Alice
Munro (1931) es una escritora canadiense a la que buena parte de la crítica considera
la “maestra del cuento contemporáneo”. Nació y se crió en una zona rural de la
provincia de Ontario, se casó con tan solo veinte años y tuvo tres hijas. Según
he leído en una entrevista, su ajetreada vida doméstica apenas le concedía una pequeña
tregua durante el tiempo de la siesta, que era cuando podía darse al
placer de escribir. Así se fue fraguando su estilo, de manera tan sólida, que
cuando sus hijas crecieron ya había quedado atrapada en el laberinto de contar
mucho en pocas páginas y lejos del arquetipo de escritora de largas y meditadas
novelas. Ese proceso de destilación literaria, de elaboración pausada en los
intersticios de la vida doméstica, probablemente fortaleció su singular
capacidad para concentrar un universo, una novela entera, en treinta o cuarenta
páginas.
Se
trata de diez historias de unas treinta o cuarenta páginas de extensión cada una.
Los protagonistas suelen ser mujeres y por tanto, el punto de vista es
netamente femenino. Los hombres quedan en general tan solo abocetados, poco
definidos, apenas rasca la autora en su superficie. En cambio, ellas son expuestas
con todo detalle. No son perfectas, al contrario, no hay una mitificación de la
mujer ni un combativo feminismo, no son víctimas, ni tampoco seres
trascendentes. Se relata su vida, los momentos de transición o las encrucijadas
que tienen que afrontar, la manera en la que rompen la cáscara conyugal, sus
infidelidades, divorcios, su búsqueda de la propia identidad, desafiando al
destino. Sus problemas domésticos, en fin, su cotidianidad.
Alice Munro ganó el Premio Nobel de Literatura en 2013 (Foto: El Mundo) |
Atrapan porque Munro logra crear una relación de
intimidad entre sus personajes y
el lector. Por ejemplo en “Oh, de qué sirve” nos relata la historia de dos hermanos, Morris y Joan y una niña que vive en su
vecindario, Matilda. Con saltos temporales, la autora expone varios momentos de
sus vidas, hasta su madurez. Ocurre también en “De otro modo”, donde dos amigas,
Maya y Georgia, se reencuentran después de treinta años sin verse y rememoran
su pasado.
La
cuestión temporal es interesante. Se superponen espacios y tiempos, la voz
narradora salta de un lugar a otro. Se detiene y dilata en aquellos momentos
trascendentes, mientras que pasa por encima de lo banal. Son relatos
construidos a través de instantáneas, como si cualquiera repasara su vida en
carrusel y decidiera detenerse en este u otro punto, y rememorar con detalle,
pasando rápidamente después hacia otro lugar. Esto proporciona cierto aire de
nostalgia, especialmente en “Agárrame fuerte, no me sueltes”, en el que una
viuda viaja al lugar donde su marido pasó parte de su juventud. El paso del
tiempo ha hecho tales estragos, que nadie parece recordarlo. Es angustioso
pensar que los años pueden verter esa capa de olvido y borrar nuestro rastro de
lugares que nos han marcado. Da mucho que pensar en la existencia de uno mismo
y su relativismo.
En
cuanto al estilo, es bastante realista. No hay alusiones, todo se dice y queda
al descubierto. Es preciso, sin alardes retóricos. Hay matices, eso sí,
dispersos aquí y allá, como breves relámpagos. Son cuentos que requieren una
lectura pausada y minuciosa, son para degustar como un producto culinario
elaborado, no engullirlos como fast food.
Y sobre todo releerlos, por lo que palpita en ellos esa condición del relato
que lo distingue de la novela y lo aproxima a la poesía, la necesidad de ser
revisitado.
Entorno rural cerca de Ontario, similar al contexto en el que se desarrollan buena parte de los relatos (Foto: http://fotosmundo.net/paisajes-hermosos-ontario/) |
La
mayoría de las historias se desarrollan en un medio rural humilde, en pequeñas
granjas o aldeas, lo que conecta con la propia experiencia vital de Alice
Munro. Hay un gusto por el detalle, por los objetos y el entorno familiar y doméstico.
Otro punto a favor es su
maestría con los diálogos, certeros y naturalistas, perfectamente insertados
dentro del relato.
El tema de la amistad, que da nombre al libro, actúa como hilo conductor en la mayor parte de las historias. La
amistad con su fecha de caducidad, irrecuperable cuando se pierde o abandona, imposible
de revivir después en las mismas condiciones. Hay traiciones y olvido,
nostalgia, remordimientos y miedo. Aquí la autora supongo que expone su propia
experiencia: con ochenta años el recuerdo de la amistad de juventud se
emborrona y da pavor incluso certificar su fin.
Amistad de juventud es
uno de esos libros que dejan huella y una herida que nunca cierra. Una desazón que
solo se calma releyendo, como una fotografía que se saca del álbum y se mira
miles de veces y cada vez nos evoca cosas nuevas y nos hace revivir emociones
que creíamos haber olvidado.
Esta reseña la escribí el verano pasado, cuando leí el libro y la tenía olvidada entre tantas. De momento, mientras recupero el ritmo lector no está de más recordar a una de las grandes del relato contemporáneo y reivindicar de paso el Premio Nobel de Literatura.