sábado, 21 de mayo de 2016

"El último día de Terranova" de Manuel Rivas

El último día de Terranova, Manuel Rivas (2015) en Alfaguara
Foto: cultura.elpais.com

Epicuro consideraba la amistad uno de los puntales de la felicidad, tanto que construyó una villa a las afueras de Atenas y se instaló allí con los más íntimos, para gozar de ese bien tan preciado. Y es que el aislamiento, la soledad, cuando no es buscada (y aún), casi siempre conduce al abismoSin embargo, ocurre que los amigos nos acompañan durante un trecho y luego se van, porque los caminos se bifurcan. A veces, cuando tiene lugar el reencuentro, aflora cierto recelo y cuesta encajar otra vez las piezas. El intento de reconstruir una amistad pasados los años puede-suele naufragar. ¿Cuántas veces os habéis reencontrado con un amigo íntimo y tras pasar con él varias horas haciendo un ejercicio de nostalgia, os ha quedado esa sensación de vacío? 

Os cuento esto porque el escritor gallego fue mi amigo literario. En esa tierra de nadie que es la tardoadolescencia, cuando después del éxtasis hormonal viene la cuesta abajo, la vida adulta con todas sus aristas, lo que se veía tan plano, tan afrontable, causa pavor. Las historias de Manuel Rivas fueron mi refugio, hasta que se asentaron las aguas. Y desde entonces, nada. Nos separamos. Volví a releer sus libros de cuentos, como el que contempla viejas fotos. Manuel Rivas se pasó a la novela y acentuó su activismo político. Yo vagué como alma en pena por temarios de oposiciones, escribiendo y borrando pequeños diarios, leyendo a ráfagas. Hasta que hace una semana nos volvimos a encontrar. Dos viejos amigos y El último día de Terranova.

El escritor gallego rodeado de libros, en una librería como la que aparece en El último día de Terranova
(foto: elpais.com)
La novela de Manuel Rivas, publicada en 2015, gira en torno a una librería que después de setenta años de actividad se enfrenta al desahucio. La librería Terranova es el centro de un sistema planetario alrededor del cual giran los personajes, las historias, en realidad cuentos desgajados. Terranova es un crisol, un lago donde confluye Garúa, una enigmática muchacha que ha huido de Argentina y a la que un esbirro de la Triple A pisa los talones. Donde orbita un confidente de la policía franquista, que busca un libro de Emily Dickinson para su hija enferma. Allí está la “cámara estenopeica” un reducto casi secreto donde camuflados bajo las solapas de libros médicos aguardan aquellos títulos que la censura franquista tiene vetados y llegan de contrabando en maletas de doble fondo. 

El núcleo ferroso de Terranova fue Antón, un pescador que legó a su hijo Amaro el capital necesario para abrir la librería, ganado faenando en las gélidas aguas de Terranova, haciéndose cortes en la mano para que manara la sangre y evitar que se le congelaran los dedos. Amaro, al que apodan “el hombre borrado” y “Polytropos”, un intelectual republicano experto en la Odisea de Homero sufre por las heridas de la represión franquista. Eliseo inventa viajes ficticios con Lorca, María Zambrano y Luis Cernuda, mientras accede a pasar breves temporadas en sanatorios mentales para eludir la cárcel a la que está abocado por su condición sexual, etiquetada como delito por las leyes contra “vagos y maleantes”. 

Un sinfín de personajes y como Kepler de este sistema que vira y refulge en torno a una librería, el narrador de la historia: Vicenzo Fontana, el Duque Blanco, letrista de “Los erizos” y al que la poliomielitis siendo niño confinó a un pulmón de acero para poder respirar. Manuel Rivas, haciendo un ejercicio de memoria histórica, nos cuenta que la magnitud epidémica de esta enfermedad fue ocultada por el régimen, enredado en corruptelas aun existiendo una vacuna en el mercado. Este es parte del universo Terranova; un apunte, porque no quiero fastidiar su lectura. Una muestra de la creatividad desbordante del escritor gallego, que permanece intacta con los años.

Imagen de un pulmón de acero, artilugio que servía para mantener la respiración de forma artificial. El régimen franquista ocultó la magnitud de la epidemia de polio en los años 50 y retrasó la vacunación por cuestiones peregrinas y luchas de poder entre facciones. Más de 2.000 personas murieron y 14.000 quedaron con secuelas. Fuente: lamarea.com
Eso sí, no es una novela fácil. Hay saltos temporales, elipsis y una deliberada fragmentación. Exige cuanto menos una lectura atenta. Las historias insertas a veces debilitan el nudo principal, reducen la tensión narrativa, incluso desorientan. Esto me hace pensar que Manuel Rivas sigue siendo el escritor de cuentos que yo recordaba, el hilador de anécdotas, el poeta reconvertido en narrador de historias. La novela se ha entrometido en su estilo, pero no ha conseguido fagocitarlo, apenas si lo ha alterado. Ahora los cuentos están insertos dentro de una trama, y más que estar supeditados a la historia, constantemente se imponen. O quizá mis propios prejuicios, mi imagen de amigo se ha impuesto sobre lo demás y he acabado leyendo lo que quería leer. Como este es un ejercicio de lectura compartida y no tanto de crítica literaria, dejo la duda y por si acaso remito a este link

