jueves, 3 de febrero de 2022

VIAJANDO EN EL TIEMPO

 

La primera máquina del tiempo fue el DMC DeLorean, un coche con puertas de ala de gaviota y carrocería de acero que le daba un aspecto futurista. Equipado con el condensador de fluzo (en lugar de flujo, se dice que por un error de traducción) y un panel donde solo había que indicar la fecha de destino, uno podía pasearse por el espacio tiempo solo con inyectar al cacharro un chupinazo de plutonio. Mi coche también es gris, como el DeLorean. Por desgracia tiene unas puertas corrientes, con algún arañazo hecho en los siempre comprometidos parkings de supermercado. Funciona con combustible diesel y en el lugar de los circuitos del tiempo está la consola con el GPS, el climatizador y la radio. Siempre pongo Radio3, aunque cada vez menos porque han jubilado por la fuerza a mis locutores favoritos, sustituyéndolos por insulsos millennials que pinchan música con voces autotuneadas.

La pasada mañana varios entrecruzamientos activaron el condensador de fluzo de mi coche, que es metafórico, pero funciona sin necesidad de robar material radioactivo a terroristas libios. Fue cuando pincharon a Derby Motoreta´s Burrito Kachimba, el nombre de este grupo ha exigido muchas repeticiones a mi devastada memoria. Si alguien quiere viajar al futuro y al pasado a la vez, que escuche con conciencia plena El valle. Un calambre de cante jondo y psicodelia hará que te curves con su fuerza cósmica. Mientras que mis acompañantes decían, «ya puedes arrancar, ¿por qué no nos vamos?», mi Citroën se transformaba en un DeLorean y la guitarra sacaba chispas al final imitando la melodía de un shitar.

Cuando acabó, arranqué y proseguí la marcha. El condensador del doctor Brown seguía lanzando destellos, quizá por eso me topé con una abuela con mandil y moño prieto, hacía mucho que no veía ninguna. La pandemia les ha dado la puntilla, pero ahí estaba una superviviente, en mitad de la calle, con una regadera de lata color verde trazando paralelas de agua sobre el asfalto. Fue el ritual mañanero de las amas de casa de antaño, cuando las calles eran de tierra. La mujer no detuvo su tarea al verme hasta que regó la porción de calzada que comprendía la fachada de su casa. En mi pueblo, la acera no se considera bien público, sino propiedad privada de la casa que la baña con su sombra y antes era habitual que algún abuelo te gruñera para que retirases el coche de “su puerta”, más en verano cuando salían a tomar el fresco. Detuve el DeLorean, para no interrumpir una acción que alumbraba las mañanas de mi infancia, cuando iba al colegio a pie comido por las legañas y las mujeres convertían las polvorientas calles de los barrios humildes en los jardines de Versalles.

Pocos metros o décadas más adelante, me crucé con el último de los heavies del pueblo. Todavía viste con pantalones de pitillo, cadenas, chapas, chupa de cuero y camiseta de Judas Priest. Ha sobrevivido a la heroína, a la cirrosis, al pabellón psiquiátrico, al Trap y parece ser que al coronavirus. Caminaba raudo, a grandes zancadas, como un power chord a galope. Su aún frondosa cabellera me ha hecho concebir esperanzas de que le quede cuerda para rato.

Siento que me alimento de fantasmas, no sé si es nostalgia, pero mi mundo es cada vez más, pasado y el presente me resulta tan obtuso como extraño. El día que cesen estas apariciones, el DeLorean —y yo mismo— seremos carne de desguace.  

          

viernes, 14 de enero de 2022

"Las ninfas" de Francisco Umbral


Cuando el filósofo Guy Debond acuñó el concepto de sociedad del espectáculo a finales de los 60 puede que en España un buen porcentaje de hogares ni siquiera dispusiera de un televisor. El dichoso cachivache transformó el mundo. Escribir sobre su capacidad, en especial antes de la llegada de las redes sociales, para crear una memoria colectiva y movilizar (o moldear) a la opinión pública es casi una perogrullada. Siguiendo con lo de sociedad del espectáculo, Debond explicaba que ésta había convertido la vida en anécdota y la realidad en representación. Francisco Umbral (seudónimo de Francisco Alejandro Pérez Martínez según la Wikipedia) podría ser un buen ejemplo. Si hace unos meses leí en un artículo que el rey emérito se lamentaba, con amargura, de que para las nuevas generaciones pasará a la historia como el de Corinna y los elefantes, Umbral, autor de más de 100 libros (muchos meramente alimenticios, dicho por el propio autor en una entrevista con Sánchez Dragó que hay por YouTube) y miles de artículos (treinta años a columna diaria, calculen), ha quedado reducido a la anécdota, al misántropo iracundo que interpelaba a Mercedes Milá con aquello de «yo he venido aquí a hablar de mi libro».

