viernes, 22 de mayo de 2015

La maldita corbata

Resultado de imagen de gruas de la burbuja inmobiliaria
Imagen de una de las muchas obras inacabadas tras el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008, auténticos monumentos al despilfarro (foto: El País). 
LA MALDITA CORBATA

Empujó la puerta con las escasas fuerzas que le quedaban y se desanudó la corbata. La maldita corbata. La arrojó al suelo con una mezcla de terror y furia, como si se tratara de una víbora venenosa. Se quitó la chaqueta y levantó el codo, acercándose la nariz a la axila. Una vaharada de sudor y desodorante se desprendió de su cuerpo, como el vapor contenido dentro de un horno. Observó el cerco delator, se quitó la camisa y la introdujo en la lavadora. Llenó el cajetín con lejía y giró la ruleta hasta la posición de ropa blanca.

Desnudo de cintura para arriba, con los rizos del pecho todavía perlados de sudor, se quedó un rato observando el ojo de buey de la lavadora. El pedazo de tela blanca se debatía entre la espuma.

Lió un cigarrillo. El traqueteo de la lavadora le recordó a la máquina hormigonera. Aquel artefacto fagocitaba arena, cemento y agua en la debida proporción, escupiendo luego la pasta achocolatada en la taza de la carretilla. Él se encargaba de repartir con celeridad a los destajistas, que le metían prisa golpeando el ladrillo con el canto de la paleta.

Por aquel entonces trabajaba en Madrid como peón de albañil. Eran los años dorados de la burbuja. Su jornada transcurría plácidamente de lunes a jueves (los viernes solo hasta mediodía), sujeta, eso sí, a los rigores del viento helado cuando nevaba en la Sierra y al calor aplastante del verano, amplificado por la boina de monóxido de carbono que decoraba el cielo madrileño como un suflé. El camino de vuelta a casa con los bolsillos repletos, a veces incluía una parada en uno de innumerables clubs de alterne que tendían su reclamo a las orillas de la autovía o cruces de carreteras. Decorados con luces de neón y fotografías de bailarinas que exhibían grandes pechos rocosos fortalecidos con silicona, incitaban sobre sus zapatos de tacón de aguja a los agotados machos; eran carne accesible, pero solo carne.

Fue durante una Semana Santa o un puente; no estaba seguro y se guardaba la duda para evitar el sacrilegio. El atasco colapsaba la autovía y decidieron orillarse y esperar unas horas, hasta que avanzara la lenta caravana de domingueros que huían despavoridos en cuanto se encadenaban más de dos días de fiesta. La hilera de furgonetas de obreros desbordaba los accesos. Sus compañeros, con los brazos fuera de las ventanillas, golpeaban las puertas y aullaban, como feroces vikingos a bordo de un Drakkar. Al abordaje. El saqueo era inminente. Las chicas del club temblaban como los monjes galeses al escuchar el alarido de los Berserker. Allí se dejaron gran parte del sueldo ese día, flotando en una nebulosa de sudor, polvo blanco y whisky.

Urbanizaciones fantasma, infraestructuras inútiles que triplicaron el presupuesto inicial (engordado en parte por los correspondientes sobornos y comisiones) cocaína y prostitución (España, a la cabeza de Europa en consumo y tráfico): así se (mal)gastó parte del dinero generado durante la burbuja (foto: club de carretera en Tarragona, www.ragap.es)
El hombre observó sus manos. Los callos se habían ido difuminando con las sucesivas capas de piel, regenerada después de cuatro años alejado de la obra. Entonces se trabajaba duro. Cuando la hormigonera escupía el cemento, cargaba la carretilla y volaba hacia los oficiales. Las hileras de ladrillo de cara vista crecían con la rapidez del demonio segoviano que compuso el acueducto, al decir de la leyenda, en una sola noche.

