Salto al vacío, de Yves Klein (foto: blogearte) |
Estoy
delante de su casa. Para ser más exactos, estoy en el portal. Frente a mí, la
hilera de botones del llamador me recuerda a los de la guerrera de un soldado.
Pero estos no brillan como los de latón; son de un color marfil apagado por los
sucesivos aplastamientos, por los dedos sucios que percuten cien veces al día,
por la luz cetrina que apenas ayuda a discernir a qué vivienda corresponde cada
uno.
El
tercero. Letra d, de dedo. Sé que hoy está sola, me lo dijo ayer: mis padres se
van mañana de viaje. O no me lo dijo a mí directamente, quizá fue un fragmento
de su conversación que cacé al vuelo lo que llegó a mis oídos.
Saco
el libro de Pessoa de la bolsa. Lo he dejado sin envolver porque quiero que
parezca comprado por casualidad, para poder decirle: he ido a la librería y al
verlo me he acordado de ti.
En
realidad, he recorrido cuatro librerías buscándolo. En alguna de ellas querían
anotar mi nombre y mi número de teléfono, me aseguraban que lo tendrían en
menos de cuarenta y ocho horas. Pero no, tenía que ser esta tarde. Era mi
salvoconducto, la excusa para llamar a su puerta, para comprobar si el
estremecimiento de sus labios, un temblor que no agitaría ni el agua de un vaso
es justo
lo que parece. O lo que anhelo. Y es que cuando la tengo cerca desearía
apretarla entre mis brazos, pero no para notar sus formas bajo la ropa. Lo que
quiero es fundirme, como la espuma salada que se disuelve sobre la arena.
Quiero que me impregne, que me empape, que se trabe en mi urdimbre.
Pensar
en ella me causa desasosiego. Es una sensación parecida al odio. Dejo de
percibir el mundo, incluso el aire que me envuelve. Por unos segundos
desaparezco y vuelvo a materializarme en un futuro proyectado, hipotético; una
sombra, como toda ensoñación. En ese espacio caleidoscópico la desnudo, la
beso. Cuando vuelvo en mí, he recorrido cien metros, he cruzado un paso de
peatones, he leído tres páginas de un libro, he acabado la comida del plato o
estoy dentro del autobús para regresar a casa. Pensar en ella me secuestra, me
engulle como un tigre oculto en la espesura.
Me
habló de ese libro, que le había impresionado tanto; una antología, en
realidad, ¡qué pena perderlo! y se transformó a mis ojos en la manzana de oro
de las Hespérides, el fruto que me permitiría alcanzarla. La llave que abriría
esa puerta herrumbrosa que a pesar de todo, a pesar del rubor de sus mejillas
si el azar nos acercaba el uno al otro, en el ascensor o en clase, no había
sido capaz de franquear.
Cuando
duermo noto su aliento que me hiere en la espalda. La he imaginado de todas las
formas posibles. Su vientre, su calor, nuestra lengua entrechocando,
enredándose y su respiración jadeante, sus breves palabras expulsadas en una
bocanada ardiente. El contacto con su piel me calcina. Esta es la verdadera
pasión, el auténtico contacto que nos animaliza, el cuerpo como ventosa, como
llama, como garra. No es ese sexo de cuerpos de piedra que apenas se rozan,
solo se horadan, penetran y salpican. Yo no quiero eso, no la quiero de
rodillas, ni a horcajadas; no quiero esa gimnasia, ese tedio, dentro y fuera,
dentro y fuera, monótono, muerto, tan deprimente al final porque queda el
fluido, la excrecencia, que rápidamente se diluye licuándose y hiede a
cloroformo. Yo la imagino masticando, devorándome como el fuego.
Guardo
el libro en la bolsa; no, lo saco. Frente a la hilera de botones, sin mover un
músculo, estoy cada vez más nervioso. No me atrevo a llamar y para ganar tiempo
me dirijo a una cafetería que está justo enfrente, desde donde puedo ver la
puerta y me derrumbo sobre la barra. Cuando buscaba su libro, en la última de
las librerías, estuve hojeando unos cuadernos de arte. Me detuve en uno de Yves
Klein, cuya portada era una fotografía donde el artista se arroja al vacío.
Suspendido en el aire, agita los brazos como si se arrepintiera en el último
segundo y el asfalto, a tres o cuatro metros, parcheado, estéril, abriera sus
fauces dispuesto a triturar sus huesos. El artista paladea esa fracción, ese
instante en el aire en el que parece que va a echar a volar; pero por la lógica
implacable de nuestro universo sabe que caerá irremisiblemente. Mirando la
foto, sentí el deseo de que hubiera emprendido el vuelo o al menos hubiera
caído flotando, oscilante como una hoja que se desprende de una rama.
