viernes, 19 de enero de 2018

"El reinado de Witiza" de Francisco García Pavón


El reinado de Witiza (1968) es la primera novela larga protagonizada por Manuel González, alias Plinio, jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. El personaje, sin embargo, tenía cierto recorrido en la obra de García Pavón y había protagonizado algunos relatos, el primero en 1953 y luego con continuidad desde 1965 hasta 1985. La serie, en total, constó de ocho novelas, tres novelas cortas y un conjunto de cuentos recopilados por Rey Lear en 2014. Le cabe el honor de inaugurar la literatura policiaca hispana. Aunque hubo una protohistoria del género, en las novelas de esta temática que publicaba con periodicidad semanal la editorial Bruguera y cuyos autores utilizaban seudónimos anglosajones, estas no hacían sino serializar los tópicos del género negro, sin barniz ni agregado local de relevancia y al decir de los entendidos, con escasa calidad estilística. De ello se queja el propio García Pavón, en el prólogo a los primeros cuentos de Plinio, cuando dice:
En España nunca creció de manera vigorosa y diferenciada la novela policíaca y de aventuras. Lectores hay a miles. Transcriptores, simuladores y traductores de las novelas policíacas de otras geografías, a cientos. Nuestra literatura de cordel y crónica negra cuenta desastres y escatologías para todos los gustos y medidas; sin embargo, al escritor español, tan radical en sus gustos y disgustos, nunca le tentó este género que, tratado con arte e intención, podía haber alumbrado muchas parcelas de nuestra vida y distraído a infinitos lectores. 
Yo siempre tuve la vaga idea de escribir novelas policíacas muy españolas y con el mayor talento literario que Dios se permitiera prestarme. Novelas con la suficiente suspensión para el lector superficial que sólo quiere excitar sus nervios y la necesaria altura para que al lector sensible no se le cayeran de las manos.
Vamos, que a García Pavón le tentaba el género, pero era consciente de que debía hilar fino para lograr ese equilibrio tan preciado que es un poco la piedra filosofal de todo escritor con pretensiones: el de una trama que enganche y una prosa con enjundia. En El reinado de Witiza, en palabras de Kiko Amat, hay “una trama adictiva, intrigante, sin más sordidez que la necesaria” y añadiría que de cierta complejidad. Hay giros inesperados, callejones sin salida, todo lo que se pide al género policiaco. Adobado con un lenguaje rico y sutil, cervantino en su impronta (el propio Plinio es definido como “la flor de la detectivesca”), con diálogos inteligentes, llenos de matices. García Pavón tiene siempre un as en la manga, una palabra que colarnos y lo hace con una habilidad sobrenatural. Uno no puede sino reflexionar sobre lo rico y hermoso —y añejo, porque es una forma de hablar y de escribir en desuso— que suena el castellano cuando lo rellenas como un pavo y en comparación, mucha literatura no parece sino inglés traducido.


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Antonio Casal (Plinio), liando un pito. Fotograma de la serie. 
Por ejemplo, se puede pensar o “darle vueltas al molino”, tener orígenes humildes o ser “carne de cepa”. Uno no permanece sentado en silencio fumando, “sino acluecado, perdido en sus humos” y Plinio, que es de carácter tranquilo, flemático se podría decir, es descrito como alguien que “en cuanto a ideas y criterios solía tener su alma en almario y no se dejaba arrastrar por esos ventisqueros de cabeza” y que, al resolver casos difíciles, “ha sacado ascuas muy grandes del fogón criminal”. Un léxico con un fuerte localismo, porque Plinio es Tomelloso y La Mancha por extensión, sus usos y costumbres. No se puede imaginar al jefe de la GMT fuera de su contexto, aunque haga incursiones a Madrid en otras novelas y aquí se mencione a su vez. Pero es un Madrid, por decirlo de algún modo, mancheguizado. Como señala David G. Panadero: “da la impresión que el escenario es el personaje más importante”.

