La
primera máquina del tiempo fue el DMC DeLorean, un coche con puertas de ala de
gaviota y carrocería de acero que le daba un aspecto futurista. Equipado con el
condensador de fluzo (en lugar de flujo, se dice que por un error de
traducción) y un panel donde solo había que indicar la fecha de destino, uno
podía pasearse por el espacio tiempo solo con inyectar al cacharro un chupinazo
de plutonio. Mi coche también es gris, como el DeLorean. Por desgracia tiene
unas puertas corrientes, con algún arañazo hecho en los siempre comprometidos
parkings de supermercado. Funciona con combustible diesel y en el lugar de los
circuitos del tiempo está la consola con el GPS, el climatizador y la radio. Siempre
pongo Radio3, aunque cada vez menos porque han jubilado por la fuerza a mis
locutores favoritos, sustituyéndolos por insulsos millennials que pinchan
música con voces autotuneadas.
La
pasada mañana varios entrecruzamientos activaron el condensador de fluzo de mi coche, que es metafórico,
pero funciona sin necesidad de robar material radioactivo a terroristas libios.
Fue cuando pincharon a Derby Motoreta´s Burrito
Kachimba, el nombre de este grupo ha exigido muchas repeticiones a mi
devastada memoria. Si alguien quiere viajar al futuro y al pasado a la vez, que
escuche con conciencia plena El valle.
Un calambre de cante jondo y psicodelia hará que te curves con su fuerza
cósmica. Mientras que mis acompañantes decían, «ya puedes arrancar, ¿por qué no
nos vamos?», mi Citroën se transformaba en un DeLorean y la guitarra sacaba
chispas al final imitando la melodía de un shitar.
Cuando acabó, arranqué y proseguí la marcha. El condensador del doctor Brown seguía
lanzando destellos, quizá por eso me topé con una abuela con mandil y moño
prieto, hacía mucho que no veía ninguna. La pandemia les ha dado la puntilla,
pero ahí estaba una superviviente, en mitad de la calle, con una regadera de
lata color verde trazando paralelas de agua sobre el asfalto. Fue el ritual
mañanero de las amas de casa de antaño, cuando las calles eran de tierra. La
mujer no detuvo su tarea al verme hasta que regó la porción de calzada que
comprendía la fachada de su casa. En mi pueblo, la acera no se considera bien
público, sino propiedad privada de la casa que la baña con su sombra y antes era
habitual que algún abuelo te gruñera para que retirases el coche de “su puerta”,
más en verano cuando salían a tomar el fresco. Detuve el DeLorean, para no
interrumpir una acción que alumbraba las mañanas de mi infancia, cuando iba al
colegio a pie comido por las legañas y las mujeres convertían las polvorientas
calles de los barrios humildes en los jardines de Versalles.
Pocos
metros o décadas más adelante, me crucé con el último de los heavies del
pueblo. Todavía viste con pantalones de pitillo, cadenas, chapas, chupa de
cuero y camiseta de Judas Priest. Ha sobrevivido a la heroína, a la cirrosis,
al pabellón psiquiátrico, al Trap y parece ser que al coronavirus. Caminaba
raudo, a grandes zancadas, como un power
chord a galope. Su aún frondosa cabellera me ha hecho concebir esperanzas
de que le quede cuerda para rato.
Siento
que me alimento de fantasmas, no sé si es nostalgia, pero mi mundo es cada vez
más, pasado y el presente me resulta tan obtuso como extraño. El día que cesen
estas apariciones, el DeLorean —y yo mismo— seremos carne de desguace.
Cuando
el filósofo Guy Debond acuñó el concepto de sociedad del espectáculo a
finales de los 60 puede que en España un buen porcentaje de hogares ni siquiera
dispusiera de un televisor. El dichoso cachivache transformó el mundo.
Escribir sobre su capacidad, en especial antes de la llegada de las redes
sociales, para crear una memoria colectiva y movilizar (o moldear) a la opinión
pública es casi una perogrullada. Siguiendo con lo de sociedad del
espectáculo, Debond explicaba que ésta había convertido la vida en anécdota y
la realidad en representación. Francisco
Umbral (seudónimo de Francisco Alejandro Pérez Martínez según la Wikipedia)
podría ser un buen ejemplo. Si hace unos meses leí en un artículo que el rey
emérito se lamentaba, con amargura, de que para las nuevas generaciones pasará
a la historia como el de Corinna y los elefantes, Umbral, autor de más de 100
libros (muchos meramente alimenticios, dicho por el propio autor en una
entrevista con Sánchez Dragó que hay por YouTube) y miles de artículos (treinta
años a columna diaria, calculen), ha quedado reducido a la anécdota, al
misántropo iracundo que interpelaba a Mercedes Milá con aquello de «yo he venido
aquí a hablar de mi libro».
