sábado, 7 de abril de 2018

ERCKMANN-CHATRIAN


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De mis lecturas imberbes recuerdo con cariño una serie de novelas juveniles en las que el protagonista era un tal Flanagan, adolescente aspirante a detective. La primera tenía el sugerente título de No pidas sardina fuera de temporada y le siguieron muchas más. Me vino de inmediato a la cabeza cuando cayó en mis manos, por recomendación de Paco Castillo en La Metáfora del Viento, los Cuentos de las orillas del Rin. No porque tengan nada que ver en lo argumental, sino porque ambos fueron escritos a dos (o cuatro, siendo rigurosos) manos. Años después, ya no tan flaganadicto, con barba, pero sin mucho conocimiento, Andreu Martín vino a mi ciudad. Obtuve la autorización de mi profesora de Lengua para asistir a la charla que iba a dar en la Biblioteca Municipal. Y sí, fui yo solo, raro, pero porque no me visteis con diecisiete años. Un par de horas sin mí en clase seguro que era un alivio. Parece mentira haberme convertido ahora en don sermones. Pero bueno, a lo que iba. Al señor Andreu Martín le hice dos preguntas, la primera, lo molesto que estaba porque en sus novelas los malos siempre eran heavies. La segunda, cómo era capaz de organizarse para escribir con otra persona. Recordar sus respuestas sin inventarme nada sería mucho pedir. Vamos con lo segundo: parece algo difícil, ya que el acto de escribir tiene mucho de onanismo, pero no imposible. Sé de muchos guionistas que trabajan no en parejas, sino en equipo, ¿por qué la literatura debe ser diferente?

Émile Erckmann (1822-1899) y Louis-Alexandre Chatrian (1826-1890) nacieron en la región de Lorena, que junto a la vecina Alsacia fue zona de disputa franco-alemana y polvorín europeo. Erckmann en la pequeña ciudad de Phalsbourg y Chatrian en Lunéville, que según he visto en Google maps están a tiro de piedra, cerca también del Parque Natural de los Vosgos. Una región plena de verde atlántico y alpino, con fuerte impronta germana, por lo que se ve en las fotos. Añado estos detalles porque su tierra natal es la materia prima con la que trabajan Erckmann-Chatrian, con independencia del tema. Una colaboración que se extendió de manera ininterrumpida desde 1847 a 1886, fructífera y exitosa a partes iguales. Parece que una disputa respecto al reparto de los derechos de autor fue lo que rompió la entente y truncó la máquina de producir historias que, si en algunos sentidos han envejecido, las encuentro emocionantes y perturbadoras. Conviene precisar que el reparto de tareas no era al cincuenta por ciento. El esbozo de las historias lo hacían entre los dos, pero la escritura recaía en su mayor parte en Erckmann. Chatrian hacía después las labores de representante-administrador y negociaba contratos, derechos, etc.

La producción de Erckmann-Chatrian, como la de numerosos escritores de la época, es notable en cantidad (casi el centenar, entre novelas y piezas teatrales) y calidad a decir de la crítica. Aunque no tuvieran procesadores de texto y el acto mecánico de escribir fuera más farragoso, carecían de redes sociales, teléfono móvil y todos los distracciones de hoy, aparte de que había un mercado. Cultivaron diferentes géneros. Mis lecturas han sido dos novelas histórico-patrióticas, pero con una fuerte orientación pacifista y un libro de cuentos de temática fantástica. En este sentido, Valdemar publicó una antología que ya no tienen en catálogo y espero decidan reeditar. Se titula Hugo el Lobo y otros relatos de terror, si algún buen samaritano la tiene en epub puede contactar conmigo a través del formulario y ganarse el cielo (actualizo: cinco años después de escribir este post apareció la citada alma generosa, a la que le doy las gracias). Valdemar si mantiene disponible La invasión, o el loco Yegof, que describe la campaña de Rusia y es el precedente de las novelas que históricas que yo he leído.


Los Cuentos de las orillas del Rin son una antología con la traducción actualizada de Mercedes López-Ballesteros. Lo editó Reino de Redonda y contiene un sustancioso prólogo de Javier Marías. Son ocho historias ambientadas en la tierra natal de Erckann-Chatrian, tienen por tanto un tono costumbrista y popular: se retratan los tipos, la vida de la región y corre la cerveza. Me ha sorprendido el pulso y habilidad con la que están contadas. No llegan a ser de terror, pero si poseen un importante elemento sobrenatural y cierto tono jocoso, burlón, o eso parece. La ladrona de niños te tiene en un puño todo el rato y el final es escalofriante. Son relatos que se mueven en los márgenes, en esas zonas de sombra de la naturaleza humana, como hace también E. Allan Poe, aunque a mí me recordaron más a E.T.A. Hoffmann. Ese ramalazo romántico es palpable en el primer relato, el más largo, titulado El tesoro del viejo duque, deudor de la célebre historia del sueño de Las Mil y Una Noches. He contrastado varias reseñas después y en general, creo que todos coincidimos en el placer de caer en el saco de un verdadero contador de historias, la evocación de un tiempo lejano, para leer a la luz de la lumbre, donde casi nada tenía explicación y la noche era, por definición, patrimonio de las tinieblas y no de la luz azul.

