Imagen de una de las muchas obras inacabadas tras el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008, auténticos monumentos al despilfarro (foto: El País). |
LA MALDITA CORBATA
Empujó la puerta con las escasas
fuerzas que le quedaban y se desanudó la corbata. La maldita corbata. La arrojó
al suelo con una mezcla de terror y furia, como si se tratara de una víbora
venenosa. Se quitó la chaqueta y levantó el codo, acercándose la nariz a la
axila. Una vaharada de sudor y desodorante se desprendió de su
cuerpo, como el vapor contenido dentro de un horno. Observó el cerco delator,
se quitó la camisa y la introdujo en la lavadora. Llenó el cajetín con lejía y
giró la ruleta hasta la posición de ropa blanca.
Desnudo de cintura para arriba, con
los rizos del pecho todavía perlados de sudor, se quedó un rato observando el ojo
de buey de la lavadora. El pedazo
de tela blanca se debatía entre la espuma.
Lió un cigarrillo. El traqueteo de la lavadora le
recordó a la máquina hormigonera. Aquel artefacto fagocitaba arena, cemento
y agua en la debida proporción, escupiendo luego la pasta achocolatada en la
taza de la carretilla. Él se encargaba de repartir con celeridad a los
destajistas, que le metían prisa golpeando el ladrillo con el
canto de la paleta.
Por aquel entonces trabajaba en Madrid
como peón de albañil. Eran los años dorados de la burbuja. Su jornada transcurría
plácidamente de lunes a jueves (los viernes solo hasta mediodía), sujeta, eso sí, a los rigores del viento helado
cuando nevaba en la Sierra y al calor aplastante del verano, amplificado por la
boina de monóxido de carbono que decoraba el cielo madrileño como un suflé. El camino de vuelta a casa con los
bolsillos repletos, a veces incluía una parada en uno de innumerables clubs de alterne que tendían
su reclamo a las orillas de la autovía o cruces de carreteras. Decorados con luces de neón y fotografías de bailarinas que exhibían grandes pechos rocosos fortalecidos con
silicona, incitaban sobre sus zapatos de tacón de aguja a los agotados machos; eran carne accesible, pero solo carne.
Fue durante una Semana Santa o un
puente; no estaba seguro y se guardaba la duda para evitar el sacrilegio. El
atasco colapsaba la autovía y decidieron orillarse y esperar unas horas, hasta
que avanzara la lenta caravana de domingueros que huían
despavoridos en cuanto se encadenaban más de dos días de fiesta. La hilera de furgonetas de obreros desbordaba los accesos. Sus
compañeros, con los brazos fuera de las ventanillas, golpeaban las puertas y aullaban, como feroces vikingos
a bordo de un Drakkar. Al abordaje. El saqueo era inminente. Las chicas del
club temblaban como los monjes galeses al escuchar el alarido de los Berserker.
Allí se dejaron gran parte del sueldo ese día, flotando en una nebulosa de
sudor, polvo blanco y whisky.
Urbanizaciones fantasma, infraestructuras inútiles que triplicaron el presupuesto inicial (engordado en parte por los correspondientes sobornos y comisiones) cocaína y prostitución (España, a la cabeza de Europa en consumo y tráfico): así se (mal)gastó parte del dinero generado durante la burbuja (foto: club de carretera en Tarragona, www.ragap.es) |
El hombre observó sus manos. Los callos
se habían ido difuminando con las sucesivas capas de piel, regenerada después de cuatro años alejado de la obra. Entonces se
trabajaba duro. Cuando la hormigonera escupía el cemento, cargaba la carretilla y volaba
hacia los oficiales. Las hileras de ladrillo de cara vista crecían con la
rapidez del demonio segoviano que compuso el acueducto, al decir de la leyenda,
en una sola noche.
