Caritá educatrice, escultura neoclásica de Lorenzo Bartolini (Palacio Pitti, Florencia), Foto: https://es-la.facebook.com/lartediguardarelarte/photos/854477151353607 |
Dedicado a Elena, que se crio sin madre y hoy es la mejor de todas.
Estoy en la cocina. Mi madre está sentada en una silla,
descansando. Cuando murió, yo tenía cuatro años. Algo me atemoriza y me acerco
buscando su protección. Noto como su mano se desliza por mi cabeza y se enreda
entre mis cabellos. Sus dedos son largos y finos. Me dejo caer sobre sus
rodillas y ella emite un gemido y la caricia, suave y firme, se torna
temblorosa y líquida. Su rostro es difuso, una mancha imprecisa. Creo que
sonríe, pero también podría estar llorando.
Ese breve instante, que ilumina con luz tenue la densa
bruma de mi primera infancia, es el único recuerdo propio que tengo de ella.
Por eso lo guardo en la caja fuerte de la memoria, y cuando estoy solo, lo
extraigo con cuidado infinito y me abrazo a sus piernas y siento su mano
acariciándome.
Me aterra pensar que en algún momento de mi vida esos
segundos mágicamente preservados puedan caer por el sumidero del olvido. Y
entonces mi madre quede reducida a esa presencia fantasma que se condensa en el
halo nacarado de la foto de su tumba. Me aferro a ese recuerdo, como si hubiera
conseguido de esta forma distraer un minúsculo fragmento de mi madre a la
implacable muerte. Y temo que la misma muerte, airada, descubra mi insolencia y
lo destruya con su negra capa para siempre.
¿Y después? Los recuerdos de los años posteriores a su
marcha son imprecisos, llenos de agujeros, como los retazos que quedan de un
sueño justo al despertar:
Mi padre sentado en el sofá, con la cara hundida entre
sus manos, grandes como lápidas.
La lengua desprovista de compasión de mis compañeros de
colegio y su música lacerante:
— ¡No tiene madre!, ¡no tiene madre!
Mi abuela dormitando frente al televisor, momento que
aprovechaba para hurgar con ayuda de un punzón en la hucha de la imagen del
Sagrado Corazón que iba de casa en casa.
La tía Milagros, sentada junto a mí con mirada severa,
blandiendo la mano en el aire como si fuera un florete, obligándome a comer.
Los desconocidos que me abordaban en plena calle, sus
espontáneos abrazos, sus miradas cargadas de lástima:
—¡Pobre criatura!
Fue al apagarse la infancia y comenzar la adolescencia
cuando llegaron las preguntas. Mi cuerpo, crecido, se despojó de mansedumbres.
Revolvía con desesperación los cajones de mi casa buscando fotografías, pistas,
detalles que me permitieran reconstruir a mi madre. Junto a una de esas fotos
escrutaba mi rostro frente al espejo, me tocaba el nacimiento del pelo, la
protuberancia de los pómulos, la curva de los labios. Cada pliegue, cada surco,
llevaban su huella. La tarea a veces me
dejaba exhausto y entonces renegaba. La palabra madre se convertía en un eco y
luego en nada.
Una noche me despertó un ruido. Me levanté de la cama y
salí del dormitorio hacia el pasillo. Un haz de luz se filtraba por debajo de
la entrada de la cocina. Avancé tanteando las paredes y empujé la puerta.
Mi madre permanecía de espaldas. Respiraba pesadamente,
murmurando algo, pero su voz llegaba distante y confusa, como el batir de las
olas en el mar. Me quedé allí, petrificado, hasta que su imagen comenzó a oscilar y desapareció.
Retrocedí tapándome la cara con las manos. Jadeaba, me
estaba asfixiando, quería salir, correr, huir de aquella pesadilla, pero era
incapaz de moverme. Por fin entreabrí los ojos. La silla donde había visto a mi
madre estaba vacía. Me acerqué, toqué el asiento, caí de rodillas llorando y me
dormí.
Así me encontró mi padre a la mañana siguiente. Le conté
lo que había pasado y me escuchó con gesto grave. Hablamos de la muerte, nos
dejamos inundar por ella. La enfermedad que había consumido a mi madre, los
meses que resistió con valentía, a pesar del fatídico diagnóstico. Pagó un
peaje de dolor por cada día consciente a mi lado, apurando la copa menguada de
su vida. Hasta casi el último minuto, en el que expiró mientras dormía. Su
calor aún emanaba de las sábanas cuando los médicos retiraron su cuerpo helado
y su olor permaneció impregnando el aire de la habitación. Mi padre se agarró a
esas sábanas tibias y tardó mucho en abrir la ventana y dejar huir el aire
viciado, que todavía contenía fragmentos invisibles de mi madre. Cuánto dolor
en su pupila abarrotada de recuerdos esa mañana, cuánta nostalgia compartimos.