Las otras dos novelas tienen como protagonista a José, joven aprendiz de relojero de Falsburgo (localidad natal de Erckmann). Con tres páginas leídas ya te vienen a la cabeza los episodios nacionales de Galdós y Gabriel Araceli (¿influirían en Galdós los escritores franceses?). Aparte de ese protagonista de origen humilde, son historias que se desarrollan en el contexto de hechos históricos relevantes, pero desde el punto de vista de una persona del pueblo, corriente y moliente. La traducción, además, es obra de Manuel Azaña, presidente de la II República española, así que el tono castizo refuerza todavía más la impronta galdosiana. La primera es Historia de un quinto de 1813 (1864) y la otra es Waterloo (1865), en una edición antigua de Espasa Calpe, aunque están disponibles en la Biblioteca Cervantes Virtual.

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Son muy entretenidas, narradas en primera persona, costumbristas y de aventuras, hay de todo un poco. Tienen partes que han envejecido mal, como es lógico y otras que mantienen el pulso y la emoción con la que fueron escritas. El pobre José quiere casarse con su prima Catalina, pero a Napoleón se la ha puesto entre ceja y ceja dominar Europa. José se ha librado de las quintas porque es cojo, pero tras la debacle de la invasión de Rusia es llamado a filas. Asistimos a las cuitas del nuestro recluta, en marchas interminables y batallas cruentas donde los soldados se disponen como peones en un tablero de ajedrez y son barridos por la metralla o luchan como animales por salvar el pellejo. Estas guerras napoleónicas (que cubren un ciclo de veinte años) quedan tan lejos que uno pierde la perspectiva, pero historiadores serios estiman que el número de víctimas rozaría los seis millones (solo en España fueron medio millón y la campaña de Rusia costó la vida a 600.000 soldados del bando napoleónico, sumando muertos rusos nos vamos al millón), a los que habría que añadir mutilados. Esto en una población europea de 180 millones. Vamos, para tomárselo en serio. Y Erckmann-Chatrian se lo toman. Aunque nacieron con posterioridad a los hechos, es casi seguro que utilizaron fuentes orales para preparar sus historias, hay una carga de veracidad innegable.

Aparte de José, destaca el personaje del Señor Gulden, maestro y mentor, antiguo jacobino que representa la esencia del republicanismo que abanderaban Erckmann-Chatrian. La tía Gredel, con su pragmatismo, hace de contrapunto, especialmente en Waterloo. Porque la guerra en estas novelas es vista con horror, como una perturbación en la vida de gentes sencillas que son lanzadas a matar a otras, sin motivo real, tan solo por el capricho de una élite hambrienta de poder que ha traicionado los principios de una revolución loable. Sirva de ejemplo un fragmento de este encendido discurso del citado señor Gulden:

Si los que nos mandan, diciéndose enviados por Dios, para hacer nuestra felicidad en este mundo, pudieran figurarse al comenzar una campaña a cuántas pobres viejas e infelices madres van a desgarrar las entrañas por satisfacer su orgullo; si pudieran ver sus lágrimas y oír sus lamentos en el instante en que les dicen: ¡Tu hijo ha muerto...; no le verás más! Ha desaparecido bajo los cascos de los caballos, o destrozado por una bomba, o en un hospital lejano — después de sufrir una amputación —, abrasado de fiebre, sin consuelo, clamando como cuando era niño...; si pudieran imaginarse todo eso, creo que no habría ninguno tan bárbaro que se atreviese a seguir adelante. Pero no piensan en nada; creen que los demás no quieren a sus hijos tanto como ellos: ¡toman a las gentes por bestias! Se engañan: con todo su inmenso genio y todas sus grandiosas ideas de gloria, no son nada, porque un pueblo — hombres y niños, mujeres y ancianos — no debe hacer la guerra sino cuando atacan su libertad, como hicimos nosotros en 1792 (…)

Waterloo, la continuación de Historia de un quinto de 1813, es más larga y al principio, más tediosa por los amores (ingenuos para nuestros estándares actuales) de José y Catalina. Me parece notable la descripción de la restauración borbónica, el regreso de los emigrados y el cambio de chaqueta de los oportunistas (una abrumadora mayoría). También, la situación en la que quedan los veteranos de guerra, que son tratados como sarnosos cuando no tuvieron más remedio que batirse en las guerras que dictaba Monsieur Bonaparte y defender el suelo patrio de rusos y prusianos cuando todo se vino abajo. El relato de la batalla de Waterloo y la retirada posterior es vibrante, a ras de tierra, José no ve a Napoleón más que de refilón. Pero es un relato bélico de altura.

Para acabar, no he podido dejar de pensar en el destino del traductor, Manuel Azaña y algunos pasajes del libro, que seguro tuvieron que venir a su cabeza en medio de la vorágine política que le tocó vivir. Por ejemplo, cuando el señor Gulden dice:
El amor de Dios, a la patria y la familia son una misma cosa. Pero lo que nos entristece alguna vez es ver que el amor a la patria se desvía para satisfacer la ambición de un hombre y el amor a Dios, para exaltar el orgullo y el espíritu de dominación de un corto número de personas.
Cuántas veces ideas nobles son manipuladas para servir fines egoístas. Desde luego, Erckmann-Chatrian sabían de qué va nuestro mundo.