Parecidas circunstancias redujeron al último surrealista, Fernando Arrabal, a una lengua trabada por el chinchón y el “milenarismo” (¿no se referiría a los millenials?). De mi brumosa adolescencia recuerdo leer con asombro las infamantes columnas de Umbral y divertirme mucho. Era lo único aprovechable del periódico que por otro lado calificábamos de “inmundo” pero, jamás se me ocurrió leer sus novelas o ensayos. Solo la célebre Mortal y rosa, en una edición de Círculo de Lectores que perdí y no recuerdo acabar, ni siquiera entender. Fue saber del documental Anatomía de un Dandy, que firman Charlie Arnaiz y Alberto Ortega, nominado a un Goya en 2021 y venirme las ganas. Y las preguntas. Porque, ¿cómo un escritor celebérrimo, leído por más de un millón de personas a diario ha podido caer tan rápido en el olvido? Hablamos de un Premio Cervantes y Premio Príncipe de Asturias. Quizá la respuesta tenga que ver con que la España de Umbral ya no existe y él mismo es historia. Otra duda, al hilo de Anatomía de un Dandy, ¿podría Umbral resurgir aupado por cierto auge de lo que viene a llamarse viejuno o la nostalgia de los columnistas de hoy por la figura del tocanarices? Lo dudo mucho, su egolatría, petulancia y en suma, irreverencia hacia los tabús contemporáneos lo llevaría de cabeza a la picota (digital).

Umbral construyó un personaje, un híbrido de quinqui y dandy, dos especímenes también extintos y yo creo que detrás de toda su impostura ni él se tomaba en serio. Incluso en una entrevista le oí decir que solos los tontos se toman en serio. Así que imagino su diagnóstico sobre la España actual de poder ser invocado haciendo una güija. Porque dicen que este país moderno, europeizado y tolerante ha perdido el sentido del humor. También  ha renunciado a uno de sus referentes: el heterodoxo. En el caso de Umbral, su personaje le dio fama pero, fagocitó a la persona y por desgracia, al gran escritor que dicen fue. Al final es el arte lo que perdura y no el chascarrillo. La sociedad del espectáculo es efímera o como se dice ahora, líquida.

Reflexionando sobre estas cosas decidí leer a Umbral, quedarme con el escritor. Vi que en la biblioteca escolar había varios títulos, con pinta de no haber sido abiertos nunca y me decanté por Las ninfas, premio Nadal de 1975. Había leído (perdón por no poder citar fuentes, soy un abejorro desmemoriado que picotea sin criterio) que la década de los setenta fueron los mejores años de Umbral en lo literario, gracias a que su editor Josep Vergés (director de Destino, hoy en manos del grupo Planeta) le apretaba las tuercas. Que alguien exija con sinceridad —y severidad— lo mejor de ti, cuando de verdad tienes para ofrecer algo bueno, siempre te ayuda a crecer personal y profesionalmente. La adulación y la autocomplacencia son un debilitante para cualquier artista. Confieso que me zambullí en sus páginas escéptico, soy un lector que o muerde de una el anzuelo o se va a nadar a otro sitio, pero esta novela resultó ser un cebo irresistible.

Las ninfas es una narración en primera persona, de tintes autobiográficos, centrada en los años de la adolescencia. El escenario, una ciudad de provincias en la España de los cincuenta del siglo pasado, un país que aún lamía sus heridas tras el desgarrón de la guerra (o revolución, eufemismo empleado en el libro). El narrador es un joven sensible, aspirante a poeta, que actúa movido por el ideal baudeleriano de «ser sublime sin interrupción». Y a la tarea se aplica, frecuentando las tertulias poéticas, los cafés y el ambiente bohemio de la ciudad. Umbral construye una novela deslumbrante en lo estilístico, con largas frases y de una belleza y sonoridad que transforman el lenguaje no solo en un instrumento de comunicación, sino en una herramienta mágica. Esta prosa abrumadora se extinguió hace tiempo. Y en el caso de resucitar, volvería a su nicho porque dudo que ningún editor se atreviera con ella. Afirmar esto, para una aficionadillo como yo quizá suene soberbio. Se me habrá pegado la grandilocuencia umbraliana. Todo se contagia menos lo bueno —la hermosura, decimos los manchegos—, pero así lo siento.