Desde entonces, devoré cada historia en la que aparecía
mi madre y fui componiendo una falsa memoria, un reflejo de ella a partir de
recuerdos de otros. Intentaba reconstruir su imagen extraviada encajando
recuerdos prestados, como si fueran las piezas de un puzle. Sabía que no eran
reales, sino meras ficciones. Pero conseguían atenuar el vacío de su ausencia.
En uno de ellos mi madre me sostiene en sus rodillas, en
el entierro del abuelo. Vestida de negro, está abanicándose en la habitación
donde las mujeres rezan el Rosario y velan al muerto. Mi padre pasa quitándose
la gorra. Pregunta a mi madre ¿quieres que me lleve al chico? Ella niega con la
cabeza.
En otro mi madre está sentada tomando el sol tibio de
febrero. Es domingo. Mi padre trabaja en las viñas del abuelo, removiendo la
tierra, descubriendo las vergüenzas de una cepa, insertando con delicadeza la
espigueta en el tallo grumoso y atando el injerto con esparto. Mi madre y yo
estamos en la parte más soleada de la casa, donde hay un pequeño huerto. ¿Qué
hacía allí, enferma, en pleno invierno? Supongo que quería respirar el aire
puro, llenarse de cielo y sol. ¿Qué pensaría al observar a mi padre cubriendo
el injerto de tierra hasta formar un pequeño túmulo? Pronto brotaría, revivida,
una nueva planta. Ella sonreiría al mirarme, porque su hijo crecía sano delante
de sus ojos.
Para completar esta falsa memoria, aquel extraño sucedáneo, visitaba a menudo a
sus hermanas. En especial a mi tía Ángela, porque todos decían que se parecía
mucho. Cada vez que abría la puerta, me envolvía una vaharada suculenta: pisto
en verano, rosquillos fritos y hojuelas en Semana Santa, mostillo después de la
vendimia, torreznos crujientes en invierno y aceitunas de sosa. En su casa
había una despensa que me gustaba explorar. En uno de sus
estantes, guardaba una caja de latón. Allí encontré algún rastro de mi madre,
entre las postales que enviaba a su hermana con esmerada caligrafía desde
Alicante, donde estuvo trabajando en un hotel de camarera y conoció a mi padre. Decían que la tía Ángela
compartía hechuras, el mismo pelo rubio rizado y las mismas manos con los dedos
largos y finos. Pero era autoritaria y adusta. Su físico calcado al de mi
madre, era un mero disfraz.
Muchas veces me hacía esta pregunta, ¿qué huella dejó mi madre entre las personas que la
trataron? Para todo el que preguntaba, era una santa. Me daba la impresión de
que su juicio estaba movido por la compasión, viciado por la lástima que les
inspiraba un huérfano como yo. ¿Es que jamás se equivocó? ¿No tuvo
encontronazos con sus hermanas ni discutió con sus padres ni se enemistó con
algún vecino? La mayoría de las veces eran respuestas estandarizadas, como si
nadie recordara a mi madre tal y como fue, creando una imagen falsa y difusa de
ella, no creo que con mala fe, lo hacían para calmar mi ansiedad. Una persona
se arrastra por la vida durante cuarenta años, se marchita, muere y su recuerdo
se disuelve entre los que la conocieron, hasta que llega el final definitivo,
cuando todos la olvidan.
Un día, durante la comida, abordé a mi padre con una
pregunta trivial:
— ¿Cuál era el plato favorito de madre?
Sorprendido, se rascó la barba y me respondió con una
media sonrisa, mostrándome la mano encogida:
—Tu madre comía lo que un pajarillo.
Después de recoger la mesa, observé que mi padre caía en
un estado de ensimismamiento. Comprendí que no era capaz de recordarlo.
Los días siguientes actuó de manera extraña. Un viernes
por la noche llegué muy tarde a casa. La luz que se veía a través de la
persiana me puso en alerta. Abrí despacio para eludir la inevitable reprimenda,
pero apenas me hizo caso. Sentado en el sofá, revolvía una caja con fotos. Me
quedé mirándolo en el quicio de la puerta. Por fin, me vio.
—Vaya horas.
Pero no estaba enfadado.
Me enseñó una foto. En ella mi madre posaba sonriente,
vestida con un mandil y un pañuelo en la cabeza, sosteniendo una gran paellera.
