jueves, 13 de febrero de 2020

"Viejas historias de Castilla la Vieja" de Miguel Delibes

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Al parecer, desde que el mundo es mundo la extinción con mayúsculas ha hecho acto de presencia en al menos cinco ocasiones. Y según el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), a los habitantes del siglo XXI nos tocará ser testigos de la sexta y quizá peor de todas. Meteoritos, un apocalipsis volcánico, supernovas, los agentes devastadores han sido de lo más variado. En esta última, le tocará al hombre hacer de ángel exterminador. A mis alumnos les choca cuando les digo que el ser humano, junto a un cambio climático, pudo contribuir (y no poco) a la extinción de la megafauna: mamuts, mastodontes y demás. Con herramientas de piedra y el dominio del fuego, nuestro sapiens no tenía rival.

Aparte del gran mundo y sus complejidades, que no es objeto de este blog, (si del excelente libro de divulgación que tengo entre manos, Vida, la gran historia, de Juan Luis Arsuaga y que recomiendo), a nivel humano la extinción también ha sido norma más que excepción. Los romanos sembraron Cartago de sal, Carlomagno cortó el pescuezo a los sajones recalcitrantes, armas, gérmenes y acero dieron el finiquito a las culturas precolombinas y los judíos europeos fueron casi exterminados por el III Reich y sus satélites.  A día de hoy se habla de “extinción cultural”, en correlación con la pérdida de diversidad biológica. El causante es la globalización y parece tan inevitable como irreversible. En ese agujero negro se encuentra el mundo rural, en el que nací, me crié y vivo. Quedan vestigios, casi fósiles, atavismos y tradiciones folklóricas para atraer el turismo urbanita de domingo y puente. En nuestra forma de ser, subsisten también residuos, algunos deleznables y otros, virtudes que merece la pena preservar y transmitir.

Se acerca la fecha de caducidad, sin duda. En mi ciudad, que los locales llamamos pueblo, viven más de cuarenta nacionalidades y la vida campesina, el abuelo con boina de fieltro fumeteando en la plaza y la abuela barriendo la calle al amanecer, los niños jugando en las eras, no son más que fantasmas del pasado. Sombras, de las que no quedan más que solares vacíos y casas de quintería hundidas. Las extinciones pueden ser graduales o no, su velocidad es variable. Cuando Miguel Delibes escribió Viejas historias de Castilla la Vieja, en 1964, el declive del mundo rural ya era irreversible. Ha pasado mucho tiempo y la “España vacía”, bautizada así por Sergio del Molino, se resiste a ser aniquilada, tanto que decide gobiernos. Son sus estertores, en realidad. En nuestro país existen 3.000 pueblos abandonados. Hay en ellos un aura de misterio y exotismo, Gwyneth Paltrow llegó a recomendar uno de ellos en su exclusivísima guía Goop, como regalo ideal para Navidad. De hecho, árabes y rusos están invirtiendo en su compra e incluso hay un portal inmobiliario especialidado para el que sueñe con no tener vecinos y respirar aire libre de agentes cancerosos. Aunque el esnobismo depredador nunca se da por vencido y te puede pasar como al protagonista de Los asquerosos (el inesperado best-seller de Santiago Lorenzo).


Horizonte, Agricultura, Campo, Cielo, Paisaje, Rural
Foto libre de derechos (Pixabay)
Estamos, en cualquier caso, hablando del recipiente. Pero la cultura la hace el hombre y Delibes ya anticipa o mejor, retrata, el derrumbe. Una demolición escalonada. Cuando murió Félix Grande, en mi ciudad invitaron a Luis Landero a dar una charla y él se refirió a su amigo y a sí mismo, como “los últimos eslabones” de esa cultura campesina. Así es. En apenas 77 páginas Delibes nos lo explica. Isidoro es un muchacho que no encaja en el cerrado ecosistema de su aldea, a principios del siglo pasado emigra a la ciudad a buscarse la vida. Sus huesos irán a parar a las Américas y casi cincuenta años después regresa a casa. Espera ver su pueblo tal y como lo dejó. Y ese ha sido el castigo del campo. No evolucionar. En un mundo de cambios radicales, la cultura campesina ha sucumbido a la lucha por la vida. Se ha extinguido o sido sustituida.

Isidoro recuerda, a través de diecisiete estampas, “historias” de su vieja Castilla (acotada a la Tierra de Campos, por lo que parece). Su llegada a la gran urbe es representativa de la clásica fricción campo-ciudad. La balanza siempre estuvo desequilibrada: aún hoy, rústico es sinónimo de ignorante y urbano, de persona educada y que sabe comportarse. Por eso sus compañeros de estudios le cogen distancia y se burlan de él: “llevas el pueblo escrito en la cara”, le dicen. Aunque al principio se avergüenza de su impronta aldeana, no le cuesta mucho a nuestro narrador darse cuenta de que no es tan malo ser de pueblo. Es casi bueno, porque “mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba” y  a la despersonalización urbana se impone el arraigo rural, tener tu lugar asignado desde la cuna. Una cárcel para almas libertarias, un alivio para los que gusten del nido caliente.

Hay un tono nostálgico o desolador, según se mire, en Viejas historias de Castilla la Vieja. La maestría narrativa y léxica de Delibes brilla en su máximo esplendor y no sin motivo el autor consideraba estas breves historias lo mejor de su narrativa. Hay que preparar el diccionario de la RAE, eso sí, en el que Delibes puso mucho empeño para incluir esas palabras ya sepultadas por el desuso. ¿Qué nos evoca a nosotros autillo, hachones, almorrón, cascajo, jorco, esparavel, matacán, argayas, alcaravanes y avutardas? 

