domingo, 28 de junio de 2020

EL AÑO SIN VERANO

Figura 7: El Temerario Remolcado a Dique Seco (The Fighting Temeraire Tugged to Her Last Berth to Be Broken up). William Turner, 1836. The National Gallery, Londres. La pintura original muestra colores menos anaranjados pero este realce, muy difundido en la red, plasma a la perfección los ocasos que el autor quiere transmitir.
Pintura de William Turner, que refleja los atardeceres de aquel año sin verano (Fuente e información científica sobre el hecho: https://aemetblog.es/2016/06/23/1816-el-ano-sin-verano/)

Al menos en Europa, 1816 pasó a la historia como el “año sin verano”. Parece ser que unos meses antes el volcán Tambora, en una remota isla de lo que hoy es Indonesia, comenzó a regurgitar lava y ceniza volcánica. Millones de toneladas de polvo alcanzaron la estratosfera y fueron diseminadas por los vientos hasta formar un velo gris que cubrió casi toda la Tierra. La temperatura media descendió y se vivieron graves perturbaciones climáticas, especialmente en la zona templada del hemisferio norte. Llovía sobre mojado, porque Europa apenas despertaba de una década de guerras, matanzas y destrucciones. A su principal responsable aún se puede rendir pleitesía en la iglesia parisina de los Inválidos. Los atardeceres fantasmagóricos que provocó el velo de cenizas fueron inmortalizados por Turner, afilando su genio. Lo lúgubre del asunto, la hambruna de una severa posguerra, estimuló el nacimiento de uno de los villancicos más universales y esperanzadores: “Noche de paz”.  Aquel año sin verano, como es bien conocido, reunió en Villa Diodati, a las orillas de lago Leman, a Percy Shelley, Lord Byron, Mary Godwin y John Polidori, entre otros. Confinados junto a la chimenea, comenzó la andadura de dos mitos literarios: Frankenstein y el vampiro. 

Puede que este año 2020 sea, dos siglos después, otro año sin verano. O al menos un verano anómalo. No por las temperaturas, en este momento me cocino lentamente en mi buhardilla mal aislada. Algo más diminuto que las virutas de ceniza que rodearon el globo y convirtieron los crepúsculos en derrames sanguinolentos, un virus, amenaza el verano occidental. Nada será igual y no sabemos si esta libertad de la que gozamos desde el 21 de junio será permanente o condicional. Una cuadrícula de seguridad cubre kilómetros de playa para separar a los bañistas, los hoteles quedan mediados, las fronteras entreabiertas. El paso del estrecho, clausurado. Las piscinas públicas, donde vivo, no abrirán este año. Los parques infantiles siguen con el precinto, desvaído por los meses. Los meseteños nos asfixiamos tras nuestras mascarillas, algunos las llevan en el codo, como un banderín azul y otros retroceden a la infancia y las colocan de babero. El verano, la época del despiporre, se ha convertido en un tiempo de desconfianza, de prevención, de juntar las manos rogando que la temida neumonía bilateral y la tormenta de citoquinas, que colmató los depósitos de cadáveres en marzo y abril, no regrese en noviembre. Que la sopa de anticuerpos que dejó el virus en nuestros cuerpos leve o gravemente enfermos no se diluya y la barrera se abra de nuevo a la enfermedad, hasta que diezme a nuestros ancianos y compromete la vida de personas sanas por azar genético. 

Es verano, pero hay miedo a perder el empleo, a ver reducido de un tajo nuestro precario bienestar, a que sobre la clase media caiga otra crisis definitiva. Aún tenemos los moratones y desconchones de la anterior. Aquellos viviendas sobrevalorados que pagamos a precio de oro y toda una forma de vida destruida para dar paso a un vacío hedonismo. A una frustración que atemperamos comprando en Internet. 

Como soy docente disfruto de dos meses de vacaciones, relativas, puesto que no las paso en ninguna playa tropical. Con todo, recuerdo mis años mozos, que se dice por aquí. Los veranos tras un fortín de platos por lavar y vasos que rellenar. El mes de julio cebando la hormigonera, bajo ese Lorenzo madrileño que pica como un escorpión, aunque te arrimes a la Sierra. Fortaleciendo la musculatura haciendo press de hombro, pero no con mancuernas, sino con melones recién cortados. A pesar del agotamiento, del moreno albañil y de las neuras de la edad, aquellos veranos eran un tiempo de despreocupación vital. De noches eternas. Ahora no tengo esa sensación, cuando paseo con mis hijos, sofocado y veo los negocios con el cartel de cierre, el baile de hienas de la política local, los trescientos muertos en marzo y abril (casi uno de cada cien habitantes, que se dice pronto) de mi ciudad. 

