miércoles, 28 de noviembre de 2018

FERMÍN Y SULTÁN

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El cadáver de Fermín yacía sobre la cama. Hacía ya algunas horas que su corazón se había detenido para siempre, agotado por lustros de tabaco negro. Sultán, cruce de pastor alemán y mastín, deambulaba ansioso alrededor. El perro, consumido por los años, despeluchado y artrítico, velaba sin tregua junto a su amo y cuando alguien osaba traspasar el umbral de la puerta arrugaba el hocico, mostrando sus feroces colmillos embadurnados de saliva verde.
Pronto llegó la hora del sepelio y para poder entrar en la habitación y llevarse a Fermín tuvieron que sacrificar al animal. Sultán recibió el disparo impávido, blandiendo un sable desafiante en la mirada. Se suele llamar perro al hombre despreciable y del que hiede se dice que huele a perro. Algo es perro cuando es indigno o malo. Me parece injusto que esos atributos negativos recaigan en un ser capaz de mostrar una lealtad tan inquebrantable. Era un cachorro escuálido cuando Fermín lo encontró medio muerto de hambre, rebuscando entre los restos de comida que habían quedado entre la hojarasca. Le llamó Sultán por su color negro y su mirada profunda de príncipe árabe. El animal se crió junto a las cabras, persiguiendo a las perras en celo cuando no apremiaba el trabajo y labrándose una reputación de perro astuto y dócil. Fermín, que en su juventud había probado suerte como maletilla, le enseñó a embestir como un toro bravo. El can agachaba la cabeza, buscando la muleta y arremetía transformado en el mejor de los Miuras, mientras el pastor cargaba la suerte hacia la derecha o la izquierda, según la inspiración o así se viese dispuesto.
Todos los días, al filo de la mañana, Fermín sacaba sus ovejas y cabras en peregrinación, atravesando la vereda hacia los campos baldíos. Yo tenía que coger el autobús a la salida del pueblo a la misma hora, para ir al instituto. Cuando llegaba a la parada, que estaba en la carretera, apenas divisaba el reguero de excrementos, como mucho una nube de polvo a lo lejos y sabía que Fermín se me había adelantado. Pero a veces casi nos encontrábamos, como dos amigos al volver la esquina, si esto es posible en la llanura, donde todo es espacio.  Entonces Sultán alzaba las orejas y se removía nervioso junto a su amo, para que le diera licencia y luego corría hacia mí, como cuando dan el pistoletazo de salida en los cien metros y se me abalanzaba alargando su lengua amigable.
 Las tardes ociosas, cuando las había, porque casi siempre tocaba arrimar el hombro en el campo, estudiáramos o no, hacíamos una visita a sus dominios, la ancha llanura, las cunetas y los baldíos. Nuestra presencia era anunciada por el tableteo de un motor y una estela de polvo y piedras en suspensión. Llegábamos zumbando entre los caminos como un enjambre de avispas, haciendo trompos y levantando el hocico de la moto como si nos preparáramos para una justa.
Fermín al principio nos observaba impávido, luego levantaba la barbilla, estirando el cuello como una tortuga que emerge del interior de su caparazón y nos gritaba para que dejáramos de hacer ruido, un grito prolongado de una sola sílaba, que repetía como la alarma con la que se previene a la población de la inminencia de un bombardeo. Luego compartíamos charla, pitillos y una litrona. Las cabras se arremolinaban alrededor, mordisqueando aquí y allá, desperdigando sus excrementos, a veces sobre nuestros zapatos y dando chupadas al cigarrillo que le poníamos en el hocico con infantil malicia. Cuando alguna aprovechaba la falta de vigilancia y se escabullía dentro de un sembrado, Fermín llamaba a Sultán y juntos emprendían su búsqueda. Elegíamos ese momento para despachurrar la piedra de hachís y liar un porro que fumábamos con fruición, contemplando el regreso del pastor, Sultán y la cabra díscola como si se tratara del final de un Spaghetti Western. Al llegar a nosotros, Fermín arrugaba la nariz y movía la cabeza, taladrándose la sien con el dedo índice:
— ¡Mira que sois tontos!, si yo os contara…
Y nos explicaba como en Marruecos secan el cáñamo en los tejados de las casas y la porquería que pasa a través del precario tamiz con el que consiguen la resina. Además de los recovecos que recorre la piedra—y con esta parte reía mucho— para poder cruzar el Estrecho sin mayores contratiempos. 
Al pastor le agradaba rememorar su juventud y nosotros le escuchábamos embelesados. Había vivido en Tetuán y conservaba en su casa una chilaba que se ponía los escasos días de descanso, cuando cuidaba de sus pájaros y liaba cigarrillos bebiendo chatos de vino tinto. Así lo encontraron en el suelo del patio, la mano todavía fuertemente asida al corazón, el charco púrpura del vino seco, los ojos abiertos y pétreos que apuntaban al teléfono sobre la mesa.
Fermín sonreía satisfecho cuando alguien se deshacía del porro a medio fumar para darle gusto y entonces proseguía su narración, que conocíamos punto por punto: las especias del zoco, las calles tortuosas, el hedor a orín y estiércol en las puertas de la medina, la calima que arrastraba el siroco desde el desierto, los minaretes y el canto del almuédano. Hasta que la conversación viraba hacia sus amores de juventud, pagados con promesas, media docena de huevos y un queso envuelto en papel de estraza. Mientras, las cabras y ovejas roían los escasos diez centímetros de tallo amarillo que las máquinas habían dejado después de la cosecha o se arracimaban en torno a los montones de alpacas, diseminados como piezas de un tablero de ajedrez.
Poco a poco, la pelusilla del bigote se fue cerrando y me fui llenando de hombre. Acabé el bachillerato y dejé el pueblo, como la mayoría de la gente joven, para buscarme la vida en Madrid. Arrastrando una maleta, con el traje holgado heredado de un primo de mi madre, comencé vendiendo seguros, hablando con afectación para sacudirme el acento provinciano y luego, pasados los años, conseguí trabajo en un banco.
Me enteré de la muerte de Fermín porque mi madre llamó por teléfono para avisarme y me relató la ejecución de Sultán. Lo recuerdo más o menos así: el ruido del televisor del vecino se filtraba a través de los tabiques del apartamento de extrarradio donde vivía. Estaba fumando un cigarrillo en la cocina, con cuidado de no manchar de ceniza los últimos informes, todavía bajo los efectos del Diazepam. Luchaba por aplacar mi conciencia, porque esa mañana, diez minutos después de denegar un crédito, por inviable, el director me había llamado a su despacho, cerrando la puerta con el pestillo y bajando las láminas de la persiana veneciana. Cinco minutos de conversación, donde mi papel fue asentir con la cabeza, bastaron para que todo aquel dinero volara hacia la cuenta de un hombre de paja —yo lo intuía—, testaferro de sabe dios que empresario o politicastro. Pensaba en esto, o mejor dicho, trataba de espantar estos pensamientos, cuando sonó el teléfono, una, varias veces. Me resistí a cogerlo, no quería escuchar otra vez la voz engolada del director y su discurso hipócrita, pero al final, por un impulso, lo descolgué.