Parecidas
circunstancias redujeron al último surrealista, Fernando Arrabal, a una lengua
trabada por el chinchón y el “milenarismo” (¿no se referiría a los millenials?). De mi brumosa adolescencia recuerdo leer con asombro las infamantes
columnas de Umbral y divertirme mucho. Era lo único aprovechable del periódico
que por otro lado calificábamos de “inmundo” pero, jamás se me ocurrió leer sus
novelas o ensayos. Solo la célebre Mortal
y rosa, en una edición de Círculo de Lectores que perdí y no recuerdo
acabar, ni siquiera entender. Fue saber del documental Anatomía
de un Dandy, que firman Charlie
Arnaiz y Alberto Ortega, nominado a un Goya en 2021 y venirme las ganas. Y
las preguntas. Porque, ¿cómo un escritor celebérrimo, leído por más de un
millón de personas a diario ha podido caer tan rápido en el olvido? Hablamos de
un Premio Cervantes y Premio Príncipe de Asturias. Quizá la respuesta tenga que
ver con que la España de Umbral ya no existe y él mismo es historia. Otra duda,
al hilo de Anatomía de un Dandy,
¿podría Umbral resurgir aupado por cierto auge de lo que viene a llamarse viejuno o la nostalgia de los
columnistas de hoy por la figura del tocanarices?
Lo dudo mucho, su egolatría, petulancia y en suma, irreverencia hacia los tabús contemporáneos lo llevaría de cabeza a la picota
(digital).
Umbral
construyó un personaje, un híbrido de quinqui y dandy, dos especímenes también
extintos y yo creo que detrás de toda su impostura ni él se tomaba en serio.
Incluso en una entrevista le oí decir que solos
los tontos se toman en serio. Así que imagino su diagnóstico sobre la
España actual de poder ser invocado haciendo una güija. Porque dicen que este
país moderno, europeizado y tolerante ha perdido el sentido del humor. También ha
renunciado a uno de sus referentes: el heterodoxo. En el caso de
Umbral, su personaje le dio fama pero, fagocitó a la persona y por desgracia,
al gran escritor que dicen fue. Al final es el arte lo que perdura y no el
chascarrillo. La sociedad del espectáculo es efímera o como se dice ahora,
líquida.
Reflexionando
sobre estas cosas decidí leer a Umbral, quedarme con el escritor. Vi que en la
biblioteca escolar había varios títulos, con pinta de no haber sido abiertos
nunca y me decanté por Las ninfas,
premio Nadal de 1975. Había leído (perdón por no poder citar fuentes, soy un
abejorro desmemoriado que picotea sin criterio) que la década de los setenta
fueron los mejores años de Umbral en lo literario, gracias a que su editor Josep Vergés (director de Destino, hoy
en manos del grupo Planeta) le apretaba las tuercas. Que alguien exija con
sinceridad —y severidad— lo mejor de ti, cuando de verdad tienes para ofrecer
algo bueno, siempre te ayuda a crecer personal y profesionalmente. La adulación
y la autocomplacencia son un debilitante para cualquier artista. Confieso que
me zambullí en sus páginas escéptico, soy un lector que o muerde de una el anzuelo
o se va a nadar a otro sitio, pero esta novela resultó ser un cebo
irresistible.
Las ninfas es
una narración en primera persona, de tintes autobiográficos, centrada en los
años de la adolescencia. El escenario, una ciudad de provincias en la España de
los cincuenta del siglo pasado, un país que aún lamía sus heridas tras el
desgarrón de la guerra (o revolución, eufemismo empleado en el libro). El
narrador es un joven sensible, aspirante a poeta, que actúa movido por el ideal
baudeleriano de «ser sublime sin
interrupción». Y a la tarea se aplica, frecuentando las tertulias poéticas,
los cafés y el ambiente bohemio de la ciudad. Umbral construye una novela
deslumbrante en lo estilístico, con largas frases y de una belleza y sonoridad
que transforman el lenguaje no solo en un instrumento de comunicación, sino en una herramienta mágica. Esta prosa
abrumadora se extinguió hace tiempo. Y en el caso de resucitar, volvería a su
nicho porque dudo que ningún editor se atreviera con ella. Afirmar esto, para
una aficionadillo como yo quizá suene soberbio. Se me habrá pegado la
grandilocuencia umbraliana. Todo se contagia menos lo bueno —la hermosura, decimos los manchegos—, pero
así lo siento.
