Cuando
el filósofo Guy Debond acuñó el concepto de sociedad del espectáculo a
finales de los 60 puede que en España un buen porcentaje de hogares ni siquiera
dispusiera de un televisor. El dichoso cachivache transformó el mundo.
Escribir sobre su capacidad, en especial antes de la llegada de las redes
sociales, para crear una memoria colectiva y movilizar (o moldear) a la opinión
pública es casi una perogrullada. Siguiendo con lo de sociedad del
espectáculo, Debond explicaba que ésta había convertido la vida en anécdota y
la realidad en representación. Francisco
Umbral (seudónimo de Francisco Alejandro Pérez Martínez según la Wikipedia)
podría ser un buen ejemplo. Si hace unos meses leí en un artículo que el rey
emérito se lamentaba, con amargura, de que para las nuevas generaciones pasará
a la historia como el de Corinna y los elefantes, Umbral, autor de más de 100
libros (muchos meramente alimenticios, dicho por el propio autor en una
entrevista con Sánchez Dragó que hay por YouTube) y miles de artículos (treinta
años a columna diaria, calculen), ha quedado reducido a la anécdota, al
misántropo iracundo que interpelaba a Mercedes Milá con aquello de «yo he venido
aquí a hablar de mi libro».
Parecidas circunstancias redujeron al último surrealista, Fernando Arrabal, a una lengua trabada por el chinchón y el “milenarismo” (¿no se referiría a los millenials?). De mi brumosa adolescencia recuerdo leer con asombro las infamantes columnas de Umbral y divertirme mucho. Era lo único aprovechable del periódico que por otro lado calificábamos de “inmundo” pero, jamás se me ocurrió leer sus novelas o ensayos. Solo la célebre Mortal y rosa, en una edición de Círculo de Lectores que perdí y no recuerdo acabar, ni siquiera entender. Fue saber del documental Anatomía de un Dandy, que firman Charlie Arnaiz y Alberto Ortega, nominado a un Goya en 2021 y venirme las ganas. Y las preguntas. Porque, ¿cómo un escritor celebérrimo, leído por más de un millón de personas a diario ha podido caer tan rápido en el olvido? Hablamos de un Premio Cervantes y Premio Príncipe de Asturias. Quizá la respuesta tenga que ver con que la España de Umbral ya no existe y él mismo es historia. Otra duda, al hilo de Anatomía de un Dandy, ¿podría Umbral resurgir aupado por cierto auge de lo que viene a llamarse viejuno o la nostalgia de los columnistas de hoy por la figura del tocanarices? Lo dudo mucho, su egolatría, petulancia y en suma, irreverencia hacia los tabús contemporáneos lo llevaría de cabeza a la picota (digital).
Umbral
construyó un personaje, un híbrido de quinqui y dandy, dos especímenes también
extintos y yo creo que detrás de toda su impostura ni él se tomaba en serio.
Incluso en una entrevista le oí decir que solos
los tontos se toman en serio. Así que imagino su diagnóstico sobre la
España actual de poder ser invocado haciendo una güija. Porque dicen que este
país moderno, europeizado y tolerante ha perdido el sentido del humor. También ha
renunciado a uno de sus referentes: el heterodoxo. En el caso de
Umbral, su personaje le dio fama pero, fagocitó a la persona y por desgracia,
al gran escritor que dicen fue. Al final es el arte lo que perdura y no el
chascarrillo. La sociedad del espectáculo es efímera o como se dice ahora,
líquida.
Reflexionando
sobre estas cosas decidí leer a Umbral, quedarme con el escritor. Vi que en la
biblioteca escolar había varios títulos, con pinta de no haber sido abiertos
nunca y me decanté por Las ninfas,
premio Nadal de 1975. Había leído (perdón por no poder citar fuentes, soy un
abejorro desmemoriado que picotea sin criterio) que la década de los setenta
fueron los mejores años de Umbral en lo literario, gracias a que su editor Josep Vergés (director de Destino, hoy
en manos del grupo Planeta) le apretaba las tuercas. Que alguien exija con
sinceridad —y severidad— lo mejor de ti, cuando de verdad tienes para ofrecer
algo bueno, siempre te ayuda a crecer personal y profesionalmente. La adulación
y la autocomplacencia son un debilitante para cualquier artista. Confieso que
me zambullí en sus páginas escéptico, soy un lector que o muerde de una el anzuelo
o se va a nadar a otro sitio, pero esta novela resultó ser un cebo
irresistible.
