viernes, 26 de noviembre de 2021

"El Tercer Reich de los sueños" de Charlotte Beradt

 


El único hombre en Alemania que tiene aún vida privada es aquel que duerme. Esta cita del jerarca nazi Robert Ley, quien se quitó la vida en 1945 tras ser encausado en los juicios de Nuremberg, sirve para abrir el primer capítulo de El Tercer Reich de los sueños. Después, se nos transcribe el sueño de un empresario socialdemócrata, tras el ascenso de Hitler a la cancillería. En él, recibe en su fábrica la visita de Goebbels y se ve obligado a levantar y mantener el brazo en alto ante sus empleados. Humillado e incapaz de descomponer el gesto, su columna vertebral se quiebra por el esfuerzo.

Charlotte Beradt (1907-1986) era una joven periodista de familia judía y cercana al KPD (el partido comunista de Alemania), cuando el NSDAP logró adueñarse de las instituciones de la República de Weimar. Entre 1933 y 1939, hasta que se exilió a EE.UU., la autora se dedicó a reunir de manera clandestina numerosos testimonios de ciudadanos comunes para documentar aquel periodo. Lo singular, es que estos pertenecen a la parcela más íntima, la de los sueños. Beradt utilizó transcripciones de los propios soñantes, testimonios recogidos por ella o por un médico amigo suyo entre sus pacientes para tratar de comprender las repercusiones que el control de masas aplicado por el nuevo estado totalitario tenía en la esfera privada de las personas. A su recopilación aplicó un sesgo, de tal modo que quedaron excluidos tanto simpatizantes del NSDAP como sus enemigos ideológicos más señalados, para centrarse en la  “masa neutra”.

Suelo traer a la llanura obras de literatura, o algún ensayo lúdico como mucho, pero este libro llamó mi atención desde el primer minuto. Su extensión es breve, ya que incluyendo el prólogo de los traductores y un posfacio de la edición alemana más reciente, se queda en 144 páginas. Resulta perturbador sobre todo por su carácter anticipatorio, aunque la autora no carga las tintas en esa cuestión. Pero resulta imposible no pensar en lo que el nazismo implementó en los años de la guerra cuando uno lee este libro. Imaginamos que Beradt, apartada del desempeño de su profesión por la aplicación del llamado “párrafo ario” en todos los ámbitos de la vida pública, se jugó el tipo con sus pesquisas. De hecho, como medida de seguridad tuvo que encriptar y esconder sus notas. Después, las envío por correo a diferentes corresponsables extranjeros y logró reunirlas de nuevo en el exilio. No fue hasta 1966, alentada por la filósofa Hannah Arendt, que se decidió a sistematizar y publicar lo que sería El tercer Reich de los sueños. Esta edición de Pepitas de Calabaza es la primera que se hace en español, según aseguran sus traductores en el prólogo.

Con un estilo directo y conciso e intercalando numerosas transcripciones, Beradt organiza los sueños en diez capítulos con título doble que abre también con dos epígrafes. La hipervigilancia del régimen y el aislamiento, soledad y alienación consecuente afloran en los sueños de estas personas normales a las que aplasta el rodillo burocrático. Sueño que en mitad de la noche me despierto y veo cómo los dos angelitos que tengo colgados sobre la cama ya no miran hacia arriba, sino que me observan de modo penetrante. Me sobresalto y escondo bajo la cama. Los objetos cotidianos se convierten en instrumentos de espionaje, como en el de una estufa que repite a un oficial de las SA los improperios contra Goebbels vertidos por una familia en la intimidad de su hogar. La angustia lleva al delirio: Sueño que hablo ruso como medida de precaución ante la posibilidad de decir algo en contra del Estado. Esto lo hago para yo misma no lograr entenderme ni que lo pueda hacer el resto. Los soñantes se avergüenzan por su complicidad silenciosa con una situación que saben no debían tolerar. Y en progresión, las leyes raciales exacerban el complejo de inferioridad: Entro a una tienda. Miro ansiosamente a la vendedora rubia y de ojos azules y no me sale una sola palabra. Entonces noto, con un suspiro de alivio, que al menos tiene las cejas negras, y me atrevo a decir: Quiero un par de medias. Hay desesperación, como no, en los testimonios de personas que muestran una resistencia activa al nazismo, como un ama de casa que en su sueño descose la esvástica de la bandera nazi por la noche, pero le sirve de poco porque al despertar el símbolo nazi sigue firmemente cosido a la bandera. Pero también una aceptación, un amoldarse a la situación que expresa el subconsciente. Una soñante discute con una amiga, que la expulsa de su casa por no mostrar la debida adhesión al dictador. La mujer, abochornada, sube a un autobús y frente a todos sus ocupantes grita: ¡Heil Hitler! Igual que el deseo de oponerse, está el de pertenecer y seguir la corriente, donde incluso Beradt intuye un componente erótico nada desdeñable. El final del libro y colofón son los sueños de judíos. Ya sabemos cómo acabó la experiencia del Tercer Reich para ellos, pero la autora evita los sueños proféticos y se centra más en las secuelas de la exclusión y en especial de aquellos (mestizos y conversos) que por las Leyes de Nuremberg acabaron apartados de una sociedad y nación de la que se creían miembros de pleno derecho.

La recopilación onírica de Beradt, aparte de su valor como documento histórico, nos muestra el impacto social de un sistema que se consolida a través de la alienación y sumisión de una mayoría de la población. Tal y como afirma Barbara Hahn en el posfacio: “Sin gente que siga la corriente los regímenes totalitarios no pueden sobrevivir”.

viernes, 29 de octubre de 2021

"Los chicos de la Nickel" de Colton Whitehead

 


Con Los chicos de la Nickel Colton Whitehead (1969) obtuvo su segundo Premio Pulitzer. La historia se basa en una de las escuelas para chicos descarriados que, aunque  fundadas con una intención filantrópica, degeneraron en pesadillas de violencia, abusos y corrupción. Una de ellas, la Escuela Estatal para Chicos Arthur G. Dozie en Florida (fundada en 1900 y abierta hasta el 2011), fue la que inspiró a Whitehead. Allí se hallaron en 2013 los cuerpos de 55 chicos, que habían sido enterrados con alevosía. Y así comienza Los chicos de la Nickel, con el descubrimiento en el presente de un osario en las instalaciones de la escuela. Después la novela retrocede al pasado, a los turbulentos años sesenta en el contexto de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. El protagonista es Elwood Curtis, un joven afroamericano que vive con su abuela y escucha en bucle un disco con los mejores discursos de Martin Luther King. El muchacho se empapa de las palabras del reverendo King, que marcan sus convicciones. Comienza a despuntar en la escuela y le llega la oportunidad de hacer los cursos preparatorios para entrar en la universidad. Sin embargo, una mala jugada de la diosa Fortuna (en parte, porque el contexto racista tiene su papel) le hace dar con sus huesos en la Nickel.

Curtis es inocente, pero la verdad en la América profunda es lo menos importante. La escuela es una institución que se vanagloria de enderezar los tallos torcidos. Segregada en todo, menos en lo que respeta al maltrato, entre los pabellones para los alumnos se levanta la Casa Blanca, un espacio de tortura y muerte que recuerda a los alumnos de la Nickel el castigo infligido ante cualquier conato de rebelión. O el simple capricho de un superior. Porque el sadismo, por desgracia, es irracional. Whitehead nos sumerge en una historia pavorosa, de maltrato y diabólica paradoja, porque la institución que pretende regenerar a jóvenes perdidos, es la que los tritura y devuelve a la vida normal (cuando no los entierra en una fosa común) marcados para siempre. Después de la Nickel, el ejército, la cárcel o la ruina moral. No hay más. Sin embargo, nuestro protagonista trata de alzarse sobre la podredumbre y se vale de las enseñanzas del doctor King. Pero, ¿tiene aplicación ese pensamiento ético, el idealismo, en un lugar tan corrompido? Curtis se ve enfrentado a sus principios y acaba reconociendo que el mal es algo mucho mayor que un problema racial. Quizá esta confrontación ha sido lo que más me ha sorprendido de la novela, ya que por desgracia sobre los abusos relatados: palizas, torturas, violaciones, humillaciones, etc., la ficción ha dado buena cuenta en películas y libros, desde Dickens o antes. La Nickel no es una anomalía histórica, es casi una norma en sociedades que idolatran a la justicia social de palabra, pero la apuñalan por la espalda.

