domingo, 27 de junio de 2021

MIS LECTURAS PARA EL VERANO

Después de una semana de tregua el horno manchego va cogiendo calorías, en lo que serán dos meses de achicharramiento. Es hora de preparar lecturas para tantas horas de luz y me voy haciendo una lista, ambiciosa por su extensión, que espero degustar a la sombra. Algunas son recomendaciones de blogs amigos y otras, compras compulsivas o regalos que por mi escaso tiempo libre llevan durmiendo  meses en la estantería. También hay títulos que me han llegado de casualidad o por obra y gracia de algoritmo. La mayoría, me doy cuenta, se mueven en los márgenes. Y no sé si es por darme importancia o porque los raros nos atraemos o por el puro hartazgo de leer siempre lo mismo.

De momento y me llevará una buena porción de mes, estoy con una edición en epub de Fortunata y Jacinta. Leí hace poco, porque Trapiello lo cita mucho en su libro sobre Madrid, El terror de 1824 y me quedé con ganas de Pérez Galdós. Así que a hartarse con casi mil páginas, poco puedo añadir a lo que se haya dicho sobre esta joya de nuestra literatura, ojalá se siga leyendo cien años más.

Clásicos aparte, tengo por ahí Panza de burro de Andrea Abreu, muy recomendada entre blogueros afines y por lo que he leído, atrevidísima en la forma y el fondo. De Antonio Tocornal, escritor consolidado y admirado en el mundo amateur, aunque con un estilo apabullante que ya quisieran muchos primeras espadas, me hice con Bajamares, Premio de Novela Corta Diputación de Córdoba.  Un relato construido a golpe de metáfora, con bellas imágenes por lo que he podido ojear. Rareza debe ser, a nivel superlativo, El tercer Reich de los sueños, de Charlotte Beradt, en Pepitas de Calabaza. Es una recopilación de sueños de alemanes de diferente condición, realizada por la autora durante la época del nazismo, la documentación de su impacto en el subconsciente, ¿promete o no? Pues se publica por primera vez en España, igual que Adiós, señor Chips de James Hilton en Trotalibros editorial, que conocía por la faceta bloguera de Jan Arimany (no está mal de blog literario a editorial independiente, los lectores agradeceríamos esta transición más a menudo) y a la que llegué después de leer la reseña de Lorena sobre La guardia de Nikos Kavadías.

En el apartado del ensayo, volveré a la Biografía del silencio de Pablo d´Ors. Me ha acompañado estos meses a ratillos y me apetece darle un repaso. Mi atención en este año y pico de pandemia ha caído bajo mínimos, no estoy en mi mejor momento y los libros ayudan, aunque esta faceta esté un poco denostada. Aparte, me han llamado la atención un par de ensayos un tanto gamberros, uno es Macarras interseculares, una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros, del antropólogo Iñaki Domínguez. Según leí en una entrevista, Domínguez ha recopilado historias de matones, crápulas, hampones, quinquis y demás fauna marginal, hoy jubilados o muertos, un mundo finiquitado por pantallas, perfiles y criminalidad posmoderna, que se ha cargado lo castizo. Suena fascinante y divertido. Otro es Toma de tierra, del irreverente Bruno Galindo, sobre la decadencia de la música popular, todo hilado con anécdotas autobiográficas. Como músico aficionado y melómano, estoy frustrado por la disolución de una industria y modo de vida que fue importante para mi generación y anteriores y deja un legado insuperable. No lo puedo dejar pasar. Para no olvidar los cimientos que alumbraron el mundo contemporáneo, ya que vivimos en lo que parece una transición hacia otro, no sabemos si mejor o peor, tengo en casa Tierras de sangre, de Timothy Snyder. La compré hace años, pero no la he podido acabar nunca, porque leer de un tirón la profusión de matanzas que los regímenes totalitarios promovieron en el corazón de Europa es para estómagos de acero. No está de más, no obstante, en una época donde la política vira hacia el populismo y se convierte al adversario con el que debatir en enemigo al que batir (¿o eliminar?), recordar donde llevan los tortuosos caminos del extremismo.  