Las ninfas es
una narración en primera persona, de tintes autobiográficos, centrada en los
años de la adolescencia. El escenario, una ciudad de provincias en la España de
los cincuenta del siglo pasado, un país que aún lamía sus heridas tras el
desgarrón de la guerra (o revolución, eufemismo empleado en el libro). El
narrador es un joven sensible, aspirante a poeta, que actúa movido por el ideal
baudeleriano de «ser sublime sin
interrupción». Y a la tarea se aplica, frecuentando las tertulias poéticas,
los cafés y el ambiente bohemio de la ciudad. Umbral construye una novela
deslumbrante en lo estilístico, con largas frases y de una belleza y sonoridad
que transforman el lenguaje no solo en un instrumento de comunicación, sino en una herramienta mágica. Esta prosa
abrumadora se extinguió hace tiempo. Y en el caso de resucitar, volvería a su
nicho porque dudo que ningún editor se atreviera con ella. Afirmar esto, para
una aficionadillo como yo quizá suene soberbio. Se me habrá pegado la
grandilocuencia umbraliana. Todo se contagia menos lo bueno —la hermosura, decimos los manchegos—, pero
así lo siento.
Las ninfas es la
historia de un viaje, una novela de formación, no otra cosa es la adolescencia que estar maduro por un costado y verde
por el otro. Un viaje hacia la desilusión, porque lo vivido rara vez iguala
nuestras expectativas y casi parece mejor seguir soñando que estar despierto.
Imagino que crecer al final es (era) esto, darse cuenta de que no se puede ser
sublime sin interrupción. Que en el mejor de los casos, uno es mediocre sin
interrupción, cuando no vil y execrable. Hay en toda la narración un punto de
pulsión existencialista. Umbral se hace acompañar de diversos personajes, el
poeta Darío Álvarez Alonso, que es una suerte de mentor, su amigo
Cristo-Teodorito, su opuesto bueno (y que acaba corrompido, ya decía que la
desilusión es uno de los mimbres de esta novela), una colección de bohemios que
se descubren como auténticos perdedores: el viejo violinista homosexual Empédocles,
un pintor llamado Teseo que vive de retratar gitanillos y Diótima, lamentable
poeta maldito. Por supuesto, en este viaje iniciático, además de la desilusión
y el desconcierto, al narrador le acompaña el amor y el erotismo. Las mujeres,
las ninfas que dan título al libro, por el contrario de lo que pudiera
esperarse no son meros sujetos pasivos. Más bien al contrario, hacen y deshacen
a su antojo. Saben lo que quieren y manejan los hilos de títere de los hombres.
En
la novela se expone la idea del conflicto entre arte y realidad. La vida
es un continuo jarro de agua fría sobre las expectativas estéticas del artista.
Pero este, con las herramientas que le da la cultura, es capaz de sublimar lo
banal. Las flores más hermosas brotan del légamo. Junto a toda esa
introspección , donde no falta el humor, Las ninfas ofrece un fresco del ambiente
constreñido de la España provinciana, con su hiriente doble moral y el peso
asfixiante de la tradición. Tiene un punto de novela social, la influencia de
Cela es palpable. Puede que Umbral sea una figura anacrónica, grosera,
chirriante para los estándares de hoy (lo fue incluso para los de
ayer), pero si entre su producción hay una docena de libros del
nivel de Las ninfas, el Olimpo de los
clásicos le espera con los brazos abiertos. No me resisto a incluir uno de los
fragmentos sublimes sin interrupción
para acabar y como muestra de su estilo, donde describe el primer encuentro erótico del protagonista:
La besé con minuciosidad, la devoré con devoción, como luego ella a mí, de modo que a ratos nos reíamos y a ratos jadeábamos, y diminutas gotas de vino nos brillaban entre el vello, aún, y debajo del sabor del vino estaba el sabor blanco y joven de su cuerpo, y probé a poseerla y a ser poseído, y al final me acariciaba el pelo con ternura, estás manchado de vino, decía riendo, y aquello era tan obvio que era divertido que lo dijese, y yo miraba la pequeña bombilla, como un fruto mezquino, intensa de pronto como un sol mientras cerraba los ojos y me decía que había ido hasta lo más hondo de una mujer, más allá del tiempo y del espacio, porque poseyendo a una mujer se posee algo más, algo que ya no es de ella, la dimensión desconocida, esa entidad de sombra y luz, de fuego y velocidad, que anda presentida más allá de la vida, ese vacío tan colmado, esa plenitud tan ligera en la que uno cae como en una muerte que no fuese la muerte, sino esa cosa dulce y vertiginosa que debiera ser la muerte.