viernes, 15 de septiembre de 2017

"Rendición" de Ray Loriga

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Me sorprendió ver a Ray Loriga en Página 2. Mucho más que hubiera ganado el Premio Alfaguara. Rendición, cuyo título original era Victoria puede hacer alusión a, primero, los 160.000 euros de la bolsa y luego, a la renuncia de cierta corriente estética que hacía de Ray Loriga el escritor beat patrio por antonomasia. Hay poca cosa en Rendición del autor de Héroes y Trífero, del “escritor más moderno de España”, entiendo que es lógico porque los años pasan y el ardor juvenil se apaga, a veces para bien. En la entrevista lo vi inseguro, trabado, encogido en el asiento (luego en Youtube, entrevistado por Buenafuente parecía más en su salsa). Nada que ver con aquel escritor de la generación Kronen de Rayban, tupé, anillos con calaveras y tatuajes ante el que se rendían las jovencitas, aunque el atrezo sigue siendo el mismo, no lo es la percha. Pero este rollo no es para decir que no me ha gustado Rendición, al contrario. Lo único que, quitando frases lapidarias marca de la casa como “se obedece porque conviene y se duda porque se piensa”, no parece una novela de Ray Loriga. Al final voy a ser de esos aficionados que, como en la música, siempre quieren de su artista más de lo mismo, hasta la extenuación y tampoco es eso.

Vamos con Rendición. Ha sido descrita como alegoría, distopía orweliana con tintes kafkianos y cosas similares.  Está escrita en primera persona, en un estilo conversacional y este es su gran acierto para mí. La prosa es cristalina, muy sencilla, puede parecer un poco simple pero tiene su efecto. Engancha. Seduce. Fluye. Cada frase está engarzada y engrasada de tal manera que las páginas vuelan. A esto se le llama ritmo, y a mí, como escritor aficionado me impresiona. Y es que ojo, uno no engulle Rendición porque haya una trama frenética o al final de cada capítulo se deje aleteando una intriga y todos esos trucos del oficio que despiertan la gula del que lee. Es mérito exclusivo del narrador y por tanto, de Ray Loriga. Otro acierto de la primera persona en este tipo de novelas, es que el lector se siente tan desorientado y perdido como el narrador. Nada se le explica, más que a través de los ojos del que cuenta. Y puede ser como dice, o no. Nunca cede la duda.

El protagonista es un hombre que vive en el campo con su mujer, un advenedizo, en realidad. Porque resulta que primero fue jornalero, luego capataz y más tarde, al enviudar la jefa, se hizo dueño del cortijo. Su simplicidad y conformismo es lo que nos ofrece Ray. Hay una guerra lejana de la que no se dan detalles y ante la inminencia de la llegada del enemigo, el narrador, junto con su esposa y un niño sordo al que han encontrado vagando desorientado y del que no saben nada más, emprenden la huida hacia un refugio preparado por el gobierno (¿qué gobierno? No se precisa tampoco), la ciudad transparente. 

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Ray Loriga: "las redes sociales mejoran la pesadilla de Orwell. Somos delatores de nosotros mismos" (foto: RTVE.ES)

Aquí se puede hacer un corte absoluto en la novela, que cambia y nos sumerge en la descripción de una ciudad insólita, donde todo está ordenado, es higiénico e inoloro, la felicidad fluye sin cortapisas, quizá por efecto de alguna droga y desaparece la noción de lo privado. Las paredes son de cristal y por tanto, todo el mundo sabe todo del otro y se exhibe sin pudor. Se dice que Ray Loriga ha querido hacer una alegoría sobre nuestra sociedad actual, donde el ciudadano ha renunciado a su privacidad voluntariamente. No ha hecho falta una policía del pensamiento ni un gobierno totalitario; al contrario, ha sucedido en democracia y en el seno de la sociedad más igualitaria de la historia. Una fábula, por cierto, en la que los ciudadanos aprovechan su propia mierda como fuente de energía. No digo nada. 