Las ninfas es la historia de un viaje, una novela de formación, no otra cosa es la adolescencia que estar maduro por un costado y verde por el otro. Un viaje hacia la desilusión, porque lo vivido rara vez iguala nuestras expectativas y casi parece mejor seguir soñando que estar despierto. Imagino que crecer al final es (era) esto, darse cuenta de que no se puede ser sublime sin interrupción. Que en el mejor de los casos, uno es mediocre sin interrupción, cuando no vil y execrable. Hay en toda la narración un punto de pulsión existencialista. Umbral se hace acompañar de diversos personajes, el poeta Darío Álvarez Alonso, que es una suerte de mentor, su amigo Cristo-Teodorito, su opuesto bueno (y que acaba corrompido, ya decía que la desilusión es uno de los mimbres de esta novela), una colección de bohemios que se descubren como auténticos perdedores: el viejo violinista homosexual Empédocles, un pintor llamado Teseo que vive de retratar gitanillos y Diótima, lamentable poeta maldito. Por supuesto, en este viaje iniciático, además de la desilusión y el desconcierto, al narrador le acompaña el amor y el erotismo. Las mujeres, las ninfas que dan título al libro, por el contrario de lo que pudiera esperarse no son meros sujetos pasivos. Más bien al contrario, hacen y deshacen a su antojo. Saben lo que quieren y manejan los hilos de títere de los hombres.

En la novela se expone la idea del conflicto entre arte y realidad. La vida es un continuo jarro de agua fría sobre las expectativas estéticas del artista. Pero este, con las herramientas que le da la cultura, es capaz de sublimar lo banal. Las flores más hermosas brotan del légamo. Junto a toda esa introspección , donde no falta el humor, Las ninfas ofrece un fresco del ambiente constreñido de la España provinciana, con su hiriente doble moral y el peso asfixiante de la tradición. Tiene un punto de novela social, la influencia de Cela es palpable. Puede que Umbral sea una figura anacrónica, grosera, chirriante para los estándares de hoy (lo fue incluso para los de ayer), pero si entre su producción hay una docena de libros del nivel de Las ninfas, el Olimpo de los clásicos le espera con los brazos abiertos. No me resisto a incluir uno de los fragmentos sublimes sin interrupción para acabar y como muestra de su estilo, donde describe el primer encuentro erótico del protagonista:

La besé con minuciosidad, la devoré con devoción, como luego ella a mí, de modo que a ratos nos reíamos y a ratos jadeábamos, y diminutas gotas de vino nos brillaban entre el vello, aún, y debajo del sabor del vino estaba el sabor blanco y joven de su cuerpo, y probé a poseerla y a ser poseído, y al final me acariciaba el pelo con ternura, estás manchado de vino, decía riendo, y aquello era tan obvio que era divertido que lo dijese, y yo miraba la pequeña bombilla, como un fruto mezquino, intensa de pronto como un sol mientras cerraba los ojos y me decía que había ido hasta lo más hondo de una mujer, más allá del tiempo y del espacio, porque poseyendo a una mujer se posee algo más, algo que ya no es de ella, la dimensión desconocida, esa entidad de sombra y luz, de fuego y velocidad, que anda presentida más allá de la vida, ese vacío tan colmado, esa plenitud tan ligera en la que uno cae como en una muerte que no fuese la muerte, sino esa cosa dulce y vertiginosa que debiera ser la muerte.   

lunes, 3 de enero de 2022

"La edad de la piel" de Dubravka Ugrešić

La última semana de 2021 ha sido copiosa en lecturas, por un inoportuno confinamiento al dar positivo una de las profes de mi hijo mayor. La primera vez, en estos dos años, que saco verdadero partido a estar semiencerrado. He acumulado unas cuantas reseñas de buenas e inesperadas lecturas, con lo que afronto la cuesta de enero con la carpeta del ordenador colmada de recomendaciones para compartir. Con La edad de la piel estreno 2022. Dubravka Ugrešić (1949) es una escritora nacida en la extinta Yugoslavia y que en 1993, durante el conflicto que asoló los Balcanes, se exilio a los Países Bajos. Creo que en la actualidad reside en Ámsterdam. Más que de la violencia inherente a toda guerra, Dubravka tuvo que marcharse por tomar una postura antibelicista y antinacionalista, en contra de la exaltación identitaria del emergente nacionalismo croata. De ser paisana nuestra, la consideraríamos integrante de la “tercera España”, por no estar ni “con los hunos ni con los otros”: Toda la historia de la desintegración de Yugoslavia se puede observar como un teatro de la crueldad, afirma.  