Pedí un día libre para asistir al entierro. Era a finales de otoño. Una alfombra de musgo crecía en las eras, de un color verde brillante, con tonalidades casi azuladas. El sol, que apenas rebasaba la línea del horizonte, incidía con sus rayos rasantes y le daba un aspecto parecido al tapiz de una mesa de billar.
Dejé el coche en casa de mis padres. Tuve que agacharme para que mi abuela, que se marchitaba junto a la ventana en una mecedora mullida con cojines, pudiera recorrer mi cara con sus dedos temblorosos y mirarme a través de su cristalino, enturbiado por las cataratas de los años, sin reconocerme.
Me dirigí a la iglesia y allí me reencontré con varios amigos de la adolescencia. Nos dimos apretones de manos y golpes en el hombro, tratando de romper la coraza de mutua desconfianza que crece entre las personas que pasan años sin verse.
Después de dar el pésame a los familiares, formando una larga cola en el interior del templo hasta el altar, el féretro con el cuerpo de Fermín fue sacado al exterior e introducido en el coche que esperaba como la barca de Caronte, parado bajo el arco gótico de la puerta.  Nos dirigimos al cementerio a pie, recordando los tiempos en los que visitábamos a Fermín y nos contaba sus historias de maletilla con tal o cuál novillero, sus escarceos amorosos y los años que vivió en África.
De reojo observé a mis antiguos amigos, los rostros ajados, las arrugas incipientes o profundas, según el caso, los vientres abultados, el pelo batiéndose en retirada de la coronilla o la frente. El peso de los años, el arado del tiempo que iba abriendo su surco, hincado cada vez más profundamente, removiendo los restos de cáscara joven y preparando el terreno para la siembra de la madurez. Recordé los días de otoño, cuando la barba del cereal despunta en la tierra recién arada y las aves en bandada se arremolinan, parlamentando ruidosas para después emprender el vuelo, trazando un semicírculo y mostrando el dorso blanco de las alas.
La comitiva se detuvo en la isla de sepulturas que ocupaba el centro del camposanto, flanqueada por cipreses y columnas de nichos. Se colocaron las coronas de flores, con las inscripciones protocolarias. Muchos se abrazaron entre lágrimas. Los operarios destaparon la tumba, removiendo la lápida de mármol como si fuera la piedra del Santo Sepulcro. Después fueron bajando el féretro con una maroma, hasta que a Fermín se lo tragó la tierra.
Ya nos íbamos, cuando se escuchó jaleo. Por la larga avenida de cipreses se acercaban con paso raudo dos de sus sobrinos más jóvenes, sosteniendo una pequeña caja de color caramelo que contenía los restos de Sultán, el valeroso lugarteniente del pastor. Era deber de todos los que nos hallábamos allí garantizar que el animal compartiese la eternidad con su maestro. Los amigos, sacudiéndonos la modorra, apartamos a los operarios y con gran ceremonia, bajamos los restos de Sultán hasta escuchar el golpe de la  madera contra la caja y nos pareció que amortiguado por el colchón de tierra, resonaba la risa del pastor y el ladrido del perro que corría hacia sus brazos como cuando era un cachorro.   

La fotografía es de una estatua en honor a Hachiko, un perro que esperó a su amo en la estación de Tokyo durante años, hasta su muerte (https://www.excelsior.com.mx/). La historia del relato, sin embargo, no la inspiró Hachiko, sino mi amigo Paco Bellot y está basado en sus propias vivencias. Una versión recibió el primer premio en el XXIV CERTAMEN LITERARIO "CORPUS CHRISTICAMUÑAS 2018. 

martes, 23 de octubre de 2018

Tasa de abandono

Hace tiempo leí un jugoso artículo acerca de los libros que dejamos a medias y en definitiva, tirando de la madeja, es un tema que da para mucho. ¿Llega a ser un tabú entre la tribu lectora hablar de la tasa de abandono? Desde luego, un libro no es un jamón. Dejarlo sin terminar no es ningún delito y Daniel Pennac lo eleva incluso a la categoría de derecho. El decálogo formulado por el escritor francés en Como una novela, supone convertir la lectura en una actividad exenta de cualquier martirio, libre en el sentido amplio y extenso de la palabra. Para los que no sepan muy bien de lo que hablo, adjunto ilustración.