En cierto momento, la historia avanza en el tiempo. Tenemos a un superviviente de la Nickel, el propio Elwood. Ha rehecho su vida, ha querido olvidar sin poder hacerlo. La última parte alterna la deriva de este hombre adulto en una Nueva York no menos corrompida, con el intento del joven Curtis por desvelar la podredumbre del reformatorio aprovechando una inspección administrativa rutinaria. Así removerá los cimientos del mal. No pretende con ello una burda venganza, sino que seguirá el ejemplo de los activistas por los derechos civiles que admira y su empecinamiento. Aquí me tengo que detener, porque el giro final es un auténtico golpe al mentón y no quiero dejar pista alguna.

Había intentado otras novelas de Whitehead, pero Los hijos de la Nickel es la que me ha enganchado de verdad. No solo la historia, sino su capacidad para envolvernos con ella y plantear al mismo tiempo un dilema. Todo sin caer en el morbo, sin sentimentalismos a pesar de que la lealtad entre amigos es casi el único rayo de luz de esta historia. Sin oportunismo, como a priori pueda uno temerse por el contexto del black lives matter. Eso sí, la novela, muy directa y casi relatada con el tono de una crónica periodística, tiene todo el potencial para ser exprimida en la gran pantalla. O en plataformas, porque el cine ya sabemos que anda en caída libre.

El mundo le había susurrado cuáles eran las normas para toda su vida y él se había negado a escuchar, atendiendo en su lugar a una orden superior. El mundo seguía dándole instrucciones: No ames a nadie porque desaparecerá, no confíes en nadie porque te traicionará, no te levantes y plantes cara porque te molerán a palos. Pero continuaba oyendo aquellos otros imperativos: Ama y ese amor te será devuelto, confía en el camino recto y este te llevará a la liberación, pelea y las cosas cambiarán.

lunes, 18 de octubre de 2021

ALGUNAS LECTURAS DE ESTE OTOÑO

 


Un sol todavía picón a mediodía, atardeceres volcánicos y la sombra traicionera (no en vano los viejos advierten “en octubre de la sombra huye”): es el otoño en la llanura. Aderezado por una vuelta a la normalidad torrencial, aunque en las escuelas aún seguimos parapetados, eso sí, nuestro miedo ha virado a la enésima ley de educación que se nos viene encima. Tantas cosas que el otoño bloguero se me estaba resistiendo, por lo que incapaz de pergeñar una reseña larga traigo a la palestra mis últimas lecturas: un monográfico de autores argentinos, con una excepción.

El primero es Andrés Neuman (1977), argeñol siendo rigurosos, porque lleva viviendo en España desde que era adolescente y enseña Literatura en la Universidad de Granada. Tenía en lista El viajero del siglo, pero encontré en la biblioteca Fractura  y me fui por ahí. El título alude, entre otras cosas, al arte japonés del Kintsugi, que consiste en reparar objetos cerámicos utilizando un adhesivo embellecido con oro en polvo. La historia transcurre en un arco en torno a dos catástrofes: la bomba de uranio que explotó poco antes de alcanzar la ciudad de Hiroshima en agosto de 1945, pulverizando miles de vidas y el tsunami que en 2011 inundó parte de las instalaciones de la central de Fukushima y desencadenó el mayor accidente nuclear desde Chernóbil. Watanabe, el protagonista, sobrevivió a la bomba siendo niño y Neuman construye su novela, como piezas rotas de una vida, a partir de largos monólogos de las mujeres con las que Watanabe convivió en París, Nueva York, Buenos Aires y Madrid. Los testimonios se alternan con las andanzas del anciano en presente hasta llegar a la zona cero de Fukushima, que constituye el clímax de la historia. Un planteamiento ambicioso y el punto fuerte de esta novela, Neuman es un escritor de primera y su estilo impecable. Sin embargo,  Fractura me ha parecido irregular. Los altibajos son pronunciados y cuando aparece la tentación de dejar correr las páginas es mala señal. Hay una labor de documentación exhaustiva, pero como en las piezas de Kintsugi, para mi gusto se nota demasiado. Con todo, es una lectura bastante recomendable.

Del intelectualismo y la filigrana estructural de Neuman nos vamos a su compatriota Leila Guerriero (1967), también afincada en España. Y como con Neuman, no pude conseguir el libro (al parecer descatalogado) que pretendía leer también por recomendaciones blogueras, Los suicidas del fin del mundo. Así que escogí Teoría de la gravedad. Guerriero es periodista y se prodiga sobre todo en el territorio de la no-ficción. El libro, inclasificable, es una recopilación de sus columnas publicadas en la contraportada de El País durante varios años. Cerca de 100 en total. Se abre con un prólogo entusiasta de Pedro Mairal, quien incluso recomienda leerla en voz alta. Su oralidad es evidente, además de un pulso poético desbocado que resulta arrollador. Toca la fibra este libro y cada pieza provoca un sentimiento contrapuesto: hacer una pausa, releer alguna frase, volver a sentirla, pensar, divagar un poco. Y seguir, leer otra más y otra, cuesta hartarse. Las dos cosas no se pueden hacer a la vez, así que imagino que los aficionados a subrayar o hacer anotaciones tendrán un filón con Guerriero y sus microcolumnas. El libro podría adolecer de batiburrillo o caos demencial, pero está bien organizado en temas, desde la infancia, los padres, el amor, el oficio de escribir (hay un divertido toma y daca con Piglia, supongo que imaginario), con gran carga autobiográfica.  Haciendo una poda con sentido podría ser un tomo de aforismos: Dominar el arte perder, cuesta la vida. Otra, Nada desquicia más que no saber qué hacer con la tragedia ajena. Una tercera: Todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de alguien. Porque la parquedad en el lenguaje no asoma jamás aquí y los símiles, la sonoridad de los adjetivos y más cosas que no sé cómo se llaman dejan frases como La tarde, dentro de mí, se hizo trizas en miles de fragmentos de sangre y hueso y hielo. ¿No es bonito imaginar un amanecer de pájaros ardientes?

Y puesto que he mencionado a Ricardo Piglia (1941-2017), a este grande me fui con una obra breve y póstuma, Los casos del comisario Croce. Según cuenta en el epílogo, el autor, con una enfermedad terminal que le impedía moverse, escribió este libro usando Tobii, un hardware que permite traducir los impulsos de la mirada en palabras. Increíble. Lejos de querer inspirar lástima, Piglia incluso invita al lector a comparar esta obra con otras suyas anteriores por si el modo de escribirla hubiera afectado a su “estilo”. No puedo comparar, porque es lo primero que leo de él, pero el resultado es impecable. Seguiremos a Croce a lo largo de doce capítulos, en los que repasará sus casos más célebres, teorizando sobre el método detectivesco, el asesinato perfecto e incluso la novela policiaca. Todo trufado de alusiones literarias e históricas que imagino los argentinos reconocerán sin pestañear. El comisario se viste de animal racional y filosófico, pero también se deja guiar por sus “pálpitos”, al más puro estilo Plinio. Los crímenes y dilemas a resolver son variadísimos, uno de los más divertidos es cuándo la Virgen de Luján es secuestrada por un grupo de estafadores y el comisario es encargado de llevar la imagen de vuelta a su parroquia. También el de un jugador desaparecido en el mar, después de ganar una suma importante en el casino o el desgraciado marinero croata acusado de asesinato cuando estaba en un burdel, al que Croce ayuda invitándole a dibujar los hechos en viñetas. Buen acercamiento a Piglia que espero continuar con Plata quemada, obra en la que ya aparece el comisario Croce.

