domingo, 27 de junio de 2021

MIS LECTURAS PARA EL VERANO

Después de una semana de tregua el horno manchego va cogiendo calorías, en lo que serán dos meses de achicharramiento. Es hora de preparar lecturas para tantas horas de luz y me voy haciendo una lista, ambiciosa por su extensión, que espero degustar a la sombra. Algunas son recomendaciones de blogs amigos y otras, compras compulsivas o regalos que por mi escaso tiempo libre llevan durmiendo  meses en la estantería. También hay títulos que me han llegado de casualidad o por obra y gracia de algoritmo. La mayoría, me doy cuenta, se mueven en los márgenes. Y no sé si es por darme importancia o porque los raros nos atraemos o por el puro hartazgo de leer siempre lo mismo.

De momento y me llevará una buena porción de mes, estoy con una edición en epub de Fortunata y Jacinta. Leí hace poco, porque Trapiello lo cita mucho en su libro sobre Madrid, El terror de 1824 y me quedé con ganas de Pérez Galdós. Así que a hartarse con casi mil páginas, poco puedo añadir a lo que se haya dicho sobre esta joya de nuestra literatura, ojalá se siga leyendo cien años más.

Clásicos aparte, tengo por ahí Panza de burro de Andrea Abreu, muy recomendada entre blogueros afines y por lo que he leído, atrevidísima en la forma y el fondo. De Antonio Tocornal, escritor consolidado y admirado en el mundo amateur, aunque con un estilo apabullante que ya quisieran muchos primeras espadas, me hice con Bajamares, Premio de Novela Corta Diputación de Córdoba.  Un relato construido a golpe de metáfora, con bellas imágenes por lo que he podido ojear. Rareza debe ser, a nivel superlativo, El tercer Reich de los sueños, de Charlotte Beradt, en Pepitas de Calabaza. Es una recopilación de sueños de alemanes de diferente condición, realizada por la autora durante la época del nazismo, la documentación de su impacto en el subconsciente, ¿promete o no? Pues se publica por primera vez en España, igual que Adiós, señor Chips de James Hilton en Trotalibros editorial, que conocía por la faceta bloguera de Jan Arimany (no está mal de blog literario a editorial independiente, los lectores agradeceríamos esta transición más a menudo) y a la que llegué después de leer la reseña de Lorena sobre La guardia de Nikos Kavadías.

En el apartado del ensayo, volveré a la Biografía del silencio de Pablo d´Ors. Me ha acompañado estos meses a ratillos y me apetece darle un repaso. Mi atención en este año y pico de pandemia ha caído bajo mínimos, no estoy en mi mejor momento y los libros ayudan, aunque esta faceta esté un poco denostada. Aparte, me han llamado la atención un par de ensayos un tanto gamberros, uno es Macarras interseculares, una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros, del antropólogo Iñaki Domínguez. Según leí en una entrevista, Domínguez ha recopilado historias de matones, crápulas, hampones, quinquis y demás fauna marginal, hoy jubilados o muertos, un mundo finiquitado por pantallas, perfiles y criminalidad posmoderna, que se ha cargado lo castizo. Suena fascinante y divertido. Otro es Toma de tierra, del irreverente Bruno Galindo, sobre la decadencia de la música popular, todo hilado con anécdotas autobiográficas. Como músico aficionado y melómano, estoy frustrado por la disolución de una industria y modo de vida que fue importante para mi generación y anteriores y deja un legado insuperable. No lo puedo dejar pasar. Para no olvidar los cimientos que alumbraron el mundo contemporáneo, ya que vivimos en lo que parece una transición hacia otro, no sabemos si mejor o peor, tengo en casa Tierras de sangre, de Timothy Snyder. La compré hace años, pero no la he podido acabar nunca, porque leer de un tirón la profusión de matanzas que los regímenes totalitarios promovieron en el corazón de Europa es para estómagos de acero. No está de más, no obstante, en una época donde la política vira hacia el populismo y se convierte al adversario con el que debatir en enemigo al que batir (¿o eliminar?), recordar donde llevan los tortuosos caminos del extremismo.  




Lecturas más veraniegas, en el sentido de pasar horas devorando capítulos, también tengo. Son recomendaciones como El reino de Jo Nesbo, novela negra con sello nórdico (garantía de muchas horas de entretenimiento) del que me han llegado muy buenas referencias y a Javier Cercas con Independencia, entrega más desinhibida que la anterior ambientada en un futuro cercano que quién sabe, tal y como están las cosas. En mi libreta hay más, pero mejor no ser tan ambicioso y dejar para el otoño, incluso con todo el verano por delante será difícil leer todo lo que me he propuesto. Os deseo el mejor y más normal de los veranos, sin sobresaltos de mención, solo muchas horas felices, de lecturas y paseos y tiempo dedicado a las personas amadas porque del mañana nunca se sabe y mejor no desperdiciar algo tan valioso como el tiempo.

miércoles, 16 de junio de 2021

VOLVERÁN LAS GOLONDRINAS

Está en mitad de la calle, como una paloma desorientada. Tiene el pelo blanco y sostiene un libro vetusto con las tapas verdes. El flujo de gente la evita y ella, con su presencia hierática, parece un tajamar que parte la multitud en dos. Levanta la mano hacia los viandantes. Tiembla. No sabe dónde está y cree haber despertado allí, colocada como un peón sobre el tablero. Es una pieza fuera de lugar. Acabará con sus huesos contra la pared empujada por el oleaje, hasta que recupere la cordura. Pero sucede que su figura de frágil estatua ha llamado la atención de alguien y nota una mano sobre el hombro y dirige la mirada, su cristalino ahumado enfoca un rostro grave pero amable, que le pregunta si está bien.