Lecturas más veraniegas, en el sentido de pasar horas devorando capítulos, también tengo. Son recomendaciones como El reino de Jo Nesbo, novela negra con sello nórdico (garantía de muchas horas de entretenimiento) del que me han llegado muy buenas referencias y a Javier Cercas con Independencia, entrega más desinhibida que la anterior ambientada en un futuro cercano que quién sabe, tal y como están las cosas. En mi libreta hay más, pero mejor no ser tan ambicioso y dejar para el otoño, incluso con todo el verano por delante será difícil leer todo lo que me he propuesto. Os deseo el mejor y más normal de los veranos, sin sobresaltos de mención, solo muchas horas felices, de lecturas y paseos y tiempo dedicado a las personas amadas porque del mañana nunca se sabe y mejor no desperdiciar algo tan valioso como el tiempo.

miércoles, 16 de junio de 2021

VOLVERÁN LAS GOLONDRINAS

Está en mitad de la calle, como una paloma desorientada. Tiene el pelo blanco y sostiene un libro vetusto con las tapas verdes. El flujo de gente la evita y ella, con su presencia hierática, parece un tajamar que parte la multitud en dos. Levanta la mano hacia los viandantes. Tiembla. No sabe dónde está y cree haber despertado allí, colocada como un peón sobre el tablero. Es una pieza fuera de lugar. Acabará con sus huesos contra la pared empujada por el oleaje, hasta que recupere la cordura. Pero sucede que su figura de frágil estatua ha llamado la atención de alguien y nota una mano sobre el hombro y dirige la mirada, su cristalino ahumado enfoca un rostro grave pero amable, que le pregunta si está bien.

—¿Se ha perdido, señora?

—Más o menos.

Aquel joven disipa la niebla, ahora todo está más claro.

—Voy a la presentación de mi libro. ¿Lo ve?

Esgrime el viejo tomo con las tapas ajadas. El joven sonríe con condescendencia.

—¿Y dónde, si puede saberse?

—Al Círculo de Escritores, calle Postas. El número no lo recuerdo, pero está en la acera de la derecha, conforme bajas desde la Plaza Mayor.

El joven se queda pensando y mira el reloj.

—¿Estamos muy lejos?

—No, creo que no.

—¿Le acompaño?

Como respuesta, la mujer se le agarra del brazo. Su abrigo desprende una fragancia a madera húmeda, que le recuerda a las bolas de naftalina que su abuela colocaba en el armario como repelente para las polillas, envueltas en un pañuelo. Una vez, de niño, mordió una pensando que era azúcar y tuvieron que llevarlo al hospital y hacerle un lavado gástrico.

Al iniciar la marcha, deshacen el nudo. Se han incorporado al flujo de viandantes, pero su paso es lento y entrecortado. La anciana está contenta y a ratos suspira o se detiene y le sonríe. El joven siente un poco de vergüenza. Nunca paseó con su abuela cuando aún vivía. Apenas salía de casa y consumía las horas junto a la ventana, sentada en una mecedora de mimbre. La luz bañaba una parte de su cuerpo, dejando la otra en penumbra. Durante sus visitas, el joven se sentaba a su lado y ella le hablaba del abuelo (muerto en la mina), de la guerra y el maquis, del pan negro y los años del hambre y de cuando emigraron a Francia, donde nació su padre. En su voz, distorsionada pero aún vibrante, el joven hallaba sus raíces, lo que había sido y nunca podría ser, porque el mundo cambia pero no retrocede.

La anciana le pregunta si está casado, si tiene hijos y cuántos. Él niega, con una sonrisa que tiene un punto de cinismo.

—Hay que casarse y tener hijos. Si no, en la vejez se está muy solo.