Como conclusión, tengo que confesar que he disfrutado con la librería Terranova; aparte de comprobar que el estilo poético y evocador, en suma, único de Manuel Rivas no ha perdido con el paso del tiempo. Hay un entusiasmo de buen lector apenas disimulado, con el que me identifico. Los libros son un personaje más, adquieren una categoría real o bien simplemente simbólica. En esta novela Manuel Rivas hace un alegato a favor de la literatura y la cultura, de los espacios que la promueven y preservan. De la cultura como algo más que mera mercancía. La cultura, los libros, sirven para protegerse de los chaparrones de la vida y también para encararla y hacerle frente.

jueves, 12 de mayo de 2016

"La casa" de Paco Roca


La casa (Astiberri, 2015) del valenciano Paco Roca (1969) cuenta la historia de un grupo de hermanos que se reúne un fin de semana en la vivienda que su padre les ha dejado en herencia al morir. Abandonada durante meses, se han propuesto adecentarla para tratar de encontrarle comprador. Sobre este punto de partida, Paco Roca construye una interesante y emotiva reflexión sobre el paso del tiempo, los vínculos familiares y el cambio generacional, pleno de simbolismos. Alternando los flashbacks con el punto de vista de cada uno de los hermanos mientras emprenden las reparaciones, se reconstruye la historia de la casa, que no es otra que la del padre. También de la propia infancia, ese tiempo feliz tan volátil. Tan perecedero como muestra la viñeta del contenedor, donde acaban todos los recuerdos infantiles. Y es que todo está muy pensando en La casa; cada viñeta, cada dibujo, tiene su significado y encaja en la historia con gran delicadeza. 

Paco Roca ha conseguido emocionarme con esta novela gráfica o cómic, la denominación es lo de menos. Supongo que por edad y por la propia relación que tengo con mi padre, y es que las circunstancias personales de cada uno influyen a la hora de recibir o encajar cualquier historia. Mi padre pertenece a esa misma generación del protagonista de La casa; una generación que vivía para trabajar, soñando con un paraíso de clase media que incluía segunda residencia, coche utilitario impoluto y estudios para los hijos. Una generación de padres emocionalmente adusta, que no expresaba sus sentimientos y apenas hablaba con los hijos. Esa misma generación que hoy vive con estupor el derrumbe de estos sueños en carne propia, en sus hijos o nietos.

Foto: despuesdelhipopotamo.com


Puede que sea por esto o no, pero el caso es que la lectura de la casa me ha generado cierta sensación de congoja, como si el corazón percibiera de pronto que carece del abrigo de músculos y costillas, del mullido colchón de los pulmones y sintiera el vacío. Qué aterrador ese vacío. Qué aterrador es pensar en el tiempo perdido. Porque leyendo y pensando en La casa, uno siente lo inevitable que es la muerte, cosa sabida, pero también los estragos del olvido. Cada día devora al anterior. Y esos hermanos se detienen unos días en la casa del padre, que levantaron trabajando cada fin de semana. A ratos parecen felices, también aflora entre ellos el resentimiento. Pero sobre todo, se sienten intimidados por el peso de los recuerdos y al mismo tiempo por la ligereza con la que reviven y se disuelven. 

Acabo con la acertada conclusión de Fernando Marías en el epílogo final que acompaña a la novela: “a medida que envejezco siento que el único tema de la literatura –y probablemente de todo lo demás- es el paso del Tiempo y puede que así sea. Y La casa, que es el libro que un chico quiso dibujar para su padre muerto, es también el libro que ha permitido a Paco Roca, dibujar el Tiempo que se va, o que se fue, o que se irá”.

jueves, 5 de mayo de 2016

"astillas" de Celso Castro

Astillas (Libros del silencio, 2011) forma parte de la serie de relatos del yo, obra del coruñés Celso Castro (1962). Como en su día compartí en la llanura la lectura de el afinador de habitaciones, que pasa por ser la primera parte, me salto lo relativo al peculiar estilo, ortografía y sintaxis de Castro. Mejor, porque así me puedo centrar en la chicha y dejar este tipo de cuestiones para los entendidos.