La última lectura cambia de tercio, pues es una novela gráfica. Se trata de la adaptación al cómic del celebérrimo superventas de Yuval Noah Harari, Sapiens. De animales a Dioses. Titulada Sapiens. Una historia gráfica: Volumen I: El nacimiento de la humanidad, hace un seguimiento riguroso de la primera parte del libro en el que se basa. Nos acompaña el propio Yuval, junto a su sobrina o la profesora Saraswati y personajes propiamente de cómic, como Bill el Troglodita y La Doctora Ficción. El libro es ameno, interesantísimo y logra un difícil equilibrio entre rigor y humor. A mi hijo, que tiene casi nueve años y leyó una parte, le pareció muy divertido y a mí me ha hecho recordar las ideas atrevidas y seductoras que convirtieron el libro original en un éxito. Entiendo que habrá pedantes que consideren su lectura por un adulto con formación una afrenta, pero las ideas son presentadas de tal forma que no pierden un ápice e invitan a reflexionar sobre nosotros como especie. El final, en el que se escenifica un juicio al sapiens por su papel destructivo y transformador de ecosistemas desde la misma edad de piedra, es resultón y original. Esperando la segunda parte que sale el mes que viene.

jueves, 9 de septiembre de 2021

"Las malas" de Camila Sosa Villada y "Los invisibles" de Lucía Puenzo

 

Comienzo la temporada bloguera con dos novelas cazadas por casualidad, pero con muchos puntos en común.

Las Malas es una de esas flores raras con las que se topa uno de vez en cuando. Comienza:

 “Es profunda la noche: hiela sobre el Parque. Árboles muy antiguos, que acaban de perder sus hojas, parecen suplicar al cielo algo indescifrable pero vital para la vegetación. Un grupo de travestis hace su ronda. Van amparadas por la arboleda. Parecen parte de un mismo organismo, células de un mismo animal. Se mueven así, como si fueran manada. Los clientes pasan en sus automóviles, disminuyen la velocidad al ver al grupo y, de entre todas las travestis, eligen a una que llaman con un gesto. La elegida acude al llamado. Así es noche tras noche”.


Y te preguntas, ¿a dónde irá a parar esta historia? Y sigues. Has caído en el hechizo de Las Malas, un hechizo del que se tarda en despertar muchas páginas. Camila Sosa Villada (1982) nos lleva de la mano por un mundo apenas intuido, a los márgenes negros de la ciudad argentina de Córdoba, si es que el contexto importa. A un parque donde “las travestis trepan cada noche desde ese infierno del que nadie escribe, para devolver la primavera al mundo” y allí ejercen la prostitución y se exponen a todo tipo de peligros, por parte de una sociedad que las rechaza pero también las busca. Las Malas es una novela con sustrato autobiográfico, la charla de Camila en el TEDX deCórdoba da fe de ello, pero con elementos que le dan vigor y envuelven con una gasa de extrañeza, de magia inexplicable.

La acción comienza en ese parque, donde las travestis ofrecen su fruto equívoco y orquestan el aquelarre, cuando la tía Encarna, la madre de todas, encuentra un bebé abandonado entre las zarzas. Decide quedárselo y es bautizado como El Brillo de los Ojos. Volverá Camila a ese bebé con madre y padre combinado en varias ocasiones y lo utilizará también en el desenlace de Las Malas. Pero esta no es la historia principal, aunque resume el espíritu y un poco el destino de esas mujeres. Camila describe el universo travesti, las humillaciones, placeres, el miedo a exponerse a luz del día, a la reprobación pública, al odio de las mujeres y la burla de los hombres (que sin embargo las buscan en su ebriedad), a los abusos de la policía. Las travestis de Las Malas son seres especiales, casi mitológicos, como María la Muda, que acaba por convertirse en pájaro o Natalí, la séptima hija varón en su familia que las noches de luna llena se convertía en lobo y sus compañeras, advertidas, debían encerrarla esa noche bajo llave. Son personajes irreales, en un marco vaporoso. Camila presenta así a sus compañeras, les da ese aura de singularidad y puede dar a veces la sensación de que lo que cuenta no es verídico, si no fuera porque logra un equilibrio maravilloso entre delicadeza y realismo procaz.

Hay poesía, a raudales, en su prosa lastimada: imágenes tristes y fulgurantes, pero también escenas derivadas del oficio, de ese ofrecer sexo de manera clandestina, de madrugada, en las cunetas, en la oscuridad del parque, de subirse al coche de un desconocido y no saber si, como le vaticinó el padre, acabarás en una zanja o golpeada o peor. Camila intercala, en esta crónica, sus recuerdos infantiles, los de un niño pobre de Mina Clavero dominado por el miedo “el miedo lo tenía todo en mi casa. No dependía del clima o de una circunstancia en particular: el miedo era el padre (…). En honor a la verdad, creo que él también sentía un miedo pavoroso por mí. Es posible que ahí se geste el llanto de las travestis: en el terror mutuo entre el padre y la travesti cachorra.” Un niño marcado por su condición, imposible de ocultar y que cuando llega a la edad del despertar sexual se cose sus vestidos de mujer con retales y sale a bailar a las discotecas, “partía como un varoncito tímido de mi casa, bajo las amonestaciones de mi papá, que fijaba hora de retorno y protocolo de comportamiento, y cuando nadie me veía, me colaba en mi palacio de ladrillos sin revocar y procedía a convertirme en Camila”.

La transformación de Camila se completa en la universidad y aquí muere esa vereda de dolor que atraviesa la novela y en la que conocemos a la autora. Es un tercio de la novela, más o menos y en adelante el relato se hace más repetitivo, más insistente, a veces es una enumeración más o menos prolija de patéticos encuentros con hombres de todo tipo, sádicos, solitarios o enamorados, mientras el panteón travesti en torno a la tía Encarna, la madre de todas, va cayendo cercenado y la tristeza se adueña definitivamente de la historia. Las Malas se va desinflando, pierde agarre, pero no llega a  decepción, gracias a su trágico y hermoso desenlace y a su duración contenida, poco más de doscientas páginas. Una lástima de mundo este, piensas al concluir y valoras más aún el testimonio de Camila para mostrarnos esas flores raras que crecen en el légamo.

Los invisibles es otra novela corta que se adentra en los márgenes, para poner el dedo en la llaga. Su autora es Lucía Puenzo (1976), también directora y guionista de cine. El germen de esta novela fue un cortometraje en el que Puenzo se adentraba en un territorio que ya exploró Buñuel con Los olvidados. Película la del director español que por cierto fue recibida a pedradas por la clase bienpensante, ofendida por tener que enfrentar una realidad incómoda, la de una horda de niños que vivían sin hogar y transitaban por la idealizada niñez como si fuera tierra devastada. No es tan explícita ni tan hiriente la obra de Puenzo, pero sigue esa senda, porque el problema (si no se ha agudizado) persiste sobre todo en los llamados países en vías de desarrollo. En la civilizada Europa tenemos bastante con la generación nini y los emperadores. La infancia no es una enfermedad que se cure sin secuelas, en ella se gesta el adulto del futuro, el empresario, votante, político, trabajador, marido o esposa y sin una base firme no hay sociedad que se sustente ni prosperidad que aguante el primer envite.