Eso le dijo su abuela antes de morir: ¡cásate y ten hijos! Pero él no piensa casarse, menos tener descendencia. Cree que la humanidad comenzará a mermar a partir de su generación, lo cuál le parece bien. La anciana señala una azotea donde varias golondrinas se acurrucan en los huecos de las tejas.

—Cada vez hay menos… Las golondrinas.

Salen de la vía principal y el vacío gana sus cuerpos, que ya no sienten la avalancha de otros cuerpos. La luz es tamizada por los plátanos de sombra, verdean sus hojas, grandes como dos manos en abanico y la anciana señala las escamas del tronco, porque le recuerdan la piel de un lagarto. El joven sigue fascinado por la singularidad de la anciana, cuyo breve paseo es una ventana abierta a lo vivo y lo inerte, en contraste con los viandantes que agachan el cuello hacia sus pantallas. Para ellos, la transición de un sitio a otro es comprimida y disuelta, pasa desapercibida entre sus cavilaciones y charlas virtuales. Quizá cuando la muerte está cerca los sentidos se intensifican y uno es capaz de deleitarse con un rayo de sol, dejarse mecer por el parloteo de las palomas o hallar consuelo en la visión de dos adolescentes que se besan y ríen en los bancos de madera descascarillada. Quizá, mirar al mundo a los ojos, dejarse embriagar por su perfume, sea un atavismo. La deja hablar, de las flores, de la corrosión de la piedra, de las cornisas y los azulejos, del paisaje humano, hasta que llegan a la puerta de la librería.

El escaparate contiene las novedades. Lo bueno de los libros es que el verdadero producto no puede verse. Se intuye en los colores de la portada, en el grosor, en la foto de la solapa, pero esta apariencia resulta engañosa. Ni la tira del editor para atraer al indeciso llega a quebrar el misterio, que está dentro y para desvelarlo es preciso leer, lo que requiere tiempo y silencio. Un desalmado se atrevió una vez a asesinar a un lector, que permanecía abstraído frente a ese misterio. Le agarró del hombro y le disparó tres balas, una de ellas atravesó el cristal y se incrustó en un volumen de tapa gruesa, perforando la densidad de sus páginas, rompiendo la cadena de palabras.

—¿Pasamos?

La anciana se suelta y agarra su libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Entran. Al abrirse la puerta suena una campanilla, ella va delante. El joven repara en un cartel que anuncia la presentación de un libro y en la foto del autor, un hombre de mediana edad que, los brazos cruzados, mira a la cámara con el ceño fruncido. Baja la mirada, por pudor y contempla los tobillos hinchados de la mujer y sus zapatos de tacón ancho. Hay varias filas de butacas separadas por un pasillo. En total, no más de treinta personas. Al fondo han colocado una mesa blanca con un micrófono, junto a una torre de libros, gruesas novelas que el autor firmará al acabar su charla. El joven encuentra dos sitios libres delante y cuando se agacha y coge uno de los libros para hojearlo, ve como la anciana rodea la mesa y se sienta. Se desabotona el abrigo, deja su libro abierto sobre la mesa, carraspea y golpea el micrófono con el dedo. Hay un instante de estupefacción, de caras pivotando, murmullos, pero cuando alguien va a levantarse —ese alguien quizá es el librero o el escritor usurpado—, la mujer saca unas gafas con cristales sin montura y comienza a leer. Las conversaciones se van apagando, hay meneos de cabeza y mucha amabilidad fingida. Pero nadie la interrumpe.

