"El caminante sobre un mar de nubes", Caspar David Friedrich (Foto: arteselecto.es) |
Roberto
se ha dejado el café del desayuno a medias. Se entretiene. Le cuesta elegir la
ropa que va a ponerse y nunca tiene la previsión de prepararla antes; quizá
debería imitar a Mark Zuckerberg y vestir siempre igual. Mira el reloj como lo
hiciera un condenado ante la hora fatal y mientras, deambula por su casa en
calzoncillos buscando la camisa azul de cuadros. Acude a la cocina, mastica un
bocado de tostada y con las migajas bailando en la comisura de los labios,
regresa al dormitorio.
Al
salir a la calle le sorprende la temperatura tibia de la mañana (son las ocho
menos veinte) y lo achaca al calentamiento global. Suele ir al trabajo a pie.
Son veinte minutos, si acelera un poco pueden rebajarse a dieciocho; diecisiete
si adopta un paso marcial, cercano al ritmo de los paseantes que tratan de
domeñar el colesterol o reducir sus reservas adiposas bien temprano,
recorriendo la avenida de dos en dos como soldados de ronda. Hay días que se
deja llevar y para el crono en veintidós e incluso veintitrés minutos. Son las
mañanas de otoño, de amanecer apabullante y nubes rojas como fresas. Son las
mañanas de primavera, del despunte tembloroso de las hojas en los árboles y las
piernas de mujeres jóvenes que afloran en pantalones cortos. O es simplemente
un pensamiento el que le retiene, como si le zancadilleara o le cubriera los
hombros con su peso.
Estos
momentos en la vida de Roberto aparentan una profunda calma. Pero en realidad,
son como el agua puesta a hervir, que durante minutos permanece serena, hasta
que minúsculas burbujas delatan una transformación inminente de elemento
líquido a gaseoso. El lento avance hacia el trabajo calienta las moléculas de
sus pensamientos.
Tiene
ratos en los que es presa de sus obsesiones. Percibe ese arrebato porque
hay un lapsus en su consciencia y no sería capaz de recordar si ha tenido que esperar en el semáforo. Ese tiempo no ha existido,
porque se hallaba secuestrado y maniatado. No se da cuenta, pero sube su ritmo
cardíaco y le sudan las manos.
Roberto
pelea en su interior con las injusticias de este mundo y en su ingenuidad trata
de enmendarlas. Surge de la bruma enmascarado, con una calavera cosida al pecho
y convierte en paté las entrañas de las malas personas. Recuerda a Clint
Eastwood en una de las entregas de Harry el Sucio. Si se excita demasiado puede
llegar a dar un gancho al aire, casi imperceptible, rotando el hombro y el puño
o mascullar una maldición. Nota arder las tripas y exhala por la nariz como un
dragón iracundo. Sin embargo, Roberto duda incluso a la hora de aplastar una
mosca, así que sus ansias de justicia nunca se hallarán satisfechas, al menos
del modo que imagina.
Algunos
tramos, especialmente los iniciales, son de ensoñación. Es el cuento de la
lechera, que va llenando un cántaro de proyectos, de cosas que
hacer, de palabras que decir. Últimamente le da vueltas a sus próximas
vacaciones. Se ve sobrevolando el volcán adormecido del Teide, agotado en la
cima tras respirar los aires sulfurosos y entrevé la carretera parcheada, la
larga carretera hacia la base del volcán, como un camino al inframundo. Roberto
recuerda los pinos de tronco negro de las fotos y también que le da miedo
volar. En su imaginación se perfilan los restos carbonizados de un Boeing 747 y
se retuerce, hace un tic y traga saliva. Se limpia el sudor de la frente y mira
el reloj. Todavía le quedan diez minutos.
No
todo es actividad frenética. Hay momentos de consciencia plena, que es una
palabra que ha aprendido hace poco y se aplica a ello. Percibe su respiración y
el tac-tac de sus pasos sobre el piso. La tos que se abre camino a través de la
garganta y reverbera dentro del pecho como una carga de dinamita dentro de una
mina. Son segundos de vacío, de blanca nebulosa en su mente fuera de servicio.