Reconozco que soy un lector bastante errático. Y aunque fue acabar el afinador de habitaciones y babear por el siguiente de Celso Castro, he tardado once meses exactos en ponerme con astillas. Quería dejar algo de espacio entre una lectura y otra. ¿Tiene algún sentido lo que digo? No lo sé, pero así funciona mi lógica (si se le puede llamar tal) lectora. Eludo las rutinas, abrazo el caos, me dejo arrastrar por mi estado de ánimo. Y creo que por eso me atraen este tipo de libros. Aunque reconozco que tomé astillas con la esperanza de curarme la melancolía primaveral, que en términos médicos se denomina astenia. Un problemilla que comparto con cierto amigo mío. Pero resulta que este es más aprensivo y pidió cita con el médico. Le recetó hierro, un multivitamínico y al parecer le dijo, con una sonrisa de las que uno no sabe cómo tomarse, que era cuestión de personalidad o humores que le llamarían los antiguos: "le ocurre a las personas sensibles como usted", sentenció. Maldita sensibilidad, ¿para qué sirve, en un mundo donde uno abre el periódico y lee: “un padre mata a otro tras una discusión por sus hijos”? Pues sirve para que un libro como astillas te derrumbe, te haga cosquillas pero no consiga hacerte reír, sino casi llorar. Para que te arda el estómago y mastiques en lugar de leer y te empape esa angustia que emana de sus páginas.

La historia comienza con la muerte de la abuela del protagonista (Celso Castro nunca revela el nombre, al parecer esto se denomina "anonimia": “no me gusta ponerle nombre al narrador porque quiero que el lector se identifique con él”). Ya lo conocemos, lo tratamos en el afinador de habitaciones. Es un joven que trabaja en una biblioteca, frecuenta tugurios, bebe coñac y traga anfetaminas igual que si fueran gominolas. Tampoco le faltan las mujeres: como todo chico malo, las tiene a pares. La historia transcurre en medio de un lapsus sofocante, de exaltación y caída depresiva. Está narrada en primera persona y Celso Castro consigue así crear una intimidad de barra de bar, de noche de verano, de confesiones compartidas entre cigarro y cigarro. Una oralidad que te absorbe, te magnetiza y es difícil librarse de ella. Incluso ahora que escribo esta reseña, o lo que sea, me cuesta desprenderme de su aura, como cuando pasas mucho tiempo con alguien cuya personalidad apabullante te acaba influyendo e involuntariamente copias muchos sus gestos o expresiones. Te mimetizas, que se suele decir.

Volviendo a astillas. Aunque el tono general de la narración es la mayor parte del tiempo descarnado, contiene intensas descargas poéticas y filosóficas, dispersas y dosificadas con mesura. Y es que nuestro protagonista es un poeta. A todos lados lleva su cuaderno de notas, al que llama “escombrera”. En el libro hay pequeños poemas insertos, más bien anotaciones poéticas o poetizadas, pero sin cargar las tintas. Es una novela pulida a fondo, sin aristas, donde el descuido es solo aparente. Es contundente por su salvajismo. Uno se olvida incluso de que está leyendo y sufre la clásica desmaterialización que provoca la lectura y se convierte en ese interlocutor silencioso al que habla el personaje de Celso Castro.

Tras contar todo esto ya casi he conseguido desahogarme, pero hay más. Está la presencia de lo paranormal: hay una casa encantada, un “sensitivo”, fantasmas y un ambiguo arcángel cometiendo todo tipo de tropelías, un poco al estilo de la película Poltergeist. ¿Es todo consecuencia de ese viaje lisérgico, del que no se apea el protagonista en todo el relato o lo sobrenatural es un invitado real en la novela de Castro? Me he quedado con la duda. Y para cerrar este triángulo imperfecto que es astillas, tenemos amor. El bendito amor, un amor que implica absoluta entrega, destructivo y tóxico. Lo sufre un tal Bruno, amigo íntimo del narrador con el que protagoniza las llamadas “purgas poéticas”, que consisten en cronometrar el tiempo que son capaces de verter inconscientemente versos y más versos, todo esto con su buena dosis de estimulantes. Lo sufren las mujeres que, atraídas por el magnetismo del protagonista, queriendo ser fatales se ven abocadas a la fatalidad.

El escritor Celso Castro, el pasado mes de agosto.
El padre de la criatura, en una foto reciente (fuente: El País)
Cuánta melancolía hay en astillas, yo que esperaba acidez y me encuentro un barco complejo, chirriante, mecido por un aliento poético siempre presente, aunque no haya versos, aunque haya simples párrafos descarnados y diálogos interminables donde no se dice nada, donde todo se guarda o apenas se masculla. Toda una experiencia astillas, cargada de pensamiento, de ritmo frenético, de angustia existencial resumida en la frase: “sabía que en algún momento me había muerto sin enterarme”.

