viernes, 21 de octubre de 2016

"Amistad de juventud" de Alice Munro

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Alice Munro (1931) es una escritora canadiense a la que buena parte de la crítica considera la “maestra del cuento contemporáneo”. Nació y se crió en una zona rural de la provincia de Ontario, se casó con tan solo veinte años y tuvo tres hijas. Según he leído en una entrevista, su ajetreada vida doméstica apenas le concedía una pequeña tregua durante el tiempo de la siesta, que era cuando podía darse al placer de escribir. Así se fue fraguando su estilo, de manera tan sólida, que cuando sus hijas crecieron ya había quedado atrapada en el laberinto de contar mucho en pocas páginas y lejos del arquetipo de escritora de largas y meditadas novelas. Ese proceso de destilación literaria, de elaboración pausada en los intersticios de la vida doméstica, probablemente fortaleció su singular capacidad para concentrar un universo, una novela entera, en treinta o cuarenta páginas. 

Se trata de diez historias de unas treinta o cuarenta páginas de extensión cada una. Los protagonistas suelen ser mujeres y por tanto, el punto de vista es netamente femenino. Los hombres quedan en general tan solo abocetados, poco definidos, apenas rasca la autora en su superficie. En cambio, ellas son expuestas con todo detalle. No son perfectas, al contrario, no hay una mitificación de la mujer ni un combativo feminismo, no son víctimas, ni tampoco seres trascendentes. Se relata su vida, los momentos de transición o las encrucijadas que tienen que afrontar, la manera en la que rompen la cáscara conyugal, sus infidelidades, divorcios, su búsqueda de la propia identidad, desafiando al destino. Sus problemas domésticos, en fin, su cotidianidad.

La escritora canadiense Alice Munro. | AFP
Alice Munro ganó el Premio Nobel de Literatura en 2013 (Foto: El Mundo)

Atrapan porque Munro logra crear una relación de intimidad entre sus personajes y 

el lector. Por ejemplo en “Oh, de qué sirve” nos relata la historia de dos hermanos, Morris y Joan y una niña que vive en su vecindario, Matilda. Con saltos temporales, la autora expone varios momentos de sus vidas, hasta su madurez. Ocurre también en “De otro modo”, donde dos amigas, Maya y Georgia, se reencuentran después de treinta años sin verse y rememoran su pasado.
La cuestión temporal es interesante. Se superponen espacios y tiempos, la voz narradora salta de un lugar a otro. Se detiene y dilata en aquellos momentos trascendentes, mientras que pasa por encima de lo banal. Son relatos construidos a través de instantáneas, como si cualquiera repasara su vida en carrusel y decidiera detenerse en este u otro punto, y rememorar con detalle, pasando rápidamente después hacia otro lugar. Esto proporciona cierto aire de nostalgia, especialmente en “Agárrame fuerte, no me sueltes”, en el que una viuda viaja al lugar donde su marido pasó parte de su juventud. El paso del tiempo ha hecho tales estragos, que nadie parece recordarlo. Es angustioso pensar que los años pueden verter esa capa de olvido y borrar nuestro rastro de lugares que nos han marcado. Da mucho que pensar en la existencia de uno mismo y su relativismo.

En cuanto al estilo, es bastante realista. No hay alusiones, todo se dice y queda al descubierto. Es preciso, sin alardes retóricos. Hay matices, eso sí, dispersos aquí y allá, como breves relámpagos. Son cuentos que requieren una lectura pausada y minuciosa, son para degustar como un producto culinario elaborado, no engullirlos como fast food. Y sobre todo releerlos, por lo que palpita en ellos esa condición del relato que lo distingue de la novela y lo aproxima a la poesía, la necesidad de ser revisitado.

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Entorno rural cerca de Ontario, similar al contexto en el que se desarrollan buena parte de los relatos
(Foto: http://fotosmundo.net/paisajes-hermosos-ontario/)
La mayoría de las historias se desarrollan en un medio rural humilde, en pequeñas granjas o aldeas, lo que conecta con la propia experiencia vital de Alice Munro. Hay un gusto por el detalle, por los objetos y el entorno familiar y doméstico. Otro punto a favor es su maestría con los diálogos, certeros y naturalistas, perfectamente insertados dentro del relato.

El tema de la amistad, que da nombre al libro, actúa como hilo conductor en la mayor parte de las historias. La amistad con su fecha de caducidad, irrecuperable cuando se pierde o abandona, imposible de revivir después en las mismas condiciones. Hay traiciones y olvido, nostalgia, remordimientos y miedo. Aquí la autora supongo que expone su propia experiencia: con ochenta años el recuerdo de la amistad de juventud se emborrona y da pavor incluso certificar su fin.

Amistad de juventud es uno de esos libros que dejan huella y una herida que nunca cierra. Una desazón que solo se calma releyendo, como una fotografía que se saca del álbum y se mira miles de veces y cada vez nos evoca cosas nuevas y nos hace revivir emociones que creíamos haber olvidado.