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Pero voy entrando en materia. Pensando en esos libros sin acabar de leer, me doy cuenta de que no hay una única explicación. Parecerá un poco tonto, pero en los tiempos bicolor que nos ha tocado vivir cada vez es más común reducirlo todo a un único culpable (la crisis: los bancos; el dinero: la felicidad; mi hijo suspende: el maestro; pierde el Madrid: Lopetegui). La más evidente, esto es, que el libro es malo, puede cuadrar para algunos títulos. Pero no para otros, obras reconocidas y renombradas. La química, el intercambio positivo de partículas que menciona Pennac, la afinidad de temas o estilo, tampoco me sirve. Porque hay veces que yo, solo yo, soy el culpable. Me cierro en banda. Creo que para un lectura profunda hay que tender puentes, es como el arcoíris de la leyenda nórdica (el Bifröst), que comunica el mundo de los dioses con el de los mortales. Si hay algo que te impide lanzar esa cuerda entre un libro y tú, es imposible establecer una comunicación fluida. Porque yo entiendo la lectura como un intercambio, una forma de comunicación creada en exclusiva por el hombre. Lo que alguien ha escrito evoluciona en la mente del que lee. Se reconstruye, de mil formas posibles. ¿Es tu Jean Valjean el mismo que el mío? Seguro que no, aunque Víctor Hugo lo describa con detalle. Por eso no me gusta ver una película basada en un libro antes de leerlo, porque distorsiona ese flujo, lo hace, por decirlo así, menos mío. A lo mejor esto puede explicar porqué nunca he podido acabar El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Con Marlo Brando, Martin Sheen y una lluvia fina de napalm anunciando a las walkirias, todo junto en mi cabeza, ese flujo del que hablaba queda interrumpido. El Bifröst se resquebraja.
Dejando de lado el misticismo, que en la llanura siempre tiene su ración, ¿qué otras razones me han hecho abandonar un libro?  Lo mejor es hacer una cata, recordar tres o cuatro libros que haya dejado en la estacada últimamente. A lo mejor puedo recordar porqué. Y de ahí sacar un patrón. Veamos…
Por ejemplo, he dejado a la mitad dos veces Un día de cólera, de Pérez-Reverte. Aún con esas, sigue en mi estantería. Ni lo he regalado (aunque reconozco que lo he intentado alguna vez, sin éxito), ni me he desecho de él por otras vías. ¿Es un mal libro? No, creo que no. Los críticos dicen que no. A miles de lectores les pareció apasionante. La recreación del contexto histórico es rigurosa, nada que reprochar por ese lado. Las primeras cuestas bien, las subí a bloque. Pero luego me entró la pájara, no pude con él. Digamos que la cantidad de personajes, esa obsesión nazarena por resucitar a todos y cada uno de los protagonistas del 2 de mayo me acabó hartando y creo que debilita el nudo principal de la historia y lo dispersa, acaba pareciendo más una crónica periodística que una novela. Otros pensaran lo contrario, que enriquece y otorga dinamismo a la trama, que es el objetivo de la novela: hacer un mosaico patriótico, un homenaje a los caídos. De lo que, muchos historiadores afirman, no fue más que un brote de xenofobia, una trifulca sin ideales y los constructores de naciones han convertido en epítome de la españolidad. Aquí interviene el factor gusto y un poco el ideológico, creo yo.

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Otro más, El santo de César Aira. Un escritor de culto, un mago de la novela corta con decenas de títulos en el morral. Sus entrevistas no tienen desperdicio, de hecho, por ahí me empezó a picar. El santo promete mucho. Comienza como una novela clásica de aventuras, a lo Alejandro Dumas, como Amin Maalouf en León el Africano. César Aira escribe la mar de bien, pero llega un momento en el que parece que se harta. Y viene el delirio, la novela cae en el absurdo, divaga y no va ninguna parte, hasta el punto y final. Las últimas páginas me las ventilé en modo abanico, así que técnicamente leí un 80% de la novela. Pero me sentí un poco frustrado, puede que aquí el problema sea que esperaba mucho de este autor y no logró colmar del todo mis expectativas. O que no supe cogerle el punto. Pero sospecho, me temo, que César Aira tiró de oficio y de creatividad, que le sobra, para llenar el mínimo de páginas exigido, entregarla al editor y ponerse a otra cosa. Ya se encargarán los sesudos de darle un sentido.
Casi lo mismo me pasó con otra autora en el altar de los posmodernos, Lydia Davis. He dejado a medias Ni puedo, ni quiero. Me arriesgo a pasar por un ignorante, porque la crítica señala la profundidad, ingenio e imaginación de los relatos de Davis, señalan que sorprende al lector con asociaciones inesperadas y le ponen la etiqueta de inclasificable, que hoy día es como el cordel (seguimos con el jamón) de pata negra. Que es sutil, en definitiva y esto puede hacer agachar la cabeza a más de uno, para no pasar por bruto. Como soy de pueblo carezco de ese complejo. Con este libro, me ocurrió lo mismo que a muchas personas ante los cuadros de Malevich o el arte conceptual. Quizá es su equivalente literario. En mi descargo, tengo que decir que me lo llevé como lectura playera. Y con niños pequeños siempre al borde del peligro, es difícil lograr la zambullida. Por eso sigue en mi estantería, esperando su oportunidad y una lectura más profunda, que lo mismo muda mi opinión, aunque hubo relatos que me gustaron y apruebo este libro, pero sentí que tenía otras lecturas en la sala de espera que merecían mi tiempo: ni quiero, ni puedo, nunca un título me sirvió tan bien para resumir un abandono.
Conclusión. Parece que las razones para dejar una novela tienen que ver con el contexto personal de cada lector, con la calidad o naturaleza de la propia obra y con una falta de química ante la que poco se puede hacer. Nada traumático, nada de lo que avergonzarse. Cada persona es única y lo bueno de los libros es que, en cierta medida, también lo son y tienen su lector y sobre todo, su momento.

viernes, 5 de octubre de 2018

"Aquella mujer que cantaba un blues" de Fernando Ruiz de Osma


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Siempre he creído que la poesía existe con anterioridad al poeta. El poeta sabe mirar y su sensibilidad le lleva por caminos amables o terroríficos, a otras dimensiones ignoradas para la mayoría, pero no crea de la nada. Hay poetas lisiados, les llamo yo, que son capaces de entornar los ojos y verlo, el mismo relámpago. Pero incapaces de transcribirlo. Solo viven la sensación, que les hace llorar o les ahoga. Ven el poema, ríen con él, notan la sangre en efervescencia. Pero no pueden darle forma corpórea y si lo intentan, fracasan.

Leyendo Aquella mujer que cantaba un blues, reconozco enseguida la mirada del poeta. Reconozco esos momentos de éxtasis, donde el poema se desembaraza de su burka y te mira con ojos cristalinos. Cógeme. Y Fernando Ruiz de Osma lo hace, es capaz de tender un lazo a esos instantes, tan breves como un latido o que se prolongan y expanden como el humo y en los cuáles el poema se manifiesta. Permitidme un ejemplo:

Ayer también volví a mi casa
y saludé en la calle a mi hijo 
que jugaba con los otros niños.
Corrió hasta mí y me pidió un beso.
A la ciudad le gusta 
mostrar su rostro de crueldad a los muchachos. 
Entonces otro niño, 
(su padre había muerto hace ya muchos años), 
se me acercó corriendo. 
Preguntó si yo era el padre de mi hijo 
y me pidió también que lo besara. 
Lo levanté del suelo con mis manos 
y besé su mejilla 
cálida y sofocada por el juego. 
Después los dos corrieron alejándose 
para seguir jugando con los otros.