Más allá de su costra desoladora, hay cierto pulso costumbrista, que con el paso de los años ha devenido casi en realismo mágico. Es una bruma fantasmagórica que impone la distancia, el tema, el ambiente, los comportamientos, son tan extraños que parecen fabulaciones. El tema de la lucha por la supervivencia es palpable, el alimento se extrae de la tierra y la cosecha vive a merced de los caprichos del tiempo, “el peligro más temido era el cielo”, la helada negra (tardía) que chamusca los árboles, las nubes cárdenas que presagian el pedrisco. En medio, los hombres y sus costumbres ancestrales, todavía con el cordón umbilical que les une a la naturaleza sin cortar. El páramo en pugna con el arado, los chopos testigos de los noviazgos campesinos, las malas hierbas y sus flores indómitas, la caza de la perdiz y el juicio de los grajos, que finaliza en ejecución sumaria. Un libro que contiene la esencia de un mundo finiquitado. Con su dedo de nostalgia, pero sin esconder lo que era una forma de vida anquilosada y rayana en la subsistencia.

Para acabar, he encontrado un entrañable vídeo que un grupo de niños de esa España rural ha grabado en el CRA (acrónimo de Colegio Rural Agrupado) La Demanda, provincia de Burgos. En mi región, trataron de aniquilar estos colegios desde el poder, arguyendo imaginativos ahorros, pero se da la paradoja de que, al menos en la enseñanza pública, son los actuales laboratorios de innovación educativa: ¿resucitará el campo, convertido en vanguardia?
               

sábado, 25 de enero de 2020

"El increíble viaje de las plantas" de Stefano Mancuso


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Afirma Stefano Mancuso que las plantas son las “George Bailey” de la naturaleza. Y es que, al igual que en la película de Capra un ángel demostraba a Bailey-James Stewart, al borde del suicidio, que su altruismo había sido fundamental para la vida de muchas personas, Mancuso nos recuerda lo que debería ser obvio: sin las plantas, a los animales les (nos) resultaría imposible vivir. El biólogo italiano, director del Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal de la Universidad de Florencia, se ha ganado sus alas: un sitio de honor en mi estantería.

Mancuso es autor de varios libros rompedores sobre la naturaleza de las plantas. En Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, escrita a dos manos con Alessandra Viola, especula con la posibilidad de que las plantas sean seres sensibles y con capacidad para resolver problemas (inteligencia, por tanto, a pesar de no poseer un cerebro). Hipótesis que abren nuevos caminos. En El futuro es vegetal, plantea un marco de referencia para resolver los nuevos desafíos medioambientales y formas insospechadas de corregir los desmanes cometidos, inspirado en las plantas. Son libros de divulgación, breves y muy sugerentes.

En cuanto al título que quería compartir en la llanura, El increíble viaje de las plantas, es menos atrevido en lo teórico. En él, Mancuso expone las variedades más insólitas de difusión y supervivencia del mundo vegetal. El final del prólogo promete:

En las páginas siguientes, explicaremos, entre otras, las historias de cómo las plantas han convencido a los animales para que las trasladasen de un punto a otro del mundo, de cómo algunas necesitan a ciertos animales para defenderse, de cómo han conseguido crecer en lugares inaccesibles y aislados, de cómo han resistido a la bomba atómica y el desastre de Chernóbil, de cómo han logrado introducir la vida en suelos estériles, de cómo han viajado a través de la historia o de cómo han navegado alrededor del globo. Nos esperan historias que hablan de pioneras, fugitivas, supervivientes, combatientes, eremitas y señoras del tiempo…

Cumple, os lo aseguro. Y se lee con avidez de niño explorador, porque Mancuso tiene el toque de otros grandes divulgadores como Asimov o Carl Sagan: una combinación de rigor, entusiasmo, atrevimiento y afán didáctico. Se hace corto, lamentablemente son 137 páginas. Intercaladas, hermosas acuarelas de Grisha Fisher. Se podrían haber completado con ilustraciones de muchas de las plantas singulares que se nombran. Está Google para salir de dudas, pero uno prefiere no desconectar de la lectura para husmear en la red.


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Ejemplar de Pino longevo. Uno idéntico, apodado "Matusalén", tiene cerca de 5.000 años. Su ubicación es secreta para protegerlo de... quién si no (Fuente: https://www.profeciaaldia.com/2016/01/matusalen-pino-mas-viejo-longevo-antiguo-del-mundo.html)

En lo que respecta a nuestra némesis, la herida infligida por la actividad humana a climas y ecosistemas terrestres y marinos, parece haber más conciencia que nunca. La actividad de los negacionistas ha quedado reducida a reírse de una adolescente con síndrome de Asperger. El medio ambiente por fin es motivo de charla de café, aunque no pase de ahí, de frivolizar sobre un tema que compromete el futuro de nuestros hijos y luego subir al coche para evitar extenuantes trayectos a pie de unos cientos de metros, no reciclar para no llenar el bolsillo de Ecoembes (conocidos por ocupar los primeros puestos de la lista Forbes) y usar y tirar con alegría hiperconsumista.