Esta reseña la escribí el verano pasado, cuando leí el libro y la tenía olvidada entre tantas. De momento, mientras recupero el ritmo lector no está de más recordar a una de las grandes del relato contemporáneo y reivindicar de paso el Premio Nobel de Literatura. 

viernes, 7 de octubre de 2016

PUBLICAR A TODA COSTA



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Paso por un momento, quizá contagiado por este otoño tan atípico, de sequía lectora. Me gusta dedicar tiempo a mi trabajo fuera de la jornada matinal, nadando a contracorriente de lo que la mayoría presupone. La noche suelo dedicarla a leer o escribir, generalmente las dos cosas porque soy multitarea, a mi pesar. Digo suelo porque llevo un mes en el que mis hijos están francamente rebeldes y se niegan a irse a la cama a una hora razonable para su edad (casi cuatro y dos añitos). Uno de los rasgos de mi carácter que he fortalecido con la paternidad es el de la paciencia y me aplico a la tarea de dormirlos como si fuera un Buda. Revoluciones aparte, la cuestión es que a las once y pico de la noche, cuando consigo que ronquen, ya estoy a un paso del agotamiento. Así que mis ansias lectoras (que vosotros, blogs amigos, alimentáis) se ven interrumpidas, pero no menguan. Lo mismo ocurre a la hora de escribir, estoy todo el día en estado de ebullición, con la tapa bailando encima de la olla de mi cabeza y en cuanto agarro el teclado solo se escucha en la casa el tableteo de ametralladora de mis dedos (por suerte escribo rápido), durante treinta minutos o una hora. El resultado, pues algo como esto. Un ruina montium, al estilo de los romanos. Agua, barro y espero que alguna pepita, aunque sea de oro “golfi” (se escribe “gold-filled”). 

Se me olvidaba el motivo por el que me he sentado a escribir ahora, cerca de las doce. En parte es por no perder el hábito. Como no tengo lecturas nuevas (todavía estoy acabando Los detectives salvajes), pues os cuento mis cuitas literarias, ya que el blog va un poco de eso. 

Esta semana he recibido dos emails un tanto desconcertantes. En el primero, me anunciaban el fallo de un concurso de novela corta. Dejo un pantallazo, borrado lo esencial, que tampoco me quiero meter en líos. Bastante tengo con el mundo real para embarrarme con el virtual. Para los perezosos, el mensaje dice que no he sido el afortunado, pero que han hecho una selección de obras (intuyo que es mentira) “que tendrían cabida" en su "sello editorial”, pero debido a la falta de presupuesto, no pueden publicar. Eso sí, si considero “oportuno aportar los recursos económicos necesarios”, pues ellos encantados. Les ha faltado pedirme que saque la basura y al perro. En fin, yo sé que la autoedición es moneda corriente en autores nóveles, pero esta “oferta” es ya pasarse de listos. Aunque soy muy ignorante del mundo editorial y lo mismo el que se está pasando de listo soy yo. Lo peor es que el mensaje toca un tema peliagudo y es el de la vanidad, que todos tenemos en mayor o menor medida. “Hemos hecho una selección de 20 novelas”, entre trescientas y pico. Uno se pregunta, ¿será verdad eso de que estoy en el Top-20? Pues mi intuición, que falla poco, me dice que no. Esto es una táctica comercial. Así que a la papelera de reciclaje. 


El segundo mensaje va en un sentido parecido. Este verano acabé un conjunto de relatos que tengo sobre el tema del desarraigo, la memoria y tampoco os quiero cansar, pero se me pasó por la cabeza tratar de publicarlos. Una editorial me contestó esta semana con otra oferta “tentadora”. En resumen, más de lo mismo. Tocan la fibra de la vanitas (corto y pego: la difícil situación por la que atraviesa el mercado editorial ha impedido valorar positivamente las posibilidades comerciales de una obra cuyo autor aún no goza de la notoriedad que merece) y luego me ofrecen una coedición, cosa de poco: desembolsar mil eurillos para comprar cien de mis libros. Eso sí, una inversión—aseguran— fácilmente recuperable. No he contestado todavía a este email. 

Ambos mensajes me han hecho pensar en la cuestión de publicar. No tengo mucho tiempo, ya lo comentaba. Además, escribo ficción desde hace apenas dos años. Antes le dedicaba tiempo a un diario personal y a pergeñar poesías espantosas, sin rima ni nada, pero que me servían de purgante. A pesar de todo, ya tengo una producción más o menos copiosa, teniendo en cuenta las circunstancias. La gran mayoría no lo ha leído ni mi mujer. Algunos han recibido algún premio menor o han sido finalistas y por ahí andan, en antologías de andar por casa. De todo esto, me ha extrañado no tener ilusión por publicar, una vez que he recibido estas dos ofertas que aún a pesar de sus condiciones leoninas, me deberían hacer dudar. Pero en mi caso, casi me han llevado a desistir de seguir intentándolo. Es decir, seguir enviando material a concursos o a editoriales. Si publico algún día, no quiero arrepentirme luego. No quiero avergonzarme. No sé si es soberbia por mi parte, pero me gustaría que mereciera la pena lo que hago si me decido a darle visibilidad, no para entrar en el Olimpo, que desde hace tiempo está cerrado a cal y canto. Pero como escuché hace poco a Benjamín Prado, y ya son las doce y media, tengo que acabar porque luego me ataca el insomnio, vocación y equivocación son palabras demasiado parecidas. No quiero equivocarme y ese miedo, me parece a mí, convierte a la vanidad en una cucaracha que apetece hacer crujir bajo el zapato.  

*La fotografía del principio es la Alegoría de las Artes de Vicente Palmaroli González (1834-1896) (laalcazaba.org)