Ha hecho su aparición. Un simple gesto que pasará desapercibido en mitad de la vorágine, el de un niño que recibe un beso. No es el de su padre, pero podría serlo. Sabemos que el niño quiere ese beso, pero ¿lo envidia o necesita? Probablemente ni él lo sabe y además, ¿qué impulsa a un hombre a ofrecer su amor paterno, a besar la mejilla cálida y sofocada de un niño que no es el suyo? Ahí transita su alma y la del poema. Pero esta es mi interpretación, el fogonazo de unos versos que me han impulsado a escribir ahora mismo, ayudado por la música de Brian Eno con la que logro concentrarme en mis tareas no escolares.

Si sigo escribiendo y la vez pensando sobre Aquella mujer que cantaba un blues, encuentro más cosas. Encuentro una mirada cargada de nostalgia, donde el poeta mira hacia sus pasos, ya no hacia delante, porque a cierta edad mirar hacia delante es asomarse al final de la vía, a la estación de término.

Camino durante horas, hasta el agotamiento,
para oler otra vez aquel puerto, aquel viaje,
aquella mujer que cantaba un blues.
Hoy he visto en tus manos
una porción de fresas
y a la vez he escuchado
sonidos luminosos en aquellos
hombres que lloran de felicidad.
Bajo cada mañana
a visitar mi tumba
y sonrío y compruebo
que aún sigue vacía.

Habréis notado la transparencia de estos versos, ajenos a laberintos (“alejados de la ocultación”, dice la sinopsis editorial) y la familiaridad con la que se expresa el sujeto poético, pero al mismo tiempo, despojados de cualquier banalidad. Esta virtud tan clasicista, el equilibrio nada fácil entre sencillez y hondura, es lo que convenció al jurado del premio de poesía Eladio Cabañero de 2018.

Pero hay más melodía, una tercera nota en este blues: la extrañeza. El mundo, que se ha hecho a sí mismo, no tiene como fin que lo comprendamos. Ni siquiera la parcela que corresponde a nuestra mano, tantas y tantas cosas salen de nosotros, nos embaucan y no sabemos darle explicación.

Esta tarde, al pasar por la puerta
de mi cuarto vacío,
he visto que la cama
seguía aún deshecha.
He extendido las sábanas,
he estirado la almohada
y lo he cubierto todo
con los colores de la manta nueva.
No quise que supierais
que la noche anterior había dormido.
¿Por qué nos gusta tanto 
borrar las huellas de todo lo que hacemos?

Son poesías a las que un encuentro fortuito o cualquier objeto (un semáforo cerrado, la huella de un vaso sobre la mesa), otorga el primer chispazo y hace andar con paso lento, vaporoso, de trineo sobre la nieve. El pasado acecha, o como dice Fernando “el recuerdo es terco, no se deja rendir” y salta sobre tu espalda, te hace mirar atrás, hace que te encorves y examines los pliegues de tu alma. Esos pliegues cerrados al recuerdo inmediato, que solo se abren, como la flor del baobab, durante las noches de silenciosa reflexión.

sábado, 1 de septiembre de 2018

LECTURAS AL FRESCO

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Vecinos tomando el fresco (foto: CLM24.es)
Un verano benigno en la llanura, tan solo una ola de calor a finales de julio, lo que se agradece. Han sido muchas las noches propicias para leer, con el fresquito. Aquí en La Mancha (en Andalucía también) existe una costumbre, ya agonizante, la de “tomar el fresco”. Consiste en salir con sillas a la puerta de las casas aprovechando la brisilla y montar la tertulia hasta la madrugada, dormitar u observar a los viandantes, ignorando el televisor y otros inventos del diablo. Ya es algo mítico, el corrillo de mayores comiendo pipas y las abuelas en sus tumbonas, algunas roncando. Luego, al romper el alba, las mismas señoras con escoba y regadera dejaban la acera impoluta. Igualito que la zona residencial de la costa donde he pasado unos días esta semana, regada de orín y excrementos de perro. Pero en fin, en la soledad de mi patio, junto al ronroneo del aire acondicionado del vecino he podido disfrutar de buenas lecturas que os resumo por si alguna os abre el apetito.

Dos libros de relatos buenísimos, Guadalajara de Quim Monzó y Siete casas vacías de Samanta Schweblin. Entre ellos hay diferencias, pero también puntos en común. Quim Monzó es uno de los grandes maestros del relato corto, mientras Schweblin en este libro ejerce casi de debutante, aunque con el IV Premio Internacional Narrativa Breve Ribera del Duero bajo el brazo. Coinciden en un estilo sencillo, nada preciosista, sin ampulosidades y preciso como un bisturí en según qué manos.


Guadalajara se divide en cinco partes, con un total de catorce relatos. Son historias ingeniosas, donde la imaginación de Monzó se despliega en toda su magnitud. Navegan entre el surrealismo y lo absurdo, hay un sin sentido mucho más reconfortante que el de la vida real e ironía a raudales, como no. Me gusta la reescritura de ciertos mitos literarios, como el justiciero Robin Hood que lo pone todo patas arriba y es que robar a los ricos para dar a los pobres no siempre es la solución. Monzó le da la vuelta como un calcetín a la historia de Gregor Samsa, cuando una cucaracha despierta convertida en un niño gordo y torpón. Además, ¿y si los troyanos no se hubieran tragado el farol? ¿Qué habría sido de Ulises y compañía, escondidos en las tripas de aquel artefacto inverosímil? Lo mismo pasa con Guillermo Tell, porque, ¿alguien ha pensado en el pobre muchacho? Son algunos apuntes de un libro que recomiendo. Un entrante genial, el relato más largo, nos describe, desde el punto de vista infantil, la peculiar tradición de una familia que cercena el dedo de sus hijos varones al llegar a los nueve años. Mención aparte los aderezos más sofisticados de Monzó, a lo Borges, como el cuento del escritor que descubre en su propia obra la predicción de su futuro.