Conocí a Mancuso y su enfoque insólito que defiende la inteligencia y sensibilidad de las plantas, gracias a la excursión de los domingos con mi familia. La ciudad donde vivo está rodeada de descampados y como un sarpullido, montoncitos de escombros, pinares de repoblación con restos de animales domésticos y sofás desvencijados, barbechos: una planicie desolada. Enseguida, aparecen las tierras de labor, cepas bajas que están siendo sustituidas por emparrado, que se recolecta con máquinas. Así que ni en vendimia se ve un alma. Ciclistas, si acaso. No queda otra que salir en coche, hasta la espuma del monte y llegar al remanso de Ruidera, si acaso las Tablas. En el trayecto, escuchamos El bosque habitado, un programa ecologista de Radio3. 





El libro tiene una estructura muy sencilla. Se divide en seis apartados, que recogen algunas de las extraordinarias habilidades de las plantas, un repertorio digno de superhéroes que les ha permitido resistir extinciones y colonizar los lugares más recónditos del planeta. De cada uno, Mancuso aporta tres o cuatro ejemplos, entreverados con curiosidades y algo de jerga científica. En “Pioneras, supervivientes y combatientes”, sabremos de la “fitorremediación”, la capacidad de las plantas para absorber contaminantes, incluso la radiación de Chernóbil y por tanto limpiar la zona de exclusión, que han colonizado por completo. También de los “hibakujumoku”, árboles supervivientes a la explosión de Hiroshima, venerados en Japón.


Eucalipto
Uno de los hibakujumoku de Hiroshima (fuente: https://www.jardineriaon.com/hibakujumoku.html)

La segunda se titula “Fugitivas y conquistadoras”, todas las plantas que conocemos son emigrantes y el término “especie invasora” es inadecuado porque “las especies que tachamos de invasoras, mañana serán nativas”. En su carrera colonizadora, han sacado partido de las vías de comunicación humanas, por ejemplo el conocido como “rabo de gato”, propagado por Europa a través de las carreteras o el Jacinto de agua, cuya difusión en Estados Unidos, con tintes de plaga, provocó la intervención del mayor Burnham, fundador de los boy-scouts, quien propuso una imaginativa solución: importar hipopótamos de África. La idea, fue rechazada.

“Capitanes intrépidos” defiende la capacidad de algunas plantas para llegar con sus semillas a islas lejanas, atravesando océanos. Entre ellas, el coco es definido como una “navaja suiza” de la supervivencia vegetal. Las plantas también son “Viajeras del tiempo” y sus semillas son “auténticas cápsulas de supervivencia que transportan la vida vegetal por el espacio y el tiempo”. Bajo el permafrost siberiano se han encontrado animales prehistóricos, pero también vestigios de plantas y recientemente, se consiguió regenerar una de ellas, de 39.000 años de antigüedad. La hazaña, se lamenta Mancuso, no fue recogida por la prensa generalista.


El abeto Sitka en la isla Campbell de Nueva Zelanda. (Foto: Pavla Fenwick)
El abeto de Campbell, el árbol más solitario del mundo (fuente: https://www.bbc.com/mundo/noticias-43121103)

Los últimos dos capítulos están dedicados a especies aisladas, cuya presencia en lugares tan inhóspitos parece insólita, “Árboles solitarios”, como la acacia del Teneré, único árbol en quinientos kilómetros y venerado por los tuareg o el resistente abeto de la isla de Campbell, cuyo estudio sirvió a los científicos para fijar un nuevo periodo geológico: el antropoceno. “Anacrónicos como una enciclopedia” es la historia de plantas que se han sobrepuesto a la extinción de los animales que servían para difundir sus semillas, sustituyéndolos por otros.

Me ha costado escribir esta reseña sin resumir todo lo aprendido y añado tan solo su cierre para acabar: “todas las especies vivas forman parte de un entramado de relaciones del que sabemos muy poco. Por eso hay que protegerlas a todas. La vida es una mercancía muy escasa en el universo”.  

viernes, 20 de diciembre de 2019

"Cuentos republicanos" de Francisco García Pavón


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Este 2019 que agoniza se ha celebrado el centenario del nacimiento de Francisco García Pavón. El escritor, muy popular en los años 60 y 70 por su personaje Plinio, detective patrio que inauguró el género policiaco en España, cayó pronto en el olvido oficial y, en menor medida, colectivo. El centenario apenas si lo ha removido un poco: diversos homenajes de poco impacto, esmerados estudios y una reedición poco manejable (de las que se usan para decorar estanterías y no para leer) de su obra. Por mi parte, pensé en dejar mi grano de arena en la llanura, pero al final me decidí por un homenaje privado releyendo parte de su obra.

Cuentos republicanos es el único de sus volúmenes de cuentos reeditado de manera independiente, quizá por el anzuelo del título para los nostálgicos. Más que Los liberales y qué decir de Los nacionales. Hubiera sido una grandísima idea reeditarlos junto a Los cuentos de mamá, para tener la tetralogía de oro del Proust manchego por separado, nada de obras completas. 

En torno a García Pavón se forjó la fama de mi ciudad (que la mayoría llamamos aún “pueblo” a pesar de sus 36.000 almas y no sin motivo), como “Atenas de La Mancha”. Esta etiqueta periodística oscila entre el rendido tributo y la sorna, pero sigue vendiendo, aunque de esa realidad quede una sombra desvaída. Eladio Cabañero y Félix Grande, Premio Nacional de Poesía ambos, Premio Nacional de Ensayo el segundo, además, junto a una nutrida cohorte de figuras menores, colocaron a la literatura en un pedestal. Ahí sigue, a pesar de todo, junto a la pintura, actividades que se respetan en Tomelloso y se practican, aunque los que las ignoren sean legión. Un panorama extraño, esquizoide, que disfruto y sufro a la vez.

