Comienzo
la temporada bloguera con dos novelas cazadas por casualidad, pero con muchos
puntos en común.
Las
Malas es una de esas flores raras con las que se topa uno de
vez en cuando. Comienza:
“Es profunda la noche: hiela sobre el Parque.
Árboles muy antiguos, que acaban de perder sus hojas, parecen suplicar al cielo
algo indescifrable pero vital para la vegetación. Un grupo de travestis hace su
ronda. Van amparadas por la arboleda. Parecen parte de un mismo organismo,
células de un mismo animal. Se mueven así, como si fueran manada. Los clientes
pasan en sus automóviles, disminuyen la velocidad al ver al grupo y, de entre
todas las travestis, eligen a una que llaman con un gesto. La elegida acude al
llamado. Así es noche tras noche”.
Y te
preguntas, ¿a dónde irá a parar esta historia? Y sigues. Has caído en el
hechizo de Las Malas, un hechizo del
que se tarda en despertar muchas páginas. Camila
Sosa Villada (1982) nos lleva de la mano por un mundo apenas intuido, a los
márgenes negros de la ciudad argentina de Córdoba, si es que el contexto
importa. A un parque donde “las travestis trepan cada noche desde ese infierno
del que nadie escribe, para devolver la primavera al mundo” y allí ejercen la prostitución
y se exponen a todo tipo de peligros, por parte de una sociedad que las rechaza
pero también las busca. Las Malas es
una novela con sustrato autobiográfico, la charla de Camila en el TEDX deCórdoba da fe de ello, pero con elementos que le dan vigor y envuelven con una
gasa de extrañeza, de magia inexplicable.
La
acción comienza en ese parque, donde las travestis ofrecen su fruto equívoco y
orquestan el aquelarre, cuando la tía Encarna, la madre de todas, encuentra un
bebé abandonado entre las zarzas. Decide quedárselo y es bautizado como El
Brillo de los Ojos. Volverá Camila a ese bebé con madre y padre combinado en
varias ocasiones y lo utilizará también en el desenlace de Las Malas. Pero esta no es la historia principal, aunque resume el
espíritu y un poco el destino de esas mujeres. Camila describe el universo
travesti, las
humillaciones, placeres, el miedo a exponerse a luz del día, a la reprobación
pública, al odio de las mujeres y la burla de los hombres (que sin embargo las
buscan en su ebriedad), a los abusos de la policía. Las travestis de Las Malas son seres especiales, casi mitológicos,
como María la Muda, que acaba por convertirse en pájaro o Natalí, la séptima
hija varón en su familia que las noches de luna llena se convertía en lobo y
sus compañeras, advertidas, debían encerrarla esa noche bajo llave. Son
personajes irreales, en un marco vaporoso. Camila presenta así a sus compañeras, les da ese aura de singularidad y puede dar a veces la sensación de
que lo que cuenta no es verídico, si no fuera porque logra un equilibrio
maravilloso entre delicadeza y realismo procaz.
Hay
poesía, a raudales, en su prosa lastimada: imágenes tristes y fulgurantes, pero
también escenas derivadas del oficio, de ese ofrecer sexo de manera
clandestina, de madrugada, en las cunetas, en la oscuridad del parque, de
subirse al coche de un desconocido y no saber si, como le vaticinó el padre,
acabarás en una zanja o golpeada o peor. Camila intercala, en esta crónica, sus
recuerdos infantiles, los de un niño pobre de Mina Clavero dominado por el
miedo “el miedo lo tenía todo en mi casa. No dependía del clima o de una
circunstancia en particular: el miedo era el padre (…). En honor a la verdad,
creo que él también sentía un miedo pavoroso por mí. Es posible que ahí se
geste el llanto de las travestis: en el terror mutuo entre el padre y la
travesti cachorra.” Un niño marcado por su condición, imposible de ocultar y
que cuando llega a la edad del despertar sexual se cose sus vestidos de mujer
con retales y sale a bailar a las discotecas, “partía como un varoncito tímido
de mi casa, bajo las amonestaciones de mi papá, que fijaba hora de retorno y
protocolo de comportamiento, y cuando nadie me veía, me colaba en mi palacio de
ladrillos sin revocar y procedía a convertirme en Camila”.
