Está en mitad de la calle, como una paloma desorientada.
Tiene el pelo blanco y sostiene un libro vetusto con las tapas verdes. El flujo
de gente la evita y ella, con su presencia hierática, parece un tajamar que
parte la multitud en dos. Levanta la mano hacia los viandantes. Tiembla. No
sabe dónde está y cree haber despertado allí, colocada como un peón sobre el
tablero. Es una pieza fuera de lugar. Acabará con sus huesos contra la pared empujada
por el oleaje, hasta que recupere la cordura. Pero sucede que su figura de
frágil estatua ha llamado la atención de alguien y nota una mano sobre el
hombro y dirige la mirada, su cristalino ahumado enfoca un rostro grave pero
amable, que le pregunta si está bien.
—¿Se ha perdido, señora?
—Más o menos.
Aquel joven disipa la niebla, ahora todo está más claro.
—Voy a la presentación de mi libro. ¿Lo ve?
Esgrime el viejo tomo con las tapas ajadas. El joven
sonríe con condescendencia.
—¿Y dónde, si puede saberse?
—Al Círculo de Escritores, calle Postas. El número no lo
recuerdo, pero está en la acera de la derecha, conforme bajas desde la Plaza
Mayor.
El joven se queda pensando y mira el reloj.
—¿Estamos muy lejos?
—No, creo que no.
—¿Le acompaño?
Como respuesta, la mujer se le agarra del brazo. Su
abrigo desprende una fragancia a madera húmeda, que le recuerda a las bolas de
naftalina que su abuela colocaba en el armario como repelente para las polillas,
envueltas en un pañuelo. Una vez, de niño, mordió una pensando que era azúcar y
tuvieron que llevarlo al hospital y hacerle un lavado gástrico.
Al iniciar la marcha, deshacen el nudo. Se han
incorporado al flujo de viandantes, pero su paso es lento y entrecortado. La
anciana está contenta y a ratos suspira o se detiene y le sonríe. El joven
siente un poco de vergüenza. Nunca paseó con su abuela cuando aún vivía. Apenas
salía de casa y consumía las horas junto a la ventana, sentada en una mecedora
de mimbre. La luz bañaba una parte de su cuerpo, dejando la otra en penumbra. Durante
sus visitas, el joven se sentaba a su lado y ella le hablaba del abuelo (muerto
en la mina), de la guerra y el maquis, del pan negro y los años del hambre y de
cuando emigraron a Francia, donde nació su padre. En su voz, distorsionada pero
aún vibrante, el joven hallaba sus raíces, lo que había sido y nunca podría
ser, porque el mundo cambia pero no retrocede.
La anciana le pregunta si está casado, si tiene hijos y
cuántos. Él niega, con una sonrisa que tiene un punto de cinismo.
—Hay que casarse y tener hijos. Si no, en la vejez se
está muy solo.
Eso le dijo su abuela antes de morir: ¡cásate y ten
hijos! Pero él no piensa casarse, menos tener descendencia. Cree que la
humanidad comenzará a mermar a partir de su generación, lo cuál le parece bien.
La anciana señala una azotea donde varias golondrinas se acurrucan en los
huecos de las tejas.
—Cada vez hay menos… Las golondrinas.
Salen de la vía principal y el vacío gana sus cuerpos,
que ya no sienten la avalancha de otros cuerpos. La luz es tamizada por los
plátanos de sombra, verdean sus hojas, grandes como dos manos en abanico y la
anciana señala las escamas del tronco, porque le recuerdan la piel de un lagarto.
