miércoles, 28 de noviembre de 2018

FERMÍN Y SULTÁN

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El cadáver de Fermín yacía sobre la cama. Hacía ya algunas horas que su corazón se había detenido para siempre, agotado por lustros de tabaco negro. Sultán, cruce de pastor alemán y mastín, deambulaba ansioso alrededor. El perro, consumido por los años, despeluchado y artrítico, velaba sin tregua junto a su amo y cuando alguien osaba traspasar el umbral de la puerta arrugaba el hocico, mostrando sus feroces colmillos embadurnados de saliva verde.
Pronto llegó la hora del sepelio y para poder entrar en la habitación y llevarse a Fermín tuvieron que sacrificar al animal. Sultán recibió el disparo impávido, blandiendo un sable desafiante en la mirada. Se suele llamar perro al hombre despreciable y del que hiede se dice que huele a perro. Algo es perro cuando es indigno o malo. Me parece injusto que esos atributos negativos recaigan en un ser capaz de mostrar una lealtad tan inquebrantable. Era un cachorro escuálido cuando Fermín lo encontró medio muerto de hambre, rebuscando entre los restos de comida que habían quedado entre la hojarasca. Le llamó Sultán por su color negro y su mirada profunda de príncipe árabe. El animal se crió junto a las cabras, persiguiendo a las perras en celo cuando no apremiaba el trabajo y labrándose una reputación de perro astuto y dócil. Fermín, que en su juventud había probado suerte como maletilla, le enseñó a embestir como un toro bravo. El can agachaba la cabeza, buscando la muleta y arremetía transformado en el mejor de los Miuras, mientras el pastor cargaba la suerte hacia la derecha o la izquierda, según la inspiración o así se viese dispuesto.
Todos los días, al filo de la mañana, Fermín sacaba sus ovejas y cabras en peregrinación, atravesando la vereda hacia los campos baldíos. Yo tenía que coger el autobús a la salida del pueblo a la misma hora, para ir al instituto. Cuando llegaba a la parada, que estaba en la carretera, apenas divisaba el reguero de excrementos, como mucho una nube de polvo a lo lejos y sabía que Fermín se me había adelantado. Pero a veces casi nos encontrábamos, como dos amigos al volver la esquina, si esto es posible en la llanura, donde todo es espacio.  Entonces Sultán alzaba las orejas y se removía nervioso junto a su amo, para que le diera licencia y luego corría hacia mí, como cuando dan el pistoletazo de salida en los cien metros y se me abalanzaba alargando su lengua amigable.
 Las tardes ociosas, cuando las había, porque casi siempre tocaba arrimar el hombro en el campo, estudiáramos o no, hacíamos una visita a sus dominios, la ancha llanura, las cunetas y los baldíos. Nuestra presencia era anunciada por el tableteo de un motor y una estela de polvo y piedras en suspensión. Llegábamos zumbando entre los caminos como un enjambre de avispas, haciendo trompos y levantando el hocico de la moto como si nos preparáramos para una justa.
Fermín al principio nos observaba impávido, luego levantaba la barbilla, estirando el cuello como una tortuga que emerge del interior de su caparazón y nos gritaba para que dejáramos de hacer ruido, un grito prolongado de una sola sílaba, que repetía como la alarma con la que se previene a la población de la inminencia de un bombardeo. Luego compartíamos charla, pitillos y una litrona. Las cabras se arremolinaban alrededor, mordisqueando aquí y allá, desperdigando sus excrementos, a veces sobre nuestros zapatos y dando chupadas al cigarrillo que le poníamos en el hocico con infantil malicia. Cuando alguna aprovechaba la falta de vigilancia y se escabullía dentro de un sembrado, Fermín llamaba a Sultán y juntos emprendían su búsqueda. Elegíamos ese momento para despachurrar la piedra de hachís y liar un porro que fumábamos con fruición, contemplando el regreso del pastor, Sultán y la cabra díscola como si se tratara del final de un Spaghetti Western. Al llegar a nosotros, Fermín arrugaba la nariz y movía la cabeza, taladrándose la sien con el dedo índice:
— ¡Mira que sois tontos!, si yo os contara…
Y nos explicaba como en Marruecos secan el cáñamo en los tejados de las casas y la porquería que pasa a través del precario tamiz con el que consiguen la resina. Además de los recovecos que recorre la piedra—y con esta parte reía mucho— para poder cruzar el Estrecho sin mayores contratiempos. 
Al pastor le agradaba rememorar su juventud y nosotros le escuchábamos embelesados. Había vivido en Tetuán y conservaba en su casa una chilaba que se ponía los escasos días de descanso, cuando cuidaba de sus pájaros y liaba cigarrillos bebiendo chatos de vino tinto. Así lo encontraron en el suelo del patio, la mano todavía fuertemente asida al corazón, el charco púrpura del vino seco, los ojos abiertos y pétreos que apuntaban al teléfono sobre la mesa.
Fermín sonreía satisfecho cuando alguien se deshacía del porro a medio fumar para darle gusto y entonces proseguía su narración, que conocíamos punto por punto: las especias del zoco, las calles tortuosas, el hedor a orín y estiércol en las puertas de la medina, la calima que arrastraba el siroco desde el desierto, los minaretes y el canto del almuédano. Hasta que la conversación viraba hacia sus amores de juventud, pagados con promesas, media docena de huevos y un queso envuelto en papel de estraza. Mientras, las cabras y ovejas roían los escasos diez centímetros de tallo amarillo que las máquinas habían dejado después de la cosecha o se arracimaban en torno a los montones de alpacas, diseminados como piezas de un tablero de ajedrez.
Poco a poco, la pelusilla del bigote se fue cerrando y me fui llenando de hombre. Acabé el bachillerato y dejé el pueblo, como la mayoría de la gente joven, para buscarme la vida en Madrid. Arrastrando una maleta, con el traje holgado heredado de un primo de mi madre, comencé vendiendo seguros, hablando con afectación para sacudirme el acento provinciano y luego, pasados los años, conseguí trabajo en un banco.
Me enteré de la muerte de Fermín porque mi madre llamó por teléfono para avisarme y me relató la ejecución de Sultán. Lo recuerdo más o menos así: el ruido del televisor del vecino se filtraba a través de los tabiques del apartamento de extrarradio donde vivía. Estaba fumando un cigarrillo en la cocina, con cuidado de no manchar de ceniza los últimos informes, todavía bajo los efectos del Diazepam. Luchaba por aplacar mi conciencia, porque esa mañana, diez minutos después de denegar un crédito, por inviable, el director me había llamado a su despacho, cerrando la puerta con el pestillo y bajando las láminas de la persiana veneciana. Cinco minutos de conversación, donde mi papel fue asentir con la cabeza, bastaron para que todo aquel dinero volara hacia la cuenta de un hombre de paja —yo lo intuía—, testaferro de sabe dios que empresario o politicastro. Pensaba en esto, o mejor dicho, trataba de espantar estos pensamientos, cuando sonó el teléfono, una, varias veces. Me resistí a cogerlo, no quería escuchar otra vez la voz engolada del director y su discurso hipócrita, pero al final, por un impulso, lo descolgué.