—¿Se ha perdido, señora?

—Más o menos.

Aquel joven disipa la niebla, ahora todo está más claro.

—Voy a la presentación de mi libro. ¿Lo ve?

Esgrime el viejo tomo con las tapas ajadas. El joven sonríe con condescendencia.

—¿Y dónde, si puede saberse?

—Al Círculo de Escritores, calle Postas. El número no lo recuerdo, pero está en la acera de la derecha, conforme bajas desde la Plaza Mayor.

El joven se queda pensando y mira el reloj.

—¿Estamos muy lejos?

—No, creo que no.

—¿Le acompaño?

Como respuesta, la mujer se le agarra del brazo. Su abrigo desprende una fragancia a madera húmeda, que le recuerda a las bolas de naftalina que su abuela colocaba en el armario como repelente para las polillas, envueltas en un pañuelo. Una vez, de niño, mordió una pensando que era azúcar y tuvieron que llevarlo al hospital y hacerle un lavado gástrico.

Al iniciar la marcha, deshacen el nudo. Se han incorporado al flujo de viandantes, pero su paso es lento y entrecortado. La anciana está contenta y a ratos suspira o se detiene y le sonríe. El joven siente un poco de vergüenza. Nunca paseó con su abuela cuando aún vivía. Apenas salía de casa y consumía las horas junto a la ventana, sentada en una mecedora de mimbre. La luz bañaba una parte de su cuerpo, dejando la otra en penumbra. Durante sus visitas, el joven se sentaba a su lado y ella le hablaba del abuelo (muerto en la mina), de la guerra y el maquis, del pan negro y los años del hambre y de cuando emigraron a Francia, donde nació su padre. En su voz, distorsionada pero aún vibrante, el joven hallaba sus raíces, lo que había sido y nunca podría ser, porque el mundo cambia pero no retrocede.

La anciana le pregunta si está casado, si tiene hijos y cuántos. Él niega, con una sonrisa que tiene un punto de cinismo.

—Hay que casarse y tener hijos. Si no, en la vejez se está muy solo.

Eso le dijo su abuela antes de morir: ¡cásate y ten hijos! Pero él no piensa casarse, menos tener descendencia. Cree que la humanidad comenzará a mermar a partir de su generación, lo cuál le parece bien. La anciana señala una azotea donde varias golondrinas se acurrucan en los huecos de las tejas.

—Cada vez hay menos… Las golondrinas.

Salen de la vía principal y el vacío gana sus cuerpos, que ya no sienten la avalancha de otros cuerpos. La luz es tamizada por los plátanos de sombra, verdean sus hojas, grandes como dos manos en abanico y la anciana señala las escamas del tronco, porque le recuerdan la piel de un lagarto. El joven sigue fascinado por la singularidad de la anciana, cuyo breve paseo es una ventana abierta a lo vivo y lo inerte, en contraste con los viandantes que agachan el cuello hacia sus pantallas. Para ellos, la transición de un sitio a otro es comprimida y disuelta, pasa desapercibida entre sus cavilaciones y charlas virtuales. Quizá cuando la muerte está cerca los sentidos se intensifican y uno es capaz de deleitarse con un rayo de sol, dejarse mecer por el parloteo de las palomas o hallar consuelo en la visión de dos adolescentes que se besan y ríen en los bancos de madera descascarillada. Quizá, mirar al mundo a los ojos, dejarse embriagar por su perfume, sea un atavismo. La deja hablar, de las flores, de la corrosión de la piedra, de las cornisas y los azulejos, del paisaje humano, hasta que llegan a la puerta de la librería.

El escaparate contiene las novedades. Lo bueno de los libros es que el verdadero producto no puede verse. Se intuye en los colores de la portada, en el grosor, en la foto de la solapa, pero esta apariencia resulta engañosa. Ni la tira del editor para atraer al indeciso llega a quebrar el misterio, que está dentro y para desvelarlo es preciso leer, lo que requiere tiempo y silencio. Un desalmado se atrevió una vez a asesinar a un lector, que permanecía abstraído frente a ese misterio. Le agarró del hombro y le disparó tres balas, una de ellas atravesó el cristal y se incrustó en un volumen de tapa gruesa, perforando la densidad de sus páginas, rompiendo la cadena de palabras.

—¿Pasamos?

La anciana se suelta y agarra su libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Entran. Al abrirse la puerta suena una campanilla, ella va delante. El joven repara en un cartel que anuncia la presentación de un libro y en la foto del autor, un hombre de mediana edad que, los brazos cruzados, mira a la cámara con el ceño fruncido. Baja la mirada, por pudor y contempla los tobillos hinchados de la mujer y sus zapatos de tacón ancho. Hay varias filas de butacas separadas por un pasillo. En total, no más de treinta personas. Al fondo han colocado una mesa blanca con un micrófono, junto a una torre de libros, gruesas novelas que el autor firmará al acabar su charla. El joven encuentra dos sitios libres delante y cuando se agacha y coge uno de los libros para hojearlo, ve como la anciana rodea la mesa y se sienta. Se desabotona el abrigo, deja su libro abierto sobre la mesa, carraspea y golpea el micrófono con el dedo. Hay un instante de estupefacción, de caras pivotando, murmullos, pero cuando alguien va a levantarse —ese alguien quizá es el librero o el escritor usurpado—, la mujer saca unas gafas con cristales sin montura y comienza a leer. Las conversaciones se van apagando, hay meneos de cabeza y mucha amabilidad fingida. Pero nadie la interrumpe.