Las ninfas es la
historia de un viaje, una novela de formación, no otra cosa es la adolescencia que estar maduro por un costado y verde
por el otro. Un viaje hacia la desilusión, porque lo vivido rara vez iguala
nuestras expectativas y casi parece mejor seguir soñando que estar despierto.
Imagino que crecer al final es (era) esto, darse cuenta de que no se puede ser
sublime sin interrupción. Que en el mejor de los casos, uno es mediocre sin
interrupción, cuando no vil y execrable. Hay en toda la narración un punto de
pulsión existencialista. Umbral se hace acompañar de diversos personajes, el
poeta Darío Álvarez Alonso, que es una suerte de mentor, su amigo
Cristo-Teodorito, su opuesto bueno (y que acaba corrompido, ya decía que la
desilusión es uno de los mimbres de esta novela), una colección de bohemios que
se descubren como auténticos perdedores: el viejo violinista homosexual Empédocles,
un pintor llamado Teseo que vive de retratar gitanillos y Diótima, lamentable
poeta maldito. Por supuesto, en este viaje iniciático, además de la desilusión
y el desconcierto, al narrador le acompaña el amor y el erotismo. Las mujeres,
las ninfas que dan título al libro, por el contrario de lo que pudiera
esperarse no son meros sujetos pasivos. Más bien al contrario, hacen y deshacen
a su antojo. Saben lo que quieren y manejan los hilos de títere de los hombres.
En
la novela se expone la idea del conflicto entre arte y realidad. La vida
es un continuo jarro de agua fría sobre las expectativas estéticas del artista.
Pero este, con las herramientas que le da la cultura, es capaz de sublimar lo
banal. Las flores más hermosas brotan del légamo. Junto a toda esa
introspección , donde no falta el humor, Las ninfas ofrece un fresco del ambiente
constreñido de la España provinciana, con su hiriente doble moral y el peso
asfixiante de la tradición. Tiene un punto de novela social, la influencia de
Cela es palpable. Puede que Umbral sea una figura anacrónica, grosera,
chirriante para los estándares de hoy (lo fue incluso para los de
ayer), pero si entre su producción hay una docena de libros del
nivel de Las ninfas, el Olimpo de los
clásicos le espera con los brazos abiertos. No me resisto a incluir uno de los
fragmentos sublimes sin interrupción
para acabar y como muestra de su estilo, donde describe el primer encuentro erótico del protagonista:
La besé con minuciosidad, la devoré con
devoción, como luego ella a mí, de modo que a ratos nos reíamos y a ratos
jadeábamos, y diminutas gotas de vino nos brillaban entre el vello, aún, y
debajo del sabor del vino estaba el sabor blanco y joven de su cuerpo, y probé
a poseerla y a ser poseído, y al final me acariciaba el pelo con ternura, estás
manchado de vino, decía riendo, y aquello era tan obvio que era divertido que
lo dijese, y yo miraba la pequeña bombilla, como un fruto mezquino, intensa de
pronto como un sol mientras cerraba los ojos y me decía que había ido hasta lo
más hondo de una mujer, más allá del tiempo y del espacio, porque poseyendo a
una mujer se posee algo más, algo que ya no es de ella, la dimensión
desconocida, esa entidad de sombra y luz, de fuego y velocidad, que anda presentida
más allá de la vida, ese vacío tan colmado, esa plenitud tan ligera en la que
uno cae como en una muerte que no fuese la muerte, sino esa cosa dulce y
vertiginosa que debiera ser la muerte.
La última semana de 2021 ha sido copiosa en
lecturas, por un inoportuno confinamiento al dar positivo una de las profes de
mi hijo mayor. La primera vez, en estos dos años, que saco verdadero partido a
estar semiencerrado. He acumulado unas cuantas reseñas de buenas e inesperadas
lecturas, con lo que afronto la cuesta de enero con la carpeta del ordenador
colmada de recomendaciones para compartir. Con La
edad de la piel
estreno 2022. Dubravka Ugrešić(1949) es una escritora nacida en
la extinta Yugoslavia y que en 1993, durante el conflicto que asoló los
Balcanes, se exilio a los Países Bajos. Creo que en la actualidad reside en
Ámsterdam. Más que de la violencia inherente a toda guerra, Dubravka tuvo que marcharse por
tomar una postura antibelicista y antinacionalista, en contra de la exaltación
identitaria del emergente nacionalismo croata. De ser paisana nuestra, la consideraríamos
integrante de la “tercera España”, por no estar ni “con los hunos ni con los otros”: Toda la historia de la desintegración de
Yugoslavia se puede observar como un teatro de la crueldad, afirma.