Cada viernes, como Moisés saliendo de
las aguas, aparecía el contratista. Bajaba con arrogancia de su Mercedes
Cayenne Turbo y, sin quitarse las gafas de sol que le velaban los ojos, les
pagaba, gran parte en negro, metro a metro, mil euros o más cada vez. Luego
repartía cigarros y alguna otra prebenda, paseaba unos instantes recorriendo el
perímetro de la obra seguido de un aparejador, regresaba a su Mercedes, se
limpiaba los zapatos con un pañuelo antes de volver a entrar y se alejaba levantando una nube de polvo. Hasta el viernes siguiente.
Le recorrió un escalofrío y fue a
buscar una camiseta limpia. Después abrió la nevera para coger una
cerveza. Quién le iba a decir a él que un día se acabaría la fiesta. Que
agotaría los doce meses de paro. Que tendría que pedir un subsidio. Que tendría
que sablear periódicamente a sus padres para mantener a raya a los mastines del
banco, para conservar bajo su propiedad el piso de tres dormitorios que había
adquirido en 2007, treinta años de hipoteca, Euribor más 0,50%, con una clausula
suelo que olvido leer el notario.
Necesitaba además alimentar la barriga
de ballena de su BMW blanco, asientos de cuero con sus iniciales grabadas
separadas por un rayo. Cuando el dueño del concesionario
agarró los arrugados billetes sin declarar, reuniéndolos con ambos brazos, como
un crupier codicioso, le faltó añadir: la casa gana. Parte de la suma
desapareció en una caja de zapatos.
Se habían esfumado los amigos, se habían diluido las empresas que conocía
entre concursos de acreedores, deudas y misteriosas fusiones. Tardó en darse
cuenta, ¿qué iba a ser de él, si no sabía hacer otra cosa? Llenar y vaciar la hormigonera,
disponer los montones de ladrillo sobre los tableros del andamio, pasar el
llaguero por las juntas húmedas entre cada filete, cortar con el disco de
diamante por donde le indicaban los oficiales.
La lavadora comenzó a centrifugar y la camisa se disolvió, como un jirón de nube
diseminada por el viento. Comercial de alarmas. No encontró nada mejor.
Prometían grandes y suculentas comisiones, no exigían titulación, ni
experiencia, pero al final, sorpresa: tuvo que darse de alta como autónomo y
pagarlo él. Contrato mercantil, fijo de risa, y la guinda de la tarta con un exiguo
tanto por ciento por comisión.
El hombre, desplegó
la camisa y la observó al trasluz, antes de tenderla. Al menos tenía para
comer. El cerco amarillo había cedido ligeramente, pero se resistía a
desaparecer y la tela, por acción de la lejía, se iba transparentando. El
hombre reparó en la corbata arrugada, que yacía en el suelo. Le pareció que se
levantaba como una cobra y bisbiseaba desafiante. La maldita corbata.
Viendo las fotografías que ilustran tu relato, me he acordado de Seseña, otra ciudad muerta. Los años del boom inmobiliario fueron demenciales. Como retrata bien tu relato, se ganaba dinero sin tino, la mayoría de las veces negro. Además igual que se ganaba se gastaba y muchos se arruinaron por no poder hacer frente a hipotecas y créditos que creaban la ilusión de que todo estaba al alcance de la mano. Excelente relato. Te felicito. Un abrazo
ResponderEliminarEsa es la cuestión, que gran parte de todo ese dinero se evaporó. Fue un crecimiento que cambió España y creo que para mal. Gracias por tu atenta lectura, Ana.
EliminarUn abrazo.
Sé que este relato es de hace un año, pero poco a poco voy leyendo todo tu blog,sobre todo tus relatos y me gustan mucho. Los comentarios sobre los libros, me parecen muy interesantes y de hecho alguno " ha caido" gracias a tus reseñas. un abrazo.
ResponderEliminarEfectivamente, el relato es de hace algo más de un año, pero lo he ido revisando de vez en cuando. Me pasa con todo lo que escribo: cada relectura hago cambios, es un nunca acabar.
EliminarTe agradezco tu interés, me da casi apuro porque no dejo de ser un escritor amateur y en cuanto a las reseñas son más bien lecturas compartidas; espero que haya acertado con ellas...
Un abrazo.