Al joven le divierte la audacia de su anciana, porque ahora es su anciana. ¿No la ha recogido de la calle y la ha llevado hasta allí? Incluso cree entrever una chispa en sus ojos, algo le dice que sabe lo que hace. O al menos es consciente de que la invitada no era ella. Pero ha movido la primera pieza y ahora el librero debe jugar a la contra, seguirle la corriente o expulsarla del mostrador. Un acto tan violento, sacar tarjeta roja, condenar al ostracismo, no encaja con el espacio beatífico de la librería. Así que la anciana prosigue. Lee varios textos, un recuerdo de la infancia, la historia de una amiga muerta y el balance de una vida cuyo crepúsculo mastica la soledad. Al acabar se quita las gafas y entrecruzando los dedos, pregunta al auditorio si se ha percatado de la llegada de las golondrinas.

—Hay golondrinas que nunca vuelven.

Sonríe y todos asienten porque reconocen la cita. Se levanta y agarra al joven del brazo, este se yergue, la anciana lo empuja hacia la salida, crecen los murmullos, alguien bate palmas. La anciana se lleva la mano a la boca, parece que está riendo. Al salir por la puerta escuchan la voz jocosa del librero o quizá del autor usurpado, que ha recuperado su púlpito y hace varias bromas desatando la risa, en algunos casos exagerada, desecho el nudo de estupor y asombro de los que esperaban a un autor de thrillers y se han encontrado con una octogenaria. Alguien que ama a las golondrinas porque son pájaros que anuncian la primavera y en la senectud, siempre es invierno.

En la puerta, la anciana se aferra al cuerpo de su acompañante como si fuera una novia. El sol centellea entre las hojas de los plátanos. Regresan a la plaza y las golondrinas se entrecruzan haciendo acrobacias, al reclamo de insectos con los que reponerse de su viaje planetario. Cuando llegan al punto en el que comenzó todo, la anciana se suelta y le entrega al joven el libro de tapas verdes, la tela del lomo ajada y desaparece entre la riada de gente. 

"Volverán las golondrinas" está dedicado a las personas ancianas, que llamamos "mayores" y fue premiado en el VII Certamen de Narrativa Breve Villa de Socuéllamos (lo cito porque es preceptivo). 

miércoles, 2 de junio de 2021

"La raíz rota" de Arturo Barea

 

La forja de un rebelde fue una de esas lecturas que dejan huella. Primero la conseguí en una edición de bolsillo, parte por parte, de caerse las páginas y luego completa en tapa dura. El talento como narrador de Arturo Barea me parece indiscutible, ha logrado el consenso de la posteridad y en su día fue uno de los autores españoles más leídos y traducidos a nivel mundial. Como sabe cualquiera que haya leído el primer tomo, La forja, no nació con una pluma en la mano, ni mucho menos, pero salvo fatalidad, el verdadero talento suele abrirse camino.

Poco después de la trilogía de Barea, compré La raíz rota a través del periódico Público. La empecé un par de veces, pero al pasar por una obra menor no me llegué a animar, hasta hoy. La edición es de 2011, típica de coleccionable: la letra muy pequeña, alguna erratilla, el lomo y la pasta, de ínfima calidad, ha quedado con laceraciones después de leerlo. Lo guardaré, con todo, junto a su hermano mayor. Aunque tampoco vayamos a creer que La raíz rota es una novelilla. Se trata de una obra ambiciosa. El propio autor nos dice: al contar una historia sobre españoles viviendo en Madrid en 1949, he tratado de dar forma a problemas humanos que son universales y que de ninguna manera se limitan a un determinado país.

Como lector, esperaba una novela de posguerra, en la línea de Tiempo de silencio o La Colmena. Pero conforme iba leyendo, notaba la impronta del exilio en Barea y sus personajes, situaciones y hechos, que parecen sacados más bien de esa España de preguerra y puestos al día, pero sin el verismo de la experiencia propia. No hay el latido testimonial de La forja. Barea escribe sobre lo que recuerda de su país y lo combina con lo que ha investigado o le han contando.

El escritor partió al exilio en 1938 y nunca regresó. El que podría ser muy bien un trasunto suyo, Antolín, sí que lo hace. Es 1949 y llega con la seguridad que le otorga su pasaporte británico. Por motivos obvios tuvo que marcharse dejando a su mujer y sus hijos en Madrid. Regresa, se podría esperar que para reencontrarse con su familia, pero la cosa es más complicada de lo que parece. Ahí está lo universal. Diez años cambian a cualquiera. Entre esos años y los de la guerra, sus hijos, que eran niños, han crecido fuera de su tutela y son lo que son. Algo deben tener de él, se pregunta Antolín, pero, ¿habría sido igual de estar presente?

