Vamos
a por lo que será la última entrada del año. En un primer momento pensé en
hacer algún tipo de ranking, pero viendo que me iba a costar lo mío, ya que
libro que no me gusta, libro que no acabo, pues he decidido traer algunas
lecturas de este 2016 que no he reseñado por ser de sobra conocidas o por falta
de tiempo (o una combinación de ambas cosas).
Como cada año, he tenido mi ración de clásicos. Lo he acabado por todo lo
grande con Henry James y Otra vuelta de
tuerca y fantasmas o delirios paranoicos aparte, creo
que todo el mundo debería leer y releer La llamada de lo salvaje, de Jack London.
Catalogada como “novela juvenil”, siendo mucho más, merece esa etiqueta solo
por la capacidad que tiene de revivir ansias lectoras olvidadas, de cuando uno
se asomaba a la gran literatura por primera vez. Aparte, me parece una
reflexión profunda sobre la supervivencia y la lucha por la vida que ya
quisieran muchas “novelas para adultos”.
Adoro
el ensayo y la divulgación. El problema, si se puede considerar como tal, es
que soy bastante exigente, por una parte y por otra me cuesta pasar por su lectura
sin subrayar, tomar notas, hacer un resumen después, contrastar algunas
informaciones, etc. La consecuencia de esta actitud es, o bien que el libro se
queda a medias si es poco consistente o bien se eterniza su lectura. Bueno,
todo este rollo para hablar del fabuloso ensayo de Yuval Noah Harari De animales a
dioses, donde se hace un repaso del pasado, presente y futuro de
nuestra especie. Un futuro que se presupone poshumano, cuando la inteligencia
artificial y la biotecnología permitan superar los límites con los que nos dotó
la naturaleza, llegando incluso a hacernos “amortales”. Eso sí, a los que
puedan pagarlo. Me parece un libro esencial para mirar las ideologías, los
procesos históricos y las religiones con una óptica distinta. Es ameno,
fascinante a ratos, pero también riguroso.
En
el apartado del relato corto o cuentos, acabo el año bien servido. Poco que
añadir a lo que se ha dicho sobre Catedral de Raymond Carver, solo que
deja un regusto a obra maestra y gusanillo de relectura difícil de igualar.
Para este humilde lector, entraría dentro del canon de “cien libros que leer
antes de morir”.
No
soy de los que menosprecia a los autores españoles, que en la blogosfera los
hay. Incluso contra autores que con humildad a uno le parecen incuestionables,
como Miguel Delibes. Pues también reciben palos. Pero, ¿quién no aspira a
convertirse en perro de presa en estos tiempos? Los mismos que luego se
lamentan del “buenismo”. Pues yo me he marcado un Luis Landero, y tengo en
lista a autores como Wenceslao Fernández Florez, Gabriel Miró y otro Fernández,
Jesús Fernández Santos, que hay que ver cómo escriben. No voy a criticar el
esfuerzo que hacen ciertas editoriales por recuperar a escritores olvidados de
Centroeuropa o de la Inglaterra victoriana. Pero
que haya escritores como los mencionados que solo encuentras en los depósitos
(suena mal, ¿a qué sí?) de las bibliotecas o en los mercadillos, clama al
cielo. Por supuesto, no es el caso de Landero que vive y goza de fama, aunque
Hacienda le quiso meter mano al estar jubilado y tener ingresos por dar charlas
y cobrar derechos de autor, que a quién se le ocurre (modo ironía). Menos
entusiasmo ha puesto Hacienda, por cierto, con los “futbolistos” y varios
ilustres “panameños”. Juegos de la edad tardía merece
leerse, el fulgurante debut literario de un cuarentón, por cierto, para que
luego se quejen las jóvenes promesas.
Si
de literatura contemporánea hablamos y de la que engancha porque cuenta
historias creíbles y tiene la virtud de transformar personajes ficticios que
aparentemente existen tan solo en el papel en seres dotados de vida propia, por
los que el lector se interesa, padece y se compadece por ellos. Si, hablo de
esas novelas que acabas y piensas: ¿por qué me da tanta pena que la historia acabe
aquí? ¿Qué pasará con Griffin después? Pues me alegro haber conocido y recomiendo
por mediación del Blog de la fábula (gracias) a Richard Russo y su El verano mágico en Cape Cod.
Y
para acabar con un toque exótico, ya os hablé de Yasunari Kawabata, del que fui reincidente, en parte por vuestras
sugerencias y me leí, durante esas madrugadas de octubre, cuando uno trata de
acostumbrarse al otoño, su cambio de hora y de rutinas, a sorbitos como si se
tratara de un té, La casa de las bellas durmientes. En esa casa misteriosa, el
anciano Eguchi disfruta de la compañía de jóvenes vírgenes que han sido
narcotizadas, tan solo para poder dormir con ellas. Eguchi rememora su vida
pasada, en un sutil ejercicio de erotismo y meditación sobre la belleza, la
soledad y el paso del tiempo.
Una
buena manera de acabar el año, sobre todo para no caer en ese abismo que supone
siempre mirar atrás, es quedarse con los momentos buenos. Me ciño a las
cuestiones literarias y acabo del todo relajado, por haber gastado mis horas de
forma tan fructífera. Espero seguir compartiendo desde la llanura y visitando
vuestros espacios a vista de pájaro otro año más. Un abrazo de novela para todo el que llegue a esta última línea del
2016. Mis mejores deseos para el nuevo año.