Miro
de nuevo su portal a través de la ventana y siento renacer el valor. Acabo el
café, me tiemblan las piernas. Guardo de nuevo el libro. Antes he memorizado
una cita, unas breves palabras que me sirvan de invocación, que abran esa
puerta metálica, la reja de su castillo y me franqueen la entrada.
Fue
la semana pasada cuando decidí que debía intentarlo. La profesora trazó la
última equis. Acababa el curso para desempleados que nos había acercado por puro
azar, al asignarse los ordenadores por orden alfabético. Así, al rozarme con el
codo, y notar su cuerpo inclinado sobre mi pantalla para preguntarme una duda,
al compartir la pausa para el café y juntar las espaldas o los hombros en el
ascensor, esos breves puntos de contacto me fueron uniendo a ella como
estrellas de una constelación. Son pistas, indicios, evidencias y estas
constituyen mi esperanza, no sé si sólida o efímera, pero esperanza al fin y al
cabo de que yo le atraigo tanto como ella a mí.
El
sosiego es conformismo. El sosiego es resignación. Y hoy fue el último día de
clase, mañana regreso a mi ciudad. No tengo su número de teléfono, tan solo se
donde vive porque una vez me ofrecí a acompañarla y ella aceptó. Hablamos un
buen rato, sobre Pessoa y el lenguaje HTML. A menos que decida llamar y me
abra, no volveré a verla más. Seré para ella una sombra, como cualquier otra,
de las muchas que recorren de paso nuestras vidas. Abro el libro y leo al azar:
el que sueña lo imposible tiene la
posibilidad real de la verdadera desilusión, y me quedo con él abierto
entre las manos, y así cruzo la calle otra vez hacia su portal, otra vez siento
ese cosquilleo. Por fin llamo al timbre, que no suena. Desasosiego, el que
causan los timbres que no emiten sonido alguno, tan solo una luz, esa luz que
te convence de que alguien atenderá tu llamada. Pero no hay nada, ni un
crujido, ni siquiera algún indicio de que ha descolgado.
Vuelvo
a llamar; el tablero se ilumina, me siento como Klein arrojándose al vacío. Casi
percibo mi caída, pero también puede que flote, que me descomponga en un
fracción y me convierta en gas.
El pasado otoño envié este relato o lo que sea a la revista ALMIAR. Como tardaban en contestarme, deduje que no les había parecido nada del otro mundo y lo habían rechazado. Así que revisé, corregí en lo que supe o pude y lo guardé en una carpeta. Hace unas semanas me avisaron de que finalmente lo habían publicado y que el retraso se había debido a cuestiones técnicas. Conclusión: tengo dos versiones, la de ALMIAR, que podéis leer aquí y esta. ¿Con cuál me quedo? (en caso de quedarme con alguna) Ni idea.
Gerardo, quedate con las dos, y con la siguiente y con la otras... porque me da la impresión que eres de los que siempre estas puliendo los escritos, fijate que he utilizado el termino pulir y no arreglar, me explico: haces piezas sin taras, para mas tarde abrillantarlas cada vez mas.
ResponderEliminarQue me gusto la primera versión cuando la leí, y me gusta esta.
Un abrazo.
Gracias, Pura. En eso tienes razón, soy un tanto maniático. Casi siempre creo que es para bien, pero nunca se sabe.
EliminarUn abrazo.
Yo tampoco sabría decir cuál me gusta más. En cada frase se nota el cuidado puesto para buscar la palabra justa, el ritmo de las pausas, la armonía en el conjunto del párrafo. Me gusta mucho que dejes el final abierto, que parece el colofón a la cita de Passoa y que deja entrever tu amor por la buena literatura. Un abrazo y felicidades
ResponderEliminarPor eso dudo en llamarlo relato, buscaba más recrear un conjunto de emociones que construir una historia con introducción-nudo-desenlace. Te agradezco tu atenta lectura.
EliminarUn abrazo.
No he leído la otra, pero esta versión que traes hoy me parece espectacular. Una descripción impecable de cómo surge una pasión y de las distintas tonalidades que va adquiriendo a medida que crece nuestro entusiasmo, nuestra ilusión por lo que aún no se ha hecho realidad.
ResponderEliminarEnhorabuena porque te lo hayan publicado.
Un saludo.
Gracias, Sofía. Esa es parte de la idea, todas las expectativas (a menudo infundadas) que desata el enamoramiento, junto a las inseguridades del narrador.
EliminarSaludos.
Cualquiera de las dos versiones me gusta. hay algún detalle que me gusta más en una y alguno que me gusta más en la otra. Creo que es cuestión del gusto de cada cual. Por lo demás son muy similares.
ResponderEliminarPensaba que eran compañeros de instituto. Eso del viaje de los padres, no me dejó otra idea más que la de dos adolescentes. Al ver que son adultos, intuyo, o adjudico, algún comportamiento un tanto patológico.