Barea publicó La raíz rota en 1952. España salía de su aislamiento internacional, Franco no iba a caer por el momento, aquello estaba cada vez más claro. El escritor se casó en 1924 y se divorció en 1938, su segunda mujer y con la que pasó el resto de sus días, la periodista austríaca Ilse Kulcsar, fue la traductora al inglés de sus libros. Barea tuvo cuatro hijos de su primer y fallido matrimonio y como Antolín, los dejó en España y aunque pudieron emigrar a Brasil más tarde, nunca los volvió a ver. ¿Fabula el escritor una vuelta que nunca tuvo lugar? ¿Se confronta con el pasado en la ficción? Desde luego, si esperaba encontrar lo que se encuentra Antolín, tuvo que pasar más de una mala noche. La familia se hacina en un cuchitril que deben encalar cada tres meses para evitar la proliferación de chinches. Viven humillados, porque su condición social ha caído a los infiernos de una corrala donde la intimidad se limita a unas cortinas de pared a pared. Luisa, su mujer, es fiel a las sesiones de espiritismo en las que don Américo, un viejo anarquista, invoca a su hija muerta a través de Conchita, una joven avispada y rumbosa que vive de la superstición de sus vecinos. Sueña con tener casa propia y criados, además de un cuarto propio forrado con terciopelo negro para seguir invocando al más allá. La hija, Amelia, vive pendiente de una vocación religiosa que solo llegará cuando tenga para pagar la dote al convento en cuestión. La tutela un cura altanero, compendio del nacional-catolicismo. Madre e hija esperan que Antolín venga con dinero fresco para colmar sus anhelos. En cuanto a los hijos varones, Pedro es un estraperlista y proxeneta que apunta a negocios más altos, algo para lo que el dinero del padre le puede venir redondo. Protegido de un coronel primero y luego de una madame después, se ha hecho falangista para cubrirse las espaldas. Su hermano Juan, en cambio, es un obrero comunista (lo que le sirve a Barea para deslizar, desde su convencimiento socialdemócrata, reafirmado por la experiencia del laborismo, varias puyas al dogmatismo marxista-leninista). La reunión, pasados unos días desde su regreso, de Antolín con su familia para comer un arroz desemboca en un cruce de reproches incendiario y es uno de los momentos álgidos de la novela.

La historia sigue su curso, con varias ramificaciones. Antolín encuentra lealtad en ese nido de miseria y corruptelas que es la España de Franco, una ayuda inesperada en la médium Conchita y recobra la ilusión con la novia de su hijo Juan, una muchacha huérfana donde Barea quizá vuelca el anhelo por su hija Adolfina, la única de sus vástagos con la que mantuvo una relación epistolar y que no pudo llevarse con él al Reino Unido. El final cierra unas puertas y deja otras abiertas. La raíz rota critica el abuso de poder, desgrana males patrios como la corrupción o la ignorancia, que por desgracia no fueron privativos del primer franquismo y las dificultades de mantenerse a flote en un mar de traiciones, desapego y miseria material y moral. Una novela interesante que como promete Barea al principio, va más allá del tiempo que describe y donde se ubica, por eso y por la pericia narrativa del autor, se sigue leyendo bien a día de hoy.

*Las imágenes están sacadas de un especial muy interesante del Instituto Cervantes, "Arturo Barea. La ventana inglesa" (https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/barea/default.htm). 

viernes, 14 de mayo de 2021

"Feria" de Ana Iris Simón y "Llévame a casa" de Jesús Carrasco

Cuando uno cumple los cuarenta, en tierras manchegas, se le dice en broma que tiene que dar la vuelta al jamón. No se precisa si la parte que queda es la maza, o sea, la más tierna y grasa o la babilla, la porción magra y estrecha que enseguida se queda hecha un zapato. Aunque se sobreentiende. Varado en ese ecuador, donde apenas sopla el viento, conforme van cayendo los años sobre la cuarta década, recibe uno la visita de los tres fantasmas. El del pasado, disfrazado de nostalgia. El del presente, que siempre trae mucha prisa y ganas de correr una maratón y el del futuro, lúgubre y con el colesterol alto. No vienen solos, les acompañan los amigos perdidos, los hijos que dejan atrás la bella infancia y los padres que envejecen y ya no son el pilar firme que fueron, sino que cada vez más necesitan que los apuntalen. Mis dos últimas lecturas han revuelto este arcón, porque tratan sobre mirar atrás y también de la responsabilidad de ser padre y ser hijo. O las dos cosas a la vez.

El éxito de Feria, publicada en una editorial modesta aunque consolidada como es Círculo de Tiza, se ha ido fraguando en el boca a boca, este suele ser un valor más seguro que las campañas de marketing. Ana Iris Simón (1991) debuta con una obra que no es una novela en sentido estricto, sino más bien una crónica, ya que aborda una serie de recuerdos familiares en tierras manchegas. No hay giros de guion, ni trama, ni género, solo una narración que se sostiene gracias a su honestidad. Y no se trata de un mero ejercicio de nostalgia, como pueda parecer. Era un poco mi miedo, porque de nostalgia estoy ahíto y vale que cuando empiezas la babilla te venga el fantasma del pasado, pero con treinta...  