La protagonizan tres niños de la calle: Ismael, la Enana y Ajo. Los dos primeros son adolescentes y el pequeño tiene apenas seis años. Ismael, la Enana y Ajo trabajan para Guida, un guardia de seguridad que les entrena para asaltar casas y dirige un ejército de niños ladrones, que están a sus órdenes (y a su merced). La explotación infantil se asoma en esta novela con crudeza: el pequeño Ajo, como en los talleres y minas decimonónicos, es reclutado por su facilidad para entrar por los lugares más angostos y profanar las mansiones de los ricos, es la llave que abre un mundo del que ellos, los niños del hambre, solo pueden arañar la costra y que contrasta con su pobreza extrema. Es cruel. Por mucho que roben, asalten, rapiñen, ese mundo les está vetado, siempre serán excretados como un cuerpo extraño, porque son incompatibles. No se profundiza más en el tema, pero es suficiente. Tampoco necesita Puenzo escarbar demasiado en el hecho de que Guida se dedique a proteger las casas que sus niños desvalijan. Esta hipocresía o doble moral, casi esquizofrenia, define cada vez más nuestra sociedad de extremos.

La trama arranca con un encargo especial que Guida ofrece a sus niños: cruzar a Uruguay, adentrarse en una urbanización de lujo, recorrer playas privadas festoneadas de selva, grandes mansiones donde habita la élite: un millonario ruso, un ex-ministro, magnates. Ellos aceptan un poco por miedo, pero también porque ansían ver el mar. Ismael, La Enana y Ajo deberán acometer, con audacia y en un periplo de supervivencia, a veces irreal, que convierte una novela social en un thriller, el robo de las diversas mansiones. No tienen otra opción, aunque la empresa se antoja casi imposible.

Lucía Puenzo escribe esta historia sin darnos un respiro. La aventura, lineal, sencilla, en una cruda tercera persona, se desarrolla con tanto gancho que los lectores golosos se la acabarán de tres bocados. El final desborda tensión y contiene alguna sorpresa, entrevista si se ha puesto la atención suficiente o si se tienen ya galones en este tipo de historias. El estilo es argentino, en léxico y sintaxis, lo que te mete más de lleno en la historia. Son doscientas páginas y no da para más, es una lectura con fondo, pero que explota sobre todo el suspense de una misión suicida protagonizada por tres niños y narrada con ritmo cinematográfico. Podéis leer un poco del principio en Zenda: Los invisibles, de Lucía Puenzo - Zenda (zendalibros.com).

domingo, 27 de junio de 2021

MIS LECTURAS PARA EL VERANO

Después de una semana de tregua el horno manchego va cogiendo calorías, en lo que serán dos meses de achicharramiento. Es hora de preparar lecturas para tantas horas de luz y me voy haciendo una lista, ambiciosa por su extensión, que espero degustar a la sombra. Algunas son recomendaciones de blogs amigos y otras, compras compulsivas o regalos que por mi escaso tiempo libre llevan durmiendo  meses en la estantería. También hay títulos que me han llegado de casualidad o por obra y gracia de algoritmo. La mayoría, me doy cuenta, se mueven en los márgenes. Y no sé si es por darme importancia o porque los raros nos atraemos o por el puro hartazgo de leer siempre lo mismo.

De momento y me llevará una buena porción de mes, estoy con una edición en epub de Fortunata y Jacinta. Leí hace poco, porque Trapiello lo cita mucho en su libro sobre Madrid, El terror de 1824 y me quedé con ganas de Pérez Galdós. Así que a hartarse con casi mil páginas, poco puedo añadir a lo que se haya dicho sobre esta joya de nuestra literatura, ojalá se siga leyendo cien años más.

Clásicos aparte, tengo por ahí Panza de burro de Andrea Abreu, muy recomendada entre blogueros afines y por lo que he leído, atrevidísima en la forma y el fondo. De Antonio Tocornal, escritor consolidado y admirado en el mundo amateur, aunque con un estilo apabullante que ya quisieran muchos primeras espadas, me hice con Bajamares, Premio de Novela Corta Diputación de Córdoba.  Un relato construido a golpe de metáfora, con bellas imágenes por lo que he podido ojear. Rareza debe ser, a nivel superlativo, El tercer Reich de los sueños, de Charlotte Beradt, en Pepitas de Calabaza. Es una recopilación de sueños de alemanes de diferente condición, realizada por la autora durante la época del nazismo, la documentación de su impacto en el subconsciente, ¿promete o no? Pues se publica por primera vez en España, igual que Adiós, señor Chips de James Hilton en Trotalibros editorial, que conocía por la faceta bloguera de Jan Arimany (no está mal de blog literario a editorial independiente, los lectores agradeceríamos esta transición más a menudo) y a la que llegué después de leer la reseña de Lorena sobre La guardia de Nikos Kavadías.

En el apartado del ensayo, volveré a la Biografía del silencio de Pablo d´Ors. Me ha acompañado estos meses a ratillos y me apetece darle un repaso. Mi atención en este año y pico de pandemia ha caído bajo mínimos, no estoy en mi mejor momento y los libros ayudan, aunque esta faceta esté un poco denostada. Aparte, me han llamado la atención un par de ensayos un tanto gamberros, uno es Macarras interseculares, una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros, del antropólogo Iñaki Domínguez. Según leí en una entrevista, Domínguez ha recopilado historias de matones, crápulas, hampones, quinquis y demás fauna marginal, hoy jubilados o muertos, un mundo finiquitado por pantallas, perfiles y criminalidad posmoderna, que se ha cargado lo castizo. Suena fascinante y divertido. Otro es Toma de tierra, del irreverente Bruno Galindo, sobre la decadencia de la música popular, todo hilado con anécdotas autobiográficas. Como músico aficionado y melómano, estoy frustrado por la disolución de una industria y modo de vida que fue importante para mi generación y anteriores y deja un legado insuperable. No lo puedo dejar pasar. Para no olvidar los cimientos que alumbraron el mundo contemporáneo, ya que vivimos en lo que parece una transición hacia otro, no sabemos si mejor o peor, tengo en casa Tierras de sangre, de Timothy Snyder. La compré hace años, pero no la he podido acabar nunca, porque leer de un tirón la profusión de matanzas que los regímenes totalitarios promovieron en el corazón de Europa es para estómagos de acero. No está de más, no obstante, en una época donde la política vira hacia el populismo y se convierte al adversario con el que debatir en enemigo al que batir (¿o eliminar?), recordar donde llevan los tortuosos caminos del extremismo.  




Lecturas más veraniegas, en el sentido de pasar horas devorando capítulos, también tengo. Son recomendaciones como El reino de Jo Nesbo, novela negra con sello nórdico (garantía de muchas horas de entretenimiento) del que me han llegado muy buenas referencias y a Javier Cercas con Independencia, entrega más desinhibida que la anterior ambientada en un futuro cercano que quién sabe, tal y como están las cosas. En mi libreta hay más, pero mejor no ser tan ambicioso y dejar para el otoño, incluso con todo el verano por delante será difícil leer todo lo que me he propuesto. Os deseo el mejor y más normal de los veranos, sin sobresaltos de mención, solo muchas horas felices, de lecturas y paseos y tiempo dedicado a las personas amadas porque del mañana nunca se sabe y mejor no desperdiciar algo tan valioso como el tiempo.

miércoles, 16 de junio de 2021

VOLVERÁN LAS GOLONDRINAS

Está en mitad de la calle, como una paloma desorientada. Tiene el pelo blanco y sostiene un libro vetusto con las tapas verdes. El flujo de gente la evita y ella, con su presencia hierática, parece un tajamar que parte la multitud en dos. Levanta la mano hacia los viandantes. Tiembla. No sabe dónde está y cree haber despertado allí, colocada como un peón sobre el tablero. Es una pieza fuera de lugar. Acabará con sus huesos contra la pared empujada por el oleaje, hasta que recupere la cordura. Pero sucede que su figura de frágil estatua ha llamado la atención de alguien y nota una mano sobre el hombro y dirige la mirada, su cristalino ahumado enfoca un rostro grave pero amable, que le pregunta si está bien.