La identidad, a la que alude el propio título, es el tema
principal de La edad de la piel. Ugrešić muestra las evidencias
de descomposición de un proyecto multinacional y multiétnico en los Balcanes,
suplantado por un nacionalismo excluyente que exhibe músculo y se
ha adueñado de las instituciones, la economía, la cultura y el pensamiento político en aquellas tierras. En la antigua Yugoslavia el trabajador era un héroe, hoy
prima la pertenencia étnica, por eso
también los escritores son en primer lugar croatas, serbios o bosniacos, y solo
después escritores. La pertenencia étnica es el pegamento que une a los
explotadores con los explotados, a los ganadores con los perdedores. Por
suerte, al desencanto Dubravkasabe agregar un cinismo casi
volteriano y hace alarde de unas dotes de observación que solo están al alcance de las
personas muy inteligentes. Cautiva y engancha esta colección de ensayos breves,
publicados originalmente entre 2014 y 2018. Todo un despliegue de agudeza, sarcasmo y humor
inteligente.
Los ensayos de Ugrešić están agrupados en diecisiete bloques, en los que la
escritora desarrolla una de sus mayores virtudes o al menos algo que me ha
fascinado como lector, su capacidad para partiendo de una anécdota extraer lo que hay de verdad en lo banal. Algo
tan trivial como hacer la compra puede dar pie a reflexionar sobre la identidad
y el exilio. Una
cita de El planeta de los simios a elucubrar (con acierto) sobre la
raíz de todo genocidio, sea político o étnico.
Monumento conmemorativo de la batalla de Slabinja, obra de Stanislav Mišić (foto: https://www.kathmanduandbeyond.com/)
Imagino que el mayor peligro de emprender una
recopilación es el totum revolutum, o
sea, el revoltijo sin sentido. No es el caso de este tomo, porque hay varias
líneas maestras, la esencial como ya comentaba es la deriva nacionalista de las repúblicas balcánicas (poniendo más énfasis en su patria natal,
Croacia) y el auge del neofascismo. De la revisión histórica que ha lavado la
cara al colaboracionismo nazi y ha enterrado el pasado socialista (y partisano)
como una etapa vergonzante. Un ejemplo es el abandono de los increíbles monumentos
antifascistas que jalonan la antigua Yugoslavia. Se llama democracia a la
transición vivida en tierras balcánicas tras la caída del telón de acero, pero
más bien parece un latrocinio, una suerte de amordazamiento en la que la mayoría de los ciudadanos desempeña un
papel pasivo, incluso apático. La política de verdad se decide a puerta
cerrada.
Para acabar, decir que me resulta difícil abordar la reseña de un
libro de esta naturaleza, pero ha merecido la pena leerlo para quitar el óxido de la
máquina de pensar. Y es que del tema principal se derivan otros, como la ideología
del éxito: En el comunismo, uno podía
culpar al sistema, al comunismo en sí; en el capitalismo, somos los únicos
culpables de nuestros fracasos. La misoginia: Da la sensación de que, al nacer, las mujeres adoptan el peligroso meme
de que lo único que tienen para ofrecer, y lo único que pueden vender, es el
propio cuerpo. (…) La misoginia es
algo similar a la radiación. La radiación es invisible y nadie se salva de
ella. Las personas no mueren de este tipo de radiación, viven su vida y no
comprenden que hay algo malo. La estandarización del gusto, la
simplificación y la mercantilización de la cultura, el mercado ha reducido a citas toda una cultura de subversión artística.
La Europa invisible, es decir, los
refugiados y el papel de los inmigrantes o exiliados lejos de su patria. Las
paradojas y la estrechez de miras del nacionalismo, ejemplificado por la
instrumentalización de Nikola Tesla, cuyo nombre se retiró de las calles
croatas tras la guerra y a día de hoy es reverenciado en Serbia (Tesla nació en
Croacia pero era étnicamente serbio). Y al hilo de esto, el crecimiento de la
ignorancia y de la sofofobia o el
miedo a aprender.
Y si alguien piensa
que nuestro tiempo es vulgar, tiene razón. No hay que avergonzarse de decirlo
en voz alta, porque de todos modos nadie oye las cosas que decimos. En nuestra
época digital la vida misma se percibe como un carnaval. Gente exhausta se
troncha en los selfis y repite por milésima vez su felicidad. (…) La compasión se ha expulsado de la sociedad
actual basada en la felicidad absoluta. Cada uno se ocupa de su vida, de su
pequeña vida. Y mientras la gente siga obsesionada mirando su propio reflejo en
las pantallas planas, no habrá sitio para las vidas de los otros.