Hay, eso sí, cierto peligro de encenagarse, de acabar un poco harto de ese joven del que ni siquiera sabemos el nombre, de tenerlo pegado al oído, llorando, porque siempre llora: siempre tiene un nudo atado a la garganta –la sensibilidad, la maldita sensibilidad otra vez-. Quizá por eso Castro titula el último capítulo con un elocuente: “¿aún estás ahí?”. Pues sí, aún. A pesar de tanto fantasma y de que sobrevuela la amenaza del melodrama. A pesar de que la poesía y el pensamiento derivan en una catarsis de pura congoja, de puro camino hacia el suicidio. Pequeños bajones, tropiezos perdonables y que en realidad son más bien impresiones de este lector que tiene ese problema, el de involucrarse demasiado. Por eso después de astillas, hoy mismo (ayer, reviso) en la sala de espera del médico, he cambiado radicalmente de tercio, apartando mis compras recientes y me he zampado treinta páginas de una novela social de principios de siglo (y con ella sigo). Me volveré a cruzar con Celso Castro, ahí está entre culebras y extraños, que cierra los relatos del yo. Pero tendrá que acabar la primavera. 

sábado, 30 de abril de 2016

SI LO SABRÉ YO, QUE SOY SU PADRE

Foto: Ricardo Canalejas-elpais.com
El ambiente de la taberna estaba cargado de sudor y tabaco negro. Una nube se había instalado en el techo, entre las vigas de madera y la luz desvaída de dos bombillas, que colgaban precariamente de cordones mugrientos. Era una hora intempestiva, el tabernero secaba los vasos con un paño y los miraba al trasluz guiñando un ojo. Cuando algún parroquiano le hacía una señal con la mano para que rellenara la copa de vino, orujo o lo que permitiera el racionamiento, estiraba el paño con un movimiento enérgico, como si manejara un látigo, se lo colocaba airado sobre el hombro y abría con ceremoniosa pausa una botella cualquiera, sirviendo al borracho. Luego paseaba la mirada aviesa por el local, examinando la fauna que allí se congregaba, deseando que llegara la hora del cierre.
Las carcajadas resonaron en la sala. Un grupo de jóvenes, de fino bigote, botas altas de caña negra bien lustradas y camisa azul, se arremolinaban en torno a un viejecillo. El anciano se llevaba un vaso de vino a la boca, tembloroso por la edad y luego se limpiaba la comisura de los labios con el dorso de la mano. Debía de tener al menos ochenta años, pero parecía que el vino rejuvenecía su cara de momia y se dirigía con tono enérgico a su auditorio, apuntando con el dedo al yugo y las flechas bordadas en rojo sin ningún pudor.
—Estuve sirviendo en Filipinas cuatro años. Entonces si qué éramos un imperio de verdad.
El anciano apuró por fin el vaso y chasqueó la lengua un par de veces antes de seguir.
—Sin embargo, olía a rebelión por todas partes. La cruz de Magallanes temblaba en su nicho. Presentía la que se le venía encima.
Se hizo un repentino silencio y el viejo maniobró hábilmente, porque se dio cuenta de que transitaba por caminos nada seguros.
—Las filipinas son las mujeres más hermosas de toda Asia. Delicadas como muñecas. Piadosas, también. Los frailes se esmeraron en llevar al redil del cristianismo a aquellas gentes. Pero, ojo, nada que ver con las beatas de aquí.
El viejo soltó una risilla y se irguió, levantando el cuello, del que colgaba flácida la papada, como el pellejo de un pollo, erizado de barba blanca. Los jóvenes siguieron escuchando expectantes.
—Me acuerdo de una en concreto. La muchacha atendía a mis palabras con paciencia y amabilidad cuando la abordaba a la menor ocasión. Sus ojos  se quedaban fijos en las insignias de mi uniforme, mientras esquivaba con delicadeza las manos que yo lanzaba aquí y allá, tratando de interceptar uno de sus hombros, agarrarle un brazo y atraerla hacia mí, palpar la curva de su cadera bajo la larga falda azulada. Era jovencita, apenas repuntaban los senos bajo el chal, como dos limones.
Al oír aquello, uno de los jóvenes soltó un exabrupto y el viejo le dirigió una fría mirada de bóvido que hizo al falangista cuadrarse inmediatamente, como si estuviera frente al Caudillo en persona. El anciano prosiguió.
—Las mujeres allí son así. Parecen casi niñas, delgaditas, pequeñas, calladas y extremadamente complacientes. Lo que decía, temerosas de Dios, pero no mojigatas. Al volver a España me casé, como es de recibo. Mi mujer, entre misas, rosarios, novenas y letanías pasaba más tiempo en contacto con Dios que conmigo. Cada vez que llegaba el momento del asunto, se santiguaba diez veces y apenas acababa de sacarla, después de culminar la faena, que su trabajo costaba, porque se quedaba más rígida que un tocón de roble y ya estaba corriendo a los brazos del cura, para limpiarse de pecado.