—¿Se ha perdido, señora?

—Más o menos.

Aquel joven disipa la niebla, ahora todo está más claro.

—Voy a la presentación de mi libro. ¿Lo ve?

Esgrime el viejo tomo con las tapas ajadas. El joven sonríe con condescendencia.

—¿Y dónde, si puede saberse?

—Al Círculo de Escritores, calle Postas. El número no lo recuerdo, pero está en la acera de la derecha, conforme bajas desde la Plaza Mayor.

El joven se queda pensando y mira el reloj.

—¿Estamos muy lejos?

—No, creo que no.

—¿Le acompaño?

Como respuesta, la mujer se le agarra del brazo. Su abrigo desprende una fragancia a madera húmeda, que le recuerda a las bolas de naftalina que su abuela colocaba en el armario como repelente para las polillas, envueltas en un pañuelo. Una vez, de niño, mordió una pensando que era azúcar y tuvieron que llevarlo al hospital y hacerle un lavado gástrico.

Al iniciar la marcha, deshacen el nudo. Se han incorporado al flujo de viandantes, pero su paso es lento y entrecortado. La anciana está contenta y a ratos suspira o se detiene y le sonríe. El joven siente un poco de vergüenza. Nunca paseó con su abuela cuando aún vivía. Apenas salía de casa y consumía las horas junto a la ventana, sentada en una mecedora de mimbre. La luz bañaba una parte de su cuerpo, dejando la otra en penumbra. Durante sus visitas, el joven se sentaba a su lado y ella le hablaba del abuelo (muerto en la mina), de la guerra y el maquis, del pan negro y los años del hambre y de cuando emigraron a Francia, donde nació su padre. En su voz, distorsionada pero aún vibrante, el joven hallaba sus raíces, lo que había sido y nunca podría ser, porque el mundo cambia pero no retrocede.

La anciana le pregunta si está casado, si tiene hijos y cuántos. Él niega, con una sonrisa que tiene un punto de cinismo.

—Hay que casarse y tener hijos. Si no, en la vejez se está muy solo.

Eso le dijo su abuela antes de morir: ¡cásate y ten hijos! Pero él no piensa casarse, menos tener descendencia. Cree que la humanidad comenzará a mermar a partir de su generación, lo cuál le parece bien. La anciana señala una azotea donde varias golondrinas se acurrucan en los huecos de las tejas.

—Cada vez hay menos… Las golondrinas.

Salen de la vía principal y el vacío gana sus cuerpos, que ya no sienten la avalancha de otros cuerpos. La luz es tamizada por los plátanos de sombra, verdean sus hojas, grandes como dos manos en abanico y la anciana señala las escamas del tronco, porque le recuerdan la piel de un lagarto. El joven sigue fascinado por la singularidad de la anciana, cuyo breve paseo es una ventana abierta a lo vivo y lo inerte, en contraste con los viandantes que agachan el cuello hacia sus pantallas. Para ellos, la transición de un sitio a otro es comprimida y disuelta, pasa desapercibida entre sus cavilaciones y charlas virtuales. Quizá cuando la muerte está cerca los sentidos se intensifican y uno es capaz de deleitarse con un rayo de sol, dejarse mecer por el parloteo de las palomas o hallar consuelo en la visión de dos adolescentes que se besan y ríen en los bancos de madera descascarillada. Quizá, mirar al mundo a los ojos, dejarse embriagar por su perfume, sea un atavismo. La deja hablar, de las flores, de la corrosión de la piedra, de las cornisas y los azulejos, del paisaje humano, hasta que llegan a la puerta de la librería.

El escaparate contiene las novedades. Lo bueno de los libros es que el verdadero producto no puede verse. Se intuye en los colores de la portada, en el grosor, en la foto de la solapa, pero esta apariencia resulta engañosa. Ni la tira del editor para atraer al indeciso llega a quebrar el misterio, que está dentro y para desvelarlo es preciso leer, lo que requiere tiempo y silencio. Un desalmado se atrevió una vez a asesinar a un lector, que permanecía abstraído frente a ese misterio. Le agarró del hombro y le disparó tres balas, una de ellas atravesó el cristal y se incrustó en un volumen de tapa gruesa, perforando la densidad de sus páginas, rompiendo la cadena de palabras.

—¿Pasamos?

La anciana se suelta y agarra su libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Entran. Al abrirse la puerta suena una campanilla, ella va delante. El joven repara en un cartel que anuncia la presentación de un libro y en la foto del autor, un hombre de mediana edad que, los brazos cruzados, mira a la cámara con el ceño fruncido. Baja la mirada, por pudor y contempla los tobillos hinchados de la mujer y sus zapatos de tacón ancho. Hay varias filas de butacas separadas por un pasillo. En total, no más de treinta personas. Al fondo han colocado una mesa blanca con un micrófono, junto a una torre de libros, gruesas novelas que el autor firmará al acabar su charla. El joven encuentra dos sitios libres delante y cuando se agacha y coge uno de los libros para hojearlo, ve como la anciana rodea la mesa y se sienta. Se desabotona el abrigo, deja su libro abierto sobre la mesa, carraspea y golpea el micrófono con el dedo. Hay un instante de estupefacción, de caras pivotando, murmullos, pero cuando alguien va a levantarse —ese alguien quizá es el librero o el escritor usurpado—, la mujer saca unas gafas con cristales sin montura y comienza a leer. Las conversaciones se van apagando, hay meneos de cabeza y mucha amabilidad fingida. Pero nadie la interrumpe.

Al joven le divierte la audacia de su anciana, porque ahora es su anciana. ¿No la ha recogido de la calle y la ha llevado hasta allí? Incluso cree entrever una chispa en sus ojos, algo le dice que sabe lo que hace. O al menos es consciente de que la invitada no era ella. Pero ha movido la primera pieza y ahora el librero debe jugar a la contra, seguirle la corriente o expulsarla del mostrador. Un acto tan violento, sacar tarjeta roja, condenar al ostracismo, no encaja con el espacio beatífico de la librería. Así que la anciana prosigue. Lee varios textos, un recuerdo de la infancia, la historia de una amiga muerta y el balance de una vida cuyo crepúsculo mastica la soledad. Al acabar se quita las gafas y entrecruzando los dedos, pregunta al auditorio si se ha percatado de la llegada de las golondrinas.

—Hay golondrinas que nunca vuelven.

Sonríe y todos asienten porque reconocen la cita. Se levanta y agarra al joven del brazo, este se yergue, la anciana lo empuja hacia la salida, crecen los murmullos, alguien bate palmas. La anciana se lleva la mano a la boca, parece que está riendo. Al salir por la puerta escuchan la voz jocosa del librero o quizá del autor usurpado, que ha recuperado su púlpito y hace varias bromas desatando la risa, en algunos casos exagerada, desecho el nudo de estupor y asombro de los que esperaban a un autor de thrillers y se han encontrado con una octogenaria. Alguien que ama a las golondrinas porque son pájaros que anuncian la primavera y en la senectud, siempre es invierno.

En la puerta, la anciana se aferra al cuerpo de su acompañante como si fuera una novia. El sol centellea entre las hojas de los plátanos. Regresan a la plaza y las golondrinas se entrecruzan haciendo acrobacias, al reclamo de insectos con los que reponerse de su viaje planetario. Cuando llegan al punto en el que comenzó todo, la anciana se suelta y le entrega al joven el libro de tapas verdes, la tela del lomo ajada y desaparece entre la riada de gente. 