Pero regresan las imágenes a su cabeza, en un lento baile.
Roberto
rememora fragmentos del pasado. No son seleccionados como por catálogo, sino que
llegan al azar; el bingo de su mente rueda y rueda y escupe una bola de marfil
con una cifra. Está en un cine al acabar la sesión, absorto en los
títulos de crédito. Un hombre ronca al lado, mientras su mujer, azorada, trata
de despertarlo; mea en el baño de una discoteca y un sujeto se le coloca al lado y se
le encara burlón. Tiene la mandíbula desencajada y las pupilas como los ojos
de una merluza fresca; asiste a un concierto y le queman la chaqueta
con un cigarrillo. ¿Por qué afloran esos recuerdos, de manera tan aleatoria?
¿Qué provocan sus pasos? Cuando sale a correr no le pasa.
Está pendiente de su esfuerzo, del horizonte descarnado si es por la mañana o
de las mangas anaranjadas del cielo si anochece. De algún perro vagabundo, de
las piedras que le puedan hacer torcerse un tobillo; de sus pulsaciones para no
superar el umbral aeróbico. Algún misterio tienen las mañanas, las sólidas y
eternas mañanas laborables.
A Roberto le da por urdir largos monólogos consigo mismo. La mayoría de esas piezas
introspectivas de filosofía personal se consumen como un fuego: es la propia
fuerza de la palabra la que las alimenta con su combustible y luego una vez que
cesa se apagan y no quedan más que los rescoldos. Después la ceniza, que es la
muerte del pensamiento. Reflexiona sobre sus compañeros prejubilados. Cree que son personas que podrían seguir en su puesto de trabajo y
al esfumarse, desperdician todo su bagaje. Qué útil sería para los bisoños tener la tutela
de estos viejos, que se evaden después de treinta y cinco años y se retiran a
pasear sus pensamientos a un apartamento en la costa o a cuidar de los nietos o
a dejarse ver entre la pléyade de jubilados que se asolanan en las plazas.
Roberto elabora su propuesta; cuando se jubile
querrá seguir prestando algún tipo de servicio. Seguir formando parte de los
engranajes de la sociedad y ayudándola a sortear los baches que se presentaran.
Luego piensa en su voz depauperada, en las veces al día que tiene que contener
sus ganas de explotar como una granada de mano y cambia de opinión.
Roberto
también tiene una teoría sobre el mundo. Cree que las personas están unidas las
unas con las otras por hilos invisibles, pero también puede que lo haya leído
en algún sitio y se apropie de la idea, de buena fe. Diserta sobre religión, política,
mujeres, literatura, arte, pero contarlo sería alargar esto demasiado. Mira un instante la pared de una casa: un caracol babea adherido al muro.
No suele detenerse más que cuando es imprescindible. A veces gira la cabeza, porque es un soñador y le seduce el amanecer. Le atrae la luz que proyecta este sol invernal que apenas se yergue sobre el horizonte, cómo impacta sobre las cosas y aprecia el tono almibarado que otorga a la pared de ladrillo del edificio que hay justo enfrente de su trabajo y tiñe el blanco anémico de un bloque de pisos cercano, que refulge con levedad, como un limón en el frutero.
No suele detenerse más que cuando es imprescindible. A veces gira la cabeza, porque es un soñador y le seduce el amanecer. Le atrae la luz que proyecta este sol invernal que apenas se yergue sobre el horizonte, cómo impacta sobre las cosas y aprecia el tono almibarado que otorga a la pared de ladrillo del edificio que hay justo enfrente de su trabajo y tiñe el blanco anémico de un bloque de pisos cercano, que refulge con levedad, como un limón en el frutero.
Cuando se cruza con alguien, hay un entrechocar momentáneo de espacio circundante.
Aminora el paso o hace un amago de sonrisa, aunque sea un desconocido. Hay incluso un intercambio de miradas, de saetas que duran lo que un
parpadeo; muchas veces son agradables. O le avergüenzan y entonces agacha la
cabeza y acelera el paso.