Los jóvenes estallaron en carcajadas. El tabernero se acercó al grupo y golpeó con los nudillos en la barra.
—Es hora de cerrar.
Los jóvenes hicieron como que no le habían oído. El tabernero dirigió el dedo a una efigie de Franco que colgaba de la pared.
—Serví a sus órdenes en África, en el Tercio.
Y se arremangó la camisa, mostrando una larga cicatriz que le surcaba el brazo y que partía en dos un obsceno tatuaje.
—Ni una sola gota de aguardiente se echaba al gaznate, ni siquiera vino. En los burdeles lo conocían sólo de oídas, porque ni su sombra pasaba del umbral de la puerta. Nador, El Gurugú, Monte Arruit. Todavía lo recuerdo inspeccionando el último blocao que liberamos, arrasado, a lomos de su caballo blanco, enjuto, con la piel requemada por el sol y la arena del desierto, ordenándonos reunir las cabezas de nuestros enemigos como trofeo. Así.
Y revivió al despiadado legionario por un segundo, ensartando con el cuchillo un pedazo de berenjena que sacó de la lata chorreando vinagre.
—Hicieron muchos muertos en Annual, les teníamos ganas. Luego ese perro de El Raisuni se cagó por la pata abajo y aceptó un buen puñado de pesetas por acatar la autoridad española. Si le hubiéramos puesto la mano encima…
 Y con un golpe certero que hizo retroceder a los falangistas, no al abuelo, que le miraba sin inmutarse, clavó el cuchillo en la barra. El mango se quedó temblando y los restos de la berenjena se esparcieron como si fuera metralla. Uno de los jóvenes se pasó el dorso de la mano disimuladamente para eliminar el tropezón de la camisa.
—En África aprendió el caudillo que la mejor estrategia es el terror—sentenció.
Los falangistas miraron alucinados al tabernero, reconvertido en veterano del Tercio. Sin embargo, en el rostro apergaminado del anciano había nacido una palpable mueca de disgusto.
—Ya me has agriado el vino. Ponme un orujo, anda.
—Faltaría más, don Nicolás.
Uno de los falangistas, el más fornido, se apresuró a pedir una ronda para todos. Cuando el fétido brebaje estuvo dispuesto en los vasos, alzó el suyo con místico deleite y componiendo el semblante exclamó:
—Por la victoria y por nuestro Caudillo.
Un coro de atronadoras voces repitió estas palabras y los vasos se vaciaron. Luego, en posición de firmes y dando un taconazo, como habían aprendido de los militares alemanes que campaban a sus anchas por Galicia en busca de wolframio, dirigieron el saludo fascista a la foto del dictador, cantando el Cara al Sol.
En el breve minuto que duró la tonada, el anciano bajó como pudo del taburete y se recompuso. Cuando hubieron terminado, se dirigió a los jóvenes y les espetó:
—Ese caudillo del que tanto habláis, no es más que un patán y un cabrón.
Los jóvenes se quedaron estupefactos, mudos de asombro. Pronto la sorpresa dio paso a la ira más tremebunda y el viejo se vio rodeado y aprisionado por un pulpo de brazos azules, pero no se arredró. Al contrario, exclamó para que todos pudieran oírle:
—Si lo sabré yo, que soy su padre.
Los puños se detuvieron a un centímetro escaso de la nariz ganchuda del anciano y las caras atónitas se volvieron al tabernero, que asintió afirmativamente, apretando los labios.
La mordaza con la que habían aprisionado al anciano se fue aflojando.
Se decía que el padre de Franco vivía, que salía de farra cada noche. A pesar de su avanzada edad, frecuentaba burdeles, tabernas y otros antros de perdición de La Coruña. Había abandonado a su familia, cuando Franco era todavía un niño, para irse a vivir con una maestra republicana. Estaba claro que no había sido un padre ejemplar, pero en todos ellos surgió la duda de lo que podría pensar o peor hacer el Caudillo si molían a puñetazos al viejo, que por la edad seguro que no superaba el trance, y les sobrevino un escalofrío, recordando las cabezas de los moros ensartadas en la punta de las bayonetas en Monte Arruit. De nuevo golpearon las botas al unísono y se retiraron, dejando un par de billetes arrugados en la barra. Todavía uno de ellos dijo al salir:
—Debería tener más respeto por su hijo. Ha salvado España de la masonería y el comunismo. Le debemos la vida.
El viejo comenzó a echar espumarajos por la boca, murmurando en voz baja:
—Qué sabrá mi hijo de la masonería…        

"Si lo sabré yo, que soy su padre", fue premiado en el I Certamen de Relato Breve Biblioteca de Illescas, en 2015. 