Pedí un día libre para asistir al entierro. Era a finales de otoño. Una alfombra de musgo crecía en las eras, de un color verde brillante, con tonalidades casi azuladas. El sol, que apenas rebasaba la línea del horizonte, incidía con sus rayos rasantes y le daba un aspecto parecido al tapiz de una mesa de billar.
Dejé el coche en casa de mis padres. Tuve que agacharme para que mi abuela, que se marchitaba junto a la ventana en una mecedora mullida con cojines, pudiera recorrer mi cara con sus dedos temblorosos y mirarme a través de su cristalino, enturbiado por las cataratas de los años, sin reconocerme.
Me dirigí a la iglesia y allí me reencontré con varios amigos de la adolescencia. Nos dimos apretones de manos y golpes en el hombro, tratando de romper la coraza de mutua desconfianza que crece entre las personas que pasan años sin verse.
Después de dar el pésame a los familiares, formando una larga cola en el interior del templo hasta el altar, el féretro con el cuerpo de Fermín fue sacado al exterior e introducido en el coche que esperaba como la barca de Caronte, parado bajo el arco gótico de la puerta.  Nos dirigimos al cementerio a pie, recordando los tiempos en los que visitábamos a Fermín y nos contaba sus historias de maletilla con tal o cuál novillero, sus escarceos amorosos y los años que vivió en África.
De reojo observé a mis antiguos amigos, los rostros ajados, las arrugas incipientes o profundas, según el caso, los vientres abultados, el pelo batiéndose en retirada de la coronilla o la frente. El peso de los años, el arado del tiempo que iba abriendo su surco, hincado cada vez más profundamente, removiendo los restos de cáscara joven y preparando el terreno para la siembra de la madurez. Recordé los días de otoño, cuando la barba del cereal despunta en la tierra recién arada y las aves en bandada se arremolinan, parlamentando ruidosas para después emprender el vuelo, trazando un semicírculo y mostrando el dorso blanco de las alas.
La comitiva se detuvo en la isla de sepulturas que ocupaba el centro del camposanto, flanqueada por cipreses y columnas de nichos. Se colocaron las coronas de flores, con las inscripciones protocolarias. Muchos se abrazaron entre lágrimas. Los operarios destaparon la tumba, removiendo la lápida de mármol como si fuera la piedra del Santo Sepulcro. Después fueron bajando el féretro con una maroma, hasta que a Fermín se lo tragó la tierra.
Ya nos íbamos, cuando se escuchó jaleo. Por la larga avenida de cipreses se acercaban con paso raudo dos de sus sobrinos más jóvenes, sosteniendo una pequeña caja de color caramelo que contenía los restos de Sultán, el valeroso lugarteniente del pastor. Era deber de todos los que nos hallábamos allí garantizar que el animal compartiese la eternidad con su maestro. Los amigos, sacudiéndonos la modorra, apartamos a los operarios y con gran ceremonia, bajamos los restos de Sultán hasta escuchar el golpe de la  madera contra la caja y nos pareció que amortiguado por el colchón de tierra, resonaba la risa del pastor y el ladrido del perro que corría hacia sus brazos como cuando era un cachorro.   

La fotografía es de una estatua en honor a Hachiko, un perro que esperó a su amo en la estación de Tokyo durante años, hasta su muerte (https://www.excelsior.com.mx/). La historia del relato, sin embargo, no la inspiró Hachiko, sino mi amigo Paco Bellot y está basado en sus propias vivencias. Una versión recibió el primer premio en el XXIV CERTAMEN LITERARIO "CORPUS CHRISTICAMUÑAS 2018.