La lectura de García Pavón es un aliciente para el manchego, porque contiene como un pedazo de ámbar el fósil de un mundo desaparecido. En todas sus facetas sensoriales y sentimentales. Pero, ¿tendrá el mismo interés para un lector ajeno? En mi opinión, contiene alicientes para hacerlo. A cualquiera asombrará la maestría de García Pavón, que no solo narra: captura, ahonda y su prosa tiene una fuerza arrolladora, de recuerdo materializado, de reminiscencia. Se le compara con Proust, un Proust costumbrista, añádase y no es descabellado.

Cuentos republicanos fue publicado en 1961. A principios de los 80 dejó de reimprimirse y en 2009 la editorial Menoscuarto lo reeditó con prólogo de su hija, la también escritora Sonia García Soubriet. En casa tengo la última edición de Destino de 1981 (la misma que he utilizado para ilustrar este post), que compré siendo un lector bisoño. Resultará extraño, que un adolescente de litrona y cigarro, con apego al punk, se sintiera atrapado por estos cuentos. Pero lo confieso, dejaron en mí honda huella. Me han perseguido, siempre, en mi manera de escribir. Confesional, intimista, yo soy ese niño que protagoniza las historias de García Pavón, queda prendido del mundo y lo sorbe con los ojos.

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Es un libro de cuentos con conectores. Se mueven dentro de la infancia y primera adolescencia del autor, nacido en 1919, que coincidió con el advenimiento de la II República. De ahí el título. La cuestión republicana se deja caer, salpica con inocencia pero sutil intención casi todos los cuentos. Tras esta relectura, no sería descabellado ver algo de novela en Cuentos republicanos, una novela hecha fragmentos, impresiones, fogonazos de un mundo que se descubre a la vez que se transforma. Hay una intención de dejar constancia, donde se despliega el interior, el yo profundo. García Pavón lo cuenta muy bien cuando afirma:
Casi todos mis libros de relatos son reviviscencias, fijaciones de mi biografía matizadas por los años y la nostalgia del tiempo perdido (…) Son cuadros biográficos que reflejan las guías más esenciales de mi ser y mi existencia.
Hay algo de arcadia, de edad de oro. De lugar acogedor en el que hallar consuelo. Idealiza Pavón la infancia, el tiempo perdido. Con sensibilidad, ternura, humor adobado. Sátira. Con la herramienta de un lenguaje brioso, imaginativo, que se alimenta del léxico local y lo potencia, logra reconstruir un tiempo suyo, personal, pero que es de todos los que tenemos raíz y semilla campesina. Lo resguarda de la intemperie de los años, de los peros a una existencia en el límite de la subsistencia, empantanada en la intolerancia y la crueldad. Mutilada más tarde por el éxodo rural y la mecanización. Aquel Tomelloso se perdió  y puede que nunca existiera tal y como Pavón lo cuenta, puede que sea un Tomelloso paralelo, bruñido, quitada la herrumbre, brillante a la luz de su sensibilidad y talento narrativo.

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Detalle de "Niños en un rastrojo", del también tomellosero Antonio López Torres (Fuente: https://www.abc.es/espana/castilla-la-mancha/toledo/centenario-quijote/abci-pintor-broto-tierra-201703272132_noticia.html)

La obertura es una misa, un huerto de caras tristísimas, la mirada de un niño. El bautizo que le sigue muestra el papel de la religión en el devenir campesino, reminiscencias, fogonazos donde se cuela la concupiscencia, un erotismo de culos unánimes bajo la seda. Como la edad del descreimiento ni siquiera se divisa, solo hay sitio para la ingenuidad y la ternura. Yo imagino, viendo que Pavón enfocó su talento a estos años de formación, que el cinismo del adulto resabiado no le interesó nunca como materia de ensoñación. Incluso Plinio, el Plinio de las últimas novelas, crepuscular, de vuelta de todo, no deja de ser un niño que mira el mundo cambiante con el mismo asombro. Aunque no el asombro de cómo son las cosas, de la primera vez, sino del cambio, de cómo serán a partir de ahora. Y el cambio casi nunca gusta, por eso Pavón lo alejó de lo que en su obra autobiográfica debía perdurar, ¿por qué no escribió relatos sobre Madrid, sus tiempos como editor y profesor universitario?

Hay un cuento, El jamón, de una exquisita sencillez. La historia, una visita de cortesía entre dos amigos deriva en un delirio gastronómico. El sentido de acogimiento, en tiempos de escasez, era de ese cariz. Llenar la barriga. Y García Pavón le imprime un detalle, tal acierto descriptivo, que al lector se le hace la boca agua.

La descripción a veces da un aire de atemporalidad, como en La muerte del novelista, alusión al republicano Blasco Ibáñez. Todo tenía allí cara de tarde intemporal, de tarde sin reloj, de sueño de sueños. El tiempo detenido, paralizado, convertido en una pieza polidimensional. Esa es la virtud de estos cuentos. El colegio y la impronta republicana, ocupa varios relatos humorísticos, intercalado por la honda humanidad del hijo de madre.

Hay dos ejemplos que superan la ensoñación y merecen la categoría de obra maestra. Lo serán, por mucho tiempo y veces que se lean. Me refiero a Paulina y Gumersindo, la pareja campesina, cuyo hogar olía a arca con membrillos pasados, a aceite de oliva, a paisaje soñado. Resulta sublime, conmovedor. El entierro del ciego es un despliegue de virtuosismo, ingenio y en ambos sobrevuela la muerte que entierra lo que la vida trae de bueno y se lo lleva todo.