sábado, 23 de abril de 2016

Celebra el día del libro... leyendo

Después de una semana un tanto intensa, por razones de todo tipo, por fin ha llegado el sábado y puedo leer con tranquilidad. Además resulta que este es uno de los sábados más lectores que recuerdo, porque se celebra el día del libro y se conmemora el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Casi nada. Lo malo es que no voy a conseguir dedicarme a la lectura todo lo que quisiera, porque es Romería en mi ciudad y uno tiene sus compromisos. Una celebración religiosa, no solo católica, sino también pagana, porque os aseguro que Baco y su séquito se sentirían más cómodos que Cristo y sus apóstoles. Eso suponiendo que les gustarán los Chunguitos, Camela y el Reggeaton (los botellines, el vino y los pinchos morunos supongo que sí). En fin, hoy he conseguido escaquearme y tengo material para devorar, aunque ahora esté escribiendo. Ya he hecho una visita a casi todos los blogs que frecuento, aunque me queda algo de tarea pendiente. Y quería hablaros de mi maletín de lecturas para estos días. Excluyo los tres libros que tengo a medias, uno de ellos El Quijote, porque este va a pequeños sorbos y los otros siguen en el horno. Me centraré en lo nuevo. 


El trío de ases que pasa a engrosar mi estantería de lecturas pendientes. Poco a poco serán devorados, digo leídos.

Aprovechando la efemérides un grupo de compañeros de trabajo celebramos el clásico amigo invisible, con libro, claro está. Como tenía ganas de leer a César Aira lo dejé caer y me vino como del cielo El santo. Queda en el estante de pendientes. Por mediación de Piel de Zapa me llegó Un día sin Teresa de Ricardo G. Manrique. Su título, que me recordó a Juan Marsé y la playlist rockera que ha elaborado el autor para acompañar su lectura me han tocado la fibra y pasa también al limbo de los pendientes, esperando rigurosamente su turno. Por último, como no hay dos sin tres saqué mi libreta de libros por leer, que engorda como nunca desde que frecuento blogs y foros y después de sudar lo mío elegí Técnicas de iluminación, un libro de relatos de Eloy Tizón. Para hacerme un regalo a mí mismo, porque yo lo valgo. Llegué a rozar el póker, un par de semanas antes me había llegado el catálogo de Círculo de Lectores con La tierra que pisamos de Jesús Carrasco, pero mi hijo rompió la baraja: papá, quiero el cuento de la Patrulla Canina. Sea.

Mis préstamos de la biblioteca. Por ahí anda también la revista "La hoja azul en blanco", que edita la Asociación Literaria Verbo Azul y que me regalaron ayer en un acto en Boadilla del Monte.

El ansia me puede, me puede. Y la semana pasada visité la biblioteca. Y piqué dos veces. Un libro de cuentos en torno a la La isla del tesoro de Stevenson, con plumas tan celebradas como Pérez Reverte o Julio Llamazares y El invierno en Lisboa de Muñoz Molina. Este último lo he empezado hoy y el de cuentos caerá poco a poco, en los intermedios. Ambos responden a recomendaciones blogueras que siempre tomo en cuenta. 

A leer se ha dicho.

sábado, 16 de abril de 2016

"La buena letra" de Rafael Chirbes



 

Como París-Austerlitz me dejó un buen sabor de boca, pensé en seguir con Chirbes por la senda de su narrativa breve. Los planetas se alinearon y encontré un ejemplar de La buena letra en la biblioteca de mi ciudad. Se trata de su tercera novela, publicada en 1992. Después de leerla dos veces he decidido traer a la llanura esta breve pero intensa historia de amor soterrado, desilusión y derrota. 

La novela se dispone en forma de monólogo. Ana, la protagonista, cuenta a su hijo la historia de su vida y por extensión de su familia. Hay dos capítulos que funcionan como paréntesis, pero de este punto no voy a hablar porque según he leído Chirbes prescindió en ediciones posteriores del capítulo final. Las justificaciones del autor son interesantes y creo que nos dicen mucho de su honestidad como narrador. Extraigo un fragmento: 

El paso de una nueva década ha venido a cerciorarme de que no es misión del tiempo corregir injusticias, sino más bien hacerlas más profundas. Por eso, quiero librar al lector de la falacia de esa esperanza y dejarlo compartiendo con la protagonista Ana su propia rebeldía y desesperación, que, al cabo, son también las del autor.

(texto completo en www.bajaragonesa.org)

La buena letra está ambientada en torno a Misent, la localidad ficticia que Chirbes utiliza en Crematorio. Es una historia dramática (sin llegar al melodrama), en la que sobrevuela el hambre, la locura, la enfermedad y la muerte. De fondo, la guerra civil y la posguerra. De esta última, conocida como los "años del hambre" (o del miedo), el retrato realizado por Chirbes es profundo y demoledor. Una hondura que consigue a través de episodios como la descripción de un tren por el que desfilan mujeres cargadas con aceite o arroz de contrabando, buscando noticias del hermano o el marido desaparecidos, un tren “que recogía toda esa desolación y la movía de un lugar a otro, con indiferencia” o en la visita dominical al cine, donde “llorábamos con lo que les pasaba a las artistas del cine y así ya no teníamos que llorar en casa”. Una miseria que les embrutece, porque “la necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos”. 