Roberto
contempla la suciedad sobre la acera, el barrendero con los guantes recortados
en la punta para sostener el cigarrillo o utilizar el teléfono móvil. Hay un
gato famélico que le mira y le estremece el brillo de sus ojos. Recuerda un
relato de Edgar Allan Poe y visualiza el ejemplar con las pastas desgastadas en
su estantería. Es tan consciente del mundo que le rodea, que le parece una
placenta. Los cercos del café en la mesa de metal de la terraza de un bar, las
servilletas de papel rodando por el suelo, los adolescentes camino del instituto
que le rebasan o se dejan rebasar, mientras agachan la cabeza sobre el
teléfono. Se pierden el mundo, piensa. O están en otro, recapacita al
rato.
Uno
se pregunta por qué unos instantes tan banales de la vida de una persona, se pueden
llenar así de contenido. Y multiplica o suma. Y lo insignificante que parece
cualquiera adquiere nueva magnitud, si se repara en estos momentos de
ensoñación, de evocar recuerdos, de construir castillos en el aire, de silencio
interior, de monólogo consigo mismo, de observación minuciosa por fuera y por
dentro.
¡Hola! Primera vez que ingreso a tu blog y la entrada me pareció súper interesante. Me encantó el relato, sobre todo por cómo ve el mundo Roberto, me parece alguien minucioso que disfruta hasta la mínima pizca que le ofrece la vida. Es perfecto. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarYa estás en mis círculos y te sigo.
Un beso.
Gracias, Tamara. Es un tipo un tanto especial este Roberto, exprime hasta la última gota, como bien dices. También te sigo, claro. Un abrazo.
Eliminar¡Hay que ver lo que le cunde a Roberto una caminata! Qué aluvión de ideas y pensamientos. Yo también suelo caminar, aunque por las tardes, y no se me ocurren ni la mitad de las cosas. Sí que me fijo en la suciedad de la acera, como Roberto, pero no pienso a continuación en Edgar Allan Poe, sino en las alcaldesas (la antigua y la actual).
ResponderEliminarRelato completísimo, Gerardo, cómo puedes aunar en un mismo texto tantos conceptos y tan bien hilvanados. Qué artista.
Una vez más, la imagen que has utilizado para ilustrar el relato es fantástica. Me recuerda a una foto que tengo de mi hija contemplando también un mar de nubes, en su caso fue en el Roque de los Muchachos, en la isla de La Palma y también llevaba un bastón pero de senderismo.
Gracias por amenizarme la mañana.
Un beso caminante.
El cuadro es tremendo, la esencia de lo que fue el Romanticismo: el hombre frente a sí mismo y la naturaleza. Kirke, no se que da más miedo, si Poe o las citadas alcaldesas, jeje. El amanecer tiene ese algo especial, la pena es que la vida de prisas en las que estamos inmersos nos impide disfrutarlo. Me alegro que te haya gustado esta especie de experimento; muchas de mis mañanas son así, parece que vaya a echar a hervir en cualquier momento. Luego el resto del día me apaciguo, claro. Besos!
EliminarYa ando por aquí. Saludos!!
ResponderEliminarBienvenida, Marisa. Nos seguimos leyendo!
EliminarQué relato tan fiel de lo que pueden cundir veinte minutos a pie. A Roberto le da para mucho pues "las moléculas de sus pensamientos" (me ha encantado esta expresión) trabajan a toda caña.
ResponderEliminarNo tanto como a él, pero yo cuando conduzco hacia el trabajo por las mañanas, sobre esas mismas horas, me da por pensar mucho y soy consciente de ello, y me pregunto también a qué vienen esas ensoñaciones, pero llegan solas.
Genial, Gerardo.
Un saludo
Todos tenemos esos momentos de "consciencia plena" y es lo que me asombra, la profundidad de todo ser humano. Mis moléculas y yo te agradecemos tu lectura ;). Saludos!!
EliminarÓjaja aprendiéramos a estar solos como el protagonista de tu magnífico beso. Un abrazo
ResponderEliminarEse momento de introspección, por fuera y por dentro, meditación hay quien lo llama, es un ejercicio sin duda saludable. Y necesario. Un abrazo, Ana.
EliminarEs una buena perspectiva la de Roberto.
ResponderEliminarSiempre lo que nos alimenta el espíritu se ve tan grande...