La
transformación de Camila se completa en la universidad y aquí muere esa vereda
de dolor que atraviesa la novela y en la que conocemos a la autora. Es un
tercio de la novela, más o menos y en adelante el relato se hace más
repetitivo, más insistente, a veces es una enumeración más o menos prolija de
patéticos encuentros con hombres de todo tipo, sádicos, solitarios o
enamorados, mientras el panteón travesti en torno a la tía Encarna, la madre de
todas, va cayendo cercenado y la tristeza se adueña definitivamente de la
historia. Las Malas se va
desinflando, pierde agarre, pero no llega a decepción, gracias a su
trágico y hermoso desenlace y a su duración contenida, poco más de doscientas
páginas. Una lástima de mundo este, piensas al concluir y valoras más aún el
testimonio de Camila para mostrarnos esas flores raras que crecen en el légamo.
Los
invisibles es otra novela corta que se adentra en los márgenes, para poner el dedo en la
llaga. Su autora es Lucía Puenzo (1976), también directora
y guionista de cine. El germen de esta novela fue un cortometraje en el que Puenzo
se adentraba en un territorio que ya exploró Buñuel con Los olvidados. Película la del director español que por cierto fue recibida a pedradas por
la clase bienpensante, ofendida por tener que enfrentar una realidad incómoda,
la de una horda de niños que vivían sin hogar y transitaban por la idealizada
niñez como si fuera tierra devastada. No es tan explícita ni tan hiriente la
obra de Puenzo, pero sigue esa senda, porque el problema (si no se ha
agudizado) persiste sobre todo en los llamados países en vías de desarrollo. En
la civilizada Europa tenemos bastante con la generación nini y los emperadores.
La infancia no es una enfermedad que se cure sin secuelas, en ella se gesta el
adulto del futuro, el empresario, votante, político, trabajador, marido o esposa
y sin una base firme no hay sociedad que se sustente ni prosperidad que aguante
el primer envite.
La protagonizan tres niños de la calle: Ismael, la Enana y Ajo. Los dos primeros son adolescentes y el pequeño tiene apenas seis años. Ismael,
la Enana y Ajo trabajan para Guida, un guardia de seguridad que les entrena para asaltar casas y dirige un ejército de niños ladrones, que están a sus
órdenes (y a su merced). La explotación infantil se asoma en esta novela con
crudeza: el pequeño Ajo, como en los talleres y minas decimonónicos, es reclutado
por su facilidad para entrar por los lugares más angostos y profanar las
mansiones de los ricos, es la llave que abre un mundo del que ellos, los niños
del hambre, solo pueden arañar la costra y que contrasta con su pobreza extrema.
Es cruel. Por mucho que roben, asalten, rapiñen, ese mundo les está vetado,
siempre serán excretados como un cuerpo extraño, porque son incompatibles. No
se profundiza más en el tema, pero es suficiente. Tampoco necesita Puenzo
escarbar demasiado en el hecho de que Guida se dedique a proteger las casas que
sus niños desvalijan. Esta hipocresía o doble moral, casi esquizofrenia, define
cada vez más nuestra sociedad de extremos.
La
trama arranca con un encargo especial que Guida ofrece a sus niños: cruzar a
Uruguay, adentrarse en una urbanización de lujo, recorrer playas privadas
festoneadas de selva, grandes mansiones donde habita la élite: un millonario
ruso, un ex-ministro, magnates. Ellos aceptan un poco por miedo, pero también porque ansían ver el mar. Ismael, La Enana y Ajo deberán acometer, con
audacia y en un periplo de supervivencia, a veces irreal, que convierte una
novela social en un thriller, el robo de las diversas mansiones. No tienen otra
opción, aunque la empresa se antoja casi imposible.
Lucía
Puenzo escribe esta historia sin darnos un respiro. La aventura, lineal,
sencilla, en una cruda tercera persona, se desarrolla con tanto gancho que los
lectores golosos se la acabarán de tres bocados. El final desborda tensión y
contiene alguna sorpresa, entrevista si se ha puesto la atención suficiente o
si se tienen ya galones en este tipo de historias. El estilo es argentino, en
léxico y sintaxis, lo que te mete más de lleno en la historia. Son doscientas
páginas y no da para más, es una lectura con fondo, pero que explota sobre todo
el suspense de una misión suicida protagonizada por tres niños y narrada con
ritmo cinematográfico. Podéis leer un poco del principio en Zenda: Los
invisibles, de Lucía Puenzo - Zenda (zendalibros.com).