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En los relatos de Schweblin hay menos humor, por no decir ninguno. Porque aunque contiene situaciones que pueden parecer surrealistas, incluso de risa, siempre persiste una sensación incómoda, inquietante y en fin, no se queda uno nada tranquilo al acabar los siete relatos que componen este libro, mucho menos mientras los está leyendo. Oscuros, con un tono onírico, sí, pero bordeando el mal sueño, la pesadilla. Como digo, sobrevuela una sensación de amenaza, los personajes son seres obsesivos, enajenados, vulnerables en su fragilidad mental. Con esta atmósfera irreal, nada es lo que parece ser e incluso la memoria se torna cenagosa. Quizá el libro de Schweblin sea bastante representativo de nuestro tiempo, donde aunque todo va mejor que nunca, no deja de haber cierta sensación de castillo de naipes, de desajuste en toda esa exhibición de felicidad y opulencia que nos inunda.

El plato fuerte de este verano, en lo que a dimensiones se refiere, ha sido Vida de un escritor de Gay Talese. Lo encontré en la librería del hotel de vacaciones donde estuve con mi familia en julio y decidí hacer un intercambio: dejé un libro de Alice Munro que no me hacía ni fu ni fa y eché este en mi maleta. Se trata de un buen tocho, donde Talese intercala con habilidad detalles de su vida con algunos de sus proyectos inacabados. Gay Talese (1932) es un periodista y escritor de origen italiano, según Wikipedia el padre del nuevo periodismo, junto a Tom Wolfe.

El inicio es insólito, Talese escoge uno de los puntos álgidos del drama deportivo: la final de  un mundial de fútbol que después de la prórroga se decide a los penaltis. Los equipos en liza son las selecciones femeninas de China y EEUU, frente a frente dos potencias rivales en lo económico y político. Alguien tiene que fallar, errar el tiro y esa persona, una joven china, es la historia que busca el veterano periodista. Y es que Talese engarza así con sus inicios y una constante en su carrera: en un país obsesionado por el éxito, él se dirige a los márgenes, al que pierde, al loser. Pensando en paralelismos, en España sería un periodismo centrado en aquella persona honrada, noble, que vive sin pisar a nadie, que no se aprovecha del sistema y es incapaz de aceptar un sobre o un cargo a dedo. Supongo que ese nuevo periodismo en nuestro país, que no ponga el foco en el trepa, el ladrón o el mentiroso, en resumen, que margine al pícaro, está por hacer.

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Las historias de perdedores se suceden en este libro. Un edificio marcado con la equis del fracaso, donde todos los restaurantes que abren sus puertas allí, uno tras otro, caen en bancarrota. Talese, asiduo de la buena mesa, ya que su madre rehuía los fogones, asiste como testigo a una debacle que se alarga décadas. Más perdedores, el infausto caso de John y Lorena Bobbit, sí, la mujer que cercenó el pene a su marido. Al final, ambos fueron vapuleados y exprimidos por la máquina mediática. La lucha por los derechos civiles en Alabama ocupa una parte considerable del libro, basada, eso sí, en las experiencias personales del periodista y que nadie espere una lectura tan de nuestro tiempo, esto es, sin matices. Los hay, porque entre lo que nos cuentan, lo que vemos y lo que pasa hay infinidad de zonas de sombra.

Talese es un fino observador, que escucha sin mediar, deja que sus entrevistados se explayen y compone su historia sin el aderezo del melodrama. Me ha gustado mucho el relato que hace de una breve visita a la ciudad natal de su padre en Calabria, una aldea polvorienta, sumida en el subdesarrollo, donde sus familiares visten los vestidos pasados de moda que su pariente, sastre neoyorkino, les envía puntualmente. Talese menciona cómo aprendió su oficio y no fue en la universidad, fue escuchando a las clientas de su madre, modista, que vertían sobre ella sus penas. Como niño, el se dedicaba a escuchar detrás del mostrador y callar, así aprendió el oficio del periodismo y el de la escritura. Recuerdo una entrevista de Álvaro Pombo donde mencionaba una anécdota similar, ¿cómo se forjarán los futuros escritores, ahora que todos estamos metidos en nuestra burbuja, sin hablar cara a cara los unos con los otros?
                                         
Más cosas, por fin le tocó el turno a la novela de una amiga bloguera, Ana Madrigal Muñoz. Se trata de una escritora aficionada, pero que ha sido capaz de levantar un artefacto bien acabado, muy digno y entretenido de leer. Además, lo ha hecho siendo fiel a sí misma. Porque a Ana le encanta la literatura del diecinueve, Bécquer, las Bronte, Thomas Hardy y demás. Así que ese es el marco temporal, temático y estilístico de su novela. En Despierta el alma dormida, se intercala el relato de tres personajes. Uno es Elvira, una mujer de clase alta que al casarse queda sometida a los designios de su marido. Este se traslada a un área aislada del norte para supervisar la construcción de un pantano, en severo contraste con el Madrid de 1873 donde vivía Elvira con su familia. Lejos de su entorno y acuciada por su hipersensibilidad, cae en el pozo de la depresión, en el que se hunde cada vez más. Elvira escribe una carta a su hijo, del que ha sido separada por algún motivo. Años después, el doctor Carlos es nombrado responsable de un hospital para enfermos mentales donde está recluida Elvira, ahora la señora Roldán. La anciana, catatónica, permanece muerta en vida y el joven doctor tratará de despertar su alma a través de lo que él llama “sesiones de recuerdo”. Estas sesiones incluyen la lectura de una serie de cartas que su hijo, músico profesional, escribe a su madre a lo largo de los años, desde diversos puntos de Europa, prometiéndole una visita que nunca llega. Así se entrelazan las tres historias, hasta el dramático final, como mandan los cánones. Con un estilo refinado, elegante, la ambientación nos mete de lleno en la época. La construcción psicológica de los personajes es notable, quizá falta algo de negrura, pero entonces la historia viraría a lo gótico y se ve que la autora no va por ahí.

