jueves, 22 de junio de 2017

DOS AÑOS EN LA LLANURA

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Ya van dos añitos desde que empecé con el blog. Los antiguos egipcios creían que después de la muerte su espíritu se las tendría que ver con el tribunal de Osiris. Hasta allí era conducido por Anubis, el de la cabeza como el perrito procurador que antes se ponía en la bandeja trasera del coche, hablo de modelos tipo Seat 124 y así, no las pijerías crossover de ahora. Pues eso, que el espíritu era llevado a la presencia de Osiris y sometido a un cuestionario personal. Por si se le ocurría mentir, se colocaba su corazón en una balanza y el dios Tot iba tomando nota de cada respuesta. Si mentía, la balanza se desequilibraba y el Ammit, un bicho con cabeza cocodrilo, piernas de hipopótamo y cuerpo de león lo engullía sin pan ni sal y se acabó lo que se daba, ni inmortalidad ni vida ultraterrenal. Perdón si hay algún egiptólogo por los detalles que me he saltado o he escrito mal. Esta introducción viene porque después de dos años, no era mala idea someter mi corazón bloguero a similar interrogatorio. No tengo ningún monstruo a mano, salvo los de las noticias, ya sabéis: pirómanos, fanáticos religiosos, etc. Pero si las ventajas de vivir algunas horas a la semana en la blogosfera no pesaran más que los inconvenientes, me temo que perdería el juicio y Osiris me mandaría con mis lecturas y demás a cualquier rastrojo. Y es que después de dos años, he acumulado buenos argumentos a favor y algunos —pocos—en contra.

Empecemos con lo malo. La falta de tiempo. Literalmente, hay semanas que estoy desbordado. Tengo dos niños pequeños, ya lo sabéis, aparte del trabajo. En este rato que escribo el post el chiquitín ha quitado el tapón de la piscina y ha empantanado el patio. Mi mujer está que trina, así que después de este párrafo vendrá una pausa. 

¿Tantas y tan buenas sugerencias lectoras no os provocan ansiedad? Este síndrome, el del bloguero literario, es conocido por los médicos. El bolsillo también se ve afectado y eso que, por la experiencia de la crisis, que ha triturado a mi familia, me he transformado en un superviviente. Bibliotecas, mercadillos, son mi hábitat. 

Como conclusión, hay temporadas en las cuales me saturo y apenas logro publicar un post cada tres semanas. También mi seguimiento de otros blogs se resiente. La sensación de escribir y no saber si te leen y las puñeteras estadísticas de blogger, con sus ficticios internautas rusos, son otros síntomas habituales. Así que vamos con lo bueno.   

Lo primero es haber conocido a gente con la que comparto afición lectora y escritora. Después de un tiempo me resultan extrañamente familiares, a pesar de no conocerlas en persona (con una excepción), incluso de algunos sin saber siquiera su nombre real (aquí juegan con ventaja porque ellos si conocen el mío, tengo tan poca sal que ni se me ocurrió un alias). De esta relación nace un sentimiento de aprecio y respeto. De cierta amistad, en suma. Y aunque es extraño, para mí, que soy sensible y poco habilidoso socialmente, resulta conmovedor. Me ha pasado ya dos veces, perder el contacto con algún bloguero, por razones desconocidas y sentir desazón, hacerme preguntas del tipo, ¿por qué se habrá esfumado así? ¿Estará enfermo? ¿Se habrá hartado? ¿Lo acosaba algún troll y se ha visto obligado a echar el cierre? Por favor, si deciden cortarse la coleta, despídanse.

He crecido como lector, no hay duda. Ya no es cuestión solo de cantidad, que sí, luce mucho decir que he doblado e incluso triplicado el número de lecturas desde que tengo el blog. Es que hay autores y títulos a los que nunca me habría acercado por mí mismo. De estas lecturas saco bastante provecho, por cuanto puedo contrastar opiniones, recibir comentarios, investigar para escribir una reseña, pensar en lo que leo e incluso, atreverme con monográficos. ¿Cómo si no habría podido afrontar una relectura de El Quijote?

