Ha
sido un final de febrero y un mes de marzo complicados, tanto que apenas he podido publicar una entrada. He
tratado, eso sí, de no perder el contacto con la blogosfera. Mi lista de libros
pendientes puede dar buena cuenta de ello y si tuviera forma humana se
acercaría a lo que se denomina obesidad mórbida. También he leído, faltaría
más, ¿cómo prescindir de tal alimento? Si las proteínas son los ladrillos del
cuerpo, la lectura tiene idéntica labor nutritiva para la mente y además exalta
o relaja el espíritu, según los caminos que uno transite.
Y ya
que hablo de caminos, pues he frecuentado los del relato corto. La
habitación de Nona, de Cristina
Fernández Cubas, es un conjunto de seis historias de extensión variable, que
se mueven dentro de un universo inquietante y ambiguo, que combina lo
fantástico con lo cotidiano. El relato que da nombre al libro juega con el
clásico final desconcertante y nos pone continuamente trampas, retorciendo la
cita de Einstein que sirve de prefacio: “la realidad es simplemente una
ilusión, aunque muy persistente”. Es un libro compacto, a pesar de la
fragmentación que supone el género. A ello contribuye la presencia, asumiendo
la voz narrativa directamente o entre bambalinas, de niñas o adolescentes que
se enfrentan, bien a los misterios de la infancia, bien a su crisis. En El final de Barbro nos habla una hija
despechada, una historia de misterio con toque gótico. Días entre los Wasi-Wano sigue con el tema antes mencionado, la
encrucijada que enfrenta al niño con el adulto que será. En Interno con figura, cobra
sentido la fotografía de la portada —ya decía que hay un sólido andamiaje en
este libro—y Fernández Cubas propone un fascinante juego de ficciones envueltas
las unas en las otras, de enigmas y suposiciones. En realidad, la autora nos
está haciendo partícipes de su propio proceso creativo.
El
otro libro de relatos es un volumen de Leonardo
Padura titulado Aquello estaba deseando ocurrir. Se trata de una compilación y por tanto su
calidad va y viene. Sin embargo, hay unidad temática y de enfoque, a lo que
ayuda el estilo claro y bien definido de Padura. El erotismo campa a sus
anchas, de forma bastante explícita. El sexo es un elemento liberador unas
veces y otras una forma de evasión, para escapar de la realidad. Flota cierto
fatalismo, cierto aroma de derrota, asumida y que se vive con melancolía y
resignación. Mucho humo de cigarro, ron carta blanca, escasez y penurias en una
economía de supervivencia. En el horizonte, la balsa encarada hacia Florida. Disfruté
esta lectura, básicamente, por las virtudes indiscutibles del estilo de Padura
y por los temas universales que trata partiendo de lo cotidiano. Aparte de la
visión de una Cuba muy diferente a la que venden las agencias turísticas o el
cliché político, del lado que sea.
Algo curioso ocurría con
aquella mujer que, una vez cumplida su actuación, bajaba al bar con su cigarro
en los labios y bebía en silencio aquel único trago de ron. La costumbre
parecía ser ancestral, pues nada más ocupar su banqueta, el barman le servía su
carta blanca y Violeta lo bebía a sorbos lentos, entre cigarro y cigarro, sin
hablar con nadie, apenas observando a través de su pelo cómo el hielo se fundía
con el ron, hasta que a las dos de la madrugada, hora del cierre, apuraba el
resto de su bebida y salía a la calle, sin despedirse de nadie, sin que nadie
la acompañara, sin que nadie la esperara, mientras yo la miraba alejarse,
incapaz de abordarla, lleno de interrogaciones y desbordado de deseos.
En
mi ciudad se celebra desde tiempos inmemoriales la llamada “Fiesta de las Letras”.