El penúltimo cuento es un recuerdo infantil que esconde precariedad, el de la llegada de las sandías, porque la imagen de las vacaciones tenía el fresco color de las sandías y de cuando las aulas olían a flor y a humanidad caliente. Si se hubiera pintado, lo firmaría Murillo. Nostalgia de la escasez.

El final es una alusión al alzamiento, al fin de los tiempos republicanos. Aquel verano en el que había mucho sofoco, pero no había sol. Es recomendable continuar con Los liberales y Los nacionales, que al decir de muchos han envejecido mejor y superan a los republicanos en destreza narrativa. La vigencia de García Pavón es discutible. Entre sus lectores, algunos pensamos que tiene elementos para perdurar. Otros, que será olvidado de nuevo cuando pasen los fastos del homenaje. En cualquier caso, el escritor supo preservar, idealizándolo, todo un mundo. Ya es suficiente mérito para ganarle unos pasos a la muerte.

viernes, 13 de diciembre de 2019

"Serotonina" de Michel Houellebecq

Escribí esta reseña en verano y se me despistó. Ahora, con la depresión navideña en ciernes, viene que ni pintada. Ahí va...

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Me gusta Houellebecq. Para bien o para mal, he leído casi todas sus novelas. Digo bien porque es un escritor excelso, con una prosa que te arrastra en su corriente autodestructiva. Digo mal, porque me deja un poso depresivo, de angustia, que me dura días. La vida es así, no todo consiste en dar botes. Y Houellebecq lo deja claro en cada una de sus novelas, sin excepción. El autor francés sigue siendo considerado un “enfant terrible”, aunque ya es sexagenario, por su perfil provocador: machista, homófobo, racista, pornógrafo, misántropo y más. Según dicen. El demonio, vaya. Pero me tiene como lector, a mí, que (creo) no soy nada de lo anterior, excepto quizá lo último y solo si me dejo arrastrar por la telebasura o caigo en la tentación de leer los comentarios de los periódicos. De hecho, la mayoría de la gente me considera buena persona o bueno, a secas.

Me pasa con Houellebecq como con Bukowski en mis tiempos de lector adolescente: me identifico con sus historias porque aparto la parafernalia provocadora, las escenas de sexo explícito y los comentarios hirientes. Me quedo con la veta: el existencialismo, la crítica certera a una civilización —la nuestra—, que languidece dentro de una jaula con barrotes dorados. El lector que quiera juzgar (y condenar) a Houellebecq, que lo haga. Pero sin ser irreverente, sin cuestionar los grandes dogmas de nuestro tiempo, no se puede hacer una novela con la que millones de personas se sientan identificadas.

Serotonina tiene un título atractivo, la portada de Anagrama es poesía visual. Pero detrás, está el Houellebecq de siempre. Una narración en primera persona, un personaje que no es viejo, pero tampoco joven. Un tono fúnebre, depresivo, alternado con escenas escabrosas, sentido del humor, puyas, provocaciones, etc. Quizá la dosis de amargura es mayor de lo que recordaba, aunque leí la última, Sumisión, hará dos o tres años. 

El argumento es simple. Florent-Claude Labrouste es un ingeniero agrónomo de cuarenta y seis años. Hundido por la depresión, solo consigue mitigar sus síntomas tomando Captorix, un fármaco que segrega serotonina y por tanto aleja las pulsiones suicidas, pero inhibe al mismo tiempo la libido y provoca impotencia. La historia comienza en el Cabo de Gata-Níjar, donde el propio autor residió un tiempo (y uno de mis lugares preferidos para perderme). Florent recoge del aeropuerto a su última amante, la japonesa Yuzu y regresa a París. Presa del hartazgo, decide dejarlo todo y mientras proyecta el abandono de sí mismo, rememora a las mujeres que han pasado por su vida y dejaron una huella indeleble. Intenta volver a verlas y es aún peor. Sí, Florent conoció la felicidad, la tuvo en la punta de los dedos, pero lo echó todo a perder. Y ahora, consciente de su decrepitud, del mundo sin sentido en el que vive, de que todo se desmorona, decide ponerle fin. Un fin progresivo, porque todavía tiene la vida alicientes: los cigarrillos, las ostras, el salchichón, los hoteles con encanto…

Aparte de novelista, Houellebecq es un fotógrafo notable. Esta pertenece a su serie sobre España (fuente: https://dailyartfair.com/artist/michel-houellebecq)

En este rebobinado que Florent hace de su pasado hay episodios tremendos. Voy a hacer una poda, un par de escenas pornográficas repugnantes. Entiendo que son pura provocación, por eso la novela no se resiente un ápice si se eliminan. Pero hay que reconocer que esa realidad existe y es accesible: Houellebecq no cuenta nada que no pase. Otra cosa es que se quiera mirar hacia otro lado. Bueno, pues quitando la casquería, hay partes realmente conmovedoras. Poéticas, partes que te hacen pensar en tu propia vida y te destrozan. Literalmente. Hay un momento de atrevimiento literario inigualable, cuando Florent apunta con su fusil de francotirador al hijo de su antigua novia, Camille, la mujer con la que conoció la felicidad suprema, todo con la intención de recuperarla. Quita el aliento.

