jueves, 15 de octubre de 2020

DOS RESEÑAS: "La deriva de los icebergs" de Enrique J. de Lara y "Un amor" de Sara Mesa

                             

Abordo esta entrada con dos reseñas. La razón principal es el azote de nuestro siglo: la falta de tiempo, pero también me parecía interesante confrontar ambas novelas, que he leído de manera consecutiva, por lo poco que tienen en común. A veces tengo la sensación de que la literatura comercial converge en una fórmula, unas historias, unos personajes, que parecen salidos de un molde. La heterodoxia se castiga y menosprecia. Por mucho que se publique se lee lo de siempre y se entiende que así debe ser, porque es la manera de escribir y contar las cosas. En las novelas que presento, tanto Enrique J. de Lara como Sara Mesa cuentan la habitual historia de dos personas desarraigadas, pero la conducen por caminos y llegan a conclusiones originales y opuestas. Lo enclavan en paisajes aislados, asfixiantes, pero construyen con ese material diferentes metáforas.


La deriva de los icebergs está protagonizada por Francisco (Paco) Campos, un comercial en plena deriva existencial. Lo arriesgó todo por un proyecto de energías renovables en plena zozobra económica nacional y su matrimonio se desangra. La única oportunidad es un contrato con una papelera (irónicamente, una de las industrias más contaminantes) que salvaría la empresa de la quiebra. Campos se interna en la Costa da Morte (Galicia), se aferra a su última oportunidad, inútilmente. Su mujer le ha dado un ultimátum y regresará a Madrid con sus hijos, con él o sin él. Campos se resiste, desbordado y tras entrar en contacto con un anciano veterinario que se dedica a recoger los extraños objetos que expelen las mareas, a veces traídos por icebergs que se aventuran en aguas cálidas, decide embarcarse en un pesquero. En el periplo de Campos se entrecruzan varios personajes solitarios, enigmáticos, cerrados en una concha que pasadas las páginas se va entreabriendo. La historia se impregna del paisaje hermoso y desolado de la costa gallega, de sus mareas, tormentas y zozobras. Es descrito con una mezcla de precisión geológica y poesía, que en general funciona y acompaña al lector con su vaivén. El comercial se convierte en una especie de Odiseo que, lejos de querer regresar a Ítaca, pretende perderse en los polos y contemplar esos icebergs en los que, como dice la nota de prensa, ve una metáfora de su propia vida. Los días que pasa en la costa de la muerte, jugando alternativamente al escapismo y a la lucha a pecho descubierto con su destino, Campos se transforma. Entre los personajes se va tejiendo un hilo quebradizo, el que impone la soledad y los traumas pasados, pero nunca asimilados. La historia se resuelve de forma convencional, era una de las muchas opciones. Deja un regusto agradable, soñador y reconocible en todos los que en algún momento hemos llegado a esa encrucijada, en la que todo debe cambiar, pero al final nada cambia y esa masa de hielo que se ha desprendido de ti mismo y que esconde tanto, se derrite y acaba desapareciendo en la inmensidad del océano.

Enrique J. de Lara es un escritor poco conocido, pero con buenos mimbres y aquí ya lo he reseñado varias veces. Merece más. Sara Mesa, en cambio, es una autora consolidada. Prueba de ello es que Un amor aparecerá en breve traducido al inglés, francés, alemán y holandés. Tiene éxito Mesa y lectores, entre los que me incluyo. Me gusta por la habilidad y atrevimiento que demuestra a la hora de burlar lo políticamente correcto, de cuestionar la moral establecida sin encenagarse y hacer retratos psicológicos de sus personajes. Me atrae el contraste entre el tono oscuro de sus temas y la claridad de prosa con la que afronta su escritura. No hay florituras, no es un estilo tan literario como el de Enrique. Y de eso se trata, porque si tenemos una legión de escritoras contando lo mismo y de idéntica forma, la literatura se extingue por aburrimiento. 

Un amor se resume fácilmente. Cuenta la historia de Nat, una traductora que se retira a La Escapa, precisamente huyendo, no se sabe muy bien de qué. La Escapa es una aldea remota, hostil, arquetipo de la llamada España profunda o negra. Aunque este no es el tema de Un amor. ¿Por qué ha ido a parar Nat a donde Cristo perdió los guantes? Por puro pragmatismo: allí encontró la vivienda más barata que podía permitirse. Poco más se desvela del “antes” de Nat, salvo un episodio desafortunado en su anterior trabajo y nadie parece importar a Nat, que nunca traba contacto con el mundo exterior. Nat navega en el presente: apenas se plantea un pasado y mucho menos un futuro. 