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Y como todo su verano tiene su dosis de novela negra, pues he seguido el hilo de Carlos Zanón, un ejemplar dedicado de Tarde, mal y nunca. Es su segunda novela, pero ya apunta las constantes de su estilo. Una historia de perdedores, un triángulo amoroso infernal que comienza sin tonterías: a primera hora de la mañana, en un bar de barrio, Epi decide reventar la cabeza de el hasta entonces su amigo inseparable Tanveer Hussein, al más puro estilo Ramón Mercader. Recuerdo que Zanón contó en el encuentro que tuvimos con él los motivos de tan truculento inicio. El escritor pensó en un arma de fuego, un revolver y al preguntar a un veterano de la novela negra como es Andreu Martín, este comenzó a asediarle con detalles técnicos: si había decidido el calibre, las balas que llevaría el cargador, si el arma sería automática o semiautomática o un revólver, esas cosas y Zanón se agobio y tiró por la tremenda: el arma del crimen sería un martillo. Después de ese inicio fulgurante, queda por saber los motivos, la novela se sumerge en la amistad tóxica y la personalidad psicótiva de Tanveer y las secuelas de matar a alguien a sangre fría, porque siempre hay un después. Es una novela más bien breve, lástima el tamaño de letra tipo chuletas de mi edición de bolsillo, no entiendo cómo no cuidan estas cosas. Transcurre como un rayo y te engancha de principio a fin, es sórdida, pero también poética y con una buena sarta de frases lapidarias que al ser lectura de piscina pues uno no se entretiene en subrayar. Nada complaciente ni políticamente correcta: la gente es mala, muchas veces, porque quiere, porque elige ese camino que siempre es el más fácil o porque algo le empuja, con fatalidad, al lado oscuro.

Y bueno, llega septiembre. Aquí en la llanura antes era un cambio tremendo, porque con la vendimia se llenaba la plaza de forasteros, de acentos nuevos y por cierto casi siempre había algún crimen o historia truculenta, pero la mecanización de la viña con el emparrado ha reducido el impacto. Huele a mosto, casi seguido vendrá la pestilencia de la industria alcoholera y habrá moscas de las cojoneras, muchas. Así que las siguientes lecturas, serán de puertas adentro.

domingo, 15 de julio de 2018

"En movimiento" de Oliver Sacks


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Comienzo esta reseña con tres reflexiones en torno a la escritura, extraídas de las páginas finales de En movimiento. Una vida (On the move. A life, traducción de Damià Alou), autobiografía póstuma (en su edición española) de Oliver Sacks, neurólogo y escritor británico:

El acto de escribir es suficiente en sí mismo; sirve para clarificar mis pensamientos y sentimientos. El acto de escribir es una parte integral de mi vida mental; las ideas surgen y cobran forma en el acto de escribir.

El acto de escribir, cuando ocurre con fluidez, me proporciona un placer, una dicha incomparables. Me lleva a otro lugar —da igual cuál sea el tema— en el que me hallo totalmente absorto y ajeno a pensamientos, preocupaciones y obsesiones que puedan distraerme, incluso del paso del tiempo.

Para bien o para mal, soy un narrador. Sospecho que esta afición a las historias, a la narrativa, es una inclinación humana universal, que tiene que ver con el hecho de poseer un lenguaje, una conciencia del yo, y una memoria autobiográfica.

Aparte de identificarme, en mi insignificancia, con los sentimientos de Oliver Sacks (y que se podrían extender a la buena lectura, porque también implica un acto creador, reconstructor si se quiere, donde interviene la imaginación), creo que estas palabras  contienen la esencia de En movimiento: honestidad al hablar de sí mismo, una sencillez balanceada con aguda perspicacia y sobre todo, pasión por saber, entender y narrar. Fueron, deduzco, las directrices de Oliver Sacks hasta que una inesperada metástasis le privó de una vida de la que supo estrujar hasta la última gota. Podéis —debéis— leer su artículo de despedida que publicó meses antes de su muerte.

Olivers Sacks (1933-2015), celebrado por sus libros de casos clínicos El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y Despertares, del que Hollywood hizo una adaptación nominada a los Oscar, traza la trayectoria de su vida desde su juventud (la infancia ya la contó en El tío Tungsteno). Está todo: peripecias personales, profesionales, una pasión irrefrenable por escribir y como en toda vida, la búsqueda incesante de la felicidad. 

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Imagen de Olivers Sacks junto a Robin Williams durante la preparación de Despertares (foto: ni un libro al día)

Ya decía que la franqueza define las páginas de En movimiento, así que Sacks no evita cuestiones a priori tan espinosas como su sexualidad, el autocelibato que se impuso durante décadas o su adicción a las drogas, todo expuesto sin pizca de autocompasión. La familia ocupa un lugar esencial: George, su hermano pequeño esquizofrénico, su tía Lem, que dejó una dulce impronta o una madre, generosa y de inteligencia punzante, pero a la que le costó encajar la homosexualidad de su hijo. Me ha sorprendido la entrega de sus progenitores a la profesión médica. Con noventa años, Sacks trató de convencer a su padre, médico de profesión, para que bajara el ritmo y al menos renunciara a las visitas a domicilio. No lo consiguió. Y es que cuando profesión y vida se amalgaman y la pasión define los minutos, casi los segundos, no hay lugar para pensar en jubilaciones anticipadas.

Sacks cultivó aficiones que a algunos le parecerán insólitas, hablando de un estudioso, neurólogo y demás, pero ya se sabe que no hay mayor ceguera que el prejuicio. En la bien nutrida colección de fotografías que acompañan al libro, vemos al bueno de Sacks practicando la halterofilia, el buceo o recorriendo California en motocicleta, con una estética que recuerda al Marlon Brando de Salvaje. Sobre todo, se le ve cuaderno en mano (calcula haber gastado unos mil, más o menos) escribiendo, en cualquier contexto. De hecho, en el libro y es un punto a su favor, hay intercaladas correspondencia y fragmentos de diarios del autor.

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Uno de los elementos más fascinantes de En movimiento  y que define la obra de Oliver Sacks, es el relato de casos clínicos, en concreto de enfermedades neurológicas que provocan trastornos inimaginables y que Sacks aborda con gran humanidad. Quizá en este punto sea más conveniente leer el citado El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Estas partes añaden cierta dificultad al texto, por el lenguaje técnico y sus implicaciones a veces incluso filosóficas. En concreto, el capítulo dedicado a las teorías sobre la conciencia de Gerald Edelman me costó lo suyo.

En movimiento resume la trayectoria intelectual y vital de Oliver Sacks. Es una obra valiosa, honesta y cuya lectura me ha dejado cierto consuelo (lo que no consiguen las noticias), cierta alegría de haber compartido solar y especie con alguien tan extraordinario, de saber de su vida, pensamientos, pasiones, aciertos y equivocaciones, de haber podido conocer con perspectiva la vida de alguien tan extraordinario. Dejo una última cita, esta vez no del libro, sino de su artículo de despedida:

Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano —el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte.

jueves, 5 de julio de 2018

"El tiempo es un canalla" de Jennifer Egan


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Hace ya tiempo, vagando sin rumbo por internet, vicio que comienza a inquietarme, di con una opinión furibunda pero bien argumentada que resumo. Venía a decir que parte de la novela traducida que se publica en España y copa el mercado editorial, no es más que literatura de segunda fila, legible porque es remozada por gente competente (traductores, correctores, etc.). Las delicatesen allende los mares casi nunca se sirven en la mesa generalista, truncada su visibilidad, y con suerte acaban como menú tardío de editoriales modestas.