El año sin verano de 1816 engendró obras maestras del arte, la literatura y la música. La población mundial apenas rebasaba los 1.000 millones de habitantes y hoy nos acercamos a los 8.000. Extensas zonas del mundo ni siquiera estaban alfabetizada. La cantidad de personas capaces de producir algo memorable, hoy, es mucho mayor que en 1816 y cuenta con una red global y colaborativa inimaginable entonces. Se pueden esperar grandes logros de este año sin verano, de este verano de preocupaciones. La incertidumbre es fértil. Y se trata de buscar un rayo esperanzador. En mi caso, dentro de unos días haré la pausa estival bloguera, que ya es tradición. Serán unos meses de digerir las numerosas lecturas del confinamiento, disfrutar de mi familia y pensar en esos cambios en mi vida que el virus parece haberme puesto sobre la mesa, con expresión de: “decídete. Ahora o nunca”.  Ojalá este verano anómalo, de resaca, no sea un puente, un engañoso periodo interglaciar. Espero que lo disfrutéis.  

viernes, 12 de junio de 2020

LECTURAS ENTRE FASES


Los bordes de La Mancha, al sur de la provincia de Ciudad Real, son territorios interesantes para visitar. El campo de Calatrava se asienta sobre terreno volcánico, su relieve es sinuoso, con crestas y zonas de monte, lagunillas, poblados del bronce semienterrados y carreteras secundarias parcheadas que evocan el fin del mundo. Enlaza con el valle de Alcudia, al suroeste, un rincón insólito poco conocido, un mar de encinares, dehesas y abrigos rocosos con pinturas milenarias. En sus inmediaciones afloran antiguos pozos mineros, comunicados por arterias ferroviarias que se han vaciado y ahora se pueden recorrer a pie o en bicicleta. El gobierno de Castilla-La Mancha no patrocina este espacio, por si alguien lo piensa, aunque me ingresa la nómina (de momento) como trabajador a su cargo que soy. Aprovechando las bondades de la fase 2 estuve por allí con mi familia, respirando el vacío porque especialmente el valle de Alcudia es una de las zonas más despobladas de España. Pude empaparme de naturaleza y ruinas, pero no puede visitar el castillo de Calatrava la Nueva. De hecho, ningún museo estaba abierto. Hay quién ha puesto de relieve la paradoja de que en España se llenen las terrazas de los bares, se reanude la Liga (ayer creo que se congregó una multitud —con mascarilla— en los alrededores del Sánchez-Pizjuán de Sevilla para recibir al equipo) y se haga botellón, pero las escuelas, bibliotecas y museos sigan sellados (a excepción del Prado, según he leído). Y lo que queda. Estas cosas me desaniman, ¿para qué consumir dos horas en escribir sobre libros? Me entra el síndrome del ermitaño y en cuanto puedo voy al único lugar sin ruidos de mi casa para leer. Que se pare el mundo. Al final, como soy un lector rápido (y esto no es bueno necesariamente), acumulo libros y libros leídos, caigo en una especie de remolino y el blog queda como las minas de Horcajo, tomadas por la maleza. Sería imposible reseñarlos todos y tampoco es necesario porque la mayoría proceden de recomendaciones de otros blogs, solo se trata de compartir, ya que este es el único lugar de mi estrecho mundo donde puedo hablar de libros con alguien.


SACRO CONVENTO Y CASTILLO DE CALATRAVA LA NUEVA | Portal de ...
Sacro Convento y Castillo de Calatrava la Nueva (foto: https://cultura.castillalamancha.es/patrimonio/yacimientos-visitables/sacro-convento-y-castillo-de-calatrava-la-nueva)
Gracias a la e-biblio y su extenso catálogo de ebooks, bien nutrido para tiempos de pandemia, he tenido fácil acceso a las novedades. Por ejemplo, leí La madre de Frankenstein de Almudena Grandes. La novela forma parte del ciclo “Una guerra interminable”, transcurre entre 1954 y 1956, con avances y retrocesos. Es un buen ejemplo de las virtudes de Grandes como narradora y quizá de un maniqueísmo matizado, con personajes donde es difícil hallar un punto medio. Alterna con habilidad tres narradores: Aurora Rodríguez, conocida por haber asesinado a su hija Hildegart, Germán Velázquez, un psiquiatra exiliado que regresa a España para poner en práctica un nuevo tratamiento contra la esquizofrenia y María Castejón, una enfermera en la que Almudena Grandes vuelca toda su sensibilidad y para mí, junto a los alucinados monólogos interiores de Aurora, es lo más logrado del libro. Es interesante, aunque requiere aclaración al final, la combinación de estos personajes ficticios con otros reales, como el doctor Vallejo-Nájera. En su conjunto, La madre de Frankenstein es también un ataque a la dictadura franquista y su afán totalitario, del que participaron no solo las instituciones sino muchos españoles de a pie. Como ha dicho algún historiador, la dictadura convirtió a la sociedad española en una “sociedad autovigilada y temerosa de sí misma”, lo que refleja bastante bien Almudena Grandes en su novela.