Plinio es un detective cerebral, pero también un hombre de familia apegado a sus costumbres y un genial contrapunto al tradicional antihéroe de la novela negra. Aunque hace gala de una moral intachable, no es alguien por encima del bien y del mal. Al contrario, es comprensivo con las debilidades del prójimo, precisamente porque conoce de buen grado a sus semejantes y en ello, junto a sus famosas intuiciones o pálpitos, basa la resolución de sus casos. A Plinio se le toma aprecio por su combinación de humanismo y humanidad. No es un ángel exterminador, no es el sumo sacerdote de la virtud y por ello creo que su lectura es necesaria. El rapto de las Sabinas y Las hermanas coloradas, acabaron de redondear un híbrido, dicen, entre el Maigret de Simenon y el Montalbano de Camilleri, que cuenta con la ayuda de otro híbrido, esta vez de Watson y Sancho Panza, que es médico, pero de mulas: don Lotario, trocado el rucio por un Seat 600.

Pero vamos con la novela. Tras unos primeros compases donde se describe con maestría una tarde de junio, en la que “el cielo estaba de un gris gordo y obsesionante que aplastaba las casas y la torre, se metía por puertas y ventanas, amainaba pájaros y gritos, empozaba el pueblo” el engranaje de la novela echa a rodar con la aparición del nicho tapiado que Antonio el Faraón, corredor de vinos, tenía comprao y disponible en el cementerio. La sorpresa viene cuando al picar el tabiquillo del nicho, descubren dentro un cajón con el cadáver embalsamado de un desconocido. Para lograr su identificación, Plinio pedirá al fotógrafo del pueblo unos retratos y su difusión en la prensa. Esto y unos pregones para que el pueblo se acerque por si el muerto les resulta conocido, provocará toda una cascada de situaciones a cada cuál más berlanguiana.

García Pavón, como si hiciera pleita de esparto, irá entrelazando estampas costumbristas y pesquisas policiacas, haciendo desfilar una galería de personajes de esperpento. En las aventuras de Plinio hay menos ternura de la que uno puede encontrar en sus Cuentos Republicanos o Los liberales, porque se impone la sátira, picante, por ejemplo, en las tres aristócratas que acuden a reclamar el cadáver, su doble moral y las servidumbres de la autoridad civil y eclesiástica con las gentes de orden. En la mezquindad del prójimo cuando se trata de reconocer los méritos del vecino, “ante el hombre vivo que destaca el Juan particular se siente molesto. Cuando muere aquel, el Juan particular presume de paisanaje”. También un humor tirando a negro, cuando la popularidad del muerto crece tanto entre la gente del pueblo que un emprendedor rural decide hacer máscaras y venderlas en el mercado. Por allí merodea el tabloide de la época, El Caso, dejando claro el gusto ibérico por el morbo y lo grotesco.

       
La serie de Plino está en Youtube, por si queréis echarle un vistazo. Aunque la caracterización está bien lograda, falta todo el humor y gracejo de la novela. 