En La Escapa queda recluida a merced de sus habitantes. De un casero hosco nada complaciente, de un perro pulgoso que trata de convertir, en un ejercicio de cruel patetismo, en perrito faldero, de unos vecinos progres que practican con hipocresía el "beatus ille", de un paria al que apodan "el alemán" y un hippie mandón. Siempre, en su relación con ellos, se impone una jerarquía, un juego de dominación y sometimiento. Es uno de los temas, las relaciones de poder, que recuerdo de otras novelas suyas. Y llega el amor, pero lejos del ideal romántico, se trata de un amor tóxico, envenenado. Un amor que deriva en obsesión, porque Nat no logra comunicarse con el amado, no logra que le importen sus palabras ni de valor a sus sentimientos. Qué difíciles son las relaciones personales para Sara Mesa, de cualquier tipo. Los seres humanos, a pesar de haber construido nuestra idiosincrasia a partir de la habilidad social, parecemos condenados a estar solos. A ser oídos, pero no escuchados. A hablar, pero no entendernos. Es una paradoja que a mí personalmente me llena de angustia y quizá por eso conecto con su literatura.

La tensión de Un amor es aplastante, sin concesiones al humor o la ironía. Difícil dejarla a un lado, engancha como un opiáceo. Se espera un desenlace trágico, un baño de sangre, un sacrificio a lo Sófocles. Pero al final la novela hace un requiebro extraño, inesperado y se desbarata, aunque no arruina, un artefacto de gran intensidad. Es curioso el contraste con La deriva de los icebergs, donde su protagonista endereza el rumbo y retoma el timón de su vida. Sara Mesa parece una persona más pesimista, sus personajes se devoran unos a otros o a sí mismos; Enrique J. de Lara, en cambio, los plantea desde un punto de vista más humanista y también más amable. Son dos caras de una misma moneda, he disfrutado leyéndolos y los pongo en valor aquí. Que siga la variedad, por favor.

viernes, 2 de octubre de 2020

TIEMPOS DE NO FICCIÓN: "El infinito en un junco" de Irene Vallejo y "A propósito de nada" de Woody Allen

Cuesta ponerse a escribir en tiempos de incertidumbre. El futuro se entrevé casi como esta tarde de viernes, con el viento peinando la lluvia de los charcos y grandes nubes de polvo que se cuelan por las rendijas de las ventanas y hasta acaban alojadas detrás de mis dientes, salvando la trinchera de la máscara facial. Todo parece volar a la deriva, bailando la danza del apocalipsis. He leído este verano hasta hartarme pero con una sensación extraña, porque ha sido más por pura evasión, por tratar de parar los engranajes de mi mente obsesiva que por disfrutar de una buena historia. Con todo, quería revivir el blog y rescatar de paso dos de los títulos más interesantes que han colmado las tardes de un verano ya muerto y enterrado.

El infinito en un junco, es el enigmático título que Irene Vallejo (1979) eligió para el que ya se puede confirmar como ensayo del año. Pocos podían imaginar que la invención del libro en el mundo antiguo daría para un superventas. Es lo bueno de la lectura, que suele burlar con facilidad —y relativa frecuencia— los estudios de mercado. El mérito, aparte del boca a boca que impide a los buenos lectores ser egoístas con las pepitas de oro que descubren entre el barro, es de la autora. Un inicio épico, que remite al Stefan Zweig de Momentos estelares de la humanidad, describe a los emisarios de Ptolomeo II jugándose el cuello por los confines del mundo griego, a la búsqueda de los libros más raros e insólitos. El objetivo es convertir a la biblioteca de Alejandría en el centro del saber universal.

El estilo de Vallejo es intencionadamente variado, riguroso pero no erudito, poco académico pero impecable. Lo define una palabra mayúscula que nos gana a todos: la pasión. Irene Vallejo es autora, pero también lectora empedernida y se confiesa herida por esa enfermedad incurable. Con no poca razón El infinito en un junco es descrito como una declaración de amor por los libros. Y por extensión, de su sagrado templo: las bibliotecas.

Se organiza en capítulos cortos, fugaces y adictivos. La autora entrelaza apuntes históricos con su experiencia como lectora, hablando de los libros que la han marcado. Construye un entramado en el que un punto remite a otro, así hasta las más insólitas asociaciones, pero sin abandonar nunca el hilo principal. El infinito en un junco es un laberinto donde perderse sin preocuparse por hallar la salida. Por eso se puede jugar a la ruleta rusa, abrirlo en cualquier punto y disparar, porque el tambor nunca está vacío. Hay un juego muy divertido al enfatizar la modernidad de clásicos como Luciano. Sus padecimientos y recelos son los nuestros.