También he leído el último premio Tusquets, Temporada de avispas, de Elisa Ferrer, escritora debutante y remarco esto. Como uno juega con las letras de vez en cuando, hace ilusión. Almudena Grandes era precisamente la directora del jurado. Es una historia breve y muy sencilla. Nuria, la protagonista, es una ilustradora que se queda sin empleo y como las desgracias nunca vienen solas, recibe una noticia que la enfrenta de súbito con su pasado. Su padre, que abandonó a su familia cuando ella era pequeña y lleva sin ver desde entonces, está ingresado en la UCI. Los conflictos de Nuria y su deriva personal serán el hilo conductor de las siguientes páginas. Lo mejor de la novela es el estilo, informal pero nada forzado y que te lleva en volandas. A la historia en sí le falta cuajo y me ha chocado el comportamiento y las reflexiones de unos personajes que son treintañeros pero parecen adolescentes o “adultescentes” utilizando la expresión de Eduardo Verdú. Aunque quizá Elisa Ferrer haya planteado, sin saberlo, un retrato generacional.

    temporada de avispas (xv premio tusquets editores de novela 2019)-elisa ferrer-9788490667545 las cosas que perdimos en el fuego (ebook)-mariana enriquez-9788433936875

Siguiendo con las autoras, por fin me he estrenado con Mariana Enríquez y su libro de relatos Las cosas que perdimos en el fuego. Tenía unas altas expectativas y se han cumplido, pero solo en parte. Enríquez presenta una serie de historias perturbadoras, casi de terror, con contenido social y aunque sobrevuela sobre ellas lo fantástico, deja siempre un poso de realidad, de incertidumbre, que aumenta la sensación de desasosiego en el lector. Vamos, que te imaginas que algo así podría pasarte y te cagas literalmente. El estilo es perfecto para el tema: conciso, cortante y con giros idiomáticos muy sugerentes. Hay violencia a raudales, Enríquez tiene cierta predilección por lo macabro. La mayoría de personajes están completa o parcialmente enajenados. Con un matiz: los hombres son siempre tontos, crueles e insensibles (y reciben su correctivo por ello). Excepto un camionero rubio y atlético. Este sería jugoso material de psicoanálisis. Mariana Enríquez se decanta por unos finales abiertos, reverberantes, es una gran maestra en este sentido. También es frecuente la aparición de niños y adolescentes con todo su halo de ambigüedad. Una lectura inquietante.

Puestos a comparar, creo que prefiero a Edurne Portela en Mejor la ausencia. Hay violencia también, pero vista de un modo más profundo, no es solo pirotecnia. Edurne Portela plantea un contexto duro, los años de plomo en un País Vasco sumido en una guerra social. Un ambiente así no hace prisioneros. La protagonista es una niña, Amaia, a la que vemos madurar y desenvolverse en ese ambiente desquiciado. Uno de los grandes méritos de esta novela es la evolución del estilo a la vez que el personaje, partiendo de frases infantiles, telegráficas, que desconciertan al principio, hasta la ebullición de la pubertad y el poso de una madurez mal fraguada. La familia de Amaia no es la de las series americanas, desde luego. Predomina el rencor, la manipulación emocional, la envidia y los mamporros. La política lo mancha todo, condiciona y destruye el porvenir de una generación, ¿y para qué? Es muy sugerente la relación de Amaia con sus padres, personas tóxicas, egoístas e intoxicadas, que a pesar de todo se buscan, se arrastran buscando amor. Rara vez brilla esa emoción y cuando lo hace, es un brillo falso y pasajero. Mejor la ausencia es una gran novela que se me ha deshinchado al final. Para mí, sobran aclaraciones tan obvias. Falta el nervio con el que la autora se ha conducido las páginas previas. Con todo, Edurne Portela es una narradora diferente y que tiene mucho que decir. 


Mejor la ausencia', de Edurne Portela: Desde dentro | Babelia | EL ...