Pero, ¿qué pasa con las personas que no encajan en este modelo de felicidad impuesta? Pues a ello se enfrenta el narrador, hasta su desenlace, vertiginoso, pero quizá el punto más flaco de la novela. Otra pregunta que creo plantea Rendición es hasta qué punto para lograr esa felicidad artificiosa estamos dispuestos a renunciar, ya no a nuestra intimidad, sino a nuestra idiosincrasia, a todo el equipaje que nos define como humanos y se llama vida, que incluye ira, frustración, tristeza, melancolía, todas cosas detestables pero que en el fondo nos equilibran y si están en nuestra maleta emocional es porque la evolución las ha requerido alguna vez para sobrevivir. Todo para lograr un bienestar perpetuo, un aparte hedonista, sin quebrantos, un “mundo feliz” como el que se vive en la ciudad transparente, donde hasta se ha logrado eliminar el olor corporal.

Así que aceptamos Rendición como un artefacto muy digno de Ray Loriga. Da gusto tenerlo de vuelta, aunque cambiado. Es una buena excusa, además, para releer Trífero o Tokyo ya no nos quiere. Yo lo he hecho este verano. Y tirando de otro hilo —el de la novela distópica— llegué a J. G. Ballard, autor conocido entre los amantes de la serie B como inspirador de la película Crash de David Cronenberg. No es mala idea acercarse a títulos como La sequía, Rascacielos y La isla de cemento para conocer las fuentes de las que ha bebido Ray Loriga (no tanto el citado Orwell) aunque casi toda su obra está descatalogada y haya que tirar de biblioteca. Por si acaso, lanzo el guante.

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domingo, 10 de septiembre de 2017

"Los tres dioses chinos" de Toni Montesinos

                               Los tres dioses chinos | Culturamas, la revista de ...

Hablando de placeres, esta vida ofrece sucedáneos que en muchos casos, si no sustituyen al vicio auténtico, al menos ayudan a cubrir su necesidad. Y me atrevo a decir que con el desarrollo tecnológico, que es como una gran serpiente cuya cabeza y parte del cuerpo está entre nosotros, pero sigue creciendo como la gran muralla, pronto el simulacro desplazará a lo real. Un ejemplo temprano son las aplicaciones para smartphone con las cuales desaparece el placer de conversar cara a cara. Otro es Twitter, que parece dificulta el sano ejercicio intelectual de discutir educadamente y tratar de comprender los argumentos contrarios.

Si digo que viajar es un placer dejo caer un perogrullo del tamaño de un misil norcoreano. Como fui tan ingenuo de hipotecarme en pleno pico de la burbuja (2007, calculen) y además con niños pequeños tengo poco margen. Como, sigo añadiendo ingredientes a la salsa, la edad en la que podría haber sido mochilero pasó y me cogió con el síndrome del avestruz, mis escasas posibilidades de viajar quedan limitadas a un radio exiguo, a no ser que quiera acompañar a cincuenta adolescentes a Roma o Praga, como he hecho en alguna ocasión, con todo el anecdotario que pueden imaginar. Resumiendo, mis sucedáneos para viajar son: los documentales, donde quizá Un mundo aparte, serie dirigida por Daniel Landa y que pasan regularmente por la 2, es lo mejor que he visto. Los blogs de aguerridos viajeros, aunque estos me hacen pasar un poco de envidia y alimentan mi complejo de inferioridad, ya de por si hipertrofiado. Y como no, mis queridos libros. Aunque según leí en un artículo de El País, la literatura de viajes es un género seriamente amenazado por el turismo low cost. Aquí está el link del artículo, por si queréis ilustraros.

Siguiendo con el tema de los libros de viajes, este verano he leído Los tres dioses chinos, de Toni Montesinos. El autor tuvo el detalle de regalarme un ejemplar después de leer mi reseña de una novela suya ambientada en Islandia, Hildur. A modo de diario personal, Montesinos nos describe un viaje que le lleva primero a Nueva York y luego a China, visitando Pekín, Xian y Shanghái, hasta coger el vuelo de vuelta en Hong Kong. 