Mis reseñas creo que han ido mejorando. Aunque enseguida cualquier lector verá que no soy un especialista y que resbalo en ciertos temas, al menos espero que si pueda identificar el apasionamiento. Cuando leo tengo la sensación de que efectivamente estoy viviendo una experiencia, igualable a muchas reales (mejores) que he tenido. La literatura me ha enseñado tanto sobre las personas como la experiencia. Por citar un ejemplo, la semana pasada resonaba en mi cabeza La muerte de Ivan Ilich, precisamente en contexto similar y su recuerdo me ayudó a encauzar mis sentimientos.

Y en cuanto a esta faceta de aficionado a la escritura recuperada en los últimos años, también se ha visto beneficiada, porque se aprende leyendo y escribiendo con sentido crítico. Llegado a este punto viene mi humilde obsequio a los amigos que frecuentan la llanura. Hace un par de meses quedé segundo en el VII Certamen Internacional de Novela Corta Giralda, que organiza la asociación Itimad de Sevilla. Es algo amateur, que nadie se asuste. No voy a contribuir al saturado mercado editorial de momento. Pero el caso es que me enviaron una caja de libros y mi idea es regalárselos a quién lo demande, teniendo preferencia los seguidores del blog. Está el primer premio, el mío y el premio local en un único volumen. Mi novelita (apenas 70 páginas) no es nada del otro mundo. Releyéndola, ya editada, le he visto las costuras (es lo que tiene ser más lector que escritor). Pero en fin, igual que cuando uno va a la audición del conservatorio de su hijo y no le exige que sea Beethoven, pues espero que seáis comprensivos conmigo. Es un regalo que me hace mucha ilusión repartir aquí. Quién esté interesado tan solo tiene que enviarme una dirección de envío en el formulario de la derecha, garantizo la protección de datos. Sin coste alguno tendrás un ejemplar en casa en pocos días y si quieres, aunque esto me cuesta horrores, te lo dedico. Si por casualidad se acaban los ejemplares físicos te lo puedo enviar por email en PDF o EPUB. Y nada, solo me queda despedirme con un fragmento de Domicilio desconocido, ya veis que no me quemé los sesos con el título (soy un comercial nefasto, lo sé). Espero que sigamos por la llanura al menos dos años más. 

Necesitaba apagar el recuerdo de la voz de Nieves, que se había enquistado en mi cabeza y los pensamientos obsesivos que me zarandeaban. Esquivando a los conocidos, caminando furiosamente, me sorprendí un par de veces deletreando su nombre: N-i-e-v-e-s, casi un suspiro, casi una bala saliendo de mi garganta…

martes, 13 de junio de 2017

ESCRIBIR A MANO

Manuscrito de Gay Talese (fuente: https://richardgilbert.wordpress.com/tag/paul-auster/)
No hace mucho leí que Finlandia, cuyo sistema educativo encabezó en cuatro ocasiones el informe PISA, había decidido desterrar la escritura a mano de su currículum. Es decir, que en los colegios no sería obligatorio aprender a escribir con lápiz y bolígrafo y si mediante teclados y otros dispositivos electrónicos. Pero uno no puede fiarse, porque vivimos en la era del bulo (aviones fumiga-personas, vacunas letales y un largo etcétera) y la información es más sesgada y tendenciosa que nunca. Por suerte, la red de redes aunque ayuda a propagar falsedades, también ofrece el antídoto. Con un par de búsquedas en Google y visitando sitios acreditados todo se puede contrastar. Así me enteré de que el país nórdico no va a eliminar la escritura a mano. Lo que ocurre es que durante años han enseñado dos sistemas de escritura manual: una en cursiva y otra en letras de imprenta. El primero es el que dejarán de utilizar y será de carácter optativo y junto a la escritura de toda la vida introducirán el aprendizaje del teclado.

Bulos aparte, lo cierto es que cada vez se escribe menos a mano. En mi caso, aparte de la lista de la compra, apenas trazo un par de ideas en un pos-it o en sucio y después me pongo a trabajar en Word. Tengo asociado la labor de amanuense con mi época universitaria, donde muchos profesores (la mayoría) simplemente se dedicaban a dictar apuntes y quizá por ahí sobrevino algún tipo de trauma. El teclado me permite escribir más rápido, más seguro y me concentro igual, siempre que tenga Internet a buen recaudo. ¿Algún día los niños dejarán de escribir a mano y lo harán a través de máquinas? ¿Puede incluso la escritura y por extensión la lectura quedar relegada, en el ámbito educativo, a favor de otras tecnologías?