Son capítulos breves, casi fogonazos. Destaca una prosa limpia, pulida hasta dejar la veta, pero sin aditamentos. Sin excesos de estilo. Es todo contención y me imagino que las escasas cien páginas de La buena letra le debieron ocupar a Chirbes meses y meses de repasar, recortar, ajustar, una labor que me recuerda a la de los escultores, cuando una vez desbastada la piedra y perfilada su forma aplican los abrasivos, con rocosa paciencia, hasta eliminar la marca del cincel. Cuesta reconocer a Chirbes después de leer Crematorio hace pocos meses, así que me alegro de que París-Austerlitz haya pasado por mis manos, porque ha tenido su función preparatoria. En cuanto al proceder, que yo adivino metódico y del que sin embargo queda al lector una prosa tan natural que bien podría ser leída en voz alta, parece en ocasiones más conversación que literatura. 

La trama se desarrolla con gran sutileza, algo que he apreciado mejor con la segunda lectura. Por medio de poderosas imágenes, Chirbes nos introduce en ella y nos desvela poco a poco sus líneas maestras. Pétalo a pétalo, conocemos la historia de Ana y su cuñada Isabel, además de un amor sobre el que no doy más detalles, pero que aflora, en principio sorprendentemente, pero no: Chirbes ha dejado pistas sutiles, encerradas a veces en un par de palabras. Es una historia donde los celos, la envidia y el resentimiento se adueñan de las personas. La familia que en una brutal paradoja permanece unida en la miseria, cuando asoma cierta prosperidad se deshace. 

El resultado final, si no contamos con ese capítulo eliminado, es de hondo pesimismo. De desilusión total. El hecho de evocar una vida pasada, de revivir la muerte y la pérdida, ahonda en su futilidad: “todo parecía que iba a durar siempre y todo se ha  ido tan deprisa, sin dejar nada”, llega a afirmar Ana. El paso del tiempo no es reparador, el paso del tiempo trae el olvido: el paso del tiempo destruye, todo pasa y nada queda. “La muerte no va a juntarnos, será la separación definitiva (…). He llegado a saber que tanto esfuerzo no ha servido para nada”. 

Y para acabar, últimamente tengo la sensación de pisar terreno pantanoso con mis reseñas, porque avidez lectora no es sinónimo de conocimiento crítico y aunque trato de documentarme, me da miedo decir cosas que tal vez no sean correctas. Por si acaso, podéis leer una reseña de experto pinchando aquí.

lunes, 11 de abril de 2016

"Farándula" de Marta Sanz

Marta Sanz y la portada original de Farándula. Foto: joseluisrico.com
Tenía ganas de conocer la prosa de Marta Sanz después de leer varias reseñas elogiosas en blogs amigos, así que durante mi última batida por la biblioteca conseguí Farándula, junto a otras piezas de caza mayor a las que trataré de hacer un hueco en la llanura.  Precisamente por este título ganó el Premio Herralde de Novela 2015. Marta Sanz (1967) fue también finalista del Premio Nadal en 2006 con Susana y los viejos. Entre su obra destaca Lección de anatomía (2009) y Daniela Astor y la caja negra (2013), todas en Anagrama.

Con la preparación y estreno de una versión de la película Eva al desnudo de fondo, Farándula inserta las historias cruzadas de varios actores, personajes arquetípicos pero que son definidos con pericia. Valeria Falcón es una actriz de formación clásica, en el ocaso de su carrera, que ha sido incapaz de ganarse al gran público. Ahogada por la precariedad de su oficio, asiste a la veterana Ana Urrutia, estrella olvidada, decrépita a la que un ictus dejará postrada. Esta circunstancia es uno de los elementos que activa la trama e introduce nuevas bifurcaciones en la historia. Natalia de Miguel es la actriz en ciernes, compañera de piso y pupila poco aplicada de Valeria, que adquiere notoriedad tras su participación en un reality show. Daniel Valls es un actor de éxito, flamante ganador de la Copa Volpi. Vive en un apartamento de lujo en la parisina Plaza de los Vosgos con su flamante mujer Charlotte, una “bróker filántropa”, también definida como su “yegua”, que trata de protegerle de los comentarios infamantes que despierta por doquier, en parte debido a sus trasnochadas inquietudes políticas, en parte por la clásica envidia española. Lorenzo Lucas es el contrapunto de Valls, un actor solvente pero maleado, un cínico deslumbrado por la juventud y simpleza (y talento, aunque le cuesta reconocerlo) de Natalia de Miguel. Este es el elenco esencial de Farándula.