"Volverán las golondrinas" está dedicado a las personas ancianas, que llamamos "mayores" y fue premiado en el VII Certamen de Narrativa Breve Villa de Socuéllamos (lo cito porque es preceptivo). 

miércoles, 2 de junio de 2021

"La raíz rota" de Arturo Barea

 

La forja de un rebelde fue una de esas lecturas que dejan huella. Primero la conseguí en una edición de bolsillo, parte por parte, de caerse las páginas y luego completa en tapa dura. El talento como narrador de Arturo Barea me parece indiscutible, ha logrado el consenso de la posteridad y en su día fue uno de los autores españoles más leídos y traducidos a nivel mundial. Como sabe cualquiera que haya leído el primer tomo, La forja, no nació con una pluma en la mano, ni mucho menos, pero salvo fatalidad, el verdadero talento suele abrirse camino.

Poco después de la trilogía de Barea, compré La raíz rota a través del periódico Público. La empecé un par de veces, pero al pasar por una obra menor no me llegué a animar, hasta hoy. La edición es de 2011, típica de coleccionable: la letra muy pequeña, alguna erratilla, el lomo y la pasta, de ínfima calidad, ha quedado con laceraciones después de leerlo. Lo guardaré, con todo, junto a su hermano mayor. Aunque tampoco vayamos a creer que La raíz rota es una novelilla. Se trata de una obra ambiciosa. El propio autor nos dice: al contar una historia sobre españoles viviendo en Madrid en 1949, he tratado de dar forma a problemas humanos que son universales y que de ninguna manera se limitan a un determinado país.

Como lector, esperaba una novela de posguerra, en la línea de Tiempo de silencio o La Colmena. Pero conforme iba leyendo, notaba la impronta del exilio en Barea y sus personajes, situaciones y hechos, que parecen sacados más bien de esa España de preguerra y puestos al día, pero sin el verismo de la experiencia propia. No hay el latido testimonial de La forja. Barea escribe sobre lo que recuerda de su país y lo combina con lo que ha investigado o le han contando.

El escritor partió al exilio en 1938 y nunca regresó. El que podría ser muy bien un trasunto suyo, Antolín, sí que lo hace. Es 1949 y llega con la seguridad que le otorga su pasaporte británico. Por motivos obvios tuvo que marcharse dejando a su mujer y sus hijos en Madrid. Regresa, se podría esperar que para reencontrarse con su familia, pero la cosa es más complicada de lo que parece. Ahí está lo universal. Diez años cambian a cualquiera. Entre esos años y los de la guerra, sus hijos, que eran niños, han crecido fuera de su tutela y son lo que son. Algo deben tener de él, se pregunta Antolín, pero, ¿habría sido igual de estar presente?

Barea publicó La raíz rota en 1952. España salía de su aislamiento internacional, Franco no iba a caer por el momento, aquello estaba cada vez más claro. El escritor se casó en 1924 y se divorció en 1938, su segunda mujer y con la que pasó el resto de sus días, la periodista austríaca Ilse Kulcsar, fue la traductora al inglés de sus libros. Barea tuvo cuatro hijos de su primer y fallido matrimonio y como Antolín, los dejó en España y aunque pudieron emigrar a Brasil más tarde, nunca los volvió a ver. ¿Fabula el escritor una vuelta que nunca tuvo lugar? ¿Se confronta con el pasado en la ficción? Desde luego, si esperaba encontrar lo que se encuentra Antolín, tuvo que pasar más de una mala noche. La familia se hacina en un cuchitril que deben encalar cada tres meses para evitar la proliferación de chinches. Viven humillados, porque su condición social ha caído a los infiernos de una corrala donde la intimidad se limita a unas cortinas de pared a pared. Luisa, su mujer, es fiel a las sesiones de espiritismo en las que don Américo, un viejo anarquista, invoca a su hija muerta a través de Conchita, una joven avispada y rumbosa que vive de la superstición de sus vecinos. Sueña con tener casa propia y criados, además de un cuarto propio forrado con terciopelo negro para seguir invocando al más allá. La hija, Amelia, vive pendiente de una vocación religiosa que solo llegará cuando tenga para pagar la dote al convento en cuestión. La tutela un cura altanero, compendio del nacional-catolicismo. Madre e hija esperan que Antolín venga con dinero fresco para colmar sus anhelos. En cuanto a los hijos varones, Pedro es un estraperlista y proxeneta que apunta a negocios más altos, algo para lo que el dinero del padre le puede venir redondo. Protegido de un coronel primero y luego de una madame después, se ha hecho falangista para cubrirse las espaldas. Su hermano Juan, en cambio, es un obrero comunista (lo que le sirve a Barea para deslizar, desde su convencimiento socialdemócrata, reafirmado por la experiencia del laborismo, varias puyas al dogmatismo marxista-leninista). La reunión, pasados unos días desde su regreso, de Antolín con su familia para comer un arroz desemboca en un cruce de reproches incendiario y es uno de los momentos álgidos de la novela.

La historia sigue su curso, con varias ramificaciones. Antolín encuentra lealtad en ese nido de miseria y corruptelas que es la España de Franco, una ayuda inesperada en la médium Conchita y recobra la ilusión con la novia de su hijo Juan, una muchacha huérfana donde Barea quizá vuelca el anhelo por su hija Adolfina, la única de sus vástagos con la que mantuvo una relación epistolar y que no pudo llevarse con él al Reino Unido. El final cierra unas puertas y deja otras abiertas. La raíz rota critica el abuso de poder, desgrana males patrios como la corrupción o la ignorancia, que por desgracia no fueron privativos del primer franquismo y las dificultades de mantenerse a flote en un mar de traiciones, desapego y miseria material y moral. Una novela interesante que como promete Barea al principio, va más allá del tiempo que describe y donde se ubica, por eso y por la pericia narrativa del autor, se sigue leyendo bien a día de hoy.

*Las imágenes están sacadas de un especial muy interesante del Instituto Cervantes, "Arturo Barea. La ventana inglesa" (https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/barea/default.htm). 

viernes, 14 de mayo de 2021

"Feria" de Ana Iris Simón y "Llévame a casa" de Jesús Carrasco

Cuando uno cumple los cuarenta, en tierras manchegas, se le dice en broma que tiene que dar la vuelta al jamón. No se precisa si la parte que queda es la maza, o sea, la más tierna y grasa o la babilla, la porción magra y estrecha que enseguida se queda hecha un zapato. Aunque se sobreentiende. Varado en ese ecuador, donde apenas sopla el viento, conforme van cayendo los años sobre la cuarta década, recibe uno la visita de los tres fantasmas. El del pasado, disfrazado de nostalgia. El del presente, que siempre trae mucha prisa y ganas de correr una maratón y el del futuro, lúgubre y con el colesterol alto. No vienen solos, les acompañan los amigos perdidos, los hijos que dejan atrás la bella infancia y los padres que envejecen y ya no son el pilar firme que fueron, sino que cada vez más necesitan que los apuntalen. Mis dos últimas lecturas han revuelto este arcón, porque tratan sobre mirar atrás y también de la responsabilidad de ser padre y ser hijo. O las dos cosas a la vez.

El éxito de Feria, publicada en una editorial modesta aunque consolidada como es Círculo de Tiza, se ha ido fraguando en el boca a boca, este suele ser un valor más seguro que las campañas de marketing. Ana Iris Simón (1991) debuta con una obra que no es una novela en sentido estricto, sino más bien una crónica, ya que aborda una serie de recuerdos familiares en tierras manchegas. No hay giros de guion, ni trama, ni género, solo una narración que se sostiene gracias a su honestidad. Y no se trata de un mero ejercicio de nostalgia, como pueda parecer. Era un poco mi miedo, porque de nostalgia estoy ahíto y vale que cuando empiezas la babilla te venga el fantasma del pasado, pero con treinta...  