Irene Vallejo pretende poner en valor un objeto que no surgió de la noche a la mañana, sino que fue resultado de una concatenación de pequeñas invenciones. Y defiende su vigencia y su capacidad para sobrevivir al alud tecnológico. No en vano pudo sortear tiempos en los que un libro era más raro que un diamante y donde la lectura era algo al alcance de unos pocos privilegiados, cuando no incomprendidos. Esperemos para el libro otros dos mil años, como poco.


En negro, con tan solo una fotografía del autor en la contraportada. Así de austera se presenta en España A propósito de nada, la autobiografía de Allan Stewart Konigsberg (1935), por todos conocido como Woody Allen. Aquí hemos podido leerlo, en EE.UU. la editorial Hachette renunció a su publicación presionada por sus propios empleados. Este 2020 no ha sido bueno para Allen en su país natal, Amazon también rompió un contrato que tenía para realizar varias películas y no ha podido estrenar allí sus creaciones. Todo a raíz de las acusaciones de abuso sexual que ha desenterrado su hija adoptiva Dylan Farrow y que fueron desechadas en su día por dos investigaciones independientes. Aparte de la situación espeluznante de ser culpable por acusación, abandonado y proscrito de una manera que no han conocido ni los sospechosos de genocidio, el libro me atraía porque durante años no me perdí ni una de sus películas. Uno de mis primeros libros es una recopilación de sus relatos, Cuentos sin plumas y siempre me ha hecho pensar, emocionarme y reír. Lo admiro y no he sentido la tentación de juzgarle, ya lo han hecho los tribunales y al parecer resultó absuelto. Pero en estos tiempos, la verdad es lo menos importante. 

Sorprende la humildad de Allen. Durante todo el libro no para de negar la mayor: no es un genio. Ni se acerca. Tampoco un intelectual. Se considera alguien que ha llegado alto tan solo por el hecho de estar en el lugar y el momento adecuado. Te descoloca, porque haciendo cuentas sus casi cincuenta películas han recibido decenas de premios y todos los actores relevantes de varias generaciones se han pegado por trabajar con él. Ahora se pegan, con excepciones como su ex Diane Keaton, por borrarlo de su currículum. Pero Allen tiene los pies en el suelo, es un estoico moderno y afirma que la obsesión con uno mismo es “una traicionara pérdida de tiempo” y confiesa: “he tenido más éxito y suerte del que merezco”. Por eso no lee las críticas ni acude a recibir los innumerables premios que hasta ahora recibía a lo largo y ancho del globo. Allen desprecia la posteridad y el intelectualismo trascendente, también llamado pedantería. Supongo que recordaréis la escena del cine de Annie Hall, que vi hace poco por televisión.

“La diversión reside en el trabajo”, la gracia de hacer una película es el acto creativo en sí, repite una y otra vez. El resto, es “perder el tiempo en trivialidades”. Lo comparto por completo, como diletante: disfruto más escribiendo un relato que haciéndolo público. La verdadera diversión es escribirlo, el resto es un viacrucis, un camino tortuoso que la mayor de las veces (en mi caso, siempre) no lleva a ninguna parte.

El libro, aunque no está organizado en capítulos y se lee como una conversación junto a una buena cena, comienza como casi todas las biografías: en la infancia. Sigue con sus inicios en el mundo del espectáculo, su llegada casual al cine, se detiene (ocupa casi una quinta parte) en el tortuoso asunto de Mia Farrow (es notable la intención de proclamar y probar su inocencia, como resulta lógico) y hace un repaso somero pero pormenorizado a su filmografía. El estilo es torrencial, con las inevitables digresiones y desvela una personalidad neurótica y con fobia social que se entrevé en muchos de sus personajes. Son las dificultades de vivir en el mundo y convivir con otras personas, de amar y ser o no correspondido. El sarcasmo y humor de Allen está diseminado por doquier, quizá en menor medida de lo esperado. Tampoco es un tratado sobre cine y admite que decepcionará a los estudiantes y eruditos. Aunque la lección es clara: sin un buen guion, no hay buena película. Esperemos que el guion de la película del maestro, de casi 85 años, tenga un giro inesperado y su final no sea abandonar el oficio porque todos le hayan dado la espalda.