Muy bueno el relato. Lógico que lo publicaran.
Un beso.
Bueno, personas jóvenes de unos 20-22 años, en todo caso. El matiz del que hablas es importante, porque el narrador desde luego vive la situación con una intensidad especial. En la primera versión, de hecho, había cierto grado de acoso que eliminé en la segunda. Pero, ¿hasta que punto una sensibilidad desatada es patológica? ¿Podríamos decir lo mismo de un exceso de racionalismo, de alguien frío y reflexivo? Serían como dos formas extremas de ver un personaje. Por mi personalidad, me cuesta menos ponerme en la piel del primero. Lo que menos concibo es la normalidad, propiamente dicha, a la hora de encarar el retrato de una pasión.
EliminarGracias por leer ambas versiones, tomo nota de tus apreciaciones.
Un abrazo.
No sé que decirte, Gerardo. Casi me quedaría más con la primera versión pero probablemente me ha gustado más porque la he leído primero y con más disfrute lector mientras que en la segunda estaba en modo captar las sutiles diferencias con la primera. En cualquier caso me ha encantado el relato. Muy bien retratado ese desasosiego, el anhelo, la mezcla de esperanza con la punzada de miedo. Me ha gustado mucho el detalle de la cita de Pessoa y el de la fotografía del salto al vacío. Y tiene además frases preciosas, de esas que yo digo para enmarcar. Me ha encantado, en serio.
ResponderEliminarUn abrazo
Esa fotografía es fantástica, he puesto el link con una explicación, porque tiene su carga conceptual. Sobre el libro de Pessoa, pues que te voy a decir...
EliminarTe agradezco que hayas leído las dos versiones y tu opinión tan positiva.
Un abrazo.
Buen relato, buen escrito y con el ritmo adecuado. Pinché en el enlace pero no supe localizar la diferencia (es cierto que está segunda versión la vi por encima). Un saludo.
ResponderEliminarBuenas, Ángeles. Simplemente eliminé algunos adjetivos y cambié o quité ciertas frases para reforzar la idea general, no una reescritura. Lo que se dice dar cera y pulir cera.
EliminarGracias por tu lectura, un saludo.
También pienso que debes quedarte con ambas versiones. O lo que te dicte tu corazón, que después de leerte estoy segura no se equivocará porque lo que es yo poco puedo decir (me has dejado sin palabras). Y me quedo especialmente con esto: El sosiego es resignación
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias, Ana. Paso demasiado tiempo escuchando al corazón, así que miraré más arriba, jeje.
EliminarUn abrazo.
De las dos versiones me quedo con las dos porque son detalles los que las diferencian y en los dos casos el resultado es muy bueno.
ResponderEliminarEspero que tu protagonista acabe flotando y no termine en el suelo, se merece un buen final por lo bien que se ha preparado ese encuentro.
Me han gustado mucho los paralelismos que utilizas (manzana de oro-libro, reja del castillo-portero automático, etc).
Qué terrible (y también maravilloso) desasosiego se siente cuando queremos acercarnos al ser amado sin saber si seremos correspondidos, pero hay que arriesgarse e intentarlo; tú lo has descrito de maravilla.
Enhorabuena por esa merecida publicación.
Un abrazo.
P.D. Nunca hubiera imaginado que Pessoa y el lenguaje HTML pudieran estar en una misma conversación ;)
Si que es una extraña combinación, jaja. Pero verídica, porque se basa en una experiencia personal. Como dices, un miedo maravilloso al dar ese paso al frente, sin tenerlas del todo consigo. Más romántico que en Tinder, pero en fin...
EliminarUn abrazo.
Hola Gerardo. Yo tampoco he sido capaz de ver grandes diferencias entre los dos, aunque si que es verdad que he estado más atenta a esta versión. Creo que hilas muy bien el desasosiego del protagonista ante esa "cita" con el amor y el libro de Pessoa y esa frase tan maravillosa. Aunque tenga el final abierto yo creo que se puede llamar perfectamente relato. Un relato genial, por cierto.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Ese es el tema, la desilusión, el riesgo de intentar dar un paso con tan pocas evidencias, un poco también cierta ansiedad del protagonista, que se siente desbordado. Son emociones intensas porque hay quien lo vive así. Me alegro que te guste.
EliminarUn abrazo.
A mi me ha encantado el texto (como el resto, opino que las diferencias son mínimas) y además soy una admiradora de Pessoa. El desasosiego es una sensación, un sentimiento incluso, que nos mantiene en tensión, alertas, inquietos. Es propio de quien duda, de quien no tiene certezas. Tú lo reflejas muy bien en este relato.
ResponderEliminarUn abrazo!!
Pessoa sabía como nadie llegar hasta lo profundo y es lo que emana de sus textos, da mucho que pensar. Me alegro que te guste mi pequeño homenaje.
EliminarUn abrazo.