Pues no, Ana Iris contiene ese caballo para que no se desboque y pone en su sitio los tópicos que han manchado a su generación, alejándola e incluso enfrentándola a la de sus padres y abuelos. Aunque tire a dar, es un relato sin inquina, cargado de buenos recuerdos. El manchego que soy se ubica con comodidad en esos patios llenos de cintas, geranios y gatos ronroneantes. Frente a las abuelas que son puro fuego, porque esta tierra es matriarcal y punto. Entre unos padres hijos del desarrollismo, que hicieron del sacrificio su modo de vida y sus hijos vivieron mejor que ellos, tuvieron más juventud, viajaron y luego se cayeron de culo. Resbalaron en un suelo de precariedad y al comprobar que sus referentes eran cartón piedra, volvieron la mirada a sus padres y abuelos: entre ellos habrá reproches, pero también un diálogo que nunca debería haberse interrumpido. Por eso quizá Ana Iris, que frisa los treinta, parece viejoven. Creo que se ha dado cuenta de que su generación abusa del autoengaño y la displicencia. Y de que hay un tiempo finiquitado del que es difícil valorar si fue mejor (probablemente no), pero sí que me atrevo a decir que fue más humano. Ana Iris evoca a su familia paterna y materna, sus demonios políticos y su infancia nómada acompañando a sus abuelos a las ferias de los pueblos. El oficio de feriante, extinto, le sirve para componer pasajes muy bellos. Lamenta los momentos en los que se avergonzó de su estirpe, pero qué se le va a hacer. Idéntico mimo pone en el retrato de sus progenitores. Sin desequilibrar la balanza y sin victimismo. En especial, me ha gustado cómo pone en valor a su padre, figura a menudo desterrada o castigada cuando se trata de rendir cuentas con el pasado. Imagino que habrá lectores poco interesados en estas memorias, porque no tienen nada de extraordinario. Pero lo ordinario también puede ser literatura y lo extinto no es ni más ni menos que las raíces, sin las que nada arraiga.

Feria va, creo, por la quinta edición y será uno de los libros del año. Jesús Carrasco (1971) sabe muy bien lo que es un debut fulgurante. Lo logró con Intemperie en 2013. Llévame a casa es su tercera novela, muy distinta a aquel primer éxito tanto en la historia como en el estilo. Ambientada en 2010, imagino que para quitarse el horror de la vida instantánea que se generalizó en la segunda década y con la pandemia ha acabado de esclavizarnos, cuenta la historia de Juan, uno de los numerosos expatriados que tras acabar la carrera dedican varios años de su vida a empleos precarios en el Reino Unido, en teoría para aprender inglés. Pero como reconoce Juan, aquello fue una huida en toda regla. De vuelta a Cruces, un pueblo ficticio del norte de Toledo, para asistir al entierro de su padre, su hermana le pondrá las cartas sobre la mesa: una oportunidad profesional irrechazable le obliga a trabajar en Estados Unidos por una larga temporada y por lo tanto, tendrá que ser Juan el que se ocupe de su madre, a la que le han diagnosticado la enfermedad de alzhéimer. Así que Juan, que regresó al pueblo por mero compromiso y presionado por su hermana, se verá de bruces con una responsabilidad inesperada, la de cualquier hijo: ocuparse de sus padres cuando no puedan valerse. 

Este es el planteamiento general de Llévame a casa y de ahí, la novela se mueve con sobriedad, sin sorpresas, hasta su poético final. Juan evoluciona y va asumiendo, poco a poco, su rol. Se produce en su caso una especie de toma de conciencia. Jesús Carrasco hace un trabajo de contención, casi minimalista. Son escasos los diálogos y los adjetivos. No hay florituras. Es una lectura fácil, pero al mismo tiempo, deja un poso profundo. La situación en la que se ve envuelto Juan es universal, de ahí que Carrasco deje libertad al lector para seguir la senda que propone a través de metáforas muy delicadas: un paisaje, un recuerdo o la descripción de una estancia. Al dar poca libertad a sus personajes, estos quizá caen en el arquetipo y depurando tanto el estilo puede parecer que a la narración, a veces, le falta empuje. La historia es tan verosímil que corre el riesgo de empantanarse. Al contrario que en Intemperie, aquí Carrasco asume menos riesgos, pero es como Ana Iris, honesto y la autenticidad da mucho valor a este libro. Creo que mucha gente se sentirá identificada y dejará volar sus recuerdos o en según que casos, sus miedos, cuando lea Llévame a casa. En este sentido, la veo como una novela que el lector seguirá construyendo y llevando a su propio imaginario más allá de lo que el autor cuente, a su terreno personal y viéndole así, quizá sea un acierto la austeridad que Carrasco ha elegido para esta historia. 

domingo, 4 de abril de 2021

"Con los perdedores del mejor de los mundos" de Günter Wallraff

                                            

Cuenta Günter Wallraff (1942), en esta recomendadísima entrevista en Jot Down (enlace), que durante el servicio militar, por la noche, colocaba flores en los fusiles de sus compañeros. Por eso lo enviaron a un psiquiatra que lo consideró una “persona anormal, no apta para la guerra ni para la paz”. Quizá este médico atinó, no obstante, porque el periodista alemán ha tenido una trayectoria profesional y vital que es de todo menos convencional. No podía alguien como Wallraff malgastarse en una vida gris, de alienante normalidad. Parecía destinado a otros fines. Pronto depuró su método, que en alemán ha dado lugar a un verbo (wallrafear), consistente en utilizar una identidad falsa para vivir en primera persona aquello que se quiere denunciar. Su primer gran aldabonazo fue publicado en España como El periodista indeseable. Wallraff se infiltró en las tripas del diario sensacionalista Bild y sacó a la luz toda su putrefacción. Le llovieron las demandas y las campañas de desprestigio, la mayoría las afrontó y ganó. De hecho, sentó jurisprudencia, cuando el Tribunal Supremo alemán declaró que en ciertos casos prevalece el derecho público a la información. Cuando se trata de desenmascarar a los malos, el fin justifica los medios. Cabeza de turco (reseña), en la que Wallraff se transformó en el inmigrante Alí y durante meses se jugó el tipo trabajando en condiciones de esclavitud, le consolidó como el periodista más importante de Alemania y un verdadero azote de conciencias.

Con los perdedores del mejor de los mundos (mi edición es de la extinta Círculo de Lectores, pero está disponible en Anagrama), reúne trabajos posteriores de Wallraff. Cronológicamente, se ubican justo después de la crisis financiera global de 2008. El periodista ya se acerca a los 70 años, algo a destacar por las situaciones a las que se va a exponer. El libro se divide en ocho partes, en cuatro de ellas Wallraff cambia su identidad, según el método que le hizo célebre y en las otras recaba diversos testimonios, que no son menos elocuentes. A pesar de la sobriedad del estilo, nada literario, este libro se me ha hecho de difícil digestión. Imposible tragar tanta injusticia de una vez. He tenido que dilatar su lectura, mucho, porque algunos pasajes eran terroríficos. Puede que el formato documental, la imagen en movimiento, parezca un medio más adecuado a los tiempos, pero el ritmo que impone la lectura (más lento) te impregna, te deja pensando. Te corroe, en todos los sentidos. Aparte de la parte de investigación, en cada capítulo, Wallraff relata las consecuencias de sus denuncias, la respuesta de las autoridades y en algún caso, de los implicados, de la opinión pública, de muchas personas que se le confían por carta buscando su ayuda. Esto ayuda a componer no solo un relato de los hechos, sino que también es un alegato a favor del activismo y contra la pasividad. El autor se moja y persigue un fin, más allá de un titular o vender libros: buscar enmendar lo que considera torcido. 

El primer capítulo se titula Negro sobre blanco. Wallraff se disfraza de negro y de manera increíble, logra dar el pego (vídeo). Las situaciones son forzadas y temerarias, por ejemplo cuando se le ocurre merodear en los alrededores de un estadio donde se concentran los ultras (gente de gran tolerancia racial, como se sabe) y como no tiene bastante, se mete con ellos en el tren de regreso. Tiene que salvarle el pellejo una policía con bemoles, a punta de pistola. También intenta buscar piso, con poco éxito o integrarse junto a un grupo de excursionistas bávaros, que le hacen el vacío. Me escamó un poco, por eso quizá los siguientes capítulos me golpearon con tanta fuerza.