El joven sigue fascinado por la singularidad de la anciana, cuyo breve paseo es
una ventana abierta a lo vivo y lo inerte, en contraste con los viandantes que
agachan el cuello hacia sus pantallas. Para ellos, la transición de un sitio a
otro es comprimida y disuelta, pasa desapercibida entre sus cavilaciones y
charlas virtuales. Quizá cuando la muerte está cerca los sentidos se
intensifican y uno es capaz de deleitarse con un rayo de sol, dejarse mecer por
el parloteo de las palomas o hallar consuelo en la visión de dos adolescentes
que se besan y ríen en los bancos de madera descascarillada. Quizá, mirar al
mundo a los ojos, dejarse embriagar por su perfume, sea un atavismo. La deja
hablar, de las flores, de la corrosión de la piedra, de las cornisas y los
azulejos, del paisaje humano, hasta que llegan a la puerta de la librería.
El escaparate contiene las novedades. Lo bueno de los
libros es que el verdadero producto no puede verse. Se intuye en los colores de
la portada, en el grosor, en la foto de la solapa, pero esta apariencia resulta
engañosa. Ni la tira del editor para atraer al indeciso llega a quebrar el
misterio, que está dentro y para desvelarlo es preciso leer, lo que requiere
tiempo y silencio. Un desalmado se atrevió una vez a asesinar a un lector, que
permanecía abstraído frente a ese misterio. Le agarró del hombro y le disparó
tres balas, una de ellas atravesó el cristal y se incrustó en un volumen de
tapa gruesa, perforando la densidad de sus páginas, rompiendo la cadena de
palabras.
—¿Pasamos?
La anciana se suelta y agarra su libro con las dos manos,
apretándolo contra el pecho. Entran. Al abrirse la puerta suena una campanilla,
ella va delante. El joven repara en un cartel que anuncia la presentación de un
libro y en la foto del autor, un hombre de mediana edad que, los brazos
cruzados, mira a la cámara con el ceño fruncido. Baja la mirada, por pudor y contempla
los tobillos hinchados de la mujer y sus zapatos de tacón ancho. Hay varias
filas de butacas separadas por un pasillo. En total, no más de treinta
personas. Al fondo han colocado una mesa blanca con un micrófono, junto a una
torre de libros, gruesas novelas que el autor firmará al acabar su charla. El
joven encuentra dos sitios libres delante y cuando se agacha y coge uno de los
libros para hojearlo, ve como la anciana rodea la mesa y se sienta. Se
desabotona el abrigo, deja su libro abierto sobre la mesa, carraspea y golpea
el micrófono con el dedo. Hay un instante de estupefacción, de caras pivotando,
murmullos, pero cuando alguien va a levantarse —ese alguien quizá es el librero
o el escritor usurpado—, la mujer saca unas gafas con cristales sin montura y
comienza a leer. Las conversaciones se van apagando, hay meneos de cabeza y
mucha amabilidad fingida. Pero nadie la interrumpe.
Al joven le divierte la audacia de su anciana, porque
ahora es su anciana. ¿No la ha recogido de la calle y la ha llevado hasta allí?
Incluso cree entrever una chispa en sus ojos, algo le dice que sabe lo que
hace. O al menos es consciente de que la invitada no era ella. Pero ha movido
la primera pieza y ahora el librero debe jugar a la contra, seguirle la
corriente o expulsarla del mostrador. Un acto tan violento, sacar tarjeta roja,
condenar al ostracismo, no encaja con el espacio beatífico de la librería. Así
que la anciana prosigue. Lee varios textos, un recuerdo de la infancia, la
historia de una amiga muerta y el balance de una vida cuyo crepúsculo mastica
la soledad. Al acabar se quita las gafas y entrecruzando los dedos, pregunta al
auditorio si se ha percatado de la llegada de las golondrinas.
—Hay golondrinas que nunca vuelven.
Sonríe y todos asienten porque reconocen la cita. Se levanta y agarra al joven del brazo, este se yergue, la anciana lo empuja hacia la salida, crecen los murmullos, alguien bate palmas. La anciana se lleva la mano a la boca, parece que está riendo. Al salir por la puerta escuchan la voz jocosa del librero o quizá del autor usurpado, que ha recuperado su púlpito y hace varias bromas desatando la risa, en algunos casos exagerada, desecho el nudo de estupor y asombro de los que esperaban a un autor de thrillers y se han encontrado con una octogenaria. Alguien que ama a las golondrinas porque son pájaros que anuncian la primavera y en la senectud, siempre es invierno.