Al joven le divierte la audacia de su anciana, porque ahora es su anciana. ¿No la ha recogido de la calle y la ha llevado hasta allí? Incluso cree entrever una chispa en sus ojos, algo le dice que sabe lo que hace. O al menos es consciente de que la invitada no era ella. Pero ha movido la primera pieza y ahora el librero debe jugar a la contra, seguirle la corriente o expulsarla del mostrador. Un acto tan violento, sacar tarjeta roja, condenar al ostracismo, no encaja con el espacio beatífico de la librería. Así que la anciana prosigue. Lee varios textos, un recuerdo de la infancia, la historia de una amiga muerta y el balance de una vida cuyo crepúsculo mastica la soledad. Al acabar se quita las gafas y entrecruzando los dedos, pregunta al auditorio si se ha percatado de la llegada de las golondrinas.

—Hay golondrinas que nunca vuelven.

Sonríe y todos asienten porque reconocen la cita. Se levanta y agarra al joven del brazo, este se yergue, la anciana lo empuja hacia la salida, crecen los murmullos, alguien bate palmas. La anciana se lleva la mano a la boca, parece que está riendo. Al salir por la puerta escuchan la voz jocosa del librero o quizá del autor usurpado, que ha recuperado su púlpito y hace varias bromas desatando la risa, en algunos casos exagerada, desecho el nudo de estupor y asombro de los que esperaban a un autor de thrillers y se han encontrado con una octogenaria. Alguien que ama a las golondrinas porque son pájaros que anuncian la primavera y en la senectud, siempre es invierno.

En la puerta, la anciana se aferra al cuerpo de su acompañante como si fuera una novia. El sol centellea entre las hojas de los plátanos. Regresan a la plaza y las golondrinas se entrecruzan haciendo acrobacias, al reclamo de insectos con los que reponerse de su viaje planetario. Cuando llegan al punto en el que comenzó todo, la anciana se suelta y le entrega al joven el libro de tapas verdes, la tela del lomo ajada y desaparece entre la riada de gente. 

"Volverán las golondrinas" está dedicado a las personas ancianas, que llamamos "mayores" y fue premiado en el VII Certamen de Narrativa Breve Villa de Socuéllamos (lo cito porque es preceptivo). 

miércoles, 2 de junio de 2021

"La raíz rota" de Arturo Barea

 

La forja de un rebelde fue una de esas lecturas que dejan huella. Primero la conseguí en una edición de bolsillo, parte por parte, de caerse las páginas y luego completa en tapa dura. El talento como narrador de Arturo Barea me parece indiscutible, ha logrado el consenso de la posteridad y en su día fue uno de los autores españoles más leídos y traducidos a nivel mundial. Como sabe cualquiera que haya leído el primer tomo, La forja, no nació con una pluma en la mano, ni mucho menos, pero salvo fatalidad, el verdadero talento suele abrirse camino.

Poco después de la trilogía de Barea, compré La raíz rota a través del periódico Público. La empecé un par de veces, pero al pasar por una obra menor no me llegué a animar, hasta hoy. La edición es de 2011, típica de coleccionable: la letra muy pequeña, alguna erratilla, el lomo y la pasta, de ínfima calidad, ha quedado con laceraciones después de leerlo. Lo guardaré, con todo, junto a su hermano mayor. Aunque tampoco vayamos a creer que La raíz rota es una novelilla. Se trata de una obra ambiciosa. El propio autor nos dice: al contar una historia sobre españoles viviendo en Madrid en 1949, he tratado de dar forma a problemas humanos que son universales y que de ninguna manera se limitan a un determinado país.

Como lector, esperaba una novela de posguerra, en la línea de Tiempo de silencio o La Colmena. Pero conforme iba leyendo, notaba la impronta del exilio en Barea y sus personajes, situaciones y hechos, que parecen sacados más bien de esa España de preguerra y puestos al día, pero sin el verismo de la experiencia propia. No hay el latido testimonial de La forja. Barea escribe sobre lo que recuerda de su país y lo combina con lo que ha investigado o le han contando.