Pues no, Ana Iris contiene ese caballo para que no se desboque y pone en su sitio los tópicos que han manchado a su generación, alejándola e incluso enfrentándola a la de sus padres y abuelos. Aunque tire a dar, es un relato sin inquina, cargado de buenos recuerdos. El manchego que soy se ubica con comodidad en esos patios llenos de cintas, geranios y gatos ronroneantes. Frente a las abuelas que son puro fuego, porque esta tierra es matriarcal y punto. Entre unos padres hijos del desarrollismo, que hicieron del sacrificio su modo de vida y sus hijos vivieron mejor que ellos, tuvieron más juventud, viajaron y luego se cayeron de culo. Resbalaron en un suelo de precariedad y al comprobar que sus referentes eran cartón piedra, volvieron la mirada a sus padres y abuelos: entre ellos habrá reproches, pero también un diálogo que nunca debería haberse interrumpido. Por eso quizá Ana Iris, que frisa los treinta, parece viejoven. Creo que se ha dado cuenta de que su generación abusa del autoengaño y la displicencia. Y de que hay un tiempo finiquitado del que es difícil valorar si fue mejor (probablemente no), pero sí que me atrevo a decir que fue más humano. Ana Iris evoca a su familia paterna y materna, sus demonios políticos y su infancia nómada acompañando a sus abuelos a las ferias de los pueblos. El oficio de feriante, extinto, le sirve para componer pasajes muy bellos. Lamenta los momentos en los que se avergonzó de su estirpe, pero qué se le va a hacer. Idéntico mimo pone en el retrato de sus progenitores. Sin desequilibrar la balanza y sin victimismo. En especial, me ha gustado cómo pone en valor a su padre, figura a menudo desterrada o castigada cuando se trata de rendir cuentas con el pasado. Imagino que habrá lectores poco interesados en estas memorias, porque no tienen nada de extraordinario. Pero lo ordinario también puede ser literatura y lo extinto no es ni más ni menos que las raíces, sin las que nada arraiga.

Feria va, creo, por la quinta edición y será uno de los libros del año. Jesús Carrasco (1971) sabe muy bien lo que es un debut fulgurante. Lo logró con Intemperie en 2013. Llévame a casa es su tercera novela, muy distinta a aquel primer éxito tanto en la historia como en el estilo. Ambientada en 2010, imagino que para quitarse el horror de la vida instantánea que se generalizó en la segunda década y con la pandemia ha acabado de esclavizarnos, cuenta la historia de Juan, uno de los numerosos expatriados que tras acabar la carrera dedican varios años de su vida a empleos precarios en el Reino Unido, en teoría para aprender inglés. Pero como reconoce Juan, aquello fue una huida en toda regla. De vuelta a Cruces, un pueblo ficticio del norte de Toledo, para asistir al entierro de su padre, su hermana le pondrá las cartas sobre la mesa: una oportunidad profesional irrechazable le obliga a trabajar en Estados Unidos por una larga temporada y por lo tanto, tendrá que ser Juan el que se ocupe de su madre, a la que le han diagnosticado la enfermedad de alzhéimer. Así que Juan, que regresó al pueblo por mero compromiso y presionado por su hermana, se verá de bruces con una responsabilidad inesperada, la de cualquier hijo: ocuparse de sus padres cuando no puedan valerse. 

Este es el planteamiento general de Llévame a casa y de ahí, la novela se mueve con sobriedad, sin sorpresas, hasta su poético final. Juan evoluciona y va asumiendo, poco a poco, su rol. Se produce en su caso una especie de toma de conciencia. Jesús Carrasco hace un trabajo de contención, casi minimalista. Son escasos los diálogos y los adjetivos. No hay florituras. Es una lectura fácil, pero al mismo tiempo, deja un poso profundo. La situación en la que se ve envuelto Juan es universal, de ahí que Carrasco deje libertad al lector para seguir la senda que propone a través de metáforas muy delicadas: un paisaje, un recuerdo o la descripción de una estancia. Al dar poca libertad a sus personajes, estos quizá caen en el arquetipo y depurando tanto el estilo puede parecer que a la narración, a veces, le falta empuje. La historia es tan verosímil que corre el riesgo de empantanarse. Al contrario que en Intemperie, aquí Carrasco asume menos riesgos, pero es como Ana Iris, honesto y la autenticidad da mucho valor a este libro. Creo que mucha gente se sentirá identificada y dejará volar sus recuerdos o en según que casos, sus miedos, cuando lea Llévame a casa. En este sentido, la veo como una novela que el lector seguirá construyendo y llevando a su propio imaginario más allá de lo que el autor cuente, a su terreno personal y viéndole así, quizá sea un acierto la austeridad que Carrasco ha elegido para esta historia. 

domingo, 4 de abril de 2021

"Con los perdedores del mejor de los mundos" de Günter Wallraff

                                            

Cuenta Günter Wallraff (1942), en esta recomendadísima entrevista en Jot Down (enlace), que durante el servicio militar, por la noche, colocaba flores en los fusiles de sus compañeros. Por eso lo enviaron a un psiquiatra que lo consideró una “persona anormal, no apta para la guerra ni para la paz”. Quizá este médico atinó, no obstante, porque el periodista alemán ha tenido una trayectoria profesional y vital que es de todo menos convencional. No podía alguien como Wallraff malgastarse en una vida gris, de alienante normalidad. Parecía destinado a otros fines. Pronto depuró su método, que en alemán ha dado lugar a un verbo (wallrafear), consistente en utilizar una identidad falsa para vivir en primera persona aquello que se quiere denunciar. Su primer gran aldabonazo fue publicado en España como El periodista indeseable. Wallraff se infiltró en las tripas del diario sensacionalista Bild y sacó a la luz toda su putrefacción. Le llovieron las demandas y las campañas de desprestigio, la mayoría las afrontó y ganó. De hecho, sentó jurisprudencia, cuando el Tribunal Supremo alemán declaró que en ciertos casos prevalece el derecho público a la información. Cuando se trata de desenmascarar a los malos, el fin justifica los medios. Cabeza de turco (reseña), en la que Wallraff se transformó en el inmigrante Alí y durante meses se jugó el tipo trabajando en condiciones de esclavitud, le consolidó como el periodista más importante de Alemania y un verdadero azote de conciencias.

