de la muralla y superar el arco gótico, encontré la puerta de la casa
de Toño tapiada. Había un cartel de “se vende” y el logotipo de un banco.
Contrariado, llamé al teléfono del cartel. Al parecer se había ejecutado la
hipoteca por impago. ¿Y qué ha sido de Toño y su tía? El banco no tenía
constancia de que vivieran allí.
No pudieron ir más lejos mis averiguaciones. De repente reparé en que sabía poca cosa de mi amigo. Ni sus apellidos, ni nada sobre su pasado. Tampoco el nombre de su tía. No sabía dónde había podido ir. Toño se había esfumado, quizá reencarnado, como en sus historias. Los años siguientes, hasta que acabé mis estudios, los pasé merodeando por la muralla, tomando apuntes y fotografías, componiendo pequeños poemas. Todo formó parte de mi proyecto fin de carrera. La casa de Toño fue reformada y se convirtió en un hotel con encanto. Y me cuesta decirlo, pero el recuerdo de mi amigo se acabó disolviendo, hasta casi desaparecer. Pero, al acabar de ver una película de terror siempre me invade un estremecimiento y veo enteros los títulos de crédito, hasta el final, esperando ver su nombre: Tijeras Sangrientas. A veces, he tecleado su apodo en Google o le he buscado en Facebook. Nunca he dado con él. He llegado a pensar que fue producto de mi imaginación, un espectro generado por la muralla para retenerme. La muralla. Hay quién dice que las cosas y lugares tienen alma. Y quizá también la capacidad de crear lo que no existe.