En la puerta, la anciana se aferra al cuerpo de su acompañante como si fuera una novia. El sol centellea entre las hojas de los plátanos. Regresan a la plaza y las golondrinas se entrecruzan haciendo acrobacias, al reclamo de insectos con los que reponerse de su viaje planetario. Cuando llegan al punto en el que comenzó todo, la anciana se suelta y le entrega al joven el libro de tapas verdes, la tela del lomo ajada y desaparece entre la riada de gente.
"Volverán las golondrinas" está dedicado a las personas ancianas, que llamamos "mayores" y fue premiado en el VII Certamen de Narrativa Breve Villa de Socuéllamos (lo cito porque es preceptivo).
Te felicito, Gerardo, no por el premio, que también, sino por ambos cuentos. Me han gustado mucho los dos. Es un poco tópico lo de que de viejos volvemos a ser niños pero en cierta parte es verdad. En ambos períodos de la vida se nada en un mar de desvalimiento y desubicación: en la infancia por incomprensión y en la senectud por comprender ya demasiado. También en la vejez se vuelve a mirar el mundo a los ojos (te copio la expresión) como hacíamos de niños. Es curioso (y algo que me ha gustado mucho) como el relato protagonizado por el niño deja una sensación de desolación, cuando normalmente se acostumbra a mitificar la infancia siendo como es en realidad una época de desconcierto, y, sin embargo, el protagonizado por la mujer en el ocaso de la vida consigue sacar más de una sonrisa.
ResponderEliminarTe reitero mis felicitaciones y también te deseo un verano normal y, principalmente, feliz.
Un abrazo
Hola, Lorena. Tienes razón en lo de mitificar la infancia, el relato lo inspiró hace algunos años mi hijo, cuando empezó el cole. Era un niño alegre, risueño y encajar tantas normas y restricciones arbitrarias, ser sacado así de su nido, le afectó a su comportamiento. Incluso ahora, con ocho años, se nota cuando pasa varios días sin cole: parece más feliz.
EliminarLas personas mayores son un tesoro, mi abuela materna dejó huella y se me nota. Por suerte murió unos años ante de esta pandemia y se pudo ir con dignidad.
Un abrazo.
Qué dos preciosidades de cuentos! Me ha encantado, sobre todo, éste, con esa anciana a que es imposible no cogerle cariño. El niño me ha dado penita, el pobre. Me ha parecido un cuento más triste. Muchísimas felicidades por tu talento!
ResponderEliminarBesotes!!!
Pues si, cuando lo han puesto en la categoría de "drama" me ha sorprendido al principio, pero está bien descrito. Imagino que mi estado de ánimo cuando lo escribí pesó lo suyo. Gracias por tus halagos, pero soy solo un amateur.
EliminarUn abrazo.
Hola Gerardo, me han gustado los dos cuentos, son tan reales y están tan bien escritos, que en fin. Mi enhorabuena por el premio y por la incursión en esa revista literaria que tiene tan buena pinta.
ResponderEliminarBuen verano y un abrazo.
Uno de ellos es verídico, el otro lo urdí a partir de un sueño, aunque tiene mucho de mi abuelo materna. La gente de la revista es respetuosa y amable, se esfuerzan en hacerlo bien.
EliminarUn abrazo y te deseo un verano de mucha normalidad: falta nos hace.
Preciosos los dos relatos. Leídos juntos dejan una sensación contradictoria. El de la anciana transmite paz, deja un poso de esperanza en ese final de la vida que se acerca plácido y sonriente. En cambio el del niño me ha dejado intranquila. Vs a un niño que es feliz en su casa con sus juegos y su inconsciencia infantil que, de pronto, se ve inmerso en un mundo de normas y obligaciones que amenaza con atraparlo para siempre y destrozar su incipiente vida feliz.