Esperaba otra sucesión de anécdotas de corte sensacionalista. Pero no. Wallraff se transmuta en un sintecho en pleno invierno alemán. Sufre las humillaciones, los rigores del frío extremo, el miedo y las historias de esas personas trituradas por las circunstancias. Hay de todo, alcohólicos, empresarios fracasados, enfermos mentales, jóvenes y viejos. Olvido de las administraciones, corrupción y negocio con la necesidad, también. En panecillos para Lidl, Wallraff entra en el mundo de las subcontratas. Nos hace mirar donde no queremos. De algún sitio tienen que salir los hipermercados a rebosar, siempre con producto recién envasado, siempre al mejor precio. En Con los perdedores del mejor de los mundos, la ética empresarial es puesta en el cadalso una y otra vez. El delirio absoluto es el capítulo Llamar y timar, todo es empezar, donde Wallraff se infiltra como teleoperador en los llamados call centers. Los telefonistas son azuzados para que engañen y estafen, buscando el cuello del más débil. Cada incauto caído en sus redes se celebra con júbilo. Las empresas facturan millones. El efecto destructivo o alienante en estos trabajadores es devastador.

Los capítulos donde Wallraff recoge testimonios de precariedad laboral, saqueo de empresas públicos (en concreto, los ferrocarriles alemanes) casos de mobbing empresarial y abogados especializados en machacar a trabajadores díscolos (y que cobran minutas millonarias por ello), no son menos espeluznantes. Uno piensa que el primer capitalismo, de inhumano recuerdo, queda lejos y que ahora, al menos en Europa, las relaciones laborales y económicas están revestidas de justicia social. Pero hay que rascar, solo así se comprueba su autenticidad y Wallraff descubre que la locomotora de Europa esconde mucha inmundicia. Me pregunto qué sacaría un periodista como Wallraff de nuestra España. Y lo peor, si lograría cambiar algo o si importaría  alguien. Prefiero no ahondar en esta cuestión. Es muy indignante comprobar (hace un par de años un chef español sacó el tema a colación, pero rápidamente se corrió un tupido velo) que los restaurantes de lujo, de elaboradísimos platos y estrellas Michelín, se alimentan como vampiros del esfuerzo casi gratuito de jóvenes aprendices, con jornadas de sesenta horas semanales. Los testimonios expuestos y la cínica reacción de estos negreros, escuece tanto como el desinterés absoluto de sus clientes.

Wallraff nos muestra que en la sociedad de la opulencia hay brechas y si se persigue o desea la justicia, debemos cerrarlas. El dinero, la búsqueda del máximo beneficio, "los imperativos de la sociedad del entretenimiento, del sentirse bien", no puede serlo todo. O como decía aquella canción: hay un asunto en la tierra más importante que Dios: y es que nadie escupa sangre para que otro viva mejor.

sábado, 13 de febrero de 2021

"Los pazos de Ulloa" y "La madre naturaleza" de Emilia Pardo Bazán



No había leído a Emilia Pardo Bazán hasta ahora, que lo he hecho por partida doble. Me condujo Pérez Galdos y tiene gracia el asunto, porque ambos escritores mantuvieron una intensa relación, que tuvo su reflejo epistolar. La fuente de mi interés fue la noticia, hace unas semanas, de un coleccionista con demasiados escrúpulos que al parecer posee —y no quiere vender— las cartas de Galdós con la escritora. Ya que la de Emilia Pardo Bazán a Galdós se conoce y publicó hace años, de cruzarse ambas correspondencias, más allá del morbo, creo que constituiría un gran hallazgo y el sueño de muchos lectores. A veces en torno a figuras de esta magnitud se crea una maraña mítico-académica que impide apreciarlos como seres humanos que fueron.

Los Pazos de Ulloa se publicó en 1886. Yo tenía a La Regenta como lo mejor del siglo, pero puede que esta se le acerque. Es, claro, la opinión de un lector, no más. La historia, ambientada en la Galicia rural, se desarrolla a partir de contraposiciones: la vida primitiva de la aldea, frente al convencionalismo de la ciudad, la lucha entre la moral y el instinto, etc. Esas cosas. Todo comienza con la llegada de Julián Álvarez a los Pazos. El cura, recién salido del seminario, apocado y en extremo linfático, acude para servir a don Pedro Moscoso, un hidalgo asilvestrado que vive a merced de Primitivo, su astuto criado y su hija, con la que ha tenido un niño al que llaman Perucho. Pardo Bazán, en la línea del naturalismo, hace un estudio detallado de la personalidad de cada uno de sus personajes, que se conducen ante las diversas situaciones que se les presentan tal y como se espera de su temperamento. Julián, en cierto momento, trata de enmendar la disolución moral que reina en los Pazos y convence a don Pedro Moscoso para que vaya a la ciudad a visitar a su tío don Manuel Pardo de la Lage, otro marqués en la ruina y de paso elegir esposa entre sus primas. Así ocurre, pero la vuelta triunfante de Julián, tras consagrar el matrimonio de don Pedro con Marcelina, Nucha, (de la que el cura parece enamorado, al menos de manera platónica), desemboca en un drama con un estremecedor final.

Entreverado, se describen los tejemanejes de los caciques locales durante las elecciones, soberbio retrato de las miserias políticas decimonónicas. No siempre lo pasado fue mejor. En política. En lo que respecta a literatura, la prosa de Pardo Bazán es magnífica. Qué más voy a decir. Y la intensidad de estos personajes, su profundidad y el modo vivísimo en el que se exponen sus conflictos, constituye uno de los grandes alicientes de este novelón. En especial el joven capellán, Julián, un ser cuya inocencia es quebrada para siempre en los Pazos. Es el sino de las personas hipersensibles, en algún momento la vida les escalda. Lo bueno (grande) de la literatura es cuando te reconoces en algún personaje como frente a un espejo y su destino atraviesa el tuyo.  

                                        Castillo de Pambre, Palas de Rei (Lugo) 

Tras acabarlo, supe que a los pocos meses Pardo Bazán dio a la imprenta una segunda parte, La madre naturaleza y allí que me fui. Es bien distinta a la primera, considerarla mejor o peor dependerá de gustos, porque las virtudes de narradora de Pardo Bazán brillan con el mismo fulgor. Cambia, eso sí, el enfoque. Si Los Pazos es una novela de personajes, aquí el decorado acapara mayor protagonismo. La Galicia rural es descrita con poética precisión, un paisaje de ensueño, poblado de tipos humanos singulares, que parece anclado en los márgenes del tiempo. Los mismos personajes serpentean por las lindes de La madre naturaleza, pero esta vez el protagonismo lo tienen los dos niños ya crecidos, Perucho y Manuela. Y una nueva aparición, Gabriel, el hermano pequeño de la mujer de Moscoso, que llega a los Pazos para hacerse cargo (y casarse) de su sobrina. La cuestión es si Manuela aceptará la proposición de su tío, porque anda enamorada de Perucho, el hijo que Moscoso tuvo con la criada y que por tanto es su hermano de padre aunque ambos desconocen tan espinoso asunto. El tema del incesto no gustó y he leído que fue el motivo de que en su época, público y crítica dieran la espalda a esta gran novela.

El final, como en la primera parte, es de un patetismo sobrecogedor. Quizá La madre naturaleza aporta mayor placer estético y me gustan mucho sus descripciones y los incisos etnográficos, aparcada la cuestión política de la primera parte. En cualquier caso, creo que es bueno leer ambas obras de manera consecutiva. Juntas constituyen un díptico imprescindible si se quiere ahondar en la gran literatura en español.