Fotograma de "Eva al desnudo" (Foto: blogs.20minutos.es)
Hablando de personajes, Marta Sanz parece sentir una inconsciente predilección por los más cínicos, así, Natalia de Miguel y Daniel Valls salen peor parados, mientras Lorenzo Lucas y la “espesa” Urrutia se pavonean hasta el final. Incluso a esta última le ofrece un cameo, un delirante y malvado monólogo que alguna crítica definía como uno de los momentos culminantes de la novela, pero a mí no me lo parece. Claro que yo no soy crítico. El epílogo final lo pone Valeria Falcón, cuyo inoportuno enganche en el alcantarillado de la Plaza del Sol compone una obertura magnífica, intensa, casi un viaje lisérgico donde se captura cada brizna, cada partícula del ambiente de la plaza, con ironía, con ingenio, con ampulosidad cubista. Con discutible criterio, Marta Sanz le otorga a Valeria Falcón la palabra final, convirtiéndola (creo) en su alter ego.

La novela está organizada en breves capítulos, casi fogonazos que te dejan con los ojos clavados al libro y transcurren con ritmo. Marta Sanz parece puro nervio. Mientras leía pensaba además que sus sesiones de escritura deben ser una pura fiesta; cuesta imaginarla en un escritorio de madera maciza, lúgubre y con el ceño fruncido. La creatividad de cada frase, su ironía, el sentido del humor; su desparpajo, la incontinencia o inconsciencia con la que desgrana metáforas. Hay pasajes donde parece utilizar un fusil de repetición y no un teclado o máquina de escribir (me resisto a creer que escriba a mano, no se puede escribir así a mano, la mano es demasiado lenta: Marta Sanz es pensamiento desbordado). Y generosa, además. Si puede utilizar tres adjetivos, pues los tres. No hay porqué elegir entre dos metáforas: las dos van derechas. Con un estilo tan apabullante, hay momentos de cierto desequilibrio y la trama se resiente. Algún lector seguro que le tirará de las orejas por sus excesos. 

Otra cuestión para valorar Farándula tiene que ver con la carga reflexiva de muchos de sus pasajes. El tema de la inseguridad personal está muy presente, no sé si es cosa exclusiva del actor o del artista en general. Quizá, pensándolo bien, sea uno de los temas de la novela, soterrado, es cierto que aquí se trata de reflejar el mundo cambiante del espectáculo, su mutación y naufragio, pero ¿no es la insatisfacción uno de los males de nuestro siglo, o mejor dicho, de nuestra sociedad? Una cuestión que en el caso del que se expone públicamente está intensificada por la picota digital: la furia desmedida, desprovista de toda empatía, del que trolea o critica en las redes (el célebre hater). Qué fácil es sentirse desgraciado en este mundo nuestro, de dejarse llevar por angustias y miedos cuyo solo indicio se traga cualquier atisbo de felicidad.

Hay una certera crítica social en Farándula, centrada en el mundo del espectáculo y por extensión de la cultura. Los actores que preparan “Eva al desnudo” lo hacen sin cobrar y están a expensas del resultado de la taquilla. Ana Urrutia languidece con los escasos ahorros, porque apenas cotizó durante su larga carrera y depende de la caridad de sus colegas. El concepto de cultura gratuita ha calado hondo y excluye las necesidades de personas que trabajan duro para compartir su talento y puesto que viven en un sistema donde todo se compra y se vende, no carecen de necesidades. Una precariedad laboral que se puede hacer extensiva a otras capas de nuestra sociedad. Esta cuestión, junto con las alusiones al linchamiento digital, a la libertad de expresión garantizada por ley, pero penada en el mundo virtual con el acoso y derribo, hacen de Farándula una novela de nuestro tiempo.

Hay también una conclusión un tanto pesimista, ¿asistimos a una mutación del concepto de espectáculo? ¿Forma parte el teatro de un mundo que agoniza, simbolizado por la catatónica Ana Urrutia o el desorientado Daniel Valls, que desaparece sin más en los compases finales de la novela? ¿Es Natalia el símbolo de una nueva era, definida por la celebridad digital o pueril del reality? Cuestiones para los más sesudos, en cualquier caso son temas que me ha evocado esta novela y me han hecho pensar.

Viendo todo lo que he escrito, algo caótico, casi eléctrico, un poco contagiado por el estilo de Marta Sanz, concluyo con una entrevista suya realizada en el programa Página 2, donde desgrana alguna de las claves de esta valiosa (que no perfecta) novela en la que aborda “el oficio de los actores como metáfora de muchas otras profesiones y como metáfora del mundo en el que estamos viviendo”.