ResponderEliminarYo no creo que el mirar al mundo en lugar de una pantalla sea cosa de la ancianidad. Cuando nosotros seamos ancianos (y más cuando lo sean nuestros hijos), iremos por la calle pegados a nuestras pantallas.
Un beso y enhorabuena por ese merecido premio.
Gracias, Rosa. Ahora precisamente leía un artículo de Alberto Olmos en El Confidencial sobre el tema ¿Me perdonará alguna vez mi hija por haberla llevado a la escuela?, se titula el artículo y guarda bastante relación con lo que sentí y escribí en ese relato. Curioso.
EliminarEl tema de la pantalla es generacional, cierto. Nosotros seremos ancianos muy diferentes, son los tiempos.
Un abrazo.
Dos estupendos relatos, amigo Gerardo. También escribí uno sobre el colegio y una clase con los chiquillos, pero está hibernando en mi cajonera, jaja. Alguna vez me castigaron de cara a la pared en un rincón… pero, sin que nadie nos oiga, eso nos daba cierto estatus entre los chicos, bah, fantasmadas de antaño.
ResponderEliminarEl de la abuela igualmente reúne muchos ingredientes que me han hecho disfrutar leyéndolo; encontrarme con las golondrinas, su llegada primaveral siempre es para mí evocación de la niñez y un tiempo que entonces parecía no tener final.
Me ha gustado mucho como has desarrollado ese episodio en la librería, representado a cada uno en su situación, haciendo muy visible la escena, se palpa el ambiente. Como no, también tu observación a los pequeños detalles; sus "tobillos hinchados" y los "zapatos de tacón ancho", ya te he dicho alguna vez que eres un observador nato, y eso donde más se capta es en los pequeños detalles, a ti no se te escapan. Pienso que la profundidad de un relato, cuento, se eleva desde estas pequeñas sutilezas, sin ellas todo es inconsistencia, y tú siempre haces una conjunción afortunada entre lo endógeno y lo exógeno; entre unos tobillos hincados de la anciana y el hondo significado que emana de “Hay golondrinas que nunca vuelven.”
Y para concluir, amigo Gerardo; yo practico ahora lo que muchos no hacen hasta la cercanía de su final; trato de mantener vivo, presente, ese atavismo que nos une al mundo; mantener los sentidos despiertos al acontecer de un cielo tormentoso, como los de ahora mismo, tener los oídos afinados en otoño, para escuchar a las grullas cuando llegan, observar con detenimiento el crecimiento de mis hijas, en definitiva; observar la vida en derredor, justo que lo que sucede en tus relatos.
Un abrazo, cuidaros.
Hola, Paco. Te agradezco mucho que comentes mis relatos con ese grado de detalle. Tu mirada es tan precisa o más que la mía, bien conocida gracias a tus fotografías, escritos y reflexiones en torno a los libros que degustas en plena naturaleza y junto a tu familia. Hace poco estuve viendo una charla en el canal de BBVA, "Aprendemos juntos", de Carl Honoré, impulsor del movimiento "slow". En ella explica su caída del caballo, cuando se vio comprando un libro de cuentos para leer por la noche a sus hijos en "menos de un minuto". ¿De verdad tanto nos cuesta pararnos y observar, dedicar a cada cosa el tiempo que demanda y merece? En este mundo de la velocidad, todo pasa y nada queda. Te recomiendo la charla, está en Youtube y la verdad es que te abre los ojos sobre muchas cosas.
EliminarDisfrutad del verano, un abrazo.
Estupendos estos dos relatos que diría, Gerardo, que son casi complementarios. En el del niño el personaje es echado a la vida sin miramientos cuando él estaba tan a su gusto en su casa con sus juguetes y su mamá blanda, cálida y suave; el de la anciana es ya el de quien en vez de entrar está a punto de salir de la vida y sabe lidiar en todas las plazas.