Como en esta época que nos ha tocado vivir no queda sino contrastar, me fui a la lista anual de The Guardian, en busca de la literatura más fina y prestigiosa publicada en lengua inglesa. Luego, con paciencia (hasta que me harté), anduve comprobando si esas perlas anglosajonas estaban por llegar, habían llegado o no al mercado español. Y bueno, nuestro furibundo snob tenía algo de razón. La mayoría de autores habían sido traducidos, pero eso sí, casi ninguno en editoriales de renombre. Hice una lista de los que me parecieron más interesantes y entre ellos, he leído hace poco a Jennifer Egan (1963). En concreto, A visit from the Goon Squad, rebautizada (con todo el sentido, ojo) como El tiempo es un canalla.

Flamante premio Pulitzer 2011 y publicada por Editorial Minúscula, a la traducción Carles Andreu. Según he podido colegir en un par de búsquedas, Jennifer Egan es una escritora de gran prestigio, original y con gran parte de la quisquillosa crítica neoyorquina rendida a sus pies. Es una suerte que al menos la tengamos traducida y disponible (bajo pedido), pero me choca que una autora de este calibre haya ido a parar a una editorial que desconocía por completo y mira que circulo por blogs literarios y demás. Bendita sea Minúscula, aunque la portada, si trata de imitar la estética punk con el collage de tipografías, se queda en un trabajo de patchwork. Único tirón de orejas. Da también un poco de aprensión comprobar que otra obra reputada de Jennifer Egan, Emerald city, ha tenido que esperar veinte años para ser editada en español y gracias al mecenazgo del Ministerio de Cultural, también en Minúscula (adjunto link a su web). Va tener nuestro snob razón, después de todo.

Voy a la novela en sí, quizá una de mis mejores lecturas de narrativa contemporánea de ficción. Me lo merecía, después del chasco que me llevé con Lydia Davis el año pasado y con otros posmodernos que no nombraré. Pero ya empiezo regular, porque El tiempo es un canalla se podría haber vendido, en el caso de que exista la figura del editor suicida, como libro de relatos. Si cogemos la receta de lo que se entiende por novela, el libro de Egan se queda entre Pinto y Valdemoro. Es todo fragmentario, un gran espejo hecho añicos, con piezas donde se reconoce cierta unidad pero con filo posmoderno. La historia transcurre en un arco de tiempo dilatado desde finales de los 70 a un futuro cercano con tufillo distópico, pero expuesto sin orden cronológico. Los personajes son reconocibles de un capítulo a otro, fluyen a lo largo de ese agujero de gusano, pero en uno son protagonistas absolutos y en otro apenas una nota al pie. Constituyen la urdimbre que crea un punto de conexión entre cada capítulo.

Decía que el título, a pesar de no ser una traducción fiel, respeta el mensaje central de la novela de Egan. Y es que sí, el tiempo es un canalla. Hace picadillo los sueños de juventud, convierte a la adolescente rebelde en madre sobreprotectora y al músico idealista en productor de bazofia enlatada, lo aplasta todo. El tiempo es un canalla entrará a cualquier lector que afronte o haya afrontado la crisis de la madurez como una loncha de queso entre las rebanadas de un sándwich. Quizá no sea lectura para Millenials, pero cualquiera sabe.

Un dato, Egan declaró que la novela fue inspirada por dos fuentes: En busca del tiempo perdido, de Proust y Los Soprano, serie icónica de HBO. La cita no es solo provocación, tiene sentido al leer El tiempo es un canalla, donde la memoria y la consiguiente (y distorsionadora) nostalgia juegan su papel y el trasiego de personajes marginales que en cierto momento se convierten en protagonistas, recuerda a la serie televisiva.  

En una reseña, también en The Guardian, era calificada como una novela difícil de resumir, pero deliciosa de leer y es que se trata de una propuesta compleja, una sinfonía de personajes y formas de narrar, saltando de la primera a la tercera persona e incluso hay un capítulo construido utilizando PowerPoint (delicioso, brutal, no por la forma en sí, sino por el contenido). Hay capítulos que rezuman melancolía, otros divertidos, surrealistas, irónicos, los registros son variadísimos. Incluso y es de agradecer, se bordean terrenos pantanosos en lo políticamente correcto, como cuando una asesora trata de realzar la imagen pública de un sanguinario genocida, usando a una estrella adolescente en horas bajas. También incluye una reflexión sobre el impacto que las nuevas tecnologías en nuestras vidas y es que el cambio está siendo profundo y me parece interesante que los escritores fabulen y reflexionen sobre ello en lugar de repetir los mismos temas de siempre.

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Fragmento del capítulo en PowerPoint. No encuentro imágenes en español 

En fin, un libro original, tremendo y acabo esta reseña sin hablar apenas del argumento. Pero para qué, mejor dejarse sorprender. A pesar de que los mostradores de nuestros templos consumistas seguirán lodados con thrillers, tochos históricos o la moda que toque, escritoras como Egan me ayudan a mantener la fe en la lectura. 

Por si no queda claro, os enlazo a una reseña aún más entusiasta que la mía en el blog Estandarte.

domingo, 27 de mayo de 2018

"El corazón es un cazador solitario" de Carson McCullers


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Cuando escasea el tiempo y la concentración para leer, se vuelve uno un poco sibarita. No entra cualquier cosa, el estómago donde van los libros está especialmente levantisco y ataca con sus ácidos sin compasión. Hasta da ardor leer el trabajo propio y eso que como te conoces tiendes a ser benévolo. En tal coyuntura, autores como Carson McCullers son garantía de una digestión apacible. El corazón es un cazador solitario fue publicado en 1940, cuando la autora contaba con apenas veintitrés años. Si no recuerdo mal, la crítica lo considera su trabajo más atinado. Desde luego, allí volcó toda su sensibilidad, ternura y talento. La mía es una edición de Círculo de Lectores, con motivo del centenario de su nacimiento, con traducción de Rosa María Bassols. Viene con una sobrecubierta desplegable, el libro pesa un quintal, cada hoja es densa y tirante, como una cuchilla. Me alegro de tenerlo en mi estantería, porque me sobrevivirá y es algo que no pueden decir los libros de bolsillo y colecciones de periódico que compré en los tiempos de penuria estudiantil.