Tiene mucho colorido, hay una ceremonia por todo lo alto, los premiados
desfilan cogidos del brazo de las madrinas y como colofón, participan en una
cena de confraternización. Desde hace unos años la editorial Reino de Cordelia edita los trabajos galardonados. El premio de narrativa
Francisco García Pavón está dedicado a la novela policíaca. Este año recayó
en Virginia Aguilera por Ojos
ciegos. No soy muy asiduo del género pero esta novela me intrigaba,
porque leí que la acción transcurre en un falansterio. Los falansterios fueron un
proyecto de comunas autosuficientes, ideado por el socialista utópico Charles
Fourier. La trama comienza cuando una peculiar pareja, formada por un juez casi
ciego y su joven y guapa ayudante, acuden al falansterio aragonés Alegría, para investigar una extraña
desaparición. A partir de ahí se va desplegando la historia, con sus sorpresas,
equívocos, acción y todo el arsenal típico. La utopía esconde un terrible
secreto, no podía ser menos. Se lee bastante bien, aunque pesan ciertos
anacronismos, ya que la novela está ambientada en 1867, en vísperas de “la
Gloriosa”. Causa estupor la cantidad de erratas, supongo que se corregirá en
sucesivas ediciones. Es lo que tiene publicar los premios así, en bruto.
El
otro es el Premio Eladio Cabañero de
Poesía, que se llevó María Teresa
Amondarain Ramos por La reina maga del temprano ombligo. Su lectura ha sido una sorpresa para
mí por varias razones. La primera, porque no es una autora consagrada. La
segunda, porque se lee de un sorbo. No estamos hablando de poesía intrincada,
indescifrable. Ni de juegos poéticos complejos, es pura sencillez. Tiene cierto
aire cándido, ingenuo, de cuento de hadas. La autora narra la vida de su madre,
la “reina maga del temprano ombligo”, sujeta a todo tipo de azarosas
vicisitudes. Es conmovedora la imagen de la bandeja ensangrentada de poliespan,
que uno de sus hermanos roba del Alcampo para alimentar a la numerosa prole que
cuida la “reina maga”, hasta cinco, denominados “playmobil”. En fin, uno piensa
en frases-eslogan del tipo “viviremos peor que nuestros padres” y arruga el
bigote. Es lo que tienen las medias verdades.
Y fuimos llegando poco
a poco los cinco.
Uno detrás de otro, como llegan los días, los meses y los años.
Cuando llegó el primero, mi madre era un ombligo
de sólo quince años,
que ayer apenas recortaba recortables
y a Mariquita Pérez o a Rapaziña
les cambiaba vestidos y zapatos,
mi madre ombligo.
Como la vulva que inflamó el jabón de lagarto,
mi madre ombligo,
un ombligo agujero
un ombligo cromático
un ombligo arco iris
algún mágico túnel
donde el tronco de la vida ramifica sus brazos
agarrándose a estrellas, lunas llenas,
a pimentón de soles
la vagina era signo de prohibido pecado.
Con sólo quince años,
una niña pariendo
a un muñeco de piel
y llanto humano,
no atravesó el ombligo,
como pensaba ella,
pero cruzó lagunas uterinas,
paredes de mucosas inflamadas
cordilleras de madre sangre miel de abeja
y una vagina bella, adolescente,
castaños los ojos,
inocencia en los labios,
oídos conquistados por la labia
del que miente,
que sabe más que los ratones colorados,
que un “no” no vale por respuesta,
que siempre es “sí”,
y así fuimos llegando,
desde el uno hasta el cinco
los muñecos humanos
de un temprano ombligo.
El internado de sopa de tocino
se convirtió en un internado transparente,
donde el ombligo no puede rebelarse ante un bigote.
Uno detrás de otro, como llegan los días, los meses y los años.
Cuando llegó el primero, mi madre era un ombligo
de sólo quince años,
que ayer apenas recortaba recortables
y a Mariquita Pérez o a Rapaziña
les cambiaba vestidos y zapatos,
mi madre ombligo.
Como la vulva que inflamó el jabón de lagarto,
mi madre ombligo,
un ombligo agujero
un ombligo cromático
un ombligo arco iris
algún mágico túnel
donde el tronco de la vida ramifica sus brazos
agarrándose a estrellas, lunas llenas,
a pimentón de soles
la vagina era signo de prohibido pecado.
Con sólo quince años,
una niña pariendo
a un muñeco de piel
y llanto humano,
no atravesó el ombligo,
como pensaba ella,
pero cruzó lagunas uterinas,
paredes de mucosas inflamadas
cordilleras de madre sangre miel de abeja
y una vagina bella, adolescente,
castaños los ojos,
inocencia en los labios,
oídos conquistados por la labia
del que miente,
que sabe más que los ratones colorados,
que un “no” no vale por respuesta,
que siempre es “sí”,
y así fuimos llegando,
desde el uno hasta el cinco
los muñecos humanos
de un temprano ombligo.