Las gambas y los mejillones estaban dispuestos con simetría vitrubiana sobre el
arroz. Entonces dijo triunfal:
—¡Cómo le gustaba la paella a tu madre y qué punto le
daba, hijo!
Al día siguiente fuimos al supermercado, llenamos la cesta
de mejillones, pollo y judías verdes y nos comimos la paella los dos solos,
ronchando el arroz medio crudo de los bordes. Fue la primera vez que mi padre
me ofreció un vaso de vino tinto. Lo acercó como si fuera a darme la comunión y
bebimos.
Con el tiempo, crecí aferrándome a mi único recuerdo,
desdeñando los prestados. Cumplí los treinta y me casé. Mi padre estaba
jubilado y los hermanos de mi madre eran ya ancianos. Incluso alguno había
muerto. Cuando coincidía con ellos, por la calle, en alguna boda o entierro,
suspiraban: “mi pobre hermana, pronto me reuniré con ella”. Pero nada más, era
una frase tópica. No me pedían que les dejara un beso o un mensaje que
trasmitirle cuando atravesaran el umbral de la muerte.
Poca gente se acordaba de mi orfandad. Ya no era el pobre
niño sin madre. Nadie me compadecía, nadie me miraba con tristeza. Mi madre:
Carmen, tan solo un nombre sin contenido. Los años convierten la memoria del difunto
en un tenue reflejo y luego en un cristal opaco, en una ventana tapiada por
donde no pasa más que un hilo exangüe.
Para mi mujer fue extraño convivir con un huérfano y no
saber de su suegra más que el nombre y lo que pudiera interpretar de la foto coloreada
que ocupaba el centro del salón. Creo que en algún sentido me adoptó.
Una mañana de domingo —era el mes de febrero— toqué la
parte de la cama donde solía dormir, buscándola. Estaba vacía. No tardó mucho
en volver, exultante, sosteniendo una prueba de embarazo. La vida apenas se deja impresionar por la muerte. Donde puede, se abre camino.
Y si la brasa de mi madre se había apagado prematuramente, con cuarenta años,
su nieto se gestaba y compartiría, quién sabe, su cabello rizado y rubio, su
risa caprichosa, tantas cosas que se habían perdido con ella, pero quizá
dormían un letargo, rezagadas en su hijo y recuperadas por ese niño, apenas un
guisante de luz de tres semanas. Pasaron nueve meses y llegó el momento del
parto. Mi mujer pugnaba por arrojar al mundo a nuestro primer hijo, daba uno,
dos, tres empujones y un gruñido escapaba entre sus dientes. Hasta que por fin
su vientre se vació y brotó un ser diminuto, amoratado y brillante. El pelo y
la sangre se le pegaban a la frente y boqueaba como un pez fuera del agua.
Tras salir del hospital y regresar a casa, dejamos a
nuestro hijo durmiendo cerca de la ventana para que se empapara de sol. El niño
rompió a llorar y mi mujer se acercó y lo sacó del moisés. Lo acunó un instante
entre sus brazos, se descubrió un pecho y la criatura se agarró al pezón y
comenzó a succionar. Un hilo de leche se derramó por sus mejillas.
El recuerdo de mi madre me iluminó como un relámpago. Me
reconocí en el bebé que mamaba con deleite, que chapoteaba en la bañera,
tratando de agarrar el pato amarillo de plástico o sesteaba tumbado en la
hamaca, de donde colgaban unos peces de colores; probando la primera comida
sólida, a base de calabacín, zanahoria, puerro y un poco de pollo; con el
termómetro en la axila, escupiendo el antipirético de color rosa; gateando y
con el tiempo levantándose sobre sus dos piernas. Como hice yo, con los mismos
ojos con los que me contempló mi madre.
Una noche, me despertaron unos golpes en la persiana.
Pensé que sería el viento, me levanté de la cama y miré a través de las
rendijas. En la calle la luz de una farola se proyectaba anaranjada sobre los
coches y reinaba el silencio.
Me dirigí a la cocina y encendí la luz. Mi madre estaba
sentada de espaldas. Pero esta vez no tuve miedo, me acerqué y le toqué el
hombro. Su mano se movió y me asió con fuerza. Sentí un calor inmenso. Entonces
mi hijo comenzó a llorar y ella se removió en su asiento. Por primera vez
escuché su voz cálida y pausada:
—No te preocupes, ve con él.
Traté de hablar y le dije:
—Yo te recuerdo, madre.
Ella volvió a esbozar una sonrisa:
—Vamos, ve.
Cerré los ojos y me dejé caer sobre su regazo, sentí su
perfume envolviéndome y rompí a llorar. Entonces, mi mujer pasó sus dedos
largos y finos por mi cabeza, que se enredaron en mis cabellos.