Besos
Hay un universo, dentro y fuera de nosotros. A veces no está demás dejarse llevar y disfrutar de él. Saludos!
EliminarHas sabido reflejar de maravilla en el relato el aluvión de ideas, emociones, recuerdos y demás en que consiste nuestra mente cuando está a solas y sometida a las impresiones de algo; en este caso, el mundo mientras Roberto va camino del trabajo.
ResponderEliminarUn relato de tempo lento muy bien escrito, Gerardo. Felicidades.
Salud.
Gracias, Isabel. Es difícil plasmar en el papel lo que uno siente, percibe y padece; solo intentarlo ya es una especie de catarsis. Y si además he conseguido entreteneros un rato, pues para qué pedir más. Un saludo!
EliminarUna caminata la mar de reflexiva así como la lectura de tu narración.
ResponderEliminarDe vez en cuando es un buen ejercicio a la par que el de andar, el de soltar libremente las neuronas y que bailen a su antojo, reparando en los pequeños detalles y aconteceres que pasan de continuo por nuestro lado.
Abrazo.
Te doy la razón, Francisco. Dejarnos llevar no es nada malo y, aunque sea unos instantes, estar pendientes del mundo que nos rodea, especialmente esa maravilla que es el amanecer. Siempre me inspira.
EliminarUn abrazo.
Me he sentido identificada con tu personaje. Aunque todos lo hacemos, soy observadora de los pequeños detalles, amante de lo inútil (ya sabes el arte y esas cosas que no generan dinero). Vamos una romántica jejeje.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho esta entrada. Por cierto he comprado "Enciclopedia de los muertos".
Un placer leerte.
Un abrazo
Para los románticos el cuadro de Friedrich es nuestra bandera y en los pequeños detalles está la sustancia. Ya me contarás sobre la Enciclopedia de los muertos, Danilo Kis seguro que practicaba ese sano ejercicio que es la ensoñación. Un abrazo!
EliminarA poco y andaba el Roberto por las calles de Madrid, cada vez más sucias. Me he sentido identificada con los lapsus que parecen pérdidas de conciencia, ¿cómo llegué hasta aquí? te preguntas, también con los sentimientos de impotencia ante las realidades y con la loca idea de remangar las mangas y arreglarlo todo. Pero me temo que mis arreglos nos gustarían a todos y que la tarea me queda muy grande, así que hago como Roberto, me calmo.
ResponderEliminarMe temo que pasará un tiempo hasta que pueda recoger el libro. Ya te contaré. Buen relato.
Gracias, Pepa. Ese sentimiento de impotencia ante la realidad del mundo es una sensación muy común, pero hasta cierto punto solo podemos contribuir con pequeñas acciones. Si lo se te envío el libro por correo, pero bueno, ya cuando lo tengas me dirás qué tal.
EliminarUn abrazo.
El camino aprendido, que hace que nuestros pies caminen solos (yo alguna vez he seguido ese camino cuando en realidad quería ir a otro sitio), dejando libre a nuestra mente para los pensamientos, reflexiones, divagaciones, ensoñaciones. Me he sentido muy identificada con Roberto, me falta tal vez su capacidad de observación del entorno (yo suelo ir tan abastraída que solo tengo visión frontal).
ResponderEliminarRespecto a la reflexión de tu último párrafo, supongo que es un poco como los sueños, cogen nuestras experiencias y realidades y construyen un mundo paralelo. A veces no sabemos interpretarlo, pero siempre nos hacen que nos fijemos en detalles que pensábamos nos habían pasado desapercibidos cuando en realidad no es así. Quién lo sabe en realidad, somos complejos y contradictorios.
Un abrazo.
Eso es, Lorena. Somos más complejos y contradictorios de lo que a veces suponemos. Y eso hace del ser humano algo rico y único. Y de cualquier vida algo preciado e insustituible. Gracias por tu comentario, somos muchos por aquí proclives a las divagaciones, jeje. Un abrazo.
EliminarGerardo, como creo que ya te dije en otro comentario, te voy leyendo poco a poco. Me gusta como escribes y lo que cuentas, sigue escribiendo... Un abrazo.
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