Es un título que la mayoría conoce, pero no está de más contar a trazo grueso su argumento. Luego desgrano alguna de las cosas que me han removido. La historia está ambientada en una ciudad industrial del sur de EEUU (¿quizá en el estado de Georgia?), a finales de los años 30. Tenemos por tanto segregación racial, clasismo, pobreza a raudales y otoños calurosos. John Singer y Spiros Antonapoulos son sordomudos y amigos inseparables. Componen una pareja de contrastes, ya que Singer es estoico y centrado, mientras Antonapoulos es perezoso y glotón. Sin embargo, ellos se complementan y conviven felices, aislados del mundo pero aferrándose a ese hilo que su lenguaje de signos y complicidad mantiene tenso y firme.                                                        

Todo cambia cuando Antonapoulos pierde la cabeza y es confinado en una institución mental. Singer, perdido su único amigo, alquila una habitación y en torno a su silente quietud convergen varios personajes atormentados, cada cual más variopinto. Mick Kelly, una adolescente que sueña con convertirse en pianista; Jack Blount, un agitador político que entra y sale de las brumas del alcoholismo, desquiciado porque sus ideas caen en saco roto. El doctor negro Benedict Copeland, varado en tierra de nadie por su educación, insólita entre los de su raza y sus ideas redentoras que caen, como en el caso de Blount, aunque por diferentes motivos, en terreno baldío. El cuarto satélite que orbita en torno a Singer es Biff Brannon, el dueño de la taberna donde Singer acude cada día a almorzar. Brannon es un observador inteligente, pero tiene un vacío secreto, un amor paternal que al morir su mujer se torna irrealizable. 

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Foto extraída de una adaptación teatral de 2017 (fuente: arktimes.com)

Los cuatro personajes acuden a Singer, le hablan desde lo más profundo de su ser. El mudo atiende, sonríe, ellos creen que les comprende. A partir de aquí pasan muchas cosas. McCullers nos muestra, con increíble sencillez estilística y a través de un narrador omnisciente, los entresijos del alma humana. La debilidad de ese corazón, un cazador solitario que parece condenado, como un titán, al sufrimiento. La novela dará un vuelco al final, aquí me tiemblan los dedos, pero desvela algo insólito y que a lo mejor uno no acaba de darse cuenta, pero es que el propio Singer también es un cazador solitario. Y también sufre.

Me resulta extraordinario que con esa sencillez se pueda ahondar tanto, llegar al alma misma de los personajes. Que son seres de ficción, no existen, o sí, es algo que a veces llego a dudar. El escritor es una especie de Dios creador. Y de hecho, así conciben a Singer esos cuatro personajes. El sordomundo es visto como un sabio, alguien con el que pueden compartir sus sentimientos y a quien revelar aquellos sueños más inconfesables. Es como esa figura de Cristo a la que se dirigen plegarias, pero de la que nadie obtiene respuestas.

Todos están solos en esta novela, se sienten aislados de los demás y sufren, mucho y tienen sueños, quimeras en realidad, al lector (y quizá a ellos mismos) le queda claro que son irrealizables. A pesar de todo, es el combustible que les alienta a seguir. Porque así es el ser humano, su existencia se sustenta en la creencia en ficciones. Ahí es donde reside nuestra singularidad. 

Y es que el propio Singer sufre esa misma soledad, al verse alejado de su querido Antonapoulos. Es un sentimiento profundo, más allá de la relación homosexual que se pueda intuir. Es tener a alguien con el que poder comunicar tus sentimientos y a quién amar sin condiciones, ¿quién lo tiene? Pensad un poco, ¿a quién podéis desvelar hasta las entrañas? Da terror pensarlo y de hecho, uno se podría sentir tan indefenso. El pobre Singer es ciego, además de sordomudo. Porque Antonapoulos es egoísta, perezoso y no corresponde del mismo grado a Singer, un tema que McCullers también trata en La balada del café triste. Pero a nuestro héroe no le importa. Singer ama sin recibir ni una pequeña fracción de lo que ofrece y esto, dar sin la pretensión de obtener un gracias, sin pedir sumisión, es la verdadera generosidad y es un don tan escaso que acabo viendo a Singer como una figura religiosa, sí, igual que los cuatro desesperados que acuden a su habitación y comparten un cigarrillo y hablan al mudo y este les mira sin pestañear para leer sus labios. Singer simboliza la esperanza, es una almohada donde se posan con suavidad los sueños de Mick, el doctor Copeland o Blount. 

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Sandra Locke como Mick Kelly, en la película de Robert Ellis (foto: fanpop.com)

Si hay un personaje donde McCullers vuelva su espíritu creo que es Mick, la joven que espera ser pianista y a falta de dinero para un instrumento compone melodías imaginarias en una libreta. Es inteligente, despierta y hay una escena donde hace una excursión con un amigo del barrio a un paraje cercano y contiene una descripción maravillosa del momento crucial en el que deja de ser una niña, con una delicadeza perturbadora. Es el paso al abismo, al del mundo adulto y asistimos así a una novela dentro de otra, a una novela de descubrimiento. 

Hay también una parte sociológica, el retrato de las desigualdades y las diversas formas de opresión, no solo racial, que merecerían su análisis. Se puede hacer una lectura política, incluso, que alcanza su punto culminante con la agria discusión entre el doctor Copeland y Jake Blount. Como véis, sin ser experto me atrevo a decir que El corazón es un cazador solitario es única y excepcional. Que cada cual lea y juzgue. 

En 1969 la historia fue llevada al cine y nominada a dos Óscar. La película es notable y los personajes están muy logrados, aunque Mick es una actriz veinteañera y la acción se desarrolla en los sesenta y no en 1939. Merece la pena también. En fin, decía Bukowski en un poema sobre McCullers:

Todos esos libros suyos
de aterradora soledad
esos libros
sobre la crueldad
del amor sin amor
es todo lo que de ella queda.

Y digo yo, ¿es que te parece poco? Para el que quiera otra taza, una reseña más centrada aquí.