Con los perdedores del mejor de los mundos (mi edición es de la extinta Círculo de Lectores, pero está disponible en Anagrama), reúne trabajos posteriores de Wallraff. Cronológicamente, se ubican justo después de la crisis financiera global de 2008. El periodista ya se acerca a los 70 años, algo a destacar por las situaciones a las que se va a exponer. El libro se divide en ocho partes, en cuatro de ellas Wallraff cambia su identidad, según el método que le hizo célebre y en las otras recaba diversos testimonios, que no son menos elocuentes. A pesar de la sobriedad del estilo, nada literario, este libro se me ha hecho de difícil digestión. Imposible tragar tanta injusticia de una vez. He tenido que dilatar su lectura, mucho, porque algunos pasajes eran terroríficos. Puede que el formato documental, la imagen en movimiento, parezca un medio más adecuado a los tiempos, pero el ritmo que impone la lectura (más lento) te impregna, te deja pensando. Te corroe, en todos los sentidos. Aparte de la parte de investigación, en cada capítulo, Wallraff relata las consecuencias de sus denuncias, la respuesta de las autoridades y en algún caso, de los implicados, de la opinión pública, de muchas personas que se le confían por carta buscando su ayuda. Esto ayuda a componer no solo un relato de los hechos, sino que también es un alegato a favor del activismo y contra la pasividad. El autor se moja y persigue un fin, más allá de un titular o vender libros: buscar enmendar lo que considera torcido. 

El primer capítulo se titula Negro sobre blanco. Wallraff se disfraza de negro y de manera increíble, logra dar el pego (vídeo). Las situaciones son forzadas y temerarias, por ejemplo cuando se le ocurre merodear en los alrededores de un estadio donde se concentran los ultras (gente de gran tolerancia racial, como se sabe) y como no tiene bastante, se mete con ellos en el tren de regreso. Tiene que salvarle el pellejo una policía con bemoles, a punta de pistola. También intenta buscar piso, con poco éxito o integrarse junto a un grupo de excursionistas bávaros, que le hacen el vacío. Me escamó un poco, por eso quizá los siguientes capítulos me golpearon con tanta fuerza.

Esperaba otra sucesión de anécdotas de corte sensacionalista. Pero no. Wallraff se transmuta en un sintecho en pleno invierno alemán. Sufre las humillaciones, los rigores del frío extremo, el miedo y las historias de esas personas trituradas por las circunstancias. Hay de todo, alcohólicos, empresarios fracasados, enfermos mentales, jóvenes y viejos. Olvido de las administraciones, corrupción y negocio con la necesidad, también. En panecillos para Lidl, Wallraff entra en el mundo de las subcontratas. Nos hace mirar donde no queremos. De algún sitio tienen que salir los hipermercados a rebosar, siempre con producto recién envasado, siempre al mejor precio. En Con los perdedores del mejor de los mundos, la ética empresarial es puesta en el cadalso una y otra vez. El delirio absoluto es el capítulo Llamar y timar, todo es empezar, donde Wallraff se infiltra como teleoperador en los llamados call centers. Los telefonistas son azuzados para que engañen y estafen, buscando el cuello del más débil. Cada incauto caído en sus redes se celebra con júbilo. Las empresas facturan millones. El efecto destructivo o alienante en estos trabajadores es devastador.

Los capítulos donde Wallraff recoge testimonios de precariedad laboral, saqueo de empresas públicos (en concreto, los ferrocarriles alemanes) casos de mobbing empresarial y abogados especializados en machacar a trabajadores díscolos (y que cobran minutas millonarias por ello), no son menos espeluznantes. Uno piensa que el primer capitalismo, de inhumano recuerdo, queda lejos y que ahora, al menos en Europa, las relaciones laborales y económicas están revestidas de justicia social. Pero hay que rascar, solo así se comprueba su autenticidad y Wallraff descubre que la locomotora de Europa esconde mucha inmundicia. Me pregunto qué sacaría un periodista como Wallraff de nuestra España. Y lo peor, si lograría cambiar algo o si importaría  alguien. Prefiero no ahondar en esta cuestión. Es muy indignante comprobar (hace un par de años un chef español sacó el tema a colación, pero rápidamente se corrió un tupido velo) que los restaurantes de lujo, de elaboradísimos platos y estrellas Michelín, se alimentan como vampiros del esfuerzo casi gratuito de jóvenes aprendices, con jornadas de sesenta horas semanales. Los testimonios expuestos y la cínica reacción de estos negreros, escuece tanto como el desinterés absoluto de sus clientes.