Pero un momento, ¿qué hace este nihilista de pene flácido por culpa del Captorix con un arma de francotirador? Aquí otro elemento de Serotonina, su lado profético-anticipatorio. No puede faltar y para algunos el autor francés es el Nostradamus de nuestro tiempo. En realidad, es una mente lúcida, su conocimiento de la sociedad europea es profundo y del mundo rural aún más, ya que trabajó durante años en el Ministerio de Agricultura. Por eso Houellebecq supo anticipar la rebelión de las clases medias, de la Francia del interior, de los agricultores, todos depauperados por la religión del libre mercado.  Un cóctel que estalló en los disturbios de los chalecos amarillos (tema por resolver y quizá irresoluble). En la novela está personificada en su amigo Aymeric, su único amigo con el que  se reencuentra después de los años universitarios. Juntos escuchan Child in Time en un equipo vintage, analógico, la única manera de captar todos los matices que arroja una música hecha para emocionar y no para sonar a través de un móvil o como hilo musical de un supermercado. 

No sé, veo pequeños guiños en esta novela, aquí y allá, a las cosas hermosas de la vida, desplazadas cada vez más por lo etéreo, por las supersticiones del siglo XXI. La buena comida, el buen vino, el sexo, el amor sin condiciones, el arte hecho desde el corazón, es curioso como estos alicientes vitales son entreverados en una novela tan deprimente, tan gris. “Tengo la impresión de que usted se está muriendo sencillamente de pena”, le dice el doctor Azote a Florent tras examinar su análisis de sangre. Y así es, se muere uno de pena siguiendo las cuitas de Florent, al que no llega a tener antipatía, por el que siente incluso compasión. Hay una veta de delicadeza, de flor a punto de marchitarse en esta novela. Puede que su envoltorio no deje que brote con facilidad, pero en un lector sensible (o en un momento de sensibilidad, estoy en los dos casos) hallará su acomodo.

Cómo puede alguien con una vida convencional, una pequeña familia que le quiere, empatizar con Florent, es un misterio de la psicología. Ciencia que por otro lado atrae poco a Houellebecq. De momento, seguiré buscando mi fuente natural de serotonina mientras el mundo se hunde alrededor. 

            

martes, 3 de diciembre de 2019

"El orden del día" de Éric Vuillard


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Un lunes. El infausto lunes y este quizá fue el más infausto de todos. El 20 de febrero de 1933 veinticuatro empresarios alemanes, grandes gerifaltes de la industria y las finanzas, llenaban los bolsillos de Hitler y sus secuaces, confirmando la aquiescencia del gran capital con el nazismo. La fotografía de Gustav Krupp, portada de El orden del día, bien podría ilustrar el resumen de aquella reunión. Un rostro sereno, satisfecho, como si acabara de casar a un hijo. Un día señalado en el itinerario que condujo a la destrucción de Europa. Así empieza la novela de Éric Vuillard, merecedora del Premio Goncourt en 2017. Una ficción que reconstruye hechos documentados. Venderla como novela histórica quizá ayude a situar al lector, pero hay que moverse con cautela. Porque lejos de las extensas epopeyas habituales del género, El orden del día es más bien una fracción, un entreacto, estamos detrás de las bambalinas de la Historia misma y el objetivo de Vuillard no creo que sea ilustrarnos. Tampoco hacer un ensayo ni una crónica periodística. Más bien es una denuncia, sobre aquellos responsables de la debacle que salieron indemnes. Y también una reflexión, un aviso sobre esa historia que nunca (y siempre) se repite.

El nazismo fue derrotado, qué duda cabe y juzgado en Nuremberg. El destino de sus líderes fue el cianuro, una bala, la horca. En algunos afortunados casos, el exilio o la cárcel, incluso la rehabilitación, el grosero transformismo. Sobre las cenizas de la vieja Europa brotó una nueva, la del mercado común y desde entonces reina una relativa paz. Costó caro, millones de personas perecieron, miles de ciudades fueron arrasadas, el pueblo judío europeo resultó prácticamente aniquilado, el telón de acero separó países durante décadas. Sin embargo, los protagonistas de El orden del día se salvaron de la quema. Como el roble que sigue erguido después del incendio. Gustav Krupp abre y cierra esta breve historia, no por casualidad. Parece que la derrota esté siempre en el mismo lado y los ganadores de los procesos históricos son el poder con mayúsculas, el real, el que levanta y mantiene nuestras vidas. Y si quiere, las destruye. Todo con tal de mantener su posición privilegiada.

En apenas 141 páginas Vuillard fabula (¿o reconstruye?) unos hechos impactantes. Su interés no está en la trama: está en las ideas, en lo espeluznante de los hechos, en el estilo y en su prosa bisturí de arrolladora precisión. En alguna crítica he leído el calificativo de “impresionista” y me gusta. Porque El orden del día es una sucesión de fogonazos, que derivan en iluminaciones. Una acertada primera persona, con tono de cronista, nos acerca a los hechos. Es incisivo, sarcástico y al regodearse, al poner el foco en el ridículo, transforma la imagen tópica del nazismo como una máquina eficiente, implacable y arrolladora en una pandilla de desequilibrados y torpes matones a los que se les ofreció la cabeza de Europa en bandeja de plata. ¿Sobre qué materiales, tan volubles se levanta la Historia (ahora sí, con mayúscula)? Los tanques averiados al cruzar la frontera austríaca, los delirios de Göring o la exhibición bufonesca de Ribbentrop para ganar unas horas durante el Anschluss, parecerían anécdotas sobre las que reír por su infinita ridiculez, si no fuéramos conocedores de sus consecuencias.