Cada viernes, como Moisés saliendo de las aguas, aparecía el contratista. Bajaba con arrogancia de su Mercedes Cayenne Turbo y, sin quitarse las gafas de sol que le velaban los ojos, les pagaba, gran parte en negro, metro a metro, mil euros o más cada vez. Luego repartía cigarros y alguna otra prebenda, paseaba unos instantes recorriendo el perímetro de la obra seguido de un aparejador, regresaba a su Mercedes, se limpiaba los zapatos con un pañuelo antes de volver a entrar y se alejaba levantando una nube de polvo. Hasta el viernes siguiente.

Le recorrió un escalofrío y fue a buscar una camiseta limpia. Después abrió la nevera para coger una cerveza. Quién le iba a decir a él que un día se acabaría la fiesta. Que agotaría los doce meses de paro. Que tendría que pedir un subsidio. Que tendría que sablear periódicamente a sus padres para mantener a raya a los mastines del banco, para conservar bajo su propiedad el piso de tres dormitorios que había adquirido en 2007, treinta años de hipoteca, Euribor más 0,50%, con una clausula suelo que olvido leer el notario.

Necesitaba además alimentar la barriga de ballena de su BMW blanco, asientos de cuero con sus iniciales grabadas separadas por un rayo. Cuando el dueño del concesionario agarró los arrugados billetes sin declarar, reuniéndolos con ambos brazos, como un crupier codicioso, le faltó añadir: la casa gana. Parte de la suma desapareció en una caja de zapatos.

Se habían esfumado los amigos, se habían diluido las empresas que conocía entre concursos de acreedores, deudas y misteriosas fusiones. Tardó en darse cuenta, ¿qué iba a ser de él, si no sabía hacer otra cosa? Llenar y vaciar la hormigonera, disponer los montones de ladrillo sobre los tableros del andamio, pasar el llaguero por las juntas húmedas entre cada filete, cortar con el disco de diamante por donde le indicaban los oficiales.

La lavadora comenzó a centrifugar y la camisa se disolvió, como un jirón de nube diseminada por el viento. Comercial de alarmas. No encontró nada mejor. Prometían grandes y suculentas comisiones, no exigían titulación, ni experiencia, pero al final, sorpresa: tuvo que darse de alta como autónomo y pagarlo él. Contrato mercantil, fijo de risa, y la guinda de la tarta con un exiguo tanto por ciento por comisión. 

El hombre, desplegó la camisa y la observó al trasluz, antes de tenderla. Al menos tenía para comer. El cerco amarillo había cedido ligeramente, pero se resistía a desaparecer y la tela, por acción de la lejía, se iba transparentando. El hombre reparó en la corbata arrugada, que yacía en el suelo. Le pareció que se levantaba como una cobra y bisbiseaba desafiante. La maldita corbata.

4 comentarios:

  1. Viendo las fotografías que ilustran tu relato, me he acordado de Seseña, otra ciudad muerta. Los años del boom inmobiliario fueron demenciales. Como retrata bien tu relato, se ganaba dinero sin tino, la mayoría de las veces negro. Además igual que se ganaba se gastaba y muchos se arruinaron por no poder hacer frente a hipotecas y créditos que creaban la ilusión de que todo estaba al alcance de la mano. Excelente relato. Te felicito. Un abrazo

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    1. Esa es la cuestión, que gran parte de todo ese dinero se evaporó. Fue un crecimiento que cambió España y creo que para mal. Gracias por tu atenta lectura, Ana.
      Un abrazo.

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  2. Sé que este relato es de hace un año, pero poco a poco voy leyendo todo tu blog,sobre todo tus relatos y me gustan mucho. Los comentarios sobre los libros, me parecen muy interesantes y de hecho alguno " ha caido" gracias a tus reseñas. un abrazo.

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    1. Efectivamente, el relato es de hace algo más de un año, pero lo he ido revisando de vez en cuando. Me pasa con todo lo que escribo: cada relectura hago cambios, es un nunca acabar.
      Te agradezco tu interés, me da casi apuro porque no dejo de ser un escritor amateur y en cuanto a las reseñas son más bien lecturas compartidas; espero que haya acertado con ellas...
      Un abrazo.


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