Soy lector de clásicos y he dado un buen repaso a varios. He releído El extranjero de Albert Camus y mi mujer me regaló una edición ilustrada de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez para sustituir el destrozado ejemplar que tenía de mis años universitarios, también lo leí de paso. ¿Qué puedo decir de estos libros? Pues que veinte años después su lectura me ha perturbado, casi en el mismo punto. Añadir la oleada de nuevas sensaciones (que no lo son en puridad) por lo que había olvidado  y por lo que mi bagaje personal y emocional ha descubierto en esta relectura. Son el mismo libro, pero bajo otra luz. Quizá, si vivo dentro de veinte años y vuelvo a sus páginas, las encuentre de nuevo y otras nuevas afloren según mis circunstancias. Esto es lo grande de los clásicos. He añadido a mi cuenta dos más. Uno es El buscón o historia de la vida del buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, de nuestro Francisco de Quevedo. Una exhibición de castellano y acrobacias lingüísticas, juegos de palabras que sin una guía el lector moderno suda para poder desentrañar. Una lectura exigente, sin duda, pero divertida y que sirve para meternos en ese Siglo de Oro singular, de pícaros y vividores. Y de paso, hacer paralelismos, porque en algunas cosas nada ha cambiado: el dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respeto. Me suena. El otro clásico, pero contemporáneo, ha sido Los restos del día, de Kazuo Ishiguro. Una de las novelas más perfectas que he leído. Stevens es uno de esos personajes memorables que da en parir la literatura mundial cada cierto tiempo, he pasado algunas de las horas más agradables del estado de alarma hundido entre sus páginas. En mi horizonte se plantea una mudanza y he pensado quedarme solo con un cogollo de libros. El resto los donaré. Las horas del día ya está en la caja de los que me voy a llevar.


Martín-Grande «potenciará» el Valle de Alcudia y Sierra Madrona ...
Carretera nacional que atraviesa el valle de Alcudia (foto: La Tribuna de Ciudad Real)
Puede que en tiempos deprimentes venga bien una lectura agradable y poco conflictiva, pero tampoco está mal una ración de pesimismo. Compré Ordesa de Manuel Vilas cuando se convirtió en un fenómeno literario y aparqué su lectura precisamente por esto. Ha caído esta cuarentena. Ordesa es uno de esos libros que enfrentan a las tres Españas. Hay lectores fascinados por un libro de duelo, que no es ficción y donde el narrador es a la vez personaje. Hay lectores desconcertados por los bandazos de Manuel Vilas y sus obsesiones. Contradictorio y pesimista pero que se inicia con una cita que es un canto a la vida, a muchos nos les convence. Por último, están los detractores que ridiculizan al autor, se burlan de su sentimentalismo y lo ningunean. Esta crítica se ha acentuado, porque Vilas fue finalista del último premio Planeta. En mi caso, creo que Ordesa tiene bastantes virtudes y algunos defectos. Singularidades, también. Por eso no es una novela que se pueda recomendar, no tiene una vocación universal. Que se vendiera como rosquillas es un misterio. Algunos lo achacan al marketing, pero debe haber algo más. Puede que muchas personas se sientan identificadas con Vilas. Yo me encuentro entre ellas porque soy obsesivo, lo que se dice un perro marciano, aunque buena persona y tiendo a la autoflagelación. Mis padres pertenecen a esa clase media depauperada tras el pinchazo de la burbuja. Mi relación con ellos es difícil, me causa muchos quebrantos. ¿Qué pasará cuando mueran? Prometo no escribir un libro, pero los inquisidores deberían guardarse las piedras en los bolsillos ante un ejercicio de honestidad brutal como es Ordesa.

Para acabar, he leído un breve ensayo de Cruz Méndez, autora que conocí en aquellos ya lejanos tiempos de Google plus. Todas las veces que morimos, relata la crisis de los misiles en Cuba. Unos hechos de los que se conoció su verdadera magnitud en épocas recientes. Y es que, si Kennedy hubiera cedido a los halcones ávidos de Washington el mundo se hubiera llenado de hongos nucleares y lluvia negra. La pandemia sería cosa de risa. Narrado con pulso y muy didáctico, es una buena lectura para los interesados en el tema o para los que, por algún momento, duden de las virtudes de la política. ¿Qué hubiera pasado en semejante crisis, de haber tenido EE.UU. y la URSS a líderes del perfil de Trump y Putin al frente? Mejor no imaginarlo.

Espero que vuestro paso a la nueva normalidad transcurra sin traumas. Seguid leyendo, algún día podremos añadir los libros al pan y al circo.