El internado de sopa de tocino
se convirtió en un internado transparente,
donde el ombligo no puede rebelarse ante un bigote.
Me he metido mi chute de clásicos. Sobre estos, ¿qué decir? La
colmena de Camilo José Cela es pata negra de nuestra literatura con
todo merecimiento. He realizado una lectura guiada, a través del blog “El
infierno de Barbusse”; en realidad era una relectura y me ha fascinado tanto
como la primera vez. Sin duda se trata de un artefacto de precisión, la combinación
de lenguaje literario y de la calle, no chirria nunca y todas las doscientas y
pico piezas de esta colmena humana se ensamblan de tal modo que, a pesar de la
profusión de personajes y situaciones, uno nunca llega a perder el hilo. No me
entretengo mucho, que esta obra la conocéis todos.
Igual que La ciudad y los perros, que Mario Vargas Llosa publicó hace casi
cincuenta y cinco años. Un pipiolo, no muy alejado en el tiempo de esos cadetes
animalizados del colegio militar Leoncio Prado, donde el propio autor pasó dos
años (según se dice quemaron varios ejemplares del libro, de lo que gustó). El Poeta,
el Boa, el Jaguar, el Esclavo, junto a Teresita y el teniente Gamboa, se
constituyen en protagonistas de una novela donde se alterna el monólogo
interior con la narración descarnada de los hechos. Experimental al principio,
con continuos flashbacks, abrumadora,
en su final vertiginoso todo se resuelve de forma clásica y sobre todo
contundente. Viene a ser verdad eso de
que el genio nace y no se hace.
No encuentro la portada de la edición española, en la editorial CIRCE. Así que ahí va la edición norteamericana. |
Y para acabar con genios, ayer finalicé la lectura de la
biografía de Carson McCullers
escrita por Josyane Savigneau,
subtitulada “un corazón juvenil”. En
ella, la autora trata de ofrecer una imagen de Carson mesurada, desmitificadora
y alejada de la gran biógrafa de Carson, Virgina Spencer Carr, que quizá se
dejó llevar por el exceso de celo y cierta “moralina”. También es notable el
esfuerzo por enterrar el rumor de que su marido Reeves era el verdadero
perpetrador de buena parte de la obra de Carson. El libro es un tanto frío,
supongo que el género lo requiere. Pero contiene alicientes. La correspondencia
entre McCullers y su marido Reeves, cuando este se prepara para el desembarco
en Normandía y lucha contra la ocupación alemana es conmovedora. Los fragmentos
de McCullers con su psicoanalista Mary Mercer, son jugosos y le dejan a uno con
la miel en los labios, porque Savigneau desvela que por iniciativa de la propia
Carson se grabaron todas sus sesiones, que permanecen (a fecha de 1998, cuando
se edita el libro) inéditas, ya que forman parte del archivo de Mercer. Los
fragmentos de la autobiografía “A mortgaged heart”, que Carson dejó inconclusa,
también tienen una veta de alta literatura. Me ha conmovido la amistad que le
unió a otro grande, Tennesse Williams. En cuanto a todo el muestrario de
enfermedades y problemas de salud de McCullers, se agradece que su biógrafa no
cargue las tintas, buscando un efecto melodramático. No lo necesita. Lo
verdaderamente emocionante es el impulso creativo de Carson, su necesidad vital
de escribir, expresarse y dar forma a ese particular universo. ¿Es por esa
autenticidad que su obra no ha envejecido? Concluyo con un fragmento de la
propia Carson, que se incluye a modo de anexo al final como “notas sobre la
escritura”:
Mi comprensión es solo
fragmentaria. Comprendo a los personajes, pero la novela en sí permanece en un
estado de indefinición. La clave aparece a veces como por azar, en esos
instantes que nadie, y menos el autor, puede comprender. Instantes que, en mi
caso, se dan generalmente tras un gran esfuerzo. Revelaciones que son una
bendición del trabajo. Toda mi obra se ha escrito así. Para un escritor,
resulta al mismo tiempo arriesgado y hermoso depender de tales revelaciones.
Cuando, tras meses de tanteos y de trabajo, la idea se desvanece al fin, la
complicidad resultante es de orden divino. El flujo mana siempre del
inconsciente, y de manera incontrolable.