El escritor partió al exilio en 1938 y nunca regresó. El que podría ser muy bien un trasunto suyo, Antolín, sí que lo hace. Es 1949 y llega con la seguridad que le otorga su pasaporte británico. Por motivos obvios tuvo que marcharse dejando a su mujer y sus hijos en Madrid. Regresa, se podría esperar que para reencontrarse con su familia, pero la cosa es más complicada de lo que parece. Ahí está lo universal. Diez años cambian a cualquiera. Entre esos años y los de la guerra, sus hijos, que eran niños, han crecido fuera de su tutela y son lo que son. Algo deben tener de él, se pregunta Antolín, pero, ¿habría sido igual de estar presente?

Barea publicó La raíz rota en 1952. España salía de su aislamiento internacional, Franco no iba a caer por el momento, aquello estaba cada vez más claro. El escritor se casó en 1924 y se divorció en 1938, su segunda mujer y con la que pasó el resto de sus días, la periodista austríaca Ilse Kulcsar, fue la traductora al inglés de sus libros. Barea tuvo cuatro hijos de su primer y fallido matrimonio y como Antolín, los dejó en España y aunque pudieron emigrar a Brasil más tarde, nunca los volvió a ver. ¿Fabula el escritor una vuelta que nunca tuvo lugar? ¿Se confronta con el pasado en la ficción? Desde luego, si esperaba encontrar lo que se encuentra Antolín, tuvo que pasar más de una mala noche. La familia se hacina en un cuchitril que deben encalar cada tres meses para evitar la proliferación de chinches. Viven humillados, porque su condición social ha caído a los infiernos de una corrala donde la intimidad se limita a unas cortinas de pared a pared. Luisa, su mujer, es fiel a las sesiones de espiritismo en las que don Américo, un viejo anarquista, invoca a su hija muerta a través de Conchita, una joven avispada y rumbosa que vive de la superstición de sus vecinos. Sueña con tener casa propia y criados, además de un cuarto propio forrado con terciopelo negro para seguir invocando al más allá. La hija, Amelia, vive pendiente de una vocación religiosa que solo llegará cuando tenga para pagar la dote al convento en cuestión. La tutela un cura altanero, compendio del nacional-catolicismo. Madre e hija esperan que Antolín venga con dinero fresco para colmar sus anhelos. En cuanto a los hijos varones, Pedro es un estraperlista y proxeneta que apunta a negocios más altos, algo para lo que el dinero del padre le puede venir redondo. Protegido de un coronel primero y luego de una madame después, se ha hecho falangista para cubrirse las espaldas. Su hermano Juan, en cambio, es un obrero comunista (lo que le sirve a Barea para deslizar, desde su convencimiento socialdemócrata, reafirmado por la experiencia del laborismo, varias puyas al dogmatismo marxista-leninista). La reunión, pasados unos días desde su regreso, de Antolín con su familia para comer un arroz desemboca en un cruce de reproches incendiario y es uno de los momentos álgidos de la novela.

La historia sigue su curso, con varias ramificaciones. Antolín encuentra lealtad en ese nido de miseria y corruptelas que es la España de Franco, una ayuda inesperada en la médium Conchita y recobra la ilusión con la novia de su hijo Juan, una muchacha huérfana donde Barea quizá vuelca el anhelo por su hija Adolfina, la única de sus vástagos con la que mantuvo una relación epistolar y que no pudo llevarse con él al Reino Unido. El final cierra unas puertas y deja otras abiertas. La raíz rota critica el abuso de poder, desgrana males patrios como la corrupción o la ignorancia, que por desgracia no fueron privativos del primer franquismo y las dificultades de mantenerse a flote en un mar de traiciones, desapego y miseria material y moral. Una novela interesante que como promete Barea al principio, va más allá del tiempo que describe y donde se ubica, por eso y por la pericia narrativa del autor, se sigue leyendo bien a día de hoy.

*Las imágenes están sacadas de un especial muy interesante del Instituto Cervantes, "Arturo Barea. La ventana inglesa" (https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/barea/default.htm).