ResponderEliminarEscribes de miedo, amigo Gerardo. En los dos relatos hay profundidad psicológica en todos los personajes: el niño, la anciana, la odiosa maestra, el joven sin hijos que acompaña a la vieja..., incluso en esas compañeras de clase que se chivan del niño que castigado contra la pared sigue en su mundo de fantasía y libertad.
Por último me gustaría decir lo que tan bien te ha escrito Paco Castillo. Todo lo que te dice lo suscribo plenamente.
¡Ah! Muchísimas felicidades por el Premio. Te lo mereces totalmente.
Te deseo un muy feliz verano y que la normalidad (lo que quiera que sea eso) nos acompañe a todos
Un abrazo
Puede ser, Juan Carlos, por eso los he compartido en el blog. Aunque están escritos con al menos tres años de distancia. Te agradezco tus halagos, pero soy un amateur, a estos relatos les he dado mil vueltas y escribir algo más ambicioso se me hace muy cuesta arriba. El premio era a nivel provincial, pero en fin, me apetecía compartir la historia de la anciana porque si no se quedaría en un cajón y le tengo cariño por las referencias a mi abuela materna.
EliminarFeliz verano y ojalá la ansiada normalidad venga para quedarse.
Un abrazo.
Hola Gerardo¡ soy Ade. Hace mucho que no nos vemos pero me ha encantado encontrar este espacio tan bonito que has creado. No sabia que tenias publicadas tantas joyas¡. Ha sido una sorpresa y no podía dejar de decírtelo. Tus escritos son preciosos y llenos de sensibilidad.
ResponderEliminarComo las golondrinas, volveré de vez en cuando para disfrutarlos.
Espero que os encontréis bien.
Un abrazo.
¡Qué alegría saber de ti, Ade! Espero que te vaya todo genial, Elena y yo nos acordamos a menudo de aquellos buenos años, a pesar de la distancia y el tiempo. Puedes venir a la llanura cuando quieras, es un espacio para hablar de libros y literatura, como ya has podido ver.
EliminarUn fuerte abrazo.
¡Hola Gerardo, menuda grata sorpresa!! desconocía tu lado de escritor de relatos, no sabía que habías publicado tantos y que habías incluso recibido Premios por algunos y no me extraña en absoluto. Este de la anciana y las golondrinas me ha encantado (por un momento pensé que la anciana era la autora de thrillers que iba a presentar su libro, jeje y que iba a dejar a todos los presentes con labora abierta)
ResponderEliminarPor cierto me gustó especialmente lo de que "lo bueno de los libros es que el verdadero producto no puede verse"
Voy ahora para Cuentos en Red
Besos
Es todo a nivel de aficionado, concursos incluidos. Pero bueno, me sirve para sacarme esas cosillas que no sabes qué hacer con ellas. Me alegro que te haya gustado. Así es, el libro es un objeto de consumo cuyo disfrute requiere un esfuerzo, de ahí su singularidad.
EliminarUn abrazo.
Qué texto más poético y entrañable. Hay poesía y mucha ternura, pero sin caer en la ñoñería, ni mucho menos. No me extraña que haya sido premiado.
ResponderEliminarHacía tiempo que no nos regalabas tus relatos por aquí (o al menos yo no me he enterado, que ando algo dispersa por los blogs) y la verdad, leerte es una gozada.
Me voy a ese enlace que pones, a pasar un buen rato, seguro.
Un abrazo y que pases un buen verano.
En general, sea relatos o reseñas, llevo unos meses en los que me prodigo poco, la pandemia y otras circunstancias anejas me tienen disperso y demasiado melancólico para ponerme a escribir. De hecho, este relato es de hace dos años o más y el de la revista de hace cinco o seis.
EliminarTe agradezco tu visita y te deseo un gran verano, que falta hace.
Un abrazo.