Y a salto de mata, se cuela una filosofía popular añeja, que quizá con los años ha enranciado, sobre todo cuando trata el tema femenino.  No quiero decir que cambiase nada de Plinio, ni un ápice. Cada uno es hijo de su tiempo y hay que ver las cosas en su contexto, no nos pase como a los del Teatro del Maggio de Florencia que cambiaron el final de Carmen por "machista". Imagino que dentro de treinta años habrá quien se eche las manos a la cabeza con ciertos comportamientos actuales que la mayoría encaja dentro de la normalidad. En cualquier caso, sirvan estos dos ejemplos puestos en boca del filósofo Braulio:
Cuando ciertos padres se ponen tan prósperos con sus hijos, y les dicen que bastante favor les han hecho con traerlos al mundo, me da una rabia… La faena, coño, ha sido traerlos a las galeras y tormentos que acopia la vida del más pintado… Como inocentes engañados debían tratarlos, y arrepentirse de haberlos metido en este berenjenal… Por eso, sin saber muy bien lo que me hacía, un servidor no se casó. Ni tuvo hijos en lo ajeno. Y ahora con mi conciencia tranquila de no haber embarcao a nadie en esta cardenchera… 
Lo que os digo. Las mujeres tenían que vivir solas en un barrio. De la plaza pa’l norte. Allí que chillaran, se pusieran verdes, dieran de mamar a los hijos y se lavaran las vergüenzas. Y los hombres, de la Plaza pa’l sur. Tranquilos, en sus negocios, su vino, sus pitos y su parla. Íbamos a vivir como Dios… A la hora de la fornicativa, el campanero tocaba la campana mayor y cada uno pasaba al norte a echar su mandao. Y después al barrio sur. No hay más cáscaras. Veríais qué paz.
Uno de los momentos más entrañables de las aventuras de Plinio son esas pausas de zen manchego, donde los hombres se esparcen, lían un cigarrillo y degustan un vino de tinaja, dejando su lugar al silencio.
Era tan bueno el fresco de la cueva, tan tragadero el blanco y aromático y viril el tabaco del señor veterinario, que los tres hombres tardaron mucho en romper a hablar. Allí permanecían acluecados, perdidos en sus humos, sus tragos y sus imaginativas.
El resultado, despachado de forma algo desdeñosa por otro de los fundadores de la novela negra en España, Vázquez Montalbán con “un mero estudio de costumbres en un pueblo de la Mancha”, tiene sin embargo un relumbre cervantino, un ritmo y un uso del diálogo que te lleva en volandas. García Pavón quiebra la indiferencia del lector página tras página, bien con una carcajada, bien con un gesto de intriga. Así que picando un poco es evidente que hay algo más que costumbrismo y si Vázquez Montalbán no lo quiso admitir, con poco que leyera lo tuvo que ver.


Algunos participantes del grupo de lectura, entre los que se encuentra un servidor. 
El personaje de Plinio alcanzó altas cotas de popularidad y se rodó una serie televisión en los años 70, aunque con el tiempo Pavón ha caído en el olvido. Acusado de conservador en lo político y costumbrista en lo literario, su éxito durante el tardofranquismo le pasó la minuta o quizá la historia de la literatura es así de caprichosa, pero sonroja comparar su prosa con escritores de su época y un poco posteriores que siguen en los altares. Hay quien puede ver el olvido de Plinio, frente a sus homónimos urbanitas como un capítulo más del tradicional ninguneo de la ciudad y la periferia al mundo rural de interior, que se percibe como simple, brutal y en decadencia. Ambientando sus novelas en Tomelloso, haciendo a su detective beber cazalla, lavarse con agua del pozo, desayunar café con churros y tener como lugarteniente a un veterinario de mulas, García Pavón hizo algo único, pero se ganó el menosprecio de los que consideran el campo un peldaño más abajo en la evolución o como mucho un vacío pintoresco para pasar los días de puente (dicho esto sin acritud). Sobre el tema os dejo este enlace.

Sin embargo, aquí en su pueblo García Pavón sigue vivo. Eso no significa que medio Tomelloso esté aferrado a un libro (ni siquiera un cuarto), pero sí que las andanzas del jefe de la GMT y don Lotario son apreciadas y conocidas. Además, entre los que matamos parte de nuestro tiempo escribiendo, García Pavón es un referente ineludible y una influencia de primer orden. En 2019 se cumplirán cien años de su nacimiento, toda su obra mayor ha sido reeditada por Rey Lear y una editora local, Ediciones Soubriet, así que no hay excusas.

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Para acabar, todo el que se acerque a la obra del manchego y se sienta intrigado (o se llegue a calentar la cabeza) con su léxico tan particular, puede consultar el diccionario donde su hija, la también escritora Sonia García Soubriet, recopiló los vocablos y expresiones más peculiares de su narrativa, legado de la imaginación y capacidad del propio Pavón con no pocos neologismos y de un castellano castizo, de raíz manchego-tomellosera. Hay que ponerse en situación y pensar en el pobre traductor al que le tocó verter al sueco o al polaco (las novelas de Plinio han sido traducias a siete idiomas) palabras como “asura”, “cansinear”, “rompetoscas”, “almorchón” o “candorro”.