Es un viaje turístico, pero poco importa. En realidad, viajar es una experiencia que nos remite a nosotros mismos, a nuestra esencia. Que despierta, intensifica o revive experiencias y sentimientos ocultos o parcialmente soterrados. No los crea de cero, no hallaremos nada fuera que no esté ovillado dentro de nosotros previamente, seamos conscientes o no. A la propia derivación personal, que salpica el diario de viaje de Montesinos, de repente, tras un viaje en barco por la bahía del Yang-Tsé con el telón futurista de Shangái, una suerte de “Blade Runner fluvial”, se añaden ramalazos de ternura: 
Volvería una y mil veces a recorrer aquel paseo por el río, a mirar la ancha boca de Rita y sus ojos ilusionados acogiendo el aire de la noche. Cuando me fueran mal dadas, en lo que dura un chasquido, el tiempo que separa la vida de la muerte dentro de un tren que está a punto de salirse del carril, todo lo solucionaría escapándome al Yangtze (…), para oír el rumor del barco atravesando el agua y mirar las luces de los rascacielos y la azulada oscilación del cielo. Sería mi gran evasión, mi arte de fuga.
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Skyline de Shangai por la noche (foto: http://www.trotamundosfamily.com)
              
Los tres dioses chinos son, a saber, el yuan, el euro y el dólar. Montesinos nos describe una sociedad hiperconsumista, hasta donde él puede llegar. Un país que ha desarrollado un eficaz ritual para estrujar al turista y hacer negocio. En un sistema autoritario que ahoga cualquier disidencia (lo comprueba Montesinos cuando se conecta a Internet para actualizar su blog y no puede), la mayoría de la población se vuelca en ganar dinero, en una cruel ironía materialista precisamente en un país que hizo una “revolución cultural” segando millones de vidas para implantar el comunismo.

Hay una serie de lecturas que atraviesan este singular libro de viajes, que es también ensayo. Entre ellas, retoma la jugosa tesis de Steven Pinker en El ángel que llevamos dentro, donde arroja datos demoledores para los agoreros: el mundo cada vez es más pacífico, hay menos conflictos y muertes violentas. Cualquier tiempo pasado no fue mejor: las masacres superlativas con los que diversos tiranos a lo largo de la historia de China han regado su territorio arrojan tantos ceros a la derecha que son difíciles de imaginar. Un holocausto siglo tras siglo y, ¿qué queda de todos esos hombres? Lo increíble es que es rutilante en su esplendor: una muralla de seis mil kilómetros que Montesinos califica como el “cementerio natural” más grande de la historia; una ciudad prohibida, monótona en su colosal magnitud y donde todavía borbotea la sangre; un ejército de soldados de terracota. Es curioso lo efímero que es el recuerdo del sufrimiento humano y cómo su cultura material perdura y se impone, causando admiración en las generaciones siguientes. El hombre con minúscula no vale nada y desde luego, si vale algo hoy, deberíamos estar agradecidos.


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                                                    Vista aérea de La ciudad prohibida (foto: laotraruta.net)
Si un viaje organizado, del que los auténticos viajeros echan pestes, sirve sin embargo a Montesinos para escribir un libro de viajes auténtico, vívido pero reflexivo, informativo pero también poético, significa que es el viajero, el sujeto, el que modela su experiencia. Más allá de los recorridos guiados bajo el paraguas de un guía, que curiosamente se bautiza con un nombre español (Quique, Marta y Juan, ¿imagináis a los guías españoles llamándose Sigfried, Matsuo o Pierre, según toque, para recibir al turista extranjero?).

Bueno, pues regalos aparte Tres dioses chinos me ha gustado. Es un ensayo donde predomina una mirada descriptiva, centrada en lo estético y arquitectónico. Se centra menos en lo sensorial, quiero decir olores, sabores especialmente, sobre los que pasa más de largo, aunque esa parte es la que define lo oriental en mi imaginario. El paisaje humano también está ausente, no hay personas, aparte de los tres guías que acompañan al viajero en cada ciudad, es un libro dado a la introspección donde el narrador reflexiona sobre lo que ve, sobre la vida y sobre sí mismo, pero no interactúa. Más que ver esto como una limitación, me parece una cuestión de enfoque. En cualquier caso, leed y juzgad vosotros mismos.