Mis libros favoritos están en las antípodas de la indiferencia. Son aquellos ante cuya lectura uno exclama: pero ¿qué es esto? Y, o bien echa sapos y culebras (tras reconocer sus virtudes) o queda conmocionado, frente a una ventana en la que no había reparado antes, a través de la cual vislumbra un abismo. El orden del día pertenece a ese selecto grupo.

martes, 26 de noviembre de 2019

OBSOLESCENCIAS


Que el mundo es cambio y por tanto muerte, en una melodía inacabable, lo rubrican también las cosas. Vivo donde nací, no es nada heroico en este mundo global. Casi da pena. Pero eso no significa que todo siga igual, porque con los años, asisto al desmantelamiento de mi viejo mundo. La pala hunde las casas de los pintores y caen las paredes de tapial, sustituidas por pisos vacíos con el cartel “banco vende”. Las tiendas de toda la vida echan el cierre, a favor de franquicias o la pura mugre. Las abuelas de mandil, regadoras del alba, hace tiempo que dejaron de verse por las calles. Ahora solo hay coches, la pestilencia del diésel y parejas de congoleños paseantes, amontonando los días para que les otorguen permiso para estar. Las cepas de antes, retorcidas, de improviso se han erguido hasta poner una cenefa al horizonte manchego. Son objetos, cosas, personas, si, que cambian y son sustituidos por otros. Y me siento extraño en mi pueblo (ciudad siendo riguroso), como el indígena que ve cercenada su porción de selva para cultivar la palma con la que en occidente aderezan sus galletas.

Hay otro paisaje, no es humano, ni de ladrillo, ni vegetal: son costumbres, hábitos, que te han acompañado en tu proceso de maduración y ya son humo. Lo recuerdas y te abrasa la nostalgia, palabra por cierto muy mal vista. Me referiré a uno solo, quedan invitados a añadir otros. En 1962 se creó el que sería el mayor club de lectura de España. Hace un par de semanas, echó el cierre. Sin pompa, tan solo una austera esquela. No se avisó del sepelio ni a los familiares más directos. El culpable, el cáncer del progreso. Eso dijo su último dueño en nota de prensa. Teniendo cualquier libro en Amazon al alcance de un click, servido en menos de lo que canta un mirlo, ¿cómo iba a sobrevivir un modelo que se basaba en recibir la visita intempestiva de un agente, jubilado o mayor, para más inri y esperar luego dos meses? ¡Dos meses en los tiempos de la fibra óptica! Internet tiene la culpa y la vida es así, sepulta lo viejo con su alud de cambios. La fosa común del mundo pre-Internet está colmada de artefactos analógicos. Nostalgia vintage, pérdidas millonarias.

Una de las variantes del crimen perfecto es cuando se ofrece, en bandeja, un falso culpable. Otra, cuando el crimen no parece tal, sino una muerte por enfermedad o accidente. No haría bien de detective y tampoco tengo mucho callo en lo de la novela negra para ofrecer una intriga que entretenga. Sin embargo, creo que el grupo Planeta ha tenido su parte en esta muerte tan anunciada, recibida con asentimientos de cabeza. Círculo ofrecía algo importante: buenas ediciones.  Y variedad, se podía encontrar de todo: desde clásicos a auto-ayuda. Una librería en casa cada dos meses. He asistido a su pérdida sin sorpresa, porque desde que Planeta se hizo cargo y empezó a vender potingues de forma paralela, arrinconando la literatura de calidad, descuidando al cliente asiduo, sin buscar lo que hoy se llama “fidelización” (qué palabro, señor), sentí que mi Círculo se moría desangrado. Vale, conservo las ediciones juveniles de Michael Ende, Roald Dahl y Tolkien, aunque alguna se perdió al llevarse el estallido de la burbuja la casa de mis padres. Soy un nostálgico, lapidadme. Pero, y estos señores de Planeta quizá son como los hombres grises de Momo, a los lectores rocosos, a los lectores de verdad, nos importa un bledo tener el libro en veinte, diez o dos horas. Nos importa poco la celeridad. Consumimos despacio. La espera nos ilusiona. Abrir el libro, largamente esperado, es como tocar el cofre con la pala. Ha merecido la pena cavar. Pero queremos que haya pepitas de oro, diamantes, zafiros, sartas de perlas, dentro de ese cofre. Planeta los sustituyó por monedas de chocolate. Grasas hidrogenadas. Gordura. Y eso desgastó los cimientos de Círculo. También, es curioso que el comprador compulsivo que sucumbe al “black Friday” y llena su hogar de artefactos de usar y tirar, se queje en los foros de la obligación de comprar un libro cada dos meses (que solo era los dos primeros años).

Dicen que el de Círculo era un modelo insostenible, nada adaptado a los tiempos y obsoleto. En parte, no lo pongo en duda. Pero, creo que también era un sistema que en tiempos de prisas, compras impulsivas y consumismo, alentaba la paciencia y a meditar cada adquisición. Era un sistema que promovía el contacto humano entre vendedor y comprador. Una antigualla a partir de la cual, en manos más creativas, se podría haber construido una alternativa al ácido consumista que lo devora todo. Choca además que el hecho de tener miles de paquetes con baratijas, cruzando a diario nuestras ciudades a bordo de estufas contaminantes, ¡incluso en avión! se vea como algo lógico y normal, ¿no debería calificarse también de insostenible ese derroche, con la que se avecina? 