Wallraff nos muestra que en la sociedad de la opulencia hay brechas y si se persigue o desea la justicia, debemos cerrarlas. El dinero, la búsqueda del máximo beneficio, "los imperativos de la sociedad del entretenimiento, del sentirse bien", no puede serlo todo. O como decía aquella canción: hay un asunto en la tierra más importante que Dios: y es que nadie escupa sangre para que otro viva mejor.

sábado, 13 de febrero de 2021

"Los pazos de Ulloa" y "La madre naturaleza" de Emilia Pardo Bazán



No había leído a Emilia Pardo Bazán hasta ahora, que lo he hecho por partida doble. Me condujo Pérez Galdos y tiene gracia el asunto, porque ambos escritores mantuvieron una intensa relación, que tuvo su reflejo epistolar. La fuente de mi interés fue la noticia, hace unas semanas, de un coleccionista con demasiados escrúpulos que al parecer posee —y no quiere vender— las cartas de Galdós con la escritora. Ya que la de Emilia Pardo Bazán a Galdós se conoce y publicó hace años, de cruzarse ambas correspondencias, más allá del morbo, creo que constituiría un gran hallazgo y el sueño de muchos lectores. A veces en torno a figuras de esta magnitud se crea una maraña mítico-académica que impide apreciarlos como seres humanos que fueron.

Los Pazos de Ulloa se publicó en 1886. Yo tenía a La Regenta como lo mejor del siglo, pero puede que esta se le acerque. Es, claro, la opinión de un lector, no más. La historia, ambientada en la Galicia rural, se desarrolla a partir de contraposiciones: la vida primitiva de la aldea, frente al convencionalismo de la ciudad, la lucha entre la moral y el instinto, etc. Esas cosas. Todo comienza con la llegada de Julián Álvarez a los Pazos. El cura, recién salido del seminario, apocado y en extremo linfático, acude para servir a don Pedro Moscoso, un hidalgo asilvestrado que vive a merced de Primitivo, su astuto criado y su hija, con la que ha tenido un niño al que llaman Perucho. Pardo Bazán, en la línea del naturalismo, hace un estudio detallado de la personalidad de cada uno de sus personajes, que se conducen ante las diversas situaciones que se les presentan tal y como se espera de su temperamento. Julián, en cierto momento, trata de enmendar la disolución moral que reina en los Pazos y convence a don Pedro Moscoso para que vaya a la ciudad a visitar a su tío don Manuel Pardo de la Lage, otro marqués en la ruina y de paso elegir esposa entre sus primas. Así ocurre, pero la vuelta triunfante de Julián, tras consagrar el matrimonio de don Pedro con Marcelina, Nucha, (de la que el cura parece enamorado, al menos de manera platónica), desemboca en un drama con un estremecedor final.

Entreverado, se describen los tejemanejes de los caciques locales durante las elecciones, soberbio retrato de las miserias políticas decimonónicas. No siempre lo pasado fue mejor. En política. En lo que respecta a literatura, la prosa de Pardo Bazán es magnífica. Qué más voy a decir. Y la intensidad de estos personajes, su profundidad y el modo vivísimo en el que se exponen sus conflictos, constituye uno de los grandes alicientes de este novelón. En especial el joven capellán, Julián, un ser cuya inocencia es quebrada para siempre en los Pazos. Es el sino de las personas hipersensibles, en algún momento la vida les escalda. Lo bueno (grande) de la literatura es cuando te reconoces en algún personaje como frente a un espejo y su destino atraviesa el tuyo.  

                                        Castillo de Pambre, Palas de Rei (Lugo) 

Tras acabarlo, supe que a los pocos meses Pardo Bazán dio a la imprenta una segunda parte, La madre naturaleza y allí que me fui. Es bien distinta a la primera, considerarla mejor o peor dependerá de gustos, porque las virtudes de narradora de Pardo Bazán brillan con el mismo fulgor. Cambia, eso sí, el enfoque. Si Los Pazos es una novela de personajes, aquí el decorado acapara mayor protagonismo. La Galicia rural es descrita con poética precisión, un paisaje de ensueño, poblado de tipos humanos singulares, que parece anclado en los márgenes del tiempo. Los mismos personajes serpentean por las lindes de La madre naturaleza, pero esta vez el protagonismo lo tienen los dos niños ya crecidos, Perucho y Manuela. Y una nueva aparición, Gabriel, el hermano pequeño de la mujer de Moscoso, que llega a los Pazos para hacerse cargo (y casarse) de su sobrina. La cuestión es si Manuela aceptará la proposición de su tío, porque anda enamorada de Perucho, el hijo que Moscoso tuvo con la criada y que por tanto es su hermano de padre aunque ambos desconocen tan espinoso asunto. El tema del incesto no gustó y he leído que fue el motivo de que en su época, público y crítica dieran la espalda a esta gran novela.