La identidad, a la que alude el propio título, es el tema principal de La edad de la piel. Ugrešić muestra las evidencias de descomposición de un proyecto multinacional y multiétnico en los Balcanes, suplantado por un nacionalismo excluyente que exhibe músculo y se ha adueñado de las instituciones, la economía, la cultura y el pensamiento político en aquellas tierras. En la antigua Yugoslavia el trabajador era un héroe, hoy prima la pertenencia étnica, por eso también los escritores son en primer lugar croatas, serbios o bosniacos, y solo después escritores. La pertenencia étnica es el pegamento que une a los explotadores con los explotados, a los ganadores con los perdedores. Por suerte, al desencanto Dubravka sabe agregar un cinismo casi volteriano y hace alarde de unas dotes de observación que solo están al alcance de las personas muy inteligentes. Cautiva y engancha esta colección de ensayos breves, publicados originalmente entre 2014 y 2018. Todo un despliegue de agudeza, sarcasmo y humor inteligente. 

Los ensayos de Ugrešić están agrupados en diecisiete bloques, en los que la escritora desarrolla una de sus mayores virtudes o al menos algo que me ha fascinado como lector, su capacidad para partiendo de una anécdota  extraer lo que hay de verdad en lo banal. Algo tan trivial como hacer la compra puede dar pie a reflexionar sobre la identidad y el exilio. Una cita de El planeta de los simios a elucubrar (con acierto) sobre la raíz de todo genocidio, sea político o étnico.

Monumento conmemorativo de la batalla de Slabinja,
obra de Stanislav Mišić (foto: https://www.kathmanduandbeyond.com/)

Imagino que el mayor peligro de emprender una recopilación es el totum revolutum, o sea, el revoltijo sin sentido. No es el caso de este tomo, porque hay varias líneas maestras, la esencial como ya comentaba es la deriva nacionalista de las repúblicas balcánicas (poniendo más énfasis en su patria natal, Croacia) y el auge del neofascismo. De la revisión histórica que ha lavado la cara al colaboracionismo nazi y ha enterrado el pasado socialista (y partisano) como una etapa vergonzante. Un ejemplo es el abandono de los increíbles monumentos antifascistas que jalonan la antigua Yugoslavia. Se llama democracia a la transición vivida en tierras balcánicas tras la caída del telón de acero, pero más bien parece un latrocinio, una suerte de amordazamiento en la que la mayoría de los ciudadanos desempeña un papel pasivo, incluso apático. La política de verdad se decide a puerta cerrada.

Para acabar, decir que me resulta difícil abordar la reseña de un libro de esta naturaleza, pero ha merecido la pena leerlo para quitar el óxido de la máquina de pensar. Y es que del tema principal se derivan otros, como la ideología del éxito: En el comunismo, uno podía culpar al sistema, al comunismo en sí; en el capitalismo, somos los únicos culpables de nuestros fracasos. La misoginia: Da la sensación de que, al nacer, las mujeres adoptan el peligroso meme de que lo único que tienen para ofrecer, y lo único que pueden vender, es el propio cuerpo. (…) La misoginia es algo similar a la radiación. La radiación es invisible y nadie se salva de ella. Las personas no mueren de este tipo de radiación, viven su vida y no comprenden que hay algo malo. La estandarización del gusto, la simplificación y la mercantilización de la cultura, el mercado ha reducido a citas toda una cultura de subversión artística. La Europa invisible, es decir, los refugiados y el papel de los inmigrantes o exiliados lejos de su patria. Las paradojas y la estrechez de miras del nacionalismo, ejemplificado por la instrumentalización de Nikola Tesla, cuyo nombre se retiró de las calles croatas tras la guerra y a día de hoy es reverenciado en Serbia (Tesla nació en Croacia pero era étnicamente serbio). Y al hilo de esto, el crecimiento de la ignorancia y de la sofofobia o el miedo a aprender.

Y si alguien piensa que nuestro tiempo es vulgar, tiene razón. No hay que avergonzarse de decirlo en voz alta, porque de todos modos nadie oye las cosas que decimos. En nuestra época digital la vida misma se percibe como un carnaval. Gente exhausta se troncha en los selfis y repite por milésima vez su felicidad. (…) La compasión se ha expulsado de la sociedad actual basada en la felicidad absoluta. Cada uno se ocupa de su vida, de su pequeña vida. Y mientras la gente siga obsesionada mirando su propio reflejo en las pantallas planas, no habrá sitio para las vidas de los otros.