Me gustaría creer que lo escrito es algo más que un ejercicio de nostalgia. O quizá no y como en una función de teatro, sigo mi monólogo mientras el paso de los años desmantela el escenario sobre el que se forjó mi personalidad y cada vez me siento más como esos barcos varados, en su herrumbre, sobre la costra salina que fue el mar del Aral.  

Actualización: según se ha filtrado a la prensa, tras el cierre de Círculo Planeta procederá a la "destrucción parcial" de su fondo editorial. Esto incluirá la mítica colección de obras completas con los autores más señalados de la narrativa contemporánea. Se puede leer la noticia aquí. Parece que Planeta se decanta por convertir miles de libros en pasta de papel, en lugar de hacer donaciones a pequeñas bibliotecas o centros culturales. Que cada uno juzgue como crea conveniente. 

miércoles, 6 de noviembre de 2019

BREAK DOWN



Qué el libro es un artefacto lúdico, no cabe duda. Que es un instrumento de transmisión del saber, e incluso en ocasiones (pocas) se eleva al Olimpo de las artes, tampoco. El libro es un arma ambivalente, porque puede despertar conciencias y también ser una vía de propaganda y propagación del oscurantismo. El libro no es bueno de por sí, incluso puede ser muy malo. Superadas las limitaciones del formato físico y con la ubicuidad de la información que nos anega, cuando las redes 5G prometen conectarlo todo a la velocidad de la luz, ¿cuál será el futuro de estos ladrillos de papel?, ¿quién tendrá tiempo, ganas o capacidad de atención para enfrascarse en una novela de quinientas páginas con su buena carga de profundidad?, ¿lo recetarán los psiquiatras para reparar aquellos cerebros agujereados por la estimulación constante? ¿Será el libro como el vinilo, una extravagancia hipster? Conozco coleccionistas que compran un disco y ni siquiera lo sacan de la funda, si acaso lo ponen una primera vez, de fondo, mientras atienden su Facebook. Quizá los libros acaben como elemento decorativo o de mera ostentación intelectual.

Estoy agradecido a mis libros, porque he pasado largas horas de exilio interior con ellos, son mi isla desierta. Pero cuando en un parque o en la sala de espera del médico soy el único que saca un libro, no me creo ni más listo, ni a salvo de la enfermedad del siglo. Me siento un fósil del Cretáceo. Hace meses compré un Ipad y después de navegar, curiosear por la Apple Store, me di cuenta de que si me dejara llevar, si no opusiera resistencia, mi estantería de libros se convertiría en una reliquia polvorienta en cuestión de meses.

El impulso de escribir permanece, no obstante, pero me dedico a guardarlo todo en mi cofre y cada vez me parece más un acto anacrónico, sin sentido. Podría verterlo al ciberespacio, bajo un seudónimo. Que se quede vagando por ahí. Pero prefiero que siga en su caja de Pandora, confinar allí mis demonios y cuando me esfume se esfumará conmigo. Es extraña la idea, las decenas de miles de palabras escritas, pero nunca oídas ni leídas más que por mí. Nunca han roto el himen de mi intimidad. Al fin y al cabo, ¿de qué serviría?, ¿qué es un ser humano en este universo? Me engaña la consciencia, la certeza de existir genera en mí una quimera, una aberración llamada antropocentrismo (o peor aún, egocentrismo).

Esconder las palabras es un fracaso para el que mide la escritura como una búsqueda del éxito, una forma de alcanzar relevancia o notoriedad, de influir en otras almas, de poder hallar quien te escuche, con quien conectes y te comprenda. Es excavar una galería bajo tierra que nadie puede ver y que no lleva a ninguna parte. Es proteger tu autoestima para eludir el rechazo profesional (el de esas editoriales que "no admiten originales no solicitados" o te proponen publicar con ellas a cambio de "compartir los gastos de edición"), de participar y perder en un concurso al que concurren otros quinientos como tú, de sufrir la bofetada de una crítica negativa, incluso humillante. Todo esto lo he experimentado ya y escuece al principio, aunque luego se normaliza como lo que es la vida: una sucesión de traspiés hasta la voltereta final. 

Pero también puede verse, y a lo mejor me doy demasiada importancia, como un desafío al orden establecido, como un gesto crítico hacia esa obsesión por ser alguien, por destacar y ser escuchado, por recibir un halago y que tus palabras cuenten. Lo que haces tiene que servir de algo, tiene que ser por algo, tiene que proporcionarte dinero, fama, poder, influencia, visibilidad, ALGO (¿serían tan adictivas la redes si elimináramos la posibilidad del "me gusta"?).

Me viene a la cabeza el artista británico Michael Landy, quien decidió quemar sus pertenencias en una performance brutal. Antes realizó un inventario hasta contabilizar siete mil objetos, incluyendo recuerdos familiares y con la ayuda de su equipo se enfrascó en un delirio destructivo mientras escuchaba a David Bowie, que le llevó dos semanas completar. A veces he pensado en hacer lo mismo y deshacerme de todos mis libros, no dejar ni uno y no volver a comprar uno jamás. Vender, mejor regalar mi Telecaster, aplastar mi colección de discos con una apisonadora, borrar para siempre el centenar de escritos que acumulo en mi disco duro y como Landy, creo que pasada la primera perturbación, hallaría la felicidad. Pero ese punto muerto, no sería más que un paréntesis efímero. Landy cuenta que a los cinco minutos de quedar expuesto alguien le regaló un disco de Paul Weller. Tan humano es ser consciente de la propia existencia como crear y esperar que alguien te haga un poco de caso.