El final, como en la primera parte, es de un patetismo sobrecogedor. Quizá La madre naturaleza aporta mayor placer estético y me gustan mucho sus descripciones y los incisos etnográficos, aparcada la cuestión política de la primera parte. En cualquier caso, creo que es bueno leer ambas obras de manera consecutiva. Juntas constituyen un díptico imprescindible si se quiere ahondar en la gran literatura en español.

miércoles, 20 de enero de 2021

"Con el viento solano" de Ignacio Aldecoa

 


Cuando murió, Ignacio Aldecoa apenas tenía 44 años. La cifra estremece, porque uno sigue viendo la muerte como algo lejano, apenas perceptible tras la bruma de la senectud. Pero un 15 de noviembre de 1969, el escritor se apretó el pecho y con fatalismo taurino, exclamó: «Esto es un aviso». Cayó fulminado. Dejó atrás una obra ingente y casi perfecta. Poesía, cerca de ochenta cuentos, un puñado de novelas acabadas y otras en proyecto con las que, si sus arterias le hubieran dejado, hundiría el escalpelo en la sociedad española de entonces para llegar con su filo donde no había llegado nadie. En este sentido, Con el viento solano se concibió en relación a El fulgor y la sangre y sería la bisagra de una trilogía inconclusa que tuvo como título provisional La España inmóvil. En ella Aldecoa pretendía reflejar “el envés de los tópicos españoles”. No he podido encontrar una edición actual de El fulgor y la sangre, pero sí de Con el viento solano. La primera, que transcurre en pocas horas, narra la angustiosa espera de las mujeres de cinco guardias civiles, una vez han recibido la noticia de que uno de ellos, sin precisar cuál, ha sido asesinado en acto de servicio. En Con el viento solano el foco se desplaza al asesino y su huida desesperada. La tercera, que quedó en el tintero, iba a ser protagonizada por un torero aspirante.

Con el viento solano es una vieja conocida, la leí hace años, junto a una edición de cuentos en Cátedra, pero los libros buenos, como los discos buenos, fueron hechos para visitar muchas veces, infinidad de veces y no criar polvo en los anaqueles. El libro fue adaptado por Mario Camus, amigo del escritor, con Antonio Gades dando vida a Sebastián Vázquez. La película sabe plasmar el tono poético y desesperado de la novela y merece la pena un visionado. Aspiró a la Palma de Oro en Cannes.

Ignacio Aldecoa con Antonio Gades, durante el rodaje de "Como el viento solano" Fuente: http://www.aiete.net/2012/12/aiete-con-el-viento-solano/

Con el viento solano es la historia de una huida. El gitano Sebastián Vázquez, después de una noche de farra, se ve envuelto en una absurda pelea en la que hiere a un tabernero y huye a unos olivares para eludir a la justicia. El guardia que lo persigue logra darle caza y Sebastián, guiada su mano por un fatalismo descorazonador, dispara sobre él. No sabe si el guardia vive o no, pero inicia un periplo que dura seis días, hasta el desenlace. Cada uno de esos días es un capítulo, que se intitula con su advocación. Detrás se entrevé algún tipo de simbolismo (por ejemplo, el día en el que Sebastián se encuentra con su madre es el de Santa Ana). La historia fluye sobre un lecho existencialista, combinando el realismo con descripciones fulgurantes. Tiene gran mérito alternar dos registros: una prosa poetizada, virtuosa y de un léxico abrumador, con escenas de taberna que parecen fotografiadas o extraídas de alguna película del llamado “neorrealismo”. Merece una mención aparte ya no solo la viveza de los diálogos, sino el retrato tan certero del ambiente de taberna, el vaivén entre bebedores donde se pasa sin transición de la fraternidad a la trifulca, los efectos del alcohol y su espiral absorbente.

Aldecoa era un escritor completísimo. Domina el lenguaje y el ritmo a la perfección, pero además tiene una mirada profunda, sutil, el mismo decía “ser escritor es una actitud en el mundo. Lo que me mueve es el convencimiento de que hay una realidad cruda y tierna a la vez”. Pero esa realidad hay que saber mirarla y una vez entrevista, saber contarla con objetividad, pero también con respeto. Creo que lo consigue y su lectura ha provocado mi admiración, he gozado como el músico diletante ante el virtuoso, pero también me ha removido por ese retrato de un ser incomprendido, que está condenado a vivir solo y que busca sin hallarla su razón de ser. Que desperdicia su propia vida sin ser capaz de hallar o seguir otra alternativa: ¡cuántas veces yo mismo (y cualquiera) me habré sentido así!

Sebastián, con el que comparto apellido, dispara contra el guardia. Busca refugio en Madrid, busca el amparo de los amigos, de la familia. Todos le dan la espalda. Les mancha su crimen. Solo en compañía de otros solitarios, de otros inadaptados como él, encuentra cobijo. Dos personajes trazados con gran alarde de compasión: el ex presidiario (entendemos que por motivos políticos) Cabeda, un filósofo que devuelve la calma al tempestuoso gitano, un anciano derrotado, pero solidario con el destino del huido. El otro, Roque el faquir, un pobre de solemnidad conforme con su condición de paria, que ofrece a Sebastián su amistad. Sin embargo, nada puede hacerse, porque nuestro héroe, como en las tragedias griegas, no puede escapar de esa red tejida por el destino. El sábado, el último día, cae en el mismo delirio alcohólico que provocó su desgracia y la del guardia.  

Este libro es lo que se llama “gran prosa”; es muy probable que nadie, a día de hoy, escriba tan bien. Hay párrafos de tal densidad: simbólica, rítmica, léxica y más que yo no sé explicar. Imagino que será un festín analítico para cualquier filólogo. Aunque alguno dirá que es virtuosismo vacío, pero solo concedo lo primero, porque tras ese alarde hay placer, es sublime y deja un poso emocionante. Siempre, en todas las artes, ha habido maestros, listones imposibles de saltar. Creo que a Aldecoa, muerto joven como otros grandes de nuestras letras, nadie lo desbancará de ese Olimpo.