No está de más recordar que en España, hasta el último tercio del siglo XX no se consiguió alfabetizar a la mayoría de la población (alguno, pensando en el analfabetismo funcional, dirá que soy demasiado optimista). De hecho, según la UNESCO, en 2014 casi 800 millones de adultos en todo el mundo todavía no sabían leer ni escribir. Pienso en mi abuela materna, que aprendió siendo adulta, con grandes dificultades y de hecho nunca llegó a dominar del todo la caligrafía. Eso sí, luego se hizo una lectora de las buenas. Durante un tiempo, mientras su vista le fue alcanzando, compartía con ella alguno de mis libros. Por desgracia, a día de hoy apenas si puede sostenerse. Es curioso, porque no recordaba esta anécdota, ha sido escribiendo cuando ha brotado como por arte de magia. Imaginaos, un universitario compartiendo libros con su abuela. Una abuela manchega, claro está, no hablo de la matriarca de los Panero: bata negra, mandil, pelo blanco, grandes gafas de aumento, una vitalidad extraordinaria, metro cincuenta de estatura y un genio de mil demonios. Pues a esta abuela yo le prestaba libros de Manuel Rivas, porque era de su cuerda y le recordaba "como eran las cosas entonces".

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Por desgracia no hice ninguna foto a mi abuela leyendo, pero de tenerla sería algo así (fuente: http://conmikindleatodaspartes.blogspot.com.es)
Siguiendo con la escritura a mano y por encauzar el post hacia lo literario, su desaparición implica también la del manuscrito como tal. Tengo textos que he revisado (Word te lo chiva en sus estadísticas) en más de 300 ocasiones. Esto quiere decir que he abierto el documento y he agregado o lo he modificado todas esas veces, no me toméis por un maniático. Sin embargo, en el original no hay ni rastro de esta tarea. Todo está impoluto, como si acabara de salir de mi cabeza. No, mejor: recién salido de la imprenta. ¿Cómo sería este mismo texto escrito a mano? Lo imagino abigarrado, lleno de tachones, correcciones, anotaciones al margen y manchas de té verde. Tendría valor por sí mismo. Por eso traigo ejemplos de escritores célebres que escribían a mano fundamentalmente y hacían de sus manuscritos verdaderos bocetos de su obra, parte de sí mismos. Parte de su proceso creativo, que sus lectores han podido conocer a su muerte y alimentar con ello la mitomanía. La hoja de Word, reconozcámoslo, aplasta la magia con su asepsia.

En una exposición sobre manuscritos de escritores, a partir de los cuáles se había organizado una exposición en Argentina, el director, con buen criterio, decía lo siguiente: "Lo que nos permite un manuscrito es encontrar al autor en el momento mismo de creación de su obra" (fuente: diario El Comerio). En esa exposición se pueden ver algunos cuadernos de Cortázar, en los que incluye el dibujo de una rayuela, a partir del cual estructuró su famosa novela. 

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Cuaderno de bitácora de Rayuela, Julio Cortázar (en Pinterest)

Es frecuente encontrar dibujos o garabatos en estos manuscritos, por ejemplo Dostoievski perfila sus personajes y Proust incluye unos bocetos oníricos, quizá realizados durante momentos de parón en la escritura, antes de urdir una frase o pensando en la siguiente secuencia
. Y es que una de las ventajas de escribir a mano, según los expertos, es que se piensa más, se favorece la reflexión y me viene a la mente el libro Elogio de la lentitud, de Carl Honore, concebido precisamente contra las prisas de este mundo nuestro.

Manuscrito de Por el camino de Swann, de Proust (fuente: cultura.elpais.com)
Este es de Dostoievski, Los endemoniados (fuente: Wikipedia)

La caligrafía también nos dice mucho del autor. La mayoría son poco legibles y esto conduce a la idea de proceso creador como posesión, como trance. No se trata de escribir una instancia, se trata de atrapar esa idea que tienes en la cabeza que incluso puede que brote en un momento concreto y si no se hace rápido, con precisión, se corre el riesgo de que la idea se volatilice, se mezcle con el río del pensamiento y muera sin haber visto la luz. Así lo imagino yo, que soy un romántico.

ALL CAPS FOR EMPHASIS. We bet texting with George Orwell would be very overwhelming.

Extra points for sticker usage.

Lewis' doodles make your doodles look like child's play.
De arriaba a abajo: George Orwell, David Foster Wallace y Lewis Carroll. Os recomiendo consultar la fuente original donde hay muchos otros, pinchando aquí (fotos: Buzzfeed)

Quizá el contexto que en otras épocas favoreció lo manuscrito está cambiando y afrontamos nuevos formatos. Una vuelta a la oralidad, pero desde el audiovisual. O esos mundos virtuales con los que ya se está experimentando y que pueden incluso sustituir a la experiencia. La escritura puede acabar convertida en un simple pasatiempo, una forma de terapia, incluso en una excentricidad o postureo hipster. Cualquiera sabe. 

jueves, 1 de junio de 2017

DESASOSIEGO

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Salto al vacío, de Yves Klein (foto: blogearte)

Estoy delante de su casa. Para ser más exactos, estoy en el portal. Frente a mí, la hilera de botones del llamador me recuerda a los de la guerrera de un soldado. Pero estos no brillan como los de latón; son de un color marfil apagado por los sucesivos aplastamientos, por los dedos sucios que percuten cien veces al día, por la luz cetrina que apenas ayuda a discernir a qué vivienda corresponde cada uno.

El tercero. Letra d, de dedo. Sé que hoy está sola, me lo dijo ayer: mis padres se van mañana de viaje. O no me lo dijo a mí directamente, quizá fue un fragmento de su conversación que cacé al vuelo lo que llegó a mis oídos.

Saco el libro de Pessoa de la bolsa. Lo he dejado sin envolver porque quiero que parezca comprado por casualidad, para poder decirle: he ido a la librería y al verlo me he acordado de ti.

En realidad, he recorrido cuatro librerías buscándolo. En alguna de ellas querían anotar mi nombre y mi número de teléfono, me aseguraban que lo tendrían en menos de cuarenta y ocho horas. Pero no, tenía que ser esta tarde. Era mi salvoconducto, la excusa para llamar a su puerta, para comprobar si el estremecimiento de sus labios, un temblor que no agitaría ni el agua de un vaso es justo lo que parece. O lo que anhelo. Y es que cuando la tengo cerca desearía apretarla entre mis brazos, pero no para notar sus formas bajo la ropa. Lo que quiero es fundirme, como la espuma salada que se disuelve sobre la arena. Quiero que me impregne, que me empape, que se trabe en mi urdimbre.

Pensar en ella me causa desasosiego. Es una sensación parecida al odio. Dejo de percibir el mundo, incluso el aire que me envuelve. Por unos segundos desaparezco y vuelvo a materializarme en un futuro proyectado, hipotético; una sombra, como toda ensoñación. En ese espacio caleidoscópico la desnudo, la beso. Cuando vuelvo en mí, he recorrido cien metros, he cruzado un paso de peatones, he leído tres páginas de un libro, he acabado la comida del plato o estoy dentro del autobús para regresar a casa. Pensar en ella me secuestra, me engulle como un tigre oculto en la espesura.

Me habló de ese libro, que le había impresionado tanto; una antología, en realidad, ¡qué pena perderlo! y se transformó a mis ojos en la manzana de oro de las Hespérides, el fruto que me permitiría alcanzarla. La llave que abriría esa puerta herrumbrosa que a pesar de todo, a pesar del rubor de sus mejillas si el azar nos acercaba el uno al otro, en el ascensor o en clase, no había sido capaz de franquear.

Cuando duermo noto su aliento que me hiere en la espalda. La he imaginado de todas las formas posibles. Su vientre, su calor, nuestra lengua entrechocando, enredándose y su respiración jadeante, sus breves palabras expulsadas en una bocanada ardiente. El contacto con su piel me calcina. Esta es la verdadera pasión, el auténtico contacto que nos animaliza, el cuerpo como ventosa, como llama, como garra. No es ese sexo de cuerpos de piedra que apenas se rozan, solo se horadan, penetran y salpican. Yo no quiero eso, no la quiero de rodillas, ni a horcajadas; no quiero esa gimnasia, ese tedio, dentro y fuera, dentro y fuera, monótono, muerto, tan deprimente al final porque queda el fluido, la excrecencia, que rápidamente se diluye licuándose y hiede a cloroformo. Yo la imagino masticando, devorándome como el fuego.

Guardo el libro en la bolsa; no, lo saco. Frente a la hilera de botones, sin mover un músculo, estoy cada vez más nervioso. No me atrevo a llamar y para ganar tiempo me dirijo a una cafetería que está justo enfrente, desde donde puedo ver la puerta y me derrumbo sobre la barra. Cuando buscaba su libro, en la última de las librerías, estuve hojeando unos cuadernos de arte. Me detuve en uno de Yves Klein, cuya portada era una fotografía donde el artista se arroja al vacío. Suspendido en el aire, agita los brazos como si se arrepintiera en el último segundo y el asfalto, a tres o cuatro metros, parcheado, estéril, abriera sus fauces dispuesto a triturar sus huesos. El artista paladea esa fracción, ese instante en el aire en el que parece que va a echar a volar; pero por la lógica implacable de nuestro universo sabe que caerá irremisiblemente. Mirando la foto, sentí el deseo de que hubiera emprendido el vuelo o al menos hubiera caído flotando, oscilante como una hoja que se desprende de una rama.

Miro de nuevo su portal a través de la ventana y siento renacer el valor. Acabo el café, me tiemblan las piernas. Guardo de nuevo el libro. Antes he memorizado una cita, unas breves palabras que me sirvan de invocación, que abran esa puerta metálica, la reja de su castillo y me franqueen la entrada.

Fue la semana pasada cuando decidí que debía intentarlo. La profesora trazó la última equis. Acababa el curso para desempleados que nos había acercado por puro azar, al asignarse los ordenadores por orden alfabético. Así, al rozarme con el codo, y notar su cuerpo inclinado sobre mi pantalla para preguntarme una duda, al compartir la pausa para el café y juntar las espaldas o los hombros en el ascensor, esos breves puntos de contacto me fueron uniendo a ella como estrellas de una constelación. Son pistas, indicios, evidencias y estas constituyen mi esperanza, no sé si sólida o efímera, pero esperanza al fin y al cabo de que yo le atraigo tanto como ella a mí. 

El sosiego es conformismo. El sosiego es resignación. Y hoy fue el último día de clase, mañana regreso a mi ciudad. No tengo su número de teléfono, tan solo se donde vive porque una vez me ofrecí a acompañarla y ella aceptó. Hablamos un buen rato, sobre Pessoa y el lenguaje HTML. A menos que decida llamar y me abra, no volveré a verla más. Seré para ella una sombra, como cualquier otra, de las muchas que recorren de paso nuestras vidas. Abro el libro y leo al azar: el que sueña lo imposible tiene la posibilidad real de la verdadera desilusión, y me quedo con él abierto entre las manos, y así cruzo la calle otra vez hacia su portal, otra vez siento ese cosquilleo. Por fin llamo al timbre, que no suena. Desasosiego, el que causan los timbres que no emiten sonido alguno, tan solo una luz, esa luz que te convence de que alguien atenderá tu llamada. Pero no hay nada, ni un crujido, ni siquiera algún indicio de que ha descolgado.

Vuelvo a llamar; el tablero se ilumina, me siento como Klein arrojándose al vacío. Casi percibo mi caída, pero también puede que flote, que me descomponga en un fracción y me convierta en gas.

El pasado otoño envié este relato o lo que sea a la revista ALMIAR. Como tardaban en contestarme, deduje que no les había parecido nada del otro mundo y lo habían rechazado. Así que revisé, corregí en lo que supe o pude y lo guardé en una carpeta. Hace unas semanas me avisaron de que finalmente lo habían publicado y que el retraso se había debido a cuestiones técnicas. Conclusión: tengo dos versiones, la de ALMIAR, que podéis leer aquí y esta. ¿Con cuál